Palabras de alegría y esperanza
Videos del P. Fernando Armellini
Video semanal destacado
* Voz original en italiano, con subtítulos en inglés, español & cantonés
También disponibles videos subtitulados y doblados los mismos lenguajes.
Un buen domingo para todos.
Creo que habrá quedado bien impresa en la mente la última escena de la parábola que escuchamos en el evangelio del domingo pasado. La escena del amo que amenaza al siervo que no ha cumplido con su deber con castigos severos, recibirán muchas palizas. Habíamos notado que el texto griego original no dice castigos severos, sino ‘διχοτομήσει’ - ‘dikotomesei’ = será cortado en dos. Es una imagen bastante cruda y fue sugerida por los castigos que se infligían en aquel tiempo.
Pero la verdad de la parábola es muy seria; es la invitación para tener en cuenta que nuestra vida será evaluada por el Señor y al final será cortada en dos partes: la que nos hemos comportado según el evangelio y aquella en la que nos hemos dejado seducir por la mundanidad. En el evangelio de Mateo esta separación se presenta con una imagen que nos resulta más familiar, la de la separación entre ovejas y cabras.
Tengamos en cuenta que no es la separación entre gente buena y gente mala, sino que es la vida de cada uno que se cortará en dos partes: la de las veces en que hemos vivido por amor; por tanto, cuando nos comportamos como corderos, alimentando al hambriento, dando de beber al sediento, vistiendo al desnudo; y los momentos en que hemos cerrado nuestro corazón a nuestro hermano, cuando nos hemos comportado como cabras. Esta verdad debe ser tenida en cuenta para que no nos encontremos al final con la dramática sorpresa de ver quizás una gran parte nuestra existencia borrada de la historia de Dios.
Recordé la conclusión del pasaje del Evangelio de la semana pasada para introducir el pasaje de hoy en el que oiremos a Jesús hablar de nuevo de división, pero no la que se producirá al final, sino la que intenta hacer hoy en el mundo con las propuestas radicales de su evangelio. No viene a dejarnos tranquilos en nuestra vida.
Escuchemos lo que dice que ha venido a traer:
“En aquel tiempo dijo Jesús: Vine a traer fuego a la tierra, y, ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, y, ¡qué angustia siento hasta que esto se haya cumplido!”
En el pasaje que acabamos de escuchar, Jesús empleó dos imágenes, la del fuego y la del bautismo. La primera alude a la misión que recibió del Padre de traer el fuego a la tierra. La segunda, el bautismo, veremos que indica el precio que tendrá que pagar para cumplir esta misión. Pagará con su vida su elección de iniciar un mundo nuevo con su fuego. El fuego ha despertado siempre emociones profundas en la gente. También lo experimentamos nosotros, por ejemplo, un día en el que, fuera de casa, nos ponemos delante del fuego con un libro en las manos, es difícil concentrarse en la lectura porque el fuego atrae constantemente nuestra atención.
Encontramos esta imagen del fuego en leyendas, en los mitos de todos los pueblos. Recordamos a Prometeo que roba el fuego a los dioses; esto indica que desde tiempos inmemoriales los hombres han percibido la presencia de algo celestial, de divino en el fuego; y no es de extrañar que esta imagen también se emplee a menudo en la biblia. Para entender las palabras de Jesús tenemos que remontarnos al Antiguo Testamento donde el término fuego en hebreo es אֵשׁ = ‘esh’. En hebreo se oye en esta palabra el ruido de la llama: 'Esh’. Aparece en la biblia cerca de 400 veces.
El fuego en la biblia es, sobre todo, una imagen de lo divino. En el libro de Job, en el capítulo primero, el rayo es llamado ‘fuego de Dios’, porque baja del cielo. La columna de fuego que acompaña al pueblo de Israel en el desierto es la presencia de Dios indicada por este fuego. También la llama que aparece en la oscuridad de la noche, cuando Dios hace un pacto con Abrahán, pasando como una llama de fuego por medio de los animales divididos. También en el libro del Éxodo, cuando Moisés sube a la montaña y Dios desciende como fuego sobre Sinaí. Pero la narración más famosa, como lo recordamos, es la de la zarza que arde y no se consume. En el libro del Deuteronomio, en el capítulo 4 se dice directamente ‘Dios es un fuego que devora’.
