Ezequiel
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Introducción | 1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | 7 | 8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 | 14 | 15 | 16 | 17 | 18 | 19 | 20 | 21 | 22 | 23 | 24 | 25 | 26 | 27 | 28 | 29 | 30 | 31 | 32 | 33 | 34 | 35 | 36 | 37 | 38 | 39 | 40 | 41 | 42 | 43 | 44 | 45 | 46 | 47| 48Introducción
Su vida. No sabemos cuándo nació. Probablemente en su infancia y juventud conoció algo de la reforma de Josías, de su muerte trágica, de la caída de Nínive y del ascenso del nuevo imperio babilónico. Siendo de familia sacerdotal, recibiría su formación en el templo, donde debió oficiar hasta el momento del destierro. Es en el destierro donde recibe la vocación profética.
Su actividad se divide en dos etapas con un corte violento. La primera dura unos siete años, hasta la caída de Jerusalén; su tarea en ella es destruir sistemáticamente toda esperanza falsa; denunciando y anunciando hace comprender que es vano confiar en Egipto y en Sedecías, que la primera deportación es sólo el primer acto, preparatorio de la catástrofe definitiva. La caída de Jerusalén sella la validez de su profecía.
Viene un entreacto de silencio forzado, casi más trágico que la palabra precedente. Unos siete meses de intermedio fúnebre sin ritos ni palabras, sin consuelo ni compasión.
El profeta comienza la segunda etapa pronunciando sus oráculos contra las naciones: a la vez que socava toda esperanza humana en otros poderes, afirma el juicio de Dios en la historia. Después comienza a rehacer una nueva esperanza, fundada solamente en la gracia y la fidelidad de Dios. Sus oráculos precedentes reciben una nueva luz, los completa, les añade nuevos finales y otros oráculos de pura esperanza.
Autor del libro. Lo que hoy conocemos como libro de Ezequiel no es enteramente obra del profeta, sino también, de su escuela. Por una parte, se le incorporan bastantes adiciones: especulaciones teológicas, fragmentos legislativos al final, aclaraciones exigidas por acontecimientos posteriores; por otra, con todo ese material se realiza una tarea de composición unitaria de un libro.
Su estructura es clara en las grandes líneas y responde a las etapas de su actividad: hasta la caída de Jerusalén (1–24); oráculos contra las naciones (25–32); después de la caída de Jerusalén (33–48). Esta construcción ofrece el esquema ideal de amenaza-promesa, tragedia-restauración. Sucede que este esquema se aplica también a capítulos individuales, por medio de adiciones o trasponiendo material de la segunda etapa a los primeros capítulos; también se traspone material posterior a los capítulos iniciales para presentar desde el principio una imagen sintética de la actividad del profeta.
El libro se puede leer como una unidad amplia, dentro de la cual se cobijan piezas no bien armonizadas: algo así como una catedral de tres naves góticas en la que se han abierto capillas barrocas con monumentos funerarios y estatuas de devociones limitadas.
Mensaje religioso. La lectura del libro nos hace descubrir el dinamismo admirable de una palabra que interpreta la historia para re-crearla, el dinamismo de una acción divina que, a través de la cruz merecida de su pueblo, va a sacar un puro don de resurrección. Este mensaje es el que hace a Ezequiel el profeta de la ruina y de la reconstrucción cuya absoluta novedad él solo acierta a barruntar en el llamado «Apocalipsis de Ezequiel» (38s), donde contempla el nuevo reino del Señor y al pueblo renovado reconociendo con gozo al Señor en Jerusalén, la ciudad del templo.
El punto central de la predicación de Ezequiel es la responsabilidad personal (18) que llevará a cada uno a responder de sus propias acciones ante Dios. Y estas obras que salvarán o condenarán a la persona están basadas en la justicia hacia el pobre y el oprimido. En una sociedad donde la explotación del débil era rampante, Ezequiel se alza como el defensor del hambriento y del desnudo, del oprimido por la injusticia y por los intereses de los usureros. Truena contra los atropellos y los maltratos y llama constantemente a la conversión. Sin derecho y sin justicia no puede haber conversión.
