Génesis
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Introducción | 1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | 7 | 8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 | 14 | 15 | 16 | 17 | 18 | 19 | 20 | 21 | 22 | 23 | 24 | 25 | 26 | 27 | 28 | 29 | 30 | 31 | 32 | 33 | 34 | 35 | 36 | 37 | 38 | 39 | 40 | 41 | 42 | 43 | 44 | 45 | 46 | 47 | 48 | 49 | 50Introducción
La tradición judía designa este primer libro de la Biblia con el nombre de «Bereshit», palabra con la cual comienza en su original hebreo. La posterior traducción a la lengua griega (s. III a.C.) lo denominó con la palabra «Génesis», y así pasó también a la lengua latina y a nuestra lengua castellana. La palabra «Génesis» significa «origen o principio».
De algún modo, corresponde al contenido del libro, ya que sus temas principales pretenden mostrarnos en un primer momento, el origen del mundo, por creación; el origen del mal, por el pecado; y el origen de la cultura, de la dispersión de los pueblos, y de la pluralidad de las lenguas. En un segundo momento, el origen de la salvación por la elección de un hombre, que será padre de un pueblo; después, la era patriarcal, como prehistoria del pueblo elegido: Abrahán, Isaac, Jacob, y también José.
Al comenzar la obra con la creación del mundo, el autor responsable de la composición actual hace subir audazmente la historia de salvación hasta el momento primordial, el principio de todo, en un intento de dar respuesta a los grandes enigmas que acosan al ser humano: el cosmos, la vida y la muerte, el bien y el mal, el individuo y la sociedad, la familia, la cultura y la religión. Tales problemas reciben una respuesta no teórica o doctrinal, sino histórica, de acontecimientos. Y de esta historia la humanidad es la responsable. Pero tal historia está soberanamente dirigida por Dios, para la salvación de toda la humanidad.
División del libro. El libro se puede dividir cómodamente en tres bloques: orígenes (1–11), ciclo patriarcal (12–36), y ciclo de José (37–50). A través de estos bloques narrativos el autor va tejiendo una historia que es al mismo tiempo su respuesta religiosa a los enigmas planteados.
El bien y el mal. Dios lo crea todo bueno (1); por la serpiente y la primera pareja humana entra el mal en el mundo (2s); el mal desarrolla su fuerza y crece hasta anegar la tierra; apenas se salva una familia (4–11). Comienza una etapa en que el bien va superando al mal, hasta que al final (50), incluso a través del mal, Dios realiza el bien. Ese bien es fundamentalmente vida y amistad con Dios.
Fraternidad. El mal en la familia humana se inaugura con un fratricidio (4) que rompe la fraternidad primordial; viene una separación de hermanos (13; 21), después una tensión que se resuelve en reconciliación (27–33); falla un intento de fratricidio (37) y lentamente se recompone la fraternidad de los doce hermanos (42–50).
Salvación. El pecado atrae calamidades, y Dios suministra medios para que se salven algunos: del diluvio, Noé en el arca (6–9); del hambre, Abrahán en Egipto (12); del incendio, Lot (19); del odio y la persecución, Jacob en Siria (28–31); de la muerte, José en Egipto (37); del hambre, sus hermanos en Egipto (41–47). Esta gravitación de los semitas hacia Egipto tiene carácter provisional hasta que se invierta la dirección del movimiento.
Muchas narraciones y personajes del Génesis han adquirido en la tradición cristiana un valor de tipos o símbolos más allá de la intención inmediata de los primeros narradores.
Historia y arqueología. La historia profana no nos suministra un cuadro donde situar los relatos del Génesis. Las eras geológicas no encajan en la semana laboral y estilizada de Gn 1. El capítulo 4 expone unos orígenes de la cultura donde surgen simultáneamente agricultores y pastores, donde la Edad del Bronce y la del Hierro se superponen, dejando entrever o sospechar una era sin metales.
Los Patriarcas tienen geografía, pero no historia (y el intento de Gn 14 no mejora la información). José está bien ambientado en Egipto, sin distinguirse por rasgos de época o dinastía.
La arqueología ha podido reunir unos cuantos datos, documentos, monumentos, pinturas, en cuyo cuadro genérico encajan bien los Patriarcas bíblicos; ese cuadro se extiende varios siglos (XIX-XVI a.C.). Hay que citar, sobre todo, los archivos de Mari (s. XVIII a.C.), los de Babilonia, testimonios de una floreciente cultura religiosa, literaria y legal, heredada en gran parte de los sumerios. Este material nos ofrece un magnífico marco cultural para leer el Génesis, aunque no ofrece un marco cronológico.
Cuando se piensa que los semitas han sucedido a los sumerios, que los amorreos (occidentales) dominan en Babilonia y desde allí en Asiria, que la cultura babilónica se transmite por medio de los hurritas al imperio indoeuropeo de los hititas, se comprende mejor lo que es la concentración narrativa del Génesis.
Mensaje religioso. Dios interviene en esta historia profundamente humana como verdadero protagonista. En muchos rasgos actúa a imagen del ser humano, pero su soberanía aparece sobre todo porque su medio ordinario de acción es la palabra. La misma palabra que dirige la vida de los Patriarcas, crea el universo con su poder.
La aparición de Dios es misteriosa e imprevisible. Es la Palabra de Dios la que establece el contacto decisivo entre el ser humano y su Dios. Como la Palabra de Dios llama e interpela a la persona libre, el hombre y la mujer quedan engranados como verdaderos autores en la historia de la salvación.
La Palabra de Dios es mandato, anuncio, promesa. El ser humano debe obedecer, creer, esperar: esta triple respuesta es el dinamismo de esta historia, tensa hacia el futuro, comprometida con la tierra y comprometida con Dios, intensamente humana y soberanamente divina.
1,1–2,4a La creación. Por mucho tiempo se creyó que este relato con el que se abre el Génesis fue lo primero y más antiguo que se escribió en la Biblia. Es probable que los materiales y las tradiciones que se utilizan aquí sí sean muy antiguos, pero está probado que su redacción es quizá de lo último que se escribió en el Pentateuco. El estilo con que está redactado es obra de la escuela sacerdotal (P), y su propósito carece absolutamente de todo interés científico. Como ya sabemos, el pueblo judío se encontraba entonces a un paso de aceptar la religión babilónica. Lo que exigía y necesitaba no era una lección de prehistoria, sino unos principios que le ayudaran a entender los siglos de historia vivida para no hundirse completamente en la crítica situación que estaban atravesando. Se respiraba un aire de derrota, de fracaso, de horizontes cerrados, de desconfianza respecto a todo tipo de institución; lo que era todavía más peligroso: desde el punto de vista religioso, hay un ambiente de desconfianza hacia su Dios y hasta una cierta sospecha de que Él y sólo Él era el responsable, no sólo de los males pasados, sino también de los presentes.