Y también para hablar de la presencia de lo divino en el hombre se utiliza la imagen del fuego. Si Dios es fuego, lo divino en el hombre se presenta con la misma imagen. Así, Jeremías siente la palabra de Dios ardiendo en su interior que luego tiene que anunciar al pueblo y dice ‘es un fuego ardiente que inflama mis huesos’. Se esfuerza por contenerlo, pero no lo consigue. Así, el fuego es la primera imagen que encontramos en el Antiguo Testamento.
Fuego símbolo de lo divino, pero el fuego no sólo se utiliza para cocer el pan o para dar calor, también quema y se convierte en símbolo de la purificación; quema todo lo que perturba y molesta. En la biblia se utiliza el fuego, por lo tanto, como imagen de la intervención de Dios para eliminar todo el mal. Un ejemplo es el de Sodoma y Gomorra, incineradas por el fuego del cielo. La intervención de Dios contra la corrupción moral que existe en el mundo es el fuego que purifica.
Estas imágenes las encontramos luego en el Nuevo Testamento. Primero en el Bautista. Antes del comienzo de la vida pública de Jesús, el Bautista anuncia: ‘Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego’. Tiene la horquilla en la mano para limpiar su era, cosechará el trigo en su granero, pero quemará la paja con un fuego inextinguible. Es un fuego, por tanto, que Jesús traerá y que será purificador del mal. Ahora estamos preparados de entender lo que Jesús quiere decir cuando afirma que ha venido a traer fuego a la tierra que no ve la hora de que estuviese ardiendo’.
¿De qué fuego se trata? Existe un fuego del que Jesús no quiere ni oír hablar, es el fuego que quema, que castiga a los que lo rechazan. Recordamos su reprimenda a los dos hijos de Zebedeo que querían quemar a los samaritanos. Jesús anhela ardientemente su fuego para prender al mundo, pero no puede ser fuego el que incinere a la gente mala; no puede ser el fuego del infierno, del que él nunca habló. Su fuego es otro. Jesús no vino al mundo a quemar a los que hacen el mal. Alguien piensa que la forma de purificar al mundo del mal es quemar a los que lo hacen, pero si quemamos a los que hacen el mal, no queda nadie. El fuego con que Jesús purifica el mundo del mal es otro.
También él habla del fuego cuando dice que se recoge la cizaña que luego se quema en el fuego. Dios enviará a sus ángeles quienes recogerán los escándalos de su reino y los arrojarán al horno ardiente. ¿Cuáles son estas cizañas que son quemadas? Nuevamente, no son las personas sino las cizañas presentes en cada persona; no la cizaña en singular, el evangelio habla en plural; hay muchas cizañas que inevitablemente crecen junto con el buen trigo. En algunos está presente mucho buen grano y poca cizaña; en otros, en cambio, el grano es escaso y las cizañas son muchas.
Si queremos tener alguna indicación sobre esta cizaña, sólo tenemos que ir a releer las obras de la carne que Pablo presenta en la carta a los gálatas, en el capítulo cinco; menciona libertinaje, impureza, hechicería, enemistades, discordia, celos, disensiones… Estas son las cizañas que impiden que el buen grano crezca. Es inevitable que crezcan juntos; esta es nuestra condición, pero la buena noticia es que estas malas hierbas serán quemadas por el fuego traído al mundo por Jesús. Es una buena noticia, es evangelio. No sería buena noticia si se quemara a las personas malas, no, esas son blasfemias.
