Baruc
Introducción
Autor y época. Baruc, hijo de Nerías, desempeña un papel importante en la vida y obra de Jeremías, como su secretario (Jr 32), portavoz (Jr 36), compañero (Jr 43) y destinatario de un oráculo personal (Jr 45). Esto ha movido a escritores tardíos a acogerse bajo su nombre, ilustre y poco gastado, y atribuirle escritos seudónimos. Entre esas obras seudónimos se cuenta la presente y la única que entró en nuestro canon como escritura inspirada por Dios. El original hebreo es desconocido; a nosotros nos ha llegado la versión griega.
El libro se compone de una introducción y tres secciones autónomas. No sabemos si las tres piezas son obra del mismo autor o de la misma época. Se pueden leer por separado. Como cambia el tema cambia también el estilo. Su calidad literaria es notable y creciente: la primera parte cede a la amplificación, la segunda y tercera combinan el sentimiento lírico y la retórica eficaz. Ciertamente el libro merece más atención de la que recibe.
Es imposible datar la fecha de composición de las tres partes del libro pero, por el análisis interno de las mismas, podrían situarse en un período que abarca desde el año 300 a.C. hasta el 70 d.C. Se conjetura razonablemente que es uno de los últimos libros del Antiguo Testamento.
Mensaje religioso. En el breve libro confluyen tres corrientes venerables: la litúrgica, la predicación del Deuteronomio traducida en términos sapienciales, y la profética. La comunidad judía, aunque repartida entre los que permanecen en el destierro y los que viven en Jerusalén, forman una unidad étnica y religiosa. Solidarios en la confesión de un pecado común y en el reconocimiento de una historia común, el pueblo disperso se siente uno, vivo y continuador hacia el futuro de unas promesas.
Jerusalén, con su templo y sus sacrificios es el centro de gravedad del pueblo judío. De momento, fuertes obstáculos cohíben esa fuerza; cuando Dios remueva los impedimentos, Jerusalén, con su poder de atracción, provocará la vuelta y la restauración definitiva. El reconocimiento del pecado común y la conversión a Dios pondrán al pueblo en el camino de las promesas mesiánicas.
1,1-14 Introducción. Con estos versículos se introduce el texto del mensaje que supuestamente redactó y leyó el mismo Baruc ante los desterrados a Babilonia. Hay que destacar, en primer lugar, el anticipo del impacto que produce el mensaje entre los desterrados (5-7), para que se invirtiera en holocaustos, víctimas expiatorias, incienso y ofrendas (10). El otro aspecto que se destaca es el fervor y la admiración que se siente por Nabucodonosor, cabeza del imperio opresor, lo cual contrasta fuertemente con Sal 137,8s, donde se desea con toda el alma un final desastroso para Babilonia y se declara feliz al que agarre sus chiquillos y los estrelle contra las rocas.
Es evidente, entonces, que o se trata de una pieza literaria tan tardía que la memoria del dolor y el sufrimiento propiciados por el imperio caldeo se ha perdido en el tiempo, lo cual es casi imposible, o bien se trata de un representante de alguna corriente abiertamente pro-caldea, pero que no ha perdido su identidad judía. De cualquier modo, lo importante es rescatar la intencionalidad del autor y de su mensaje que es readaptar la experiencia de la caída de Judá y la humillación del destierro a una situación probablemente semejante bajo la dominación seléucida o lágida. Esta readaptación busca reforzar la necesidad de reconocer las culpas y desvíos del pueblo como elementos que atraen castigos y desgracias.
1,15–3,8 Liturgia penitencial. Puede dividirse en cuatro partes, 1,15–2,10 donde se resalta la confesión de los pecados de Israel; 2,11-18 que se centra más en la petición por la liberación; 2,19-35 y 3,1-8 que reclaman de Dios el cumplimiento de sus promesas.
1,15–2,10 Primera parte. Esta primera parte de la liturgia penitencial comienza con una confesión de los pecados. El reconocimiento de las culpas está determinado por otro reconocimiento primero y fundamental: Dios es justo (15); y esa justicia y bondad de Dios deja al descubierto el comportamiento desobediente e infiel que ha protagonizado el pueblo israelita desde que salió de Egipto. Así, esta confesión nace de lo profundo de un alma arrepentida, que ante la grandeza y justicia divinas se siente totalmente desnuda, despojada de aquello que el Señor esperaba del creyente, y que nos recuerda al primer hombre en el paraíso (Gn 3,10). Ahora, lo importante no es esconderse para ocultar la desnudez, sino reconociéndose desnudo asumir que, aun así, Dios está dispuesto a apostar por un proyecto de amor y de justicia en el que los protagonistas somos nosotros.
2,11-18 Segunda parte. El penitente, en este caso el pueblo, está convencido de que en el reconocimiento sincero de la desobediencia y del rechazo al plan de Dios está la certeza de la reanudación de la compañía y presencia de Dios en medio del pueblo. Es importante recalcar que la fe israelita parte siempre de la experiencia fundante de su conocimiento de Dios: la liberación de Egipto.