La primera intención de los sabios de Israel es liberar a Dios de toda responsabilidad respecto a la injusticia y al mal en el mundo. Con materiales de cosmogonías de otros pueblos orientales componen un relato que busca, mediante el artificio literario de la poesía, inculcar en la mente de los creyentes la idea de que, desde el principio, Dios había creado todo con gran armonía y bondad y que, por lo tanto, no hay en la mente de Dios ningún propósito negativo.
El himno o poema responde a un esquema septenario de creación. Dios crea todo cuanto existe en seis días y el séptimo lo consagra al descanso, lo cual también debe ser imitado por el pueblo. Varios elementos se repiten a lo largo del poema con la intención de que quede bien impreso en la mente del creyente. No se trata de una teoría sobre la formación del mundo ni sobre la aparición de la vida y de las especies en él; hay razones mucho más profundas y serias que impulsan la obra.
El creyente judío vive una encrucijada histórica: El Señor, Yahvé, su Dios, ha sido derrotado, el pueblo ha perdido sus instituciones, y sus opresores le empujan a aceptar la atractiva religión babilónica con su culto y sus ritos. Para estos fieles tentados, el poema es toda una catequesis, un canto a la resistencia que invita a mantener firme la fe en el Único y Verdadero Dios de Israel.
Veamos en forma de elenco las posibles intenciones y consecuencias que hay detrás de este relato:
- La creación es fruto de la bondad absoluta de Dios: mientras en los mitos y cosmogonías de los pueblos vecinos la creación está enmarcada en disputas y enfrentamientos violentos entre las divinidades, aquí aparece una omnipotencia creadora, cuya Palabra única va haciendo aparecer cuanto existe con la nota característica de que todo es «bueno».
- En la creación todo obedece a un plan armónico, cada elemento cumple una función determinada: los astros iluminan el día o la noche y señalan el paso del tiempo y el cambio de las estaciones; es decir: cada criatura está para servir al ser humano, no al contrario. Ello contrasta con la percepción de otras religiones, entre ellas la babilónica, donde astros y animales eran adorados como divinidades, ante los cuales muchos inmolaban incluso a sus hijos. Jamás esta finalidad estuvo presente en la mente creadora de Dios.
- Se da otro paso más en la toma de conciencia respecto a la relación de Dios con el ser humano y el mundo, al resaltar la responsabilidad propia del hombre y la mujer en este conjunto armónico creado por Dios mediante su Palabra. No es fortuito el hecho de que el ser humano, hombre y mujer, sea lo último que Dios crea en el orden de días que va marcando nuestro poema. Al ambiente de injusticia, de desigualdad y de dominación por parte de quien se cree amo y señor del mundo, se contrapone este nuevo elemento de resistencia: Dios crea al hombre y a la mujer a su propia imagen y semejanza, los crea varón y mujer para que administren conjuntamente su obra en igualdad de responsabilidades. Su imagen y semejanza con Dios era el proyecto propio del ser humano como pareja: construir cada día esa imagen y semejanza manteniendo la fidelidad al proyecto armónico y bondadoso del principio, sin dominar a los demás ni someter a tiranía a los débiles ni al resto de la creación.
- En la creación hay un orden y una armonía, no sólo porque es fruto de la Palabra creadora de Dios, sino porque Él mismo ratificó esa armonía y esa bondad con su bendición, algo que es exclusivo de Él y que aquí es también todo un mensaje esperanzador para enfrentar la dura situación de sometimiento en que se hallaban los israelitas.
- Finalmente, el descanso sabático es una nueva invitación a la resistencia contra el poder opresor, que hoy cobra gran vigencia. Ni siquiera Dios en su actividad creadora omitió este aspecto del descanso. El ser humano no puede convertirse en un agente de trabajo y producción; el descanso también forma parte de la armonía y finalidad de la creación y, por tanto, está incluido en la imagen y semejanza de su Creador que el ser humano lleva en sí.
Hay, pues, muchos elementos que hacen de este relato un motivo para creer, para esperar y, sobre todo, para resistir contra todo aquello o aquellos que pretenden suplantar la voluntad creadora y liberadora de Dios en este mundo.
2,4b-25 El Paraíso. Este nuevo relato, también llamado «relato de creación», posee algunas características que lo hacen diferente al del primer capítulo. Nótese que no hay un orden tan rígido, ni una secuencia de obras creadas según los días de la semana. Adviértase también que aquí Dios no da órdenes para que aparezcan las cosas; Él mismo va haciendo con sus manos, va modelando con arcilla a cada ser viviente, se las ingenia para conseguir que su principal criatura, el hombre, se sienta bien: lo duerme y de su costilla «forma» una criatura, que el varón la reconoce como la única con capacidad de ser su compañera entre el resto de las criaturas: la mujer.
Por tanto, el estilo literario y la percepción o imagen que se tiene de Dios son completamente distintos a los del primer relato de Génesis. Éste es un relato muy antiguo, que los israelitas ya conocían de varios siglos atrás. El material original del relato parece provenir de la cultura acadia; los israelitas lo adaptaron a su pensamiento y lo utilizaron para explicarse el origen del hombre y de la mujer; más aún, para tratar de establecer las raíces mismas del mal en el mundo.
Efectivamente, desde sus mismos orígenes, Israel ha sufrido y experimentado la violencia. Varias veces se ha visto amenazado y sometido por otros pueblos más fuertes que él; pero él también sometió y ejerció violencia contra otros. La crítica situación del s. VI a.C. obliga de nuevo a repensar el sentido de esta cadena de violencias y, valiéndose de este relato ya conocido por los israelitas, los sabios van a comenzar a probar su tesis de que el origen y la fuente del mal no está en Dios, sino en el mismo corazón humano.
Según el relato que nos ocupa, el ser humano, hombre y mujer, proviene de la misma «adamah» –polvo de tierra–, de la misma materia de la que también fueron hechos los animales (19). Si tantas veces ser humano y animales se asemejan en sus comportamientos, es porque desde su origen mismo hay algo que los identifica: la «adamah». Por eso, a los que nacen se les llama «Adán», porque son formados con «adamah», provienen de ella. De esta forma queda claro para los israelitas, que han soportado la violencia, la opresión y la brutalidad –y que las han infligido a otros–, que los instintos y comportamientos salvajes tienen una misma materia original, tanto en el ser humano como en el animal: la tierra, el polvo.