Jesús también emplea la imagen del fuego con las ramas. No son las personas malas las ramas que se cortan para quemarlas; son esa parte improductiva presente en cada uno de nosotros; improductivas porque no están animadas por la savia que es el Espíritu de Jesús. Su fuego es su Espíritu. Se trata de las ramas de nuestras vidas que no producen nada, el tiempo perdido en pequeñeces, en futilidad, en la ostentación de nosotros mismos o incluso en una vida de pecado. Cuando el fuego traído al mundo por Jesús entra en nuestra vida toda esta parte se quema dejando espacio sólo para las ramas que producen amor.
El fuego –para usar la imagen de Pablo– cuando entra en la persona destruye al ‘hombre viejo’. En la carta a los efesios el autor dice que es hora de abandonar la conducta de un tiempo, el viejo hombre que se corrompe siguiendo pasiones engañosas; cuando llega el fuego de Jesús quema al hombre viejo y hace brotar el hombre nuevo. En la carta a los colosenses dice, ‘no se mientan unos a otros; se han despojado del hombre viejo con sus acciones y se han revestido del hombre nuevo que es Cristo’.
La segunda imagen es la del bautismo. El evangelista dice que Jesús está angustiado hasta que se cumpla este bautismo. El verbo utilizado por el evangelista es ‘συνέχομαι’ - ‘sinéjomai’; no significa estar angustiado, sino estar dominado por un fuerte deseo de que se cumpla este bautismo. Esta imagen del bautismo está vinculada a la del fuego. Jesús afirma que para encender este fuego él tiene que ser bautizado. Bautizado significa sumergido, ¿inmerso dónde? En las aguas de la muerte. El agua de este bautismo ha sido preparada por sus adversarios con el objetivo de apagar este fuego para siempre, el fuego de su palabra, de su amor, de su Espíritu. En vez, esta agua ha conseguido el efecto contrario. Así, saliendo de estas aguas oscuras el día de Pascua, Jesús inició al hombre nuevo, movido por su fuego, el fuego de su Espíritu.
Entonces, ahora podemos dar sentido a la exclamación de Jesús: “¡Cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” Indica su ardiente deseo de ver destruida cuanto antes la cizaña que está presente en el mundo y en el corazón de cada persona. El fuego del que habla Jesús se encendió en la Pascua y, de hecho, Lucas presenta este fuego que desciende del cielo y renueva la faz de la tierra. En Pentecostés este fuego descansa sobre todos aquellos que han dado su adherencia a Cristo.
Esperaríamos ahora que Jesús describa este nuevo mundo como el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento: que el lobo habitara junto a el cordero, la pantera se acostara junto al cabrito, el ternero y el león pasten juntos, se rompa el arco de la guerra, se anuncie la paz al pueblo, que sea el príncipe de la paz, y que su reino de paz no tenga fin. Estas son las profecías que esperaríamos que nos dijera Jesús que ahora se hacen realidad; en cambio, escuchemos lo que nos anuncia:
“¿Piensan que vine a traer paz a la tierra? No he venido a traer la paz sino la división. En adelante en una familia de cinco habrá división: tres contra dos, dos contra tres. Se opondrán padre a hijo e hijo a padre, madre a hija e hija a madre, suegra a nuera y nuera a suegra”.
El evangelista Lucas nos dijo que, en el momento del nacimiento de Jesús en Belén, los ángeles anunciaron ‘paz a los hombres amados por el Señor’. En la carta a los efesios se dice que Jesús es nuestra paz; aquí, en vez, en lugar de paz Jesús habla de divisiones y conflictos causados por su llegada, y para describirlos recurre a un conocido texto del profeta Miqueas que, para presentar con una imagen la sociedad en la que vive y que está sacudida desde los cimientos, dice: ‘En esta sociedad el hijo insulta al padre, la hija se vuelve contra la madre, la nuera contra la suegra y los enemigos del hombre son los que están en su propia casa’. Jesús retoma esta imagen para anunciar que el viejo mundo que quiere cuestionar no se resigna a desaparecer, se opone a la novedad del evangelio. Lo viejo y lo nuevo entran en conflicto.