1,1-28 Teofanía. Este libro comienza con la contextualización del lugar (en el exilio a orillas del río Quebar) y el tiempo (el año 593 A.C.) en el que el profeta Ezequiel tiene una visión que marca el comienzo de su vocación profética. El rey Jeconías había subido al trono después de la rebelión de su padre Joaquín que murió en el asedio de los babilonios (2 Re 24,1-4). El nuevo rey se rindió rápidamente a Nabucodonosor y fue llevado al exilio. El profeta en persona da testimonio de la visión que tuvo lugar en “el año treinta” que probablemente indique la edad del profeta. Es precisamente a los 30 años que los sacerdotes comenzaban su servicio en el templo (Nm 4,3.23.30); Esto es significativo porque Ezequiel era miembro de una familia sacerdotal. En ese momento “se abrieron los cielos” (cfr. Mt 3,16; Ap 4,1) y la gloria de Dios vino hacia él. Las extrañas imágenes de la visión son típicas de la simbología de las manifestaciones de Dios del Antiguo Testamento (teofanías) y demuestran lo difícil que es describir el misterio de Dios en lenguaje humano. Las cuatro criaturas que representan a todos los seres animados de la creación (animales, aves y seres humanos), avanzan todas unidas en una dirección sobre unas ruedas que parecen ser el carruaje de Dios (15), en donde el Señor, con apariencia humana, está sentado en su trono (v. 26; cfr. Ex 24,10). La Gloria del Señor que había acompañado al pueblo por el desierto después del éxodo en la columna de nube (Ex 13,21), se había establecido en el templo de Jerusalén (2 Cr 7,1). Ahora, la Gloria de Dios abandona Jerusalén (Ez 10) para volver después del exilio (Ez 44).
2,1-10 Vocación. No existe la profesión de profeta ni es un estado al que ninguna persona en Israel pueda aspirar. Es una vocación que depende exclusivamente de la elección y del llamado de Dios. El nombre “Hijo de Adán” con el que el Señor se dirige al profeta, y que es recurrente en todo este libro, lo pone en contraste con la realidad de Dios y de lo sagrado y lo diferencia de los otros seres de la creación. Dios lo llama para una misión muy ardua: tiene que sentarse “en medio de alacranes” (6). Para realizarla el Señor le da la fuerza vital del “soplo”, “viento” o “espíritu” que penetra en él y le hace posible ponerse de pie y escuchar activamente la Palabra de Dios. La escucha activa es aquella que nos predispone para obedecer y cumplir lo que el Señor nos pida.
3,1-15 Misión del profeta. El profeta es el hombre de Dios que proclama la Palabra de Dios, pero no como un mero altavoz; él es invitado a asimilar la Palabra de Dios –a comerla– (v. 2.10) y es llamado a ser fiel a ella enfrentando la terquedad del pueblo al que es enviado (7) (cfr. 2 Tim 4,2). La madurez del profeta supone asumir la misión como un estilo de vida que no está condicionada por el resultado inmediato de la misma, sea éste el éxito o el fracaso. De repente, un viento poderoso levanta al profeta mientras oye el estruendo de la carroza del Señor avanzar (12-13). Ese poder lo transporta a orillas del río Quebar donde estaba un grupo de deportados (14). Emocionalmente conmocionado por una experiencia tan fuerte de Dios, se queda en silencio en ese sitio por una semana (15).
3,16-27 El profeta como centinela. El profeta del Dios verdadero, como hombre de la Palabra, tiene una enorme responsabilidad ante las personas: advertir, acompañar, animar y señalar lo que no está de acuerdo con la justicia de Dios. Dos menciones del profeta como centinela aquí y en Ez 33 introducen dos momentos en la actividad de este: el primero presenta oráculos de advertencia y condena y el segundo introduce un mensaje de esperanza y salvación.