En la creación del ser humano y de los animales se pueden destacar, al menos, tres elementos que les son comunes:
- El ser humano es formado con «arcilla del suelo», elemento del que también están hechos los animales (7.19).
- Dios da al ser humano «aliento de vida», pero también lo reciben los animales (cfr. 7,15.22; Sal 104,29s).
- El ser humano es llamado «ser viviente». Los animales reciben idéntica denominación (1,21; 2,19; 9,10). ¿Significa esto que el ser humano es igual en todo al animal? La Biblia responde negativamente y lo explica. Al ser humano, Dios le da algo que no poseen los animales: la imagen y semejanza con Él (1,26), imagen que empieza a perfilarse desde el momento en que Dios sopla su propio aliento en las narices del ser humano acabado de formar (7).
Así pues, el ser humano no es humano sólo por el hecho de tener un cuerpo; lo específico del ser humano acaece en él cuando el Espíritu de Dios lo inhabita, lo hace apto para ser alguien humanizado. Dicho de otro modo: lo humano acontece en el hombre y en la mujer cuando su materialidad –«adamacidad»– demuestra estar ocupada por el Espíritu de Dios.
Así pues, superada la literalidad con que nos enseñaron a ver estos textos, es posible extraer de ellos –también ahora– inmensas riquezas para nuestra fe y crecimiento personal. Basta con echar una mirada a las actuales relaciones sociales, al orden internacional, para darnos cuenta de la tremenda actualidad que cobra este relato. También nuestros fracasos, la violencia y la injusticia que rigen en nuestro mundo tienen que ver con esta tendencia natural a atrapar y a eliminar a quien se atraviese en nuestro camino. Este texto nos invita hoy a tomar conciencia de nuestra natural «adamacidad», pero también a darnos cuenta de que dentro de cada uno se encuentra la presencia del Espíritu que sólo espera la oportunidad que nosotros le demos para humanizarnos, y así poder soñar con una sociedad nueva, gracias a nuestro esfuerzo colectivo.
Ésta es, pues, una primera respuesta que da la Escritura al interrogante existencial sobre el mal, la violencia y la injusticia, pan de cada día del pueblo de Israel y de nosotros, hoy. En definitiva, el trabajo que realizaron los pensadores y sabios de Israel es toda una autocrítica que apenas comienza. Pero el punto de partida queda ya establecido en este segundo relato del Génesis: el origen del mal está en el mismo ser humano, en el dejarse dominar por la «adamacidad» que lleva dentro. El relato siguiente es la ilustración concreta de esta tesis.
3,1-24 El pecado. En orden a intentar recuperar al máximo la riqueza y el sentido profundo que encierra este pasaje, conviene «desaprender» en gran medida lo que la catequesis y la predicación tradicionales nos han enseñado. Se nos decía que el ser humano había sido creado en estado de inocencia, de gracia y de perfección absolutas y que, a causa del primer pecado de la pareja en el Paraíso, ese estado original se perdió.
Consecuencias de esta interpretación: Dios tenía un proyecto perfecto, y el hombre y la mujer lo desbarataron con su pecado; Dios no había hecho las cosas tan bien como parecía; la mujer queda convertida en un mero instrumento de pecado, una especie de monstruo tentador; el hombre aparece como un estúpido, víctima inconsciente de las artimañas tentadoras de la mujer. Conviene tener en cuenta que este relato del Paraíso también está construido, por lo menos hasta el versículo 14, sobre la base de un mito mesopotámico. El redactor utiliza materiales de la mitología mesopotámica para resolver cuestionamientos de tipo existencial y de fe que necesitaban los creyentes de su generación. En la Biblia, esos mitos sufren un cambio de referente, una adaptación necesaria para transmitir la verdad que los sabios quieren anunciar a su pueblo.
El pasaje nos muestra a la serpiente y a la mujer unidas en torno a un árbol misterioso llamado «árbol de la ciencia del bien y del mal». La tentadora aquí no es la mujer, como en el mito en el cual se basa este pasaje, sino la serpiente, y la seducción tampoco proviene de la mujer, sino del fruto que «era una delicia de ver y deseable para adquirir conocimiento» (6). La mujer hará partícipe al hombre del fruto del árbol que, como veremos luego, no tiene nada que ver con la sexualidad.
El «árbol de la ciencia del bien y del mal» es el símbolo que ocupa el lugar central del relato. En varios lugares del Antiguo Testamento encontramos la expresión «ciencia del bien y del mal» aplicada al intento de describir la actitud de ser dueño de la decisión última en orden a una determinada acción (cfr. 2 Sm 14,17; 1 Re 3,9; Ecl 12,14 y, por contraposición, Jr 10,5). Esto nos lleva a entender que la gran tentación del ser humano y su perdición es ponerse a sí mismo como medida única de todas las cosas y colocar su propio interés como norma suprema, prescindiendo de Dios. Cada vez que el ser humano ha actuado así a lo largo de la historia, los resultados siempre fueron, y siguen siendo, el sacrificio injusto de otros seres, la aparición del mal bajo la forma de egolatría, placer, despotismo... y ésta sí que fue la experiencia constante de Israel como pueblo.
La adaptación a la mentalidad y las necesidades israelitas de este mito se atribuye a la teología yahvista (J), aunque releído y puesto aquí por la escuela sacerdotal (P). El mito ilustra muy bien el planteamiento que vienen haciendo los sabios de Israel: el mal en el mundo, en las naciones y en la sociedad, no tiene otro origen que el mismo ser humano cuando se deja atrapar y dominar por la terrenalidad –«adamacidad»– que lleva dentro. En este caso, Israel sabe por experiencia propia lo que es vivir bajo el dominio despótico de una serie de reyes que, en nombre de Dios, lo hundieron en la más absoluta pobreza.
Y en definitiva, la historia de la humanidad, la historia de nuestros pueblos, ¿no está llena también de casos similares? Aquí está la clave para entender la dinámica oculta que lleva consigo toda tiranía, todo totalitarismo, y que nosotros desde nuestra fe convencida y comprometida tenemos que desenmascarar.
Los versículos 14-24 son el aporte propio de la escuela sacerdotal (P). Se trata de un oráculo, tal y como lo utilizaban los profetas. Recuérdese que para la época de la redacción final del Pentateuco, la literatura profética tenía ya un gran recorrido, lo cual quiere decir que la figura del oráculo era muy familiar al pueblo israelita. El oráculo consta, por lo general, de cuatro elementos:
- Un juez, que suele ser Dios, como autoridad suprema.
- Un reo, que es una persona, una institución o una nación, a la que se juzga; en nuestro relato el reo es triple: el varón, la mujer y la serpiente.