En la imagen utilizada por Jesús el anciano es representado por el padre, por la madre, por la suegra que indican la fidelidad a la tradición, ‘que siempre se ha hecho así’. En cambio, lo nuevo es representado por la nueva generación: el hijo, la hija, la nuera. Desde el principio de su evangelio, Lucas habló de una inevitable división que Jesús causaría en el mundo.
El anciano Simeón toma al niño Jesús en brazos y luego se dirige a María y le dice, ‘está aquí para la caída y la resurrección de muchos en Israel y como signo de contradicción; y a ti, una espada atravesará tu alma’. Es la famosa profecía de la espada que ha recibido muchas interpretaciones pero que es ciertamente el anuncio de una división muy dolorosa; una división que, como sabemos, se produjo en el seno del pueblo de Israel porque algunos aceptaron a Cristo y otros lo rechazaron. Pensemos en los escribas, en los sacerdotes del templo, especialmente Anás y Caifás, que vieron tirada a un lado toda la práctica religiosa que tanto les convenía económicamente.
Sin embargo, creo que esta profecía de Simeón está dirigirla directamente a la persona de María; había sido educada desde temprana edad según la tradición de sus padres y junto con José fue una fiel observadora de las tradiciones de su pueblo. A ella también le resultaba muy difícil entender y a aceptar la novedad del evangelio anunciado por su hijo. El evangelista Marcos, en el capítulo 3, recuerda que, en un momento determinado de la vida pública de Jesús, llegaron a Nazaret noticias preocupantes porque Jesús había entrado en conflicto con los líderes espirituales del pueblo de Israel que empezaron a considerarlo un hereje. La situación se volvió peligrosa, por lo que todos los miembros de la familia, incluida María, pensaron en ir a buscarlo a traerlo de vuelta a casa y decían que se había vuelto loco. Les costaba aceptar la novedad del evangelio; incluso María entendió todo después de la Pascua.
Observen cómo se representa, en el cuadro que he puesto en el fondo, la separación de Jesús de su madre cuando decidió dejar Nazaret para comenzar su vida pública, no en Nazaret sino en Cafarnaún; se produjo una dolorosa separación. Cuando Lucas escribió el pasaje del evangelio que acabamos de escuchar, tenía su atención puesta en la situación de sus comunidades donde esta división a menudo tuvo lugar de forma dolorosa y dramática a veces dentro de las mismas familias. Pensemos en lo que pasaba cuando un judío se convertía en cristiano; era repudiado por su familia, con todas las consecuencias, incluida la pérdida de la herencia. Pensemos también hoy en la dificultad que encontraría un musulmán que decide hacerse cristiano. Aquí está la división.
Tratemos entonces de verificar cómo se produce esta división en la actualidad, división causada por el encuentro con el evangelio.
El primer conflicto que todos lo experimentan por sí mismo: el auténtico evangelio cuando no se detiene en oídas, sino que llega al corazón, ya no le deja a uno tranquilo, crea inquietud, provoca una agitación interior porque te hace notar el egoísmo que tratas de camuflar, de justificar; tu indolencia, tu orgullo, echa por tierra tu forma de administrar las posesiones mostrándote que en realidad eres cristiano de nombre, pero manejas el dinero exactamente igual que los paganos.
El evangelio arroja a un lado tu vida tranquila que se ajusta a todas las situaciones, ilumina todos los lados oscuros de tu vida; en definitiva, el evangelio ya no te dejará en paz. Si no sientes este conflicto dentro de ti significa que aún no has entendido lo que Jesús te propone con su evangelio.
El segundo conflicto: el evangelio no sólo trastorna nuestro interior, sino que también trastorna el conjunto de la vieja sociedad, la que se basa en la competición, en el subir cada vez más alto para dominar, para imponerse, para acumular bienes. El evangelio es una antorcha encendida que quiere reducir a una gran hoguera todas las estructuras injustas, quiere acabar con todas las condiciones inhumanas, discriminación, corrupción y los que se sienten amenazados por este fuego, no permanecen pasivos, sino que tratan de obstaculizarlo por cualquier medio. Los fabricantes de armas, por ejemplo, se verán muy perturbados por el evangelio, se opondrán al auténtico evangelio. Los que tienen bienes para proteger, edificios para guardar, no ven con buenos ojos que haya incendiarios en circulación.