4,1–5,17 Acciones simbólicas. Una vez que el profeta ha comido el rollo de la palabra profética, lo cual es en sí una acción simbólica, ahora todo su ser se convierte en un actor que encarna la realidad y anticipa con gestos, solemnes y rituales acontecimientos que van a suceder. Como en Isaías y Jeremías, no se trata de acciones didácticas o pedagógicas; Son gestos efectivos con una dinámica y una fuerza casi sacramental. En los capítulos 4 y 5 se presentan cuatro acciones simbólicas que apuntan a mostrar de forma dramática el futuro asedio de Jerusalén. El primer gesto evoca a Jerusalén sitiada y humillada (1-3). El segundo presenta el pecado de la nación (4-5) para luego indicar el castigo que vendrá (6). El número 390 se refiere al número de años del primer período del pecado del pueblo (desde el comienzo de la monarquía hasta el tiempo del profeta); el número 40 sería el tiempo del exilio en Babilonia como el segundo período del castigo. La tercera acción implica que los deportados deberán comer comida impura (9-17). La cuarta acción simbólica anticipa lo que sucederá con los habitantes de Jerusalén: un tercio sucumbirá al hambre y a la plaga dentro de la ciudad, un tercio caerá por la espada fuera de los muros y el otro tercio será forzado al exilio donde tendrá que sufrir (5,1-4).
6,1-14 Contra los montes de Israel. Sobre muchos montes cercanos a las aldeas y ciudades se habían erigido altares para ofrecer sacrificios a los dioses Cananeos (3). La amenaza viene de Dios mismo “y sabréis que yo soy el Señor” (7). Esta es una fórmula frecuente en este libro e indica que el Señor se vale de pueblos extranjeros para castigar a Israel. Los huesos de los muertos van a profanar esos lugares de idolatría (v. 5; cfr. 2 Re 23,14). Los árboles frondosos y las exuberantes encinas eran considerados dioses de la fertilidad y bajo su sombra se realizaban actos de culto, incluida aquí la “prostitución sagrada” (v.13 cfr. Is 57,5). El profeta hace una denuncia valiente del culto idolátrico que se extiende por todo el país, desde el sur hasta el extremo norte: “...desde el desierto hasta Ribla” (14).
7,1-27 Llega el día. El poema inicial de este oráculo (1-9) usa el recurso de la repetición: “llega el fin” para agregar dramatismo y fuerza a su mensaje: el tiempo del juicio ya ha llegado. La segunda parte del oráculo (10-27) intenta describir este tema. Tres veces se repite la expresión “...y sabrán que yo soy el Señor” (vv. 4, 9 y 27). La medida de la maldad se ha sobrepasado en todos aspectos de la vida del pueblo. La corrupción y la violencia afectan al poder político (10-11), al comercio (12-13), a la vida social (14-16), a las personas que serán presa del terror y del hambre (17-19) y al culto (20-26).
8,1-18 Pecado. Reaparece la figura humana de Ez 1,26 envuelta en fuego. Inmediatamente el profeta es transportado en éxtasis al Templo de Jerusalén para observar las abominaciones que allí se comenten. La gloria de Dios se desplaza en el carruaje del trono divino de Ez 1,15. Hasta los setenta ancianos de Israel ofrecen incienso a los ídolos y, para colmo de males, las mujeres de Jerusalén lloran por Tamuz, un dios Acadio que surge en el florecer de la primavera y desciende al abismo en otoño. Esta actividad idólatra hará que el Señor decida abandonar el Templo de Jerusalén.
9,1-11 Sentencia y ejecución. Siete hombres fueron designados para cumplir la sentencia divina. Uno de ellos, el que está en el medio de ellos vestido de sacerdote, ha de marcar la frente de los que permanecen fieles al Señor (cfr. Éx 12,7.13). Aquí el profeta se refiere al resto que va a ser llevado al exilio excluyendo a los sobrevivientes que permanecieron en Judá (8-10). Los otros seis hombres tienen la misión de exterminar a los idólatras (cfr. Éx 12, 12), preparando así la partida de la gloria del Señor del templo de Jerusalén.