- El delito o motivo por el cual se establece el juicio.
- La sentencia o el castigo que se señala al infractor.
Por lo general, el oráculo profético no inventa ningún castigo nuevo para el delincuente, sino que aprovecha las catástrofes o los males que acontecieron o que están sucediendo y los interpreta como reprimenda de Dios. Así pues, los castigos que reciben los tres personajes del mito deben ser interpretados del mismo modo que los de los oráculos proféticos: se convierte en castigo o se interpreta como tal algo que ya viene dado y que causa dolor: el arrastrarse de la serpiente, el parto doloroso, la apetencia sexual, lo duro del trabajo y la muerte son fenómenos propios de la naturaleza, pero que en el marco de este oráculo reciben un nuevo referente.
El mito de los versículos 1-13 busca devolver a Dios su absoluta soberanía moral. El ser humano se autodestruye cuando pierde de vista que Dios, ser esencialmente liberador, es el único punto válido de referencia para saber distinguir qué es lo correcto y lo incorrecto –ciencia del bien y del mal en la Biblia–, más allá de los intereses personales. Cuando se desplaza a Dios para ubicar en su lugar al mismo ser humano y sus tendencias acaparadoras, el resultado es que los intereses personales de ese ser humano, casi siempre institucionalizados, se convierten en norma absoluta para los demás, pervirtiendo así hasta el vocabulario –llamar justo lo que es injusto– e imponiéndola sobre los otros.
Éste es el gran llamado de nuestro mito que, al dar respuesta a las causas del mal, denuncia el inmenso mal que en la historia produce una conciencia pervertida, máxime cuando se trata de una conciencia que tiene poder.
4,1-16 Caín y Abel. Un poema sumerio del segundo milenio a.C. habla de la rivalidad entre Dumizi, dios pastor, y Enkimdu, dios labrador, y, al contrario de lo que sucede en el relato bíblico, la diosa Inanna prefiere al labrador. Es probable que tanto el relato sumerio como la adaptación que nos presenta la Biblia sea un reflejo de las dificultades y luchas entre pastores –nómadas– y agricultores –sedentarios–.
También nos muestra el relato de Caín y Abel una costumbre religiosa de los antiguos: al inicio de la cosecha, los agricultores ofrecían a sus divinidades sus mejores frutos. Era una forma de agradecer lo que se recibía. Otro tanto hacían los pastores con lo mejor de sus ganados –especialmente los primogénitos–. Pero no se trataba sólo de gratitud, sino de «comprometer» a la divinidad para que el siguiente año fuera también muy productivo. Cuando no era así, se interpretaba que la divinidad no había aceptado las ofrendas del año anterior, las había rechazado y con ellas al oferente. Éste pudo ser el caso de Caín, una mala cosecha a causa de la escasez de lluvias, por plagas o por ladrones; en definitiva, un fracaso agrario le lleva a deducir que su ofrenda del año anterior había sido rechazada por Dios mientras que la de su hermano, no.
Con todo, la intencionalidad del relato va mucho más allá. Estos relatos, construidos en un lenguaje mítico simbólico, son un medio utilizado por los sabios de Israel para hacer entender al pueblo cómo el egoísmo humano disfrazado de muchas formas es, en definitiva, el responsable de los grandes males y fracasos de la historia del pueblo y también de la humanidad.
La narración de Caín y Abel no sólo denuncia a un hermano fratricida, que, llevado por la envidia que desata en él el fracaso, no respeta la vida de su hermano. Más bien, el relato nos trasmite algo mucho más profundo y real: establece el origen paterno del egoísmo ejercido como colectividad; dicho de otro modo: muestra la calidad maldita, el origen maldito de los grupos de poder que tanto daño causaron, y siguen causando, a la humanidad.
Por supuesto que la Biblia no es contraria a las diferentes formas de organización del pueblo, a los grupos, al trabajo comunitario... Todo lo contrario; lo que la Biblia rechaza y maldice desde sus primeras páginas es la tendencia humana a formar colectividades que terminan anteponiendo sus intereses particulares a los de los demás, sin importarles para nada que éstos sean sus propios hermanos. Los grupos de poder generan estructuras que, desafortunadamente, se convierten en permanente tentación para el ser humano. Porque estar fuera de un grupo de poder es una desventaja, es pertenecer a los oprimidos, a los perdedores, a los llamados a desaparecer a manos de los potentados. El prototipo de quien se deja llevar por esta tendencia que «acecha a la puerta» (7) es, para la Biblia, un ser maldito necesariamente, que sólo genera estructuras malditas.
Ahora, ¿cómo descubrir los grupos de poder?, ¿cómo identificarlos? La clave no es otra que la misma que retrata a Caín: son los asesinos de sus hermanos. Ellos, queriéndolo o no, terminan por eliminar a los demás. Así que todo el que mate a un semejante, aunque no sea físicamente, es un cainita. El centro del relato no es, por tanto, la mera relación entre Caín y Abel. Se pretende hablar de lo que sí ocupa la centralidad de la narración: la descendencia maldita de Caín, el origen de las estructuras de poder que tanto daño han causado y seguirán causando hasta que los creyentes comprometidos seamos capaces de reconocerlas y de acabar con ellas.
4,17-24 La descendencia de Caín. La escena de Caín y Abel está en función de este pasaje, casi nunca tenido en cuenta en la liturgia cristiana. Sin embargo, aquí hay algo verdaderamente importante y, por tanto, no se debe pasar por alto. No se trata de una descendencia en sentido propio, sino más bien de una estirpe anímica y moral. Caín ya había quedado marcado con el sello de la maldición, e inmediatamente nos encontramos con una serie de descendientes suyos, cuyos nombres están estrechamente ligados a lo que hemos llamado los grupos de poder, tan dañinos a lo largo de la historia. Recuérdese que, en la mentalidad semita oriental, el nombre designa el ser de la persona, su condición. Por eso conviene echar un vistazo al sentido etimológico de cada nombre para descubrir lo que este pasaje quiere denunciar y anunciar: cada nombre señala a un grupo que, de un modo u otro, maneja poder, y eso es contrario al querer divino, por ir en contra del respeto debido a la vida del hermano.
Así pues, Henoc está relacionado con una ciudad que Caín está construyendo (17). La Biblia no condena la ciudad por ser ciudad, sino la estructura de injusticia que representaba la ciudad antigua, ya que era una réplica en miniatura del poder imperial. A causa de ella, los empobrecidos de siempre sufrieron la exclusión, la opresión y la explotación inmisericorde. Queda así condenado el aspecto simbólico del poder opresor que representa la ciudad.