Una tercera división que hay que tener en cuenta se produce dentro de la misma comunidad cristiana cuando se enfrenta al auténtico evangelio. Algunos son más sensibles que otros, captarán primero la novedad y se adherirán a ella; no aceptan que se siga predicando falsas imágenes de Dios y perpetuar las tradiciones y prácticas religiosas que oscurecen el mensaje del evangelio. Y no es de extrañar que surjan conflictos con los que están vinculados al pasado.
También hay divisiones que son sanas y necesarias, aunque sean dolorosas, cuando se trata de ser fiel al evangelio. Debe nacer un mundo nuevo y como todo nacimiento viene con dolor. Jesús concluye su discurso invitando a tener cuidado con las señales del nuevo mundo que está naciendo. Escuchemos:
“A la multitud le dijo: Cuando ven levantarse una nube en oriente, enseguida dicen que lloverá, y así sucede. Cuando sopla el viento sur, dicen que hará calor, y así sucede. ¡Hipócritas! Saben interpretar el aspecto de la tierra y el cielo, ¿cómo pues no saben interpretar el momento presente? ¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo? Cuando acudas con tu rival al juez, procura lograr un arreglo con él mientras vas de camino; no sea que te arrastre hasta el juez, el juez te entregue al guardia y el guardia te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta haber pagado el último centavo”.
Ahora Jesús se vuelve hacia la multitud y observa que son muy hábiles para hacer previsión del tiempo; si notan una nube o cuando sopla el viento sur pueden saber si al día siguiente hará buen tiempo o lloverá. Y reprueba a estas multitudes por no saber discernir el tiempo presente, no darse cuenta de que hay signos que indican el nacimiento de una nueva era. Son señales inequívocas: donde llega el evangelio los demonios desaparecen; hay signos prodigiosos que nosotros también podemos comprobar: donde llega el evangelio y es aceptado se recomponen los desacuerdos, cesan las guerras, reina la paz y la armonía, la atención a las necesidades del hermano, la búsqueda de la justicia, se construye vida y no muerte.
Esta llamada es también válida para nosotros hoy. Estamos tan atentos a los signos que nos interesan, los de la economía, de las finanzas, de las modas, de los saldos, lo cual no es malo, pero tratemos de mantener la misma capacidad de juicio cuando se trata de eventos que afectan las elecciones más importantes de nuestra vida.
Para juzgar correctamente el tiempo y hacer lo correcto, Jesús concluye su discurso con un símil que no se lee en el pasaje en la liturgia de este domingo, pero debemos presentarlo porque es la conclusión lógica de todo el discurso que hizo Jesús. Jesús dice que cuando estas en un viaje con tu adversario porque tienes que presentarte a un juez, intenta llegar a un acuerdo en el camino con este adversario para no llegar al final y ser condenado por él ante el juez.
La pregunta es, en este contexto, ¿quién es el adversario con el que tenemos que ponernos de acuerdo? Pensemos en ello: si he decidido vengarme de un mal que me han hecho, lo quiero hacer pagar, está el adversario que me dice que no lo haga, se opone a la elección que he hecho, me impide vengarme. Este adversario es el evangelio. Si tengo la oportunidad de acumular bienes recurriendo a alguna astucia, hay un adversario que se opone, que me da una palmada en las manos que estoy a punto de alargar para tomar ese dinero; es el evangelio. Si he decidido una relación extramatrimonial, hay un adversario que me dice que no lo haga. Este adversario es el evangelio y Jesús nos dice que sintonicemos con el evangelio; sintoniza con el evangelio porque de lo contrario, cuando estés frente al juez este evangelio nos acusará y será demasiado tarde porque los errores que has hecho ya no lo puedes remediar, es parte de tu vida que se borró.
No serás condenado pero el evangelio te dirá que has cometido errores, has perdido oportunidades de amor en tu vida.
Les deseo a todos un buen domingo y una buena semana.