Cartas de Juan
Destinatarios y contenido de las cartas. A diferencia de la primera carta de Juan, estas dos mini-cartas son escritos personales, dirigidos a una comunidad específica que está bajo la responsabilidad del autor. Más que cartas, habría que denominarlas «notas o avisos breves», previos a una visita donde se discutirán a fondo los problemas, cara a cara (2 Jn 12; 3 Jn 14).
1,1-4 Prólogo. La carta, igual que el evangelio, se abre con un solemne prólogo admirablemente construido. Profundiza en las relaciones entre Cristo, los apóstoles y los cristianos. Se puede resaltar tres motivos principales.
- La encarnación de la Palabra es un hecho histórico que está en el origen de la predicación cristiana. El paréntesis del versículo 2 describe esta revelación progresiva de la Palabra de la vida: junto al Padre, manifestada, vista, testimoniada y anunciada.
- La experiencia personal de Juan y de los otros apóstoles se fundamenta en un contacto real, físico, muy subrayado (al menos siete veces) con Jesús. Juan emplea verbos de percepción y de anuncio con un doble significado, pero principalmente se refiere a la realidad trascendente, que sólo la fe más allá de los signos sensibles puede alcanzar. A través de la historia de Jesús los apóstoles han creído y testimoniado el misterio de su persona.
- Comunión de los cristianos en la experiencia de los primeros testigos. Éstos comienzan la tradición viva que todavía continúa en la Iglesia: lo «que vimos y oímos se lo anunciamos también a ustedes» (1,3). Objetivo de este anuncio es llenar el corazón de alegría a quien lo da y a quien lo recibe (1,4) y crear la comunión en la fraternidad eclesial, que participa de la comunión con Dios Padre y con Jesús, el Hijo.
Así se cierra perfectamente el despliegue de la revelación. La vida, que estaba junto al Padre, ha aparecido en la carne del Hijo, para llevar a todos, a través de la misión de los apóstoles, a la comunión con el Padre y el Hijo. Con estas gratas noticias, los cristianos quedamos inundados de una gran alegría.
1,5–2,2 Luz y pecado. La imagen de la luz, que el cuarto evangelio refiere a Jesús (cfr. Jn 8,12), se aplica ahora a Dios, fuente de la revelación y de la santidad. Cada una de las formulaciones introducidas por esta expresión: «Si decimos» (6,8.10) expresa el sentir de los adversarios gnósticos, cuya doctrina san Juan combate. Hablar de la luz respecto a la divinidad, era un tópico o lugar común en aquel tiempo. Para el gnosticismo el creyente llegaba hasta Dios mediante una especie de iluminación interior, o profundo conocimiento, o éxtasis mistérico; para san Juan se trata de marchar o caminar según el comportamiento de Dios: «sean santos, porque yo soy santo» (Lv 19,2). «Proceder con sinceridad», proceder con la verdad, posee un carácter concreto y existencial. La verdad es la Palabra de Dios, proclamada por Jesús (8.10), que penetra en el creyente hasta transformar su vida. «Proceder con sinceridad» muestra el camino de conversión hacia el encuentro vital con Jesús.
El apóstol insiste con sano realismo: somos pecadores. El pecado existe (8.10). Dios lo permite para manifestarnos su amor en el Hijo (cfr. 4,9; Rom 11,32; Gál 3,22). La sentida conciencia de nuestro pecado no debe llevarnos a la desesperación, sino a renovar la fe en Cristo. Este aparece egregiamente señalado con tres funciones salvadoras. Es nuestro «Abogado» –Parakletos–. En el evangelio se aplica al Espíritu Santo (cfr. Jn 14,16.26), aquí se refiere a Jesucristo, el que intercede por nosotros en el tribunal de Dios. Es «Justo», no tanto en su esencia, sino en cuanto a la manifestación de su obra de salvación, puesto que perdona y justifica a los pecadores. Es «Víctima» de expiación (cfr. Éx 29,36s), indica el sacrificio voluntario de Cristo sobre la cruz (cfr. Ap 5,9s), que posee eficacia permanente y universal.
2,3-6 Verdadero conocimiento de Dios. En antítesis con el pecado está la observancia de los mandamientos, fruto y señal de la comunión con Dios. Conocer a Dios, según la acepción bíblica (cfr. Jr 31,34) no es tener de Él una noción abstracta, sino entrar en una relación personal y vivir en comunión con Él. Para san Juan este conocimiento se muestra de manera muy concreta: es sinónimo de estar con Él (3.5) de observar los mandamientos (3). Por tanto, quien peca no lo ha visto ni lo ha conocido (3,6; cfr. Tit 1,16). Mediante la observancia de los mandamientos, o por la confesión de nuestros pecados, conocemos la verdad o la falsedad de nuestras bellas declaraciones de amor («si decimos»: 1,6.8.18; 2,4).