10,1-22 La gloria se marcha. El profeta que había recibido su vocación en una visión de la Gloria de Dios en el exilio, a orillas del río Quebar (1,3), ahora en una visión semejante a aquella contempla cómo la Gloria de Dios se prepara para abandonar el templo que había sido contaminado con los cadáveres de los habitantes de Jerusalén (Ez 9,7) en la carroza que avanza sobre los querubines (18-19; cfr. 1,21). La ciudad es destruida con el mismo fuego sagrado del templo, con las brasas que estaban debajo del trono de Dios y que el hombre vestido de sacerdote arroja sobre ella.
11,1-25 El resto. El profeta se dirige a los 25 líderes que han engañado al pueblo y son responsables de la matanza en la ciudad (6). Parece ser que ellos se hayan apropiado de las casas de los exiliados y se sientan seguros dentro de los muros de la ciudad como la carne en una olla (3). Pero el Señor los sacará de la ciudad donde morirán al filo de espada por no haber sido fieles a sus mandatos y haberse acomodado a las costumbres paganas (12). La cuestión de fondo es sobre el resto de Israel: ¿Quiénes son los que cuentan con el favor de Dios, los que quedan en Jerusalén –la carne–, la ciudad amurallada –la olla–, o aquellos que van al exilio (los deshechos)? Dios responde que su Gloria partirá de la ciudad e irá con los exiliados (22-25) y que “la carne” que está dentro del caldero son los cadáveres de Israelitas que sus líderes idólatras han dejado allí.
12,1-20 Al destierro. Dos nuevas acciones simbólicas para ilustrar el rumbo que tomarán los acontecimientos en Judá y Jerusalén. Haciendo una especie de pantomima, Ezequiel da a entender que hasta el mismo rey de Judá buscará huir, pero no escapará al castigo (12-14). La consecuencia de la invasión definitiva será el hambre y la muerte. Sin embargo, Dios deja abierta la esperanza para unos pocos sobrevivientes (16).
12,21-28 Estribillos. Desde hacía más de cien años los profetas venían anunciando la destrucción de Jerusalén, pero la ciudad no supo escuchar ni entender la paciencia del Señor (Is 5,19). Ahora el castigo es inminente (25). El pueblo no se preocupa por los infortunios que anuncia Ezequiel porque aunque estos sean verdaderos, su cumplimiento no los afectará a ellos (27), quizás solo a sus nietos o bisnietos (cfr. 2 Re 20,19).
13,1-23 Falsos profetas y profetisas. Parece que estos profetas se sienten cómodos entre las ruinas de la ciudad, el pecado del pueblo no les afecta en nada (4). Por lo contrario, el verdadero profeta tiene una sensibilidad especial para detectarlo y denunciarlo porque vive en el “patos” o en el corazón de Dios y es desde allí que habla. La falsedad de estos profetas se constata en la inconsistencia de sus palabras que se compara con una pared con ladrillos no bien consolidados. La paz que anuncian es una ilusión que pronto se derrumba (12).
14,1-11 Nostalgia de los ídolos. La idolatría conduce al pecado (4.7). Ezequiel debe acoger a los ancianos de Israel en el exilio que aún tienen a sus ídolos en el corazón (4) para llamarlos al arrepentimiento (6). El profeta nunca debe transar con la falsedad de la idolatría (9).
14,12-23 Cuatro casos de intercesión. Aunque Sodoma podría haberse salvado por un escaso número de justos (Gén 18, 22-33), el castigo de Jerusalén es inminente y sólo los individuos justos salvarán su vida. Noé, Job y Daniel son personajes no judíos de épocas remotas. Daniel es un héroe cananeo distinto del profeta Daniel de la Biblia. El tema de la responsabilidad personal se desarrolla en Ez 18.
15,1-8 La vid inútil. Jerusalén es comparada a una vid silvestre cuya madera es inútil y cuyo fruto puede ser venenoso (2 Re 4,39-40). Si Dios no cultiva la vid, ésta pierde todo su valor y razón de ser (cfr. Is 5,2; Jr 2,21).