Con Enoc queda también condenado su hijo Irad, nombre que significa «asno salvaje». Tal vez represente el poder opresor de los que acumulan terrenos y heredades, los latifundistas, a quienes podríamos añadir hoy los acaparadores de los recursos naturales. Mejuyael, que significa «Dios es destruido», y Metusael, que se traduce por «hombre ávido de poseer», representan el poder de la codicia y el intento de «destruir» al mismo Dios: el dinero, la autoridad, la sabiduría y el lucro personal son poderes que tantas veces han sido endiosados, convertidos en divinidades que directamente entran en competencia con el Dios de la justicia. En el corazón del codicioso y prepotente nace el deseo de acabar con un Dios que le exige que abra la mano (cfr. Dt 15,7s) y que devuelva al hermano lo que a éste le pertenece en justicia.
También esta clase de gente pertenece a la estirpe maldita de Caín, porque en ningún momento le importa la vida del hermano. Estas personas, consideradas individual o colectivamente, que generan estructuras de dominación, llevan en sí mismos la maldición. Lamec es descrito como el hombre de la violencia sin control (19.23s) y está en relación con quienes a lo largo de la historia no han tenido escrúpulo alguno en derramar sangre y llenar la vida de llanto y de dolor a causa de la venganza desmedida y de la tendencia a cobrarse la justicia por su cuenta.
Yabal es descrito como «el antepasado de los pastores nómadas» (20). La posesión desmedida de ganados se convirtió para algunos en dominio y control económico sobre los demás. Yubal, por su parte, aparece como cabeza de cuantos tocan la cítara y el arpa (21). Los poderosos han fomentado muchas veces en la historia una cultura a su medida, que cante sus fechorías. No es que la Biblia condene a la cultura o sus múltiples formas de manifestarse; la condena es para las estructuras injustas que tantas veces se apropian de los frutos de la cultura y de la ciencia para ponerlos al servicio de sus proyectos de opresión y muerte.
En Tubalcaín, «forjador de herramientas de bronce y hierro» (22), no se condena el trabajo con los metales, sino a quienes convirtieron el descubrimiento del bronce y el hierro en una forma de poder y de opresión. Israel y muchos otros pueblos recordaban el dolor y el sufrimiento causados por los filisteos, los primeros en aprovechar los metales. Cierto que la fabricación de herramientas de trabajo elevó la calidad de vida, pero cuando ya no fueron sólo utensilios sino lanzas, armaduras y carros de combate, las cosas cambiaron radicalmente. Algo tan positivo y útil para la vida se convirtió en un instrumento de violencia y muerte que aún persiste. Esto es lo que la Biblia condena y, en consecuencia, los considera también como hijos de Caín, el padre maldito.
Los nombres de las mujeres citadas están todos en relación con la belleza: Ada significa «adorno» (19); Sila, «aderezo» (19); y Naamá, «preciosa, hermosa» (22). Representan a la mujer sometida al poder del varón, que no presta atención al valor del ser femenino, sino sólo a los atributos externos, como su atractivo o sus joyas. Desde muy antiguo, la Biblia condena este abuso como algo ajeno y distinto al plan original de Dios al crear al hombre y a la mujer a su propia imagen y semejanza (1,26).
4,25–5,32 Setitas. No hay que tomar al pie de la letra ninguno de los datos que nos presenta este pasaje. Algunos han lanzado diversas teorías o interpretaciones para estas cifras tan altas. Hay que ponerlas en conexión con el plan global que están explicando los sabios de Israel respecto al sentido de la historia: la interpretan en clave de fidelidad-infidelidad al plan divino, de adhesión o rechazo al proyecto de vida y justicia de Dios. No se trata, por tanto, de unos personajes que, de hecho, hayan logrado semejante longevidad. La cantidad de años es una manera de cuantificar la calidad de la vida pero, sobre todo, la consistencia de la adhesión o rechazo al plan divino. Nótese la variación irregular de las edades, cuya intención real es ambientar el relato que sigue, la historia de Noé y el diluvio.
Podríamos decir que una característica de esta lista de personajes que derivan del tronco que sustituyó al asesinado Abel es que son la estirpe de los «buenos», en contraposición al linaje de Caín, que son los «malos». Pues bien, esta descendencia buena es, a la hora de la verdad, la que va a provocar el castigo del diluvio, porque tampoco fue capaz de mantener esa alta calidad de vida que se desprende del proyecto divino sobre la justicia.
6,1-8 Pecado de los hombres. Como si se tratara de una interrupción en la lista de descendientes de Adán, nos encontramos con este relato elaborado sobre una antigua creencia en una raza especial de gigantes que, según la leyenda, provienen de la unión de los «seres celestiales», hijos de Dios, con las hijas de los seres humanos.
El análisis crítico de la historia que desarrollan estos capítulos enfoca ahora los comportamientos negativos de los humanos que han traído como consecuencia la aparición del mal en el mundo. Este relato, patrimonio cultural de algunos pueblos antiguos vecinos de Israel, sirve al redactor para describir otro flagelo que sufrió el pueblo, los hijos de la prostitución sagrada, práctica muy común en todo este territorio del Cercano Oriente. Los descendientes de estas uniones reclamaban unos privilegios especiales que por supuesto no tenían, pero que ellos hacían valer como legítimos, lo cual traía como consecuencia más opresión y empobrecimiento al pueblo.
Este relato también puede reflejar el recuerdo doloroso de las injusticias cometidas por la familia real. Recuérdese que el rey era tenido como el «hijo de Dios»; podemos suponer que sus hijos reclamaban muchos privilegios que representaban una pesada carga para el pueblo, otra actitud totalmente contraria al plan divino de justicia y de igualdad.
Este relato nos introduce en la historia de Noé. Aumenta la tensión entre el plan armónico y bondadoso de Dios y la infidelidad y corrupción humanas, es decir, el rechazo libre y voluntario de ese plan. La Biblia lo llama corrupción y pecado. Al verlo, Dios se «arrepiente» de haber creado (6). Este pasaje tampoco hay que tomarlo al pie de la letra. No olvidemos que los autores sagrados se valen de muchas imágenes para desarrollar una idea o un pensamiento, porque quieren y buscan que sus destinatarios primeros los entiendan perfectamente.
6,9–8,22 El diluvio: Dios, Noé y su familia. El castigo va dirigido contra la estirpe setita, es decir, los descendientes de Set, el hermano de Abel, supuestamente la rama «buena» de la familia humana, no portadora de maldición, sino de bendición. Caín y su descendencia fueron declarados malditos por sus actitudes fratricidas. Sin embargo, los males de la humanidad no sólo tienen como culpables a esos grupos de poder que no respetan la vida; también el linaje «bueno» es responsable del fracaso del plan de Dios. Ése es el meollo de todo este pasaje.