2,7-17 Vencer al Maligno. Vencer al Maligno significa vencer también al mundo –desde la perspectiva joánica–, que «pertenece al Maligno» (5,19) y dominar los poderes que en él actúan. El mundo queda reducido a estas tres potencias: «Los malos deseos de la naturaleza humana» (cfr. Jn 3,6; Ef 2,3; 1 Pe 2,11). La «codicia de los ojos» (3,17; cfr. Sant 4,16). El «orgullo de las riquezas». Para el creyente la victoria sobre el mundo y sobre el Maligno es un don de Cristo, pero también una tarea: «un indicativo» (2,13; 4,4; 5,4) y «un imperativo» (15a). No hay camino intermedio, ni otra alternativa: o el amor del Padre o el amor del mundo (15b; cfr. Sant 4,4; Mt 6,24). Pero toda decisión existencial lleva un destino: quien sigue la vanidad de este mundo «pasa», como la oscuridad ante la luz (8.17; cfr. 1 Cor 7,31), pero quien obedece al Padre, como ha hecho Cristo (cfr. Jn 4,34; 6,38), «permanece por siempre» (17; cfr. Jn 12,34).
2,18-29 Cristo y los anticristos. La «última hora» de la historia, de la que habla el Nuevo Testamento (18; cfr. 2 Tes 2,5, 2 Pe 3,1-3), ha aparecido con la primera «manifestación» de Cristo (1,2; 3,5.8) y concluirá con la segunda «manifestación» en la parusía (28). Se caracteriza por la «manifestación» de los anticristos (18s; 4,1.3; cfr. 2 Jn 7). En esta hora de batalla decisiva se destaca la figura central de Cristo. A Él se opone el anticristo, el mentiroso (22; cfr. Jn 8,44), que representa la negación de Cristo y de su verdad. Porta un nombre colectivo, «muchos» (18). Éstos se caracterizan por su apostasía (19) y su incredulidad (22; cfr. Heb 4,2).
Por la parte de Cristo están los «fieles» (cfr. Ap 17,14), quienes profesan con el corazón y la boca que Jesús es el Hijo de Dios (20-23). Su signo de identidad es el crisma o unción, a saber, la Palabra de Dios asimilada en la fe. El crisma instruye en la virtud del Espíritu Santo (27; cfr. Jn 14,26), proporciona el instinto de la verdad y el sentido de la fe. Mientras que el cristiano vive, se encuentra orientado entre el ser (indicativo) y el deber ser (imperativo). El crisma, es decir, la Palabra de Dios ya «permanece» en él, y por eso él «permanece» en Cristo (14.28); pero también representa una tarea o deber que la Palabra permanezca en él y que él permanezca en Cristo (24.28), liberándose de los anticristos (26).
3,1-10 Hijos de Dios. El apóstol habla con admiración de la suprema grandeza del cristiano: desde ahora somos hijos de Dios (2), somos conformes a la imagen del Hijo (cfr. Rom 8,29). Todo ello es don y gracia de su amor.
El Padre nos ha «dado» –como gracia y signo de su bondad– llegar a ser partícipes de la naturaleza divina, revelándonos así la medida sin medida de su amor infinito (1; 2 Pe 1,4). Esta realidad de los últimos tiempos está iniciada, pero no del todo completada; es todavía objeto de esperanza la plena manifestación de nuestra semejanza divina (2s; cfr. Rom 8,23; Col 3,4). Quienes poseen esta esperanza, se van purificando y liberándose de la angustia y del pesimismo existencial. Viven en la gratuidad.
3,11-24 El mandamiento del amor. El mensaje, recibido desde el principio (11), es el amor fraterno. Tal es el signo distintivo de los hijos de Dios: amor que viene de Dios y que se dirige al hermano. San Juan acude a expresiones ya pronunciadas por Jesús en el discurso de despedida: «que nos amemos unos a otros» (3,23). El amor cristiano es benéfico, hace el bien, crea comunidad, por oposición al odio, cuyo prototipo es Caín (12), que sólo acarrea destrucción y muerte. De ahí la severidad de estas frases: el que no ama es un mentiroso, aún más, un homicida (15).
Hay que llamar la atención sobre esta afirmación fundamental y radical; el que ama experimenta un nuevo nacimiento, o una nueva pascua (14). Pero, ¡atención!, amar significa amar como Jesús, quien nos ha amado hasta el extremo. En este aspecto, como buen anciano, se muestra el realismo y sabiduría aquilatada de Juan. Si el amor es auténtico, tiene que manifestarse «en actos»; no puede contentarse con ser «de palabra ni de boca». A ejemplo de Jesús, el cristiano debe dar la vida por sus hermanos; debe mostrar una compasión no sólo afectiva, sino efectiva (16-18). Nuestro amor fraterno sólo se entiende desde Jesús, desde su palabra reveladora y desde el misterio de su entrega a la muerte por amor. El amor al hermano como hijo de Dios es inseparable del amor a Dios (20s). Sacramento del amor del Padre por nosotros es el Hijo (19); sacramento de nuestro amor al Padre es el hermano (12.20).