16,1-63 Una historia de amor. Este oráculo emplea la metáfora del matrimonio para mostrar la iniciativa de Dios en su elección de Israel y en su amor expresado en la alianza que el pueblo ha rechazado (cfr. Os 1–3; Jer 2,2; 31,32; Is 50,1; 54,5-6). El Señor había escogido y formado con ternura a Israel como su pueblo para expulsar a los cananeos, amorreos e hititas habían profanado la tierra prometida (44-52; Lv 14,24-25). Con dolor, Dios constata que el pueblo se volvió aún peor que sus predecesores contaminándose con sus abominaciones.
17,1-24 El águila y el cedro. En esta alegoría el águila gigante representa al rey de Babilonia, Nabucodonosor; el Líbano a Jerusalén; la punta del cedro a la casa de David; y el pimpollo cimero a Jeconías. En el año 597 a.C. Jeconías, rey de Judá, se rinde a Nabucodonosor y éste lo destierra poniendo en su lugar a su tío Sedecías. Este rey vasallo rompe su juramento y busca el apoyo de Egipto. Nabucodonosor en reacciona y en el año 586 a. C. conquista Jerusalén y captura a Sedecías que había intentado huir (2 Re 25,1-7). La otra águila es el faraón que intenta usar a Judá a su favor (7). A partir del v. 11 el profeta interpreta la alegoría y deja un mensaje de esperanza mesiánica al final (22-24).
18,1-32 Responsabilidad personal. Tenemos aquí uno de los mensajes más importantes de este libro, que se repite más brevemente en 14,12-14 y 33,10. El proverbio del que reniega Ezequiel expresa una realidad: la generación de los exiliados está pagando los errores y los pecados de las generaciones precedentes. Para los contemporáneos de Ezequiel, esa certeza justificaba un cierto fatalismo y la sensación de derrota ante la situación presente. Equiparaban la justicia de Dios a la de los hombres, acostumbrados como estaban a que se castigaran las faltas del padre de familia masacrando a todos los suyos (cfr. 2 Sam 21,4-6).
Ahora que están lejos de su país y que el culto al Señor ya no se celebra no hay remedio. Ezequiel habla de una justicia de Dios que toma en cuenta a las personas y da a cada uno lo que se merece. Afirma la posibilidad de convertirse y de obtener de Dios las bendiciones perdidas por la conducta anterior; Dios sólo quiere dar vida, con tal que se vuelva a su Alianza.
19,1-14 La leona y los cachorros – La vid arrancada. En este lamento alegórico, el primer cachorro (3) representa al rey Joacaz que fue llevado prisionero a Egipto y el segundo (5), a Jeconías que fue exiliado a Babilonia. El reino de Judá es la madre de los exiliados, quien como una vid seca es devorada por el fuego.
20,1-44 Historia de una rebeldía. La rebeldía de Israel y la fidelidad de Dios se remontan a los orígenes del pueblo en el desierto; Aunque el Señor se reveló sólo a su pueblo elegido (5-9; 10-17; 18-26), repetidas veces Israel no reconoció su santidad (12.20.26).
21,1-37 El bosque en llamas – Canto a la espada.
El Señor se vale del invasor caldeo para castigar y purificar a su pueblo. El incendio es una metáfora de la guerra que quema al “bosque austral” (2), esto es, al reino de Judá. Mientras que la gente ridiculiza al profeta (5), éste anuncia que la espada –el rey de Babilonia– será despiadada y no distinguirá a inocentes ni a culpables (8.15). Después de la ejecución de Amón (33-34), la espada volverá a su vaina para esperar su juicio y condena (35-37).
22,1-31 La ciudad sanguinaria. La idolatría y el homicidio representan los delitos contra Dios y contra el hombre (4). La acusación del Señor en contra de Jerusalén contiene una lista de pecados basados en el código de santidad de Lv 18–20.