Ésta debe ser también nuestra convicción más profunda respecto a Dios: por encima de todo, el Dios en quien creemos y a quien seguimos, es el Dios que se juega todo por nuestra libertad, porque sólo en ella y desde ella estaremos en condiciones de amarle, obedecerle y servirle. La libertad, en nuestra relación con Dios no es un punto de llegada, tiene que ser un punto de partida para poderlo reconocer.
2,19-35 Tercera parte. Hay dos cosas que vale la pena resaltar en esta tercera parte de la liturgia penitencial: en primer lugar, el reconocimiento de que no son los méritos de los antepasados de Israel los que ahora mueven al pueblo a suplicar al Señor, sino el dejar a un lado la obstinación en la que siempre se ha movido; obstinación que queda ilustrada en el rechazo de la predicación de los profetas, en este caso de Jeremías (21-26); y en segundo lugar, la plena confianza y seguridad en que Dios no dejará de cumplir sus promesas, en este caso, reunir a todos los dispersos, lo cual dará paso a una nueva Alianza basada en el mismo compromiso de antes (35).
3,1-8 Cuarta parte. Termina la liturgia penitencial en el mismo tono con que comienza, reconociendo las culpas y pecados, y aceptando que la situación trágica que se vive en el momento es consecuencia de ese rechazo y de esa desobediencia al Señor. Pero hay aquí algo que ya Jeremías había intentado corregir durante su ministerio en Jerusalén y asimismo Ezequiel entre los desterrados a Babilonia: la responsabilidad personal en el pecado o el rechazo consciente al plan de Dios y sus consecuencias. Había una falsa concepción de que los males personales y sociales eran consecuencia del pecado de los padres, incluso se llegó a acuñar el refrán: «Los padres comieron uva agria, a los hijos se les destemplan los dientes» (Jr 31,29); Jeremías arremetió contra semejante modo de pensar, haciendo ver que cada uno es juzgado y castigado por sus propios delitos. Lo mismo plantea Ezequiel en sus enseñanzas (Ez 18). Pues bien, ese avance no se detecta aquí (4.5.7.8) a pesar de tratarse de un escrito que es muy posterior a Jeremías y a Ezequiel.
3,9–4,4 Exhortación sobre la sabiduría. La referencia inicial al destierro puede servir de enlace con lo anterior. El capítulo en su conjunto se inspira en Job 28, Eclo 24 y Dt 4. En la alternativa entre vida y muerte, bien y mal (Dt 30,15s), que intima la situación del destierro o diáspora y que se ha presentado a la conciencia en el acto penitencial, busca el pueblo una respuesta concreta, y se la dan: cumplir los mandamientos o, si no se han cumplido, arrepentirse y enmendarse. Hay que enmendar la vida para salvar la vida. Arrepentirse es sabiduría (Sal 51,8); enmendarse es enfilar el camino de la sabiduría. Israel todavía puede volver al buen camino: el de Dios, el de la sabiduría. Aunque sus individuos hayan de morir como hombres, el pueblo seguirá viviendo como pueblo de Dios. Si otros pueblos fracasaron por no encontrar esa sabiduría, Israel fracasó porque conociéndola, no la siguió.
4,5–5,9 Restauración de Jerusalén. Después de la confesión de pecados y de la invitación a la enmienda, viene el oráculo de salvación y consuelo. Es un poema inspirado de cerca en modelos de Is 40–66, sobre todo por la imagen matrimonial y el estilo de apóstrofe lírico. La relación del Señor con el pueblo está vista aquí en una imagen familiar. Dios es el padre que ha criado al pueblo (Dt 8,5; Is 1,2). Jerusalén es la madre del pueblo, pues representa a la comunidad en su valor fecundo y acogedor (Is 49; 54; 66,7-14). El Señor es el esposo de Jerusalén, como indican dichos textos, y también Is 62,1-9. El padre exige respeto (Mal 1,6), castiga a los hijos para mejorarlos (Os 11). La madre no puede contenerse (Is 49,15), se deja llevar de la compasión, aunque sus hijos sean la causa de su pesar. Exhorta a los hijos e intercede ante el marido (compárese con la actitud de Moisés en Nm 11). Abandonada del marido, la ciudad se encuentra en la posición social de una viuda sin medios (Is 50,1; 54,4). Tampoco la pueden ayudar sus hijos, muertos o desterrados (Is 51,18). A pesar de todo, sigue confiando y esperando. Ya siente la inminencia de la salvación, obra de Dios, renovación del antiguo éxodo.
El profeta se dirige al pueblo (4,5-8); Jerusalén a sus vecinas (4,9-16) y a sus hijos (4,17-29). El profeta se dirige a Jerusalén (4,30–5,9). Jerusalén es el centro geográfico; en torno hay una serie de capitales vecinas; lejos está el destierro o la diáspora. Desde un punto central se contempla un movimiento de ida y vuelta. Pero sólo vuelven israelitas, no acuden paganos. En eso queda lejos de Is 2,2-5 o Zac 8,20-23.