4,1-6 Discernimiento de espíritu. Los falsos maestros, los anticristos, hablan el lenguaje del mundo; el cristiano no debe escucharlos. Contra aquellos influidos por las corrientes gnósticas que negaban la humanidad de Cristo y el valor de su sacrificio en la cruz, Juan afirma que Jesús crucificado, y no solamente el Jesús glorioso, es parte esencial del mensaje cristiano.
4,7-21 Dios es amor. La afirmación «Dios es amor» (8.16) no pretende ser una definición abstracta de la esencia divina, se trata más bien de la revelación que Dios ha hecho de sí mismo a lo largo de la historia, mediante obras y palabras cargadas con el peso del amor y que ahora, en la plenitud de los tiempos, culmina en Jesús. El envío de su Hijo que se ofrece en sacrificio por nuestros pecados (10) ha manifestado este amor, haciéndolo presente en medio de nosotros. Juan exalta la gratuidad y trascendencia de este amor. Afirma la prioridad, aún más, la primacía absoluta. El cristiano no puede amar sino con la fuerza de este amor «primero». La presencia del amor en el creyente es el signo de que «ha nacido de Dios y es hijo de Dios». Dios permanece y actúa en él. Se puede decir que es verdaderamente engendrado en Dios, pues por este amor «ha conocido a Dios» (7s).
Una idea importante se desprende de la carta. En contra de la opinión de que el amor (por Dios y por los hermanos) está al alcance del ser humano como «un sentimiento natural», que brota espontáneamente desde su propio corazón, Juan enseña y subraya el origen divino del amor y la incapacidad humana para alcanzarlo con sus propias fuerzas. Ha sido necesario que el mismo Dios venga en su ayuda y no solamente le revele el amor, sino que haga alumbrar esa fuente en su corazón por medio del Espíritu Santo, que el Padre y el Hijo nos dan. El verdadero amor siempre es de Dios.
Hay que permanecer en el estado de recibir el amor de Dios. Esto se llama en lenguaje de Juan, fe. Quien no acoge el amor, no podrá dar amor. Es preciso aceptar ser amados. Se pide al cristiano creer firmemente en el amor de Dios manifestado en Cristo. Ésta es la verdadera roca en la que puede sostenerse una vida cristiana, hecha de generosa donación a los hermanos. Este amor no pasa nunca, no cambia, no se muda. Es eterno y se convierte en fuente abierta para el cristiano, brota desde el costado de Cristo en el agua viva de su Espíritu Santo. «Sólo el amor de Dios es digno de fe».
5,1-21 Conclusión. La carta de Juan subraya la quintaesencia de la revelación cristiana. Gracias a la fe, que es obra del Espíritu Santo, los cristianos entramos en la experiencia gozosa de sabernos infinita y tiernamente amados, conocemos la fuente de todo amor: Dios Padre, que se ha manifestado en Jesús. Creemos y sabemos que el amor está en el origen y el final de todo. Ahora bien, no se permanece en el amor más que «viviendo como él vivió» (2,6). Jesús es el modelo y origen de nuestro amor. Con la fuerza de su Espíritu nos capacita para amar a nuestros hermanos como él nos ha amado, en un servicio y entrega de amor hasta la muerte.
Juan quiere asegurar a los miembros de su comunidad que van por buen camino. No se han dejado engañar por los falsos maestros que ya han abandonado la comunidad y cuyos pecados van contra la fe y el amor. A ésos, hay que dejarlos en manos de Dios y de su misericordia. Por todos los demás, hay que orar, estando seguros de que Dios escucha nuestras oraciones.
Los últimos versículos (18-21) hacen un hermoso resumen de toda la carta. Los hijos e hijas de Dios rechazan el pecado, se alejan de lo mundano, ponen su confianza en Jesús, de quien reciben vida eterna, y no se dejan embaucar por las falsas doctrinas.
Segunda carta de Juan. La «primera» de estas notas personales va dirigida a la «Señora elegida y a sus hijos» (1), en alusión a la Iglesia que forman sus destinatarios, Iglesia hermana de otra comunidad local a la que también llama «elegida». El tema que trata es doctrinal, presentado como un breve resumen del contenido de la primera carta de Juan. El problema es el mismo: muchos siguen afirmando que «Jesucristo no ha venido en carne mortal: ellos son el impostor y el Anticristo» (7). Respecto a esos tales, el consejo que da a los que se mantienen fieles a la enseñanza de Cristo es tajante: «no los reciban en casa ni los saluden. Porque quien los saluda se hace cómplice de sus malas acciones» (10s).
Tercera carta de Juan. La «segunda» trata un problema interno de abuso de autoridad. Va dirigida a un tal Gayo a quien alaba por la acogida y hospitalidad dispensadas a los misioneros itinerantes, entre ellos un tal Demetrio (12), enviados por «el Anciano». Al mismo tiempo condena la conducta del supuesto responsable de la comunidad local, Diotrefes, «a quien le gusta mandar», y por eso, «ni recibe él a los hermanos ni se lo deja hacer a los que quieren, antes los expulsa» de la comunidad (9). Es probable que con este aviso el autor esté preparando el terreno para cortar por lo sano y destituir de su cargo al tal Diotrefes.