23,1-49 Las dos hermanas. La imagen matrimonial es frecuente en los profetas que para indicar la especial relación entre Dios y su pueblo (ver nota en 16,1-63). El vínculo que los une es la alianza sellada al pie del monte Sinaí. El Señor había elegido a las dos hermanas cuando todavía estaban contaminadas en Egipto mostrándoles su misericordia (2). “Ohláh” significa “Tienda de ella” para insinuar el santuario cismático del reino del Norte; “Ohlibáh” quiere decir “Mi tienda en ella”, indicando así la presencia del Señor en el Templo. En esta alegoría histórica los pactos políticos con los poderosos (9.12.15-17.23), la idolatría (30.35.49), la corrupción del culto (36-41) y la violencia (37.45) causan la muerte de la hermana mayor (10) y la ruina de la menor –Judá– que no supo aprovechar la destrucción total del reino del Norte para arrepentirse (32-34).
24,1-27 La olla al fuego – Muerte de la esposa – El profeta mudo. La alegoría de la olla en 11,3 ironizaba sobre la ilusión de los líderes de Judá acerca de la inviabilidad de Jerusalén. Ahora el profeta anuncia irónicamente el asedio de la ciudad el 15 de enero del 587 (1-2). La ciudad sanguinaria (22,4-9) será quemada en su propia herrumbre = injusticia (9-13). La muerte de la esposa de Ezequiel y la prohibición del duelo reflejan la terrible destrucción del Templo; El pueblo, como Aaron ante la muerte de dos de sus hijos (Lv 10,1-7), debe lamentarse en silencio por no haber escuchado y haberse burlado de la advertencia del profeta (21,5). El profeta parece estar en silencio desde la primera visión (3,26). Su lengua sólo es liberada después del anuncio de la destrucción de la ciudad (26-27) para que proclame la restauración de Israel (3,27).
25,1–32,32 Oráculo contra las naciones. Este tipo de oráculos contra las naciones aparece también en otros profetas como Am 1–2, Is 13–23 y Jr 27–28. Si bien se condena a los pueblos enemigos de Israel, sus destinatarios son los exiliados de Judá. La razón principal de la condena es su actitud de burla y gozo ante la caída de Jerusalén. Dios le anuncia a los exiliados que Él castigará a estas naciones cuando manifieste su santidad restaurando a Israel (28,25-26).
33,1-20 El profeta como centinela. En este capítulo comienza la segunda parte de este libro. Tres notas actúan como una inclusión para separar la primera parte que trata más del juicio y condena: las referencias al papel de Ezequiel como centinela (3,16; 33,1-9) y a su mudez (3,24-27; 33,22), como también la afirmación: “se darán cuenta que tenían un profeta en medio de ellos” (2,5; 33,22). Otra vez el Señor se dirige al profeta con el título de “hijo de Adán”. Como un centinela, el profeta tiene el rol de advertir al pueblo, que a su vez debe prestarle atención.
33,21-22 Llega el fugitivo. Aquí se muestra la gran transición en este libro: Ezequiel se entera de la caída de Jerusalén (21), lo cual no es una sorpresa para él (22). Ahora Dios le restaura su capacidad de hablar para proclamar la restauración de Israel.
33,23-29 En Jerusalén. De nuevo la discusión sobre el derecho a la tierra; la cuestión se dirime por el criterio de la conversión: quien no se convierta de sus maldades no tendrá derecho a habitar la tierra.
33,30-33 El cantante de amor. Crítica a la actitud de la gente que acude al profeta sólo para oír lo bonito que habla, pero no pone en práctica lo que enseña.
34,1-31 Los pastores de Israel. Este es el primero de siete oráculos que tratan sobre los dirigentes y el pueblo (34–37). Hay una distinción fundamental entre los falsos pastores de Israel (reyes) que se engordaron a sí mismos abandonando a sus ovejas (1-6) y el Señor que es el verdadero pastor que vendrá para cuidar a su pueblo (11-34).
35,1-15 Contra el monte de Seír. En medio de las promesas de retorno a la tierra y de restauración es inevitable hablar de nuevo contra Edom, el reino vecino de Israel que en medio del caos provocado por los invasores babilónicos aprovechó para vengarse de sus antiguos dominadores (cfr. 25,12-14).