Si leemos de corrido este relato, nos encontramos con repeticiones y datos difíciles de confirmar y de compaginar. No olvidemos que detrás de cada detalle hay un complejo mundo cargado de simbolismo. La narración se basa en un antiguo mito mesopotámico, pero adaptado aquí con una finalidad muy distinta a la del original, y con causas y motivos también muy distintos. Se conocen mitos de inundaciones universales de origen sumerio, acadio y sirio, pero dichos materiales reciben una nueva interpretación por parte de Israel. El relato bíblico parece muy antiguo; los especialistas rastrean en el texto actual la mano redaccional de tres de las cuatro grandes fuentes: la yahvista (J), la elohista (E) y la sacerdotal (P). Ésta última (P), fue la que le dio forma definitiva y, por eso, es la que más deja sentir su influencia.
De nuevo, un relato mítico se pone al servicio del análisis crítico de la historia del pueblo al ilustrar su tesis sobre la absoluta responsabilidad del ser humano en los males del pueblo y de la humanidad. En la dinámica de estos once primeros capítulos del Génesis, la narración sobre el diluvio viene a ser una autocrítica de Israel, que ha fracasado, «naufragado», en su vocación al servicio de la justicia y de la vida. También Israel como pueblo elegido, se dejó dominar por la tendencia acaparadora y egoísta del ser humano y terminó hundiéndose en el fracaso.
Desde esta perspectiva, no es necesario ni trae ningún beneficio a la fe preguntarnos por la veracidad histórica del diluvio, ni por la existencia real de Noé y de su arca. Si nos ubicamos en el punto de vista del escritor sagrado y en el contexto sociohistórico y religioso donde adquiere su forma actual este antiguo mito, la preocupación por la verificación y comprobación de esas cuestiones es inexistente. Tanto el lector como el oyente prestaban atención a lo que quiso decir el redactor, esto es, que el abandono de la justicia y del compromiso con la vida trae como consecuencia verdaderas catástrofes. La fe debe crecer al mismo ritmo que nuestra apuesta por la vida y la justicia.
9,1-17 Alianza de Dios con Noé. Como al inicio de la creación (1,1–2,4a), Dios bendice la obra creada y, de un modo muy especial, a todos los seres vivientes (1-3), y confía a Noé y a su familia –como a la primera pareja– el cuidado y la administración del resto de la creación. Pero hay un énfasis especial en la responsabilidad con el hermano. De una vez sienta el Señor su posición respecto a la violación del derecho a la vida de cada ser viviente, pero especialmente del hermano (5s).
Los versículos 8-17 nos presentan la alianza de Dios con Noé. Pese a que esta narración aparece en el texto antes de que se hable de Abrahán y de la alianza con él y su descendencia (15,1-21) y mucho antes de que se hable de la alianza en el Sinaí (Éx 19–24), en realidad se trata de un texto de alianza muchísimo más reciente que los dos anteriores textos citados. Se trata de la alianza «noáquica», cuyo signo es el arco iris. La escuela sacerdotal (P), preocupada por rescatar la identidad de Israel y su exclusividad en el mundo, no puede negar que la paternal preocupación de Dios se extiende a toda la humanidad.
Hay una explicación para que se incluyera este texto. Después del exilio ya está prácticamente consolidada en Israel la creencia monoteísta (cfr. Is 44,5-8) y la consiguiente paternidad universal de Dios (Is 56,3-8); pero, por otro lado, la conciencia multisecular de los israelitas de ser el pueblo elegido se resiste a aceptar que el resto de los humanos sin excepción esté en el mismo plano de igualdad. Al cobijar a la humanidad entera bajo la alianza con Noé se afirma la paternidad general de Dios sobre todos los seres vivos. El signo, también universal, es el arco iris, pero Israel está mucho más cerca de Dios, ocupa un lugar destacado en su relación con Él por la alianza hecha con Abrahán, cuyo signo es mucho más íntimo, una impronta que se lleva en la carne: la circuncisión (17,10s).
Esta diferencia entre Israel y el resto de la humanidad va a quedar derogada en Jesús. En Él quedan abolidas todas las formas de división y separación entre pueblos y creyentes. En adelante, lo único que establece diferencias entre los fieles es el amor y la práctica de la justicia, la escucha de la Palabra de Dios y su puesta en práctica (cfr. Lc 11,28). Esta supresión queda perfectamente ilustrada con el pasaje de la ruptura del velo del templo que nos narran Marcos y Mateo tras la muerte del Señor (Mt 27,51; Mc 15,38). El mismo Pablo anuncia con vehemencia el fin de toda división y distinción (cfr. Gál 3,28; Col 3,11).
9,18-29 Los hijos de Noé. Este pasaje anticipa la narración de la descendencia de Noé del siguiente capítulo, e intenta explicar las relaciones internacionales de Israel a lo largo de su historia. Se trata de un relato etiológico, cuyo fin es explicar las causas de una realidad o de un fenómeno que se está viviendo en el presente y cuyo origen «histórico» es desconocido. La explicación se pone siempre bajo la autoridad de Dios para que aparezca como algo que procede de la misma voluntad divina. Sin embargo, una interpretación en clave de justicia nos revela de inmediato que, en la mente recta de Dios, no cabe la separación entre los pueblos y mucho menos el sometimiento de unos por otros. También es necesario iluminar este pasaje, como el de la alianza con Noé (9,8-17), con las palabras y la praxis de Jesús. Dicho de otro modo, hay que leerlo a la luz de la nueva alianza establecida por Jesús.
10,1-32 Noaquitas: tabla de los pueblos. Quienes están haciendo este enorme trabajo de analizar críticamente la historia de Israel y del mundo dan un paso más en la búsqueda de los verdaderos responsables del mal en la historia. Ahora, el análisis se centra en el conjunto de naciones, pero de un modo particular en las grandes y poderosas que con sus proyectos de muerte oprimieron y humillaron tantas veces a los pueblos más pequeños. Nótese que las naciones de las cuales Israel tiene los más dolorosos recuerdos están en relación directa con Cam, el hijo maldito de Noé.