36,1-15 A los montes de Israel. El mensaje esperanzador para las montañas de Israel deja ver el sentimiento que manifestaban sus vecinos. La destrucción de Judá y de su capital fue un escarnio para quienes se sentían inmunes a los ataques y vejaciones de los poderosos. Sin embargo, Dios no es ajeno a ese padecimiento moral, la hora del desquite está próxima.
36,16-38 Castigo y reconciliación. La suerte de Israel no fue algo fortuito, sino algo que él mismo propició dada su mala conducta, con la cual no sólo se degradó en su propia calidad de vida, sino que profanó y puso en ridículo el mismo nombre de Dios entre las demás naciones (16-21). Pero Dios ha decidido reparar el ultraje de su propio Nombre santificándolo del siguiente modo: hará volver a su tierra a los israelitas debidamente purificados de sus manchas pasadas (24s); infundirá en ellos un corazón y un espíritu nuevos (27) para que sean capaces de mantener los compromisos de la nueva alianza (27s) y así puedan saborear de modo definitivo las promesas (29s). Las culpas y desviaciones del pasado serán un continuo referente para la conversión y la fidelidad (31s). Sólo entonces, una vez purificados, podrán los hijos de Israel repoblar felices y en paz la tierra de sus antepasados (33-38). Pero, eso sí, Israel nunca podrá argumentar sus propios méritos para disfrutar de todas estas bondades, pues es una «casa de rebeldía». Esta idea la va a ilustrar Ezequiel con la visión de los huesos secos.
37,1-14 Los huesos y el espíritu. Este uno de los oráculos más famosos de Ezequiel. Se trata de una representación simbólica de la restauración y reunificación de Israel. En la tradición Judeocristiana este pasaje evoca la resurrección del cuerpo o la vida después de la muerte.
37,15-28 Las dos varas. Mediante una nueva acción simbólica, Ezequiel ilustra a su pueblo cuál es el querer de Dios. Si en la visión de los huesos revivificados está presente la idea de la resurrección del pueblo, ese pueblo no puede revivir para seguir siendo igual. La resurrección implica la reunificación de las doce tribus de Israel, regidas ahora por una sola y única autoridad (24), con un único santuario (28), en donde el Dios de la alianza fijará su morada para quedarse con su pueblo.
38 Contra Gog: escatología. Ezequiel no se contenta con anunciar promesas futuras para un Israel renovado y de nuevo asentado en su tierra. Parece que el Nombre y el poder del Señor no quedan suficientemente «vengados» del ultraje del que ha sido víctima ante los demás pueblos y naciones. Estos capítulos esbozan en términos apocalípticos lo que será la venganza del Señor. Desde el extremo norte (39,1), el sitio de donde habían venido las antiguas invasiones, el Señor hace que se desborden como una tremenda avalancha los ejércitos de Gog, rey de Magog, que representa a todos los pueblos que quieren asaltar al pueblo de Israel. Ese Israel renovado que vive seguro en ciudades sin murallas, sin puertas ni cerrojos, será el lugar de encuentro de Dios con todos los enemigos de su pueblo para tomar venganza definitiva aniquilándolos a todos. Ese «día del Señor» será el día de su triunfo final y de una paz definitiva para Israel. Explotará así finalmente a los ojos de las naciones la gloria de su Nombre, y semejante estallido manifestará que el fracaso y la humillación soportados por Israel se debían a su pecado, no a la impotencia de su Dios.
40,1–48,35 Nuevo templo y nueva tierra. El nuevo templo está diseñado para evitar los errores del pasado: será reforzado y tendrá nuevas fronteras para separar la santidad del pueblo y de su tierra (42,20). Todo será reorganizado desde el santuario (43,12). Dios viene otra vez a habitar en el medio de su pueblo y esta vez será para siempre (43,7).
40,1–42,20 El nuevo templo. Ezequiel nos narra una de sus últimas visiones, donde es conducido por un misterioso personaje que le enseñará detalladamente las medidas del nuevo templo. El profeta es conducido desde el patio exterior (40,17-19) al patio interior (40,28-31) y al Santo de los santos (41,3). Ante la mirada de Ezequiel, este personaje va verificando la superficie de patios y construcciones, habitaciones y salones, especialmente las dimensiones de muros y puertas en orden a delimitar lo más minuciosamente posible las líneas que separarán los espacios profanos de los sagrados (42,20).
43,1–44,31 Vuelve la gloria. Era necesario delimitar muy bien el área del templo y dentro de él el espacio más sagrado, alejándolo lo más posible de toda mancha externa (43,7-9), porque lo que viene a continuación es nada menos que el regreso de la Gloria del Señor al nuevo templo (43,4s); la entrada de la Gloria es triunfal. Si para Ezequiel la experiencia del destierro tiene su punto culminante en la partida de la Gloria de Dios de Jerusalén, el fin del destierro tiene su inicio en el regreso de la misma Gloria a su punto de partida. Para el profeta está claro que al estar dispuestos el templo del Señor y el palacio del rey en la misma área se produjo la profanación de la morada santa; por eso, el nuevo templo se reserva un área sagrada que aleja toda posible profanación (43,10-12).
El lugar por donde ha hecho su entrada triunfal la Gloria de Dios, es decir, la puerta oriental, permanecerá perpetuamente cerrada, con lo cual se quiere expresar la decisión de Dios de no volver a salir de en medio de su pueblo (44,1-9). Esta permanencia exige una especial atención a la calidad de los que pueden entrar al templo, quedando excluidos los incircuncisos y los extranjeros (44,7-9).
El siguiente paso en la disposición del ambiente para el culto es la calidad de los que ejercerán este ministerio (44,10-31). Ezequiel distingue en el servicio al altar entre los levitas, que por sus infidelidades pasadas perdieron calidad y son casi servidores de segunda categoría, y los sacerdotes hijos de Sadoc, quienes tienen el privilegio de entrar en el santuario, para lo cual deben estar sometidos a las más rigurosas normas de pureza personal, ritual y cultual.
45,1–46,24 Reparto de la tierra. Se fijan las normas para el reparto ideal de la tierra. Lo primero que hay que tener en cuenta son los espacios que tendrán carácter sagrado: el espacio del templo (45,1-4a), para los sacerdotes (45,4b), y levitas (45,5s), y por último, para el príncipe (45,7), quien no será como antaño «dueño» del país, poseerá una parcela y el resto lo distribuirá a su pueblo por tribus (45,8).
Se entremezclan los deberes religiosos y sociales del príncipe con la fijación del calendario litúrgico del templo (45,9–46,18). En cuanto al príncipe, debe ser ejemplo de fe y de vida para el pueblo, promotor principal de la justicia y el derecho. Su función ya no será la de rey, pues Israel no tendrá otro rey que el Señor. En cuanto al calendario litúrgico, quedan fijadas la fiesta de la pascua (45,18-24), la de las tiendas o cabañas (45,25), los sábados y las fiestas de luna nueva (46,1-7). Nótese el interés especial que hay en los detalles de las ofrendas y sacrificios de cada fiesta.
La prescripción exclusiva para el príncipe (46,16-18) busca evitar que su propiedad desaparezca, pero más importante aún es evitar que esa propiedad aumente en detrimento de la propiedad de los demás israelitas. En el fondo, es una medida socio económica muy justa que busca evitar la concentración de la propiedad de la tierra en pocas manos.
47,1–48,35 El manantial del templo. Del templo surge el agua viva que transforma la tierra en un nuevo paraíso (cfr. Joel 3,18; Zac 14,8). Esta visión concluye toda la Biblia después de las bodas del cordero en el libro del Apocalipsis (Ap 22,1-2).
Esta imagen es la síntesis final del territorio reconquistado y de la ciudad y el templo reconstruidos (48,30-35). La ciudad adquiere un nombre simbólico cargado de sentido esperanzador para los israelitas que se encuentran en el exilio: «Dios está aquí».