Bajo ningún concepto es posible atribuir un valor literal a este relato. Estamos ante el género literario llamado «genealogía», cuya intención no es dar un informe históricamente verificable, sino establecer las ramificaciones de una descendencia que se multiplica en el mundo de acuerdo con una clasificación muy particular. Tampoco aquí, como en el caso de los hijos de Caín (4,17-24), se trata de una descendencia biológica. Los nombres mencionados hacen referencia a pueblos, islas y naciones que se desprenden de un tronco común, Noé, signo de la vida en medio del panorama de muerte que representa el diluvio. Su misión y sentido en el mundo era crecer, multiplicarse, poblar la tierra, administrarla (cfr. 9,7), pero nunca fueron fieles a esa misión que Dios les había confiado. Así, este género literario sirve para enmarcar y expresar lo que los redactores del Pentateuco quieren decir al «resto de Israel»: que en la praxis del mal en el mundo, las naciones, especialmente las grandes y poderosas, tienen la responsabilidad mayor.
Nótese que los redactores no dividen el mundo en cuatro partes, como es habitual, sino que lo dividen en tres para expresar las relaciones de Israel con los demás pueblos: un tercio del mundo, descendiente de Jafet, son pueblos marítimos (5), lejanos, desconocidos y, por tanto, neutrales en relación con Israel. Otro tercio está compuesto por los descendientes de Cam, el hijo que se hizo merecedor de la maldición por no haber respetado a su padre. Las relaciones que establece con la descendencia de Cam, es decir, con las naciones que proceden de este tronco maldito, son negativas. Aquí están incluidos los países que más dolor y muerte ocasionaron a Israel: Babilonia, Egipto, Asiria y los cananeos. Estas grandes naciones también merecen ser juzgadas por su responsabilidad directa en las grandes catástrofes históricas. El otro tercio del mundo está conformado por los descendientes de Sem, los semitas. Son los pueblos del desierto que participan de un fondo histórico común que, de un modo u otro, los acerca. Son pueblos hermanos por sanguinidad y por su suerte histórica. Éste debería ser el criterio para una búsqueda de la paz en el Cercano Oriente actual, no la lucha ni la exclusión del territorio.
El número total de pueblos y naciones que descienden de los tres hijos de Noé es de setenta, número perfecto para la mentalidad hebrea. No se quiere decir con ese número que el mundo y su historia sean perfectos; se busca consolar y animar al pueblo diciéndole que, pese a los dolores y las tragedias de la historia ocasionados por el egoísmo y por la «adamacidad» de tiranos, grupos de poder y de naciones poderosas, pese a todo ello, el mundo y la historia están en manos de Dios. En esto consiste la perfección, en que la historia y el mundo no se han escapado de las manos de Dios.
11,1-9 La torre de Babel. Con el relato de la torre de Babel queda completado el círculo del análisis crítico que los sabios de Israel han tenido que hacer de su propia historia. En este recorrido quedan al descubierto varias claves que sirven para comprender el pasado y la acción del mal en él: el ser humano es el origen de todos los males en la historia cuando impone su egoísmo y su propio interés sobre los demás (3,1-24); los ambiciosos se asocian con otros formando grupos de poder para excluir, dominar y oprimir (4,17-24); el mismo pueblo de Israel traicionó su vocación fundamental a la vida y a su defensa (6–9); las restantes naciones, especialmente las que crecieron y se hicieron grandes, lo hicieron a costa de los más débiles (10,1-32).
Ahora se cuestiona por medio de este relato el papel de las estructuras política y religiosa en la historia. Una interpretación tradicional y simplista nos enseñó que este pasaje explica el origen de la diversidad de pueblos, culturas y lenguas como un castigo de Dios contra quienes supuestamente «hablaban una sola lengua». En realidad, el texto es más profundo de lo que parece y puede ser de gran actualidad si lo leemos a la luz de las circunstancias sociohistóricas en que se escribió. El texto hebreo no nos dice que «el mundo entero hablaba la misma lengua con las mismas palabras». Dice, literalmente, que «toda la tierra era un único labio», expresión que nos resulta un poco extraña y que los traductores han tenido que verter a las lenguas actuales para hacerla comprensible a los lectores, pero dejando de percibir la gran denuncia que plantea el texto original y la luz que arroja para la realidad que viven hoy nuestros pueblos y culturas.
En diferentes literaturas del Antiguo Oriente, los arqueólogos han hallado textos que contienen esta misma expresión y cuyo sentido es la dominación única impuesta por un solo señor, el emperador. Mencionemos sólo un testimonio arqueológico extrabíblico, el prisma de Tiglatpileser (1115-1077 a.C.), que dice: «Desde el principio de mi reinado, hasta mi quinto año de gobierno, mi mano conquistó por todo 42 territorios y sus príncipes; desde la otra orilla del río Zab inferior, línea de confín, más allá de los bosques de las montañas, hasta la otra orilla del Éufrates, hasta la tierra de los hititas y el Mar del Occidente, yo los convertí en una única boca, tomé rehenes y les impuse tributos». Nótese que la expresión «una única boca» no tiene nada que ver con cuestiones de tipo idiomático, pero sí tiene que ver con el aspecto político. Se trata de la imposición por la fuerza de un mismo sistema económico, el tributario. Así pues, nuestro texto hace referencia a la realidad que vivía «el mundo entero», sometida a una única boca, esto es, a un único amo y señor, cuyo lenguaje era el de la conquista y la dominación. Todo pueblo derrotado era sometido a la voluntad del tirano: sus doncellas, violadas y reducidas a servidumbre; sus jóvenes, asesinados o esclavizados; sus instituciones, destruidas; sus líderes, desterrados o muertos; sus tierras, saqueadas; sus tesoros, robados; la población superviviente, obligada a pagar tributo anual al conquistador. Bajo esta perspectiva, nuestro texto no revela tanto un castigo de Dios cuanto su oposición a las prácticas imperialistas.
El último piso de las torres –de las que construían los conquistadores como signo de poder– estaba destinado a la divinidad. Era algo así como una cámara nupcial, completamente vacía, a la que la divinidad bajaba para unirse con el artífice de la torre. Semejante edificación no la construía cualquiera: era el símbolo de poder de un imperio. Anualmente, mediante una liturgia especial, se le hacía creer al pueblo que la divinidad descendía a la cúspide para unirse a la estructura dominante, para bendecirla. Así, los pueblos sometidos pensaban que la divinidad estaba de parte de su opresor. En realidad, se trataba de una creencia ingenua y alienante, fruto de una religión vendida al sistema.
Nuestro relato denuncia y corrige dicha creencia. El Señor desciende desde el cielo, pero no para unirse al poder que ha construido la torre; baja para destruirla y, de paso, liberar a los pueblos del sometimiento y de la servidumbre. No se trata, pues, de un castigo, sino de un acto liberador de Dios.
A la luz del profundo sentido que encierra esta historia, el creyente de hoy tiene la herramienta apropiada para releer críticamente la realidad político-religiosa que vive. Desde hace algunos años, el mundo camina hacia una forma de globalización. Pero ¿se trata de un proyecto que de veras beneficia a todos los pueblos por igual? ¿Qué papel están jugando en este proceso las estructuras económica, política y religiosa, y al servicio de quién se encuentran? ¿De los más débiles? ¿Respeta el proyecto de globalización la identidad cultural, política, económica, religiosa y nacional de cada pueblo? El papel de la religión es decisivo, tanto en los procesos de concienciación como de alienación del pueblo, así que deberíamos utilizar este pasaje para enjuiciar la globalización actual y no tener que lamentarlo más adelante.
11,10-32 Semitas. Una vez más, la corriente sacerdotal (P) nos presenta una nueva genealogía. La intención es presentar los orígenes remotos de Abrahán, padre de los semitas. Por supuesto, se trata de un artificio literario que no se puede tomar al pie de la letra. La finalidad del relato es anticipar la historia de Abrahán y su familia y obedece por tanto a la tendencia de la corriente sacerdotal de «dotar» de un origen genealógico a sus personajes.
12,1-9 Vocación de Abrán. Dios irrumpe en la historia de un desconocido hasta ahora en la Biblia, que es, en definitiva, prototipo de la irrupción de Dios en la conciencia humana. Dios llama y su llamado pone en movimiento al elegido. Lo desestabiliza en cierto modo. A partir de ese momento, su vida adquiere una nueva dimensión.
Los datos históricos de las poblaciones de esta región que se mencionan aquí indican que los desplazamientos eran normales, ya que se trataba de grupos nómadas o seminómadas. Seguramente, Abrán habría hecho recorridos semejantes a los que nos narra este pasaje. Sin embargo, el itinerario que leemos aquí tiene varias novedades: 1. Es realizado por una orden expresa, un llamado divino. 2. Hay un acto de obediencia del sujeto. 3. El desplazamiento ya no es temporal sino definitivo, toda vez que está fundado en la promesa de la donación del territorio cuya propiedad exclusiva reposará en la descendencia numerosa prometida al beneficiario del don; todo esto enmarcado en la promesa de una bendición perpetua, que alcanzará a todas las familias de la tierra. 4. La presencia de estos extranjeros, hasta ahora trashumantes, adquiere el carácter de permanente con la construcción de un altar en Siquén (7) al Dios que allí se le apareció, y otro en Betel donde estableció su campamento e invocó al Señor (8).
Estos gestos, que significan posesión del territorio, son el argumento religioso para reclamar el derecho sobre la tierra, pues en la mentalidad israelita dicho derecho está amparado por una promesa de Dios. Es obvio que, si no nos apartamos de una lectura en clave de justicia, podemos comprobar que aquí se verifica algo que es común a todas las religiones: califican de deseo, voluntad o mandato divino aquello que resulta ser bueno, positivo o conveniente para el grupo. No piensa en otra cosa el redactor del texto.
No debemos concluir que Dios sea tan injusto como para no reconocer el derecho de los moradores nativos de Canaán. Hay que tener siempre a la mano dos criterios clave para interpretar bien cualquier pasaje bíblico: 1. Para nosotros como creyentes, todo texto de la Escritura es, sí, Palabra de Dios; pero es también palabra humana, palabra que está mediatizada por una carga de circunstancias sociohistóricas y afectivas del escritor, quien no tiene inconveniente en presentar como Palabra o como voluntad de Dios lo que es provechoso y bueno para su grupo. 2. La clave de la justicia.
Todo pasaje bíblico ha de pasar siempre por estas claves de interpretación, ya que nos ayudan a definir hasta dónde el texto que leemos nos revela o nos esconde al Dios de justicia, comprometido con la vida de todos sin distinción, ese Dios que –como vemos en Éx 3,14– se autodefine como «el que es, el que era y el que será». Es importante aclararlo cuanto antes, porque en los relatos y en el resto de los libros que siguen encontraremos pasajes en los que aparecen imágenes muy ambiguas y, por tanto, muy peligrosas de Dios. Una interpretación desprevenida o desprovista de estos criterios puede confundir la fe del creyente y otros pueden –como ha sucedido– aprovechar estas tergiversaciones para seguir sembrando el dolor y la muerte en nombre de un Dios equívoco, cuya existencia no es posible seguir admitiendo.
12,10-20 Abrán en Egipto. El versículo 9 nos indicaba que Abrán se había trasladado por etapas al Negueb, región al sur del territorio que simbólicamente había tomado ya en posesión. El Negueb es, de hecho, la parte más árida y estéril del territorio; si a ello se le suma una sequía, la hambruna no se hace esperar. Estando tan cerca de Egipto, lo más práctico es viajar hasta el país del Nilo en búsqueda de alimentos, recurso atestiguado en documentos egipcios.
Ahora, utilizando elementos que corresponden a una realidad histórica y a actitudes y comportamientos culturales de aquella época en el Cercano Oriente, nos encontramos con una tradición sobre el patriarca y su esposa en Egipto, narración que tiene otros paralelos en el mismo libro del Génesis (cfr. 20,1-18; 26,1-11), lo cual indica que esta tradición es conocida por distintos grupos que se transmiten entre sí historias sobre la vida del patriarca. Ahora bien, la intencionalidad del redactor es resaltar la figura «intocable» de Abrán como pieza fundamental en los comienzos de la historia de salvación narrada. Del protagonista no se esperaría este comportamiento engañoso que trae como consecuencia graves dolencias y aflicción al faraón y a su corte (17). La reacción del faraón (18-20) es, si se quiere, más ejemplar que la actitud del patriarca y la matriarca. En definitiva, esta historia salvífica que comienza va quedando escrita por Dios entre las caídas, los fracasos y errores de sus protagonistas. Dios no escoge a un santo o una santa; elige porque conoce la fragilidad y debilidad humanas y sabe que es ahí donde irá recogiendo las piezas del mosaico de su proceder salvífico en el mundo.
13,1-18 Abrán y Lot. Dos partes bien definidas componen esta sección:
- La decisión de Abrán y Lot de separarse, dado que el territorio en que se encuentran es pequeño para contener a ambos. Al parecer, la cantidad de ganado que ambos poseen necesita un mayor espacio para pastar. Hay señales de enfrentamiento entre los siervos de Lot y los de Abrán, hecho muy común en un territorio donde cada pequeña porción de hierba es motivo de conflicto. Las tradiciones más antiguas en torno a Abrahán no conocían este parentesco de Lot con el patriarca y, al parecer, es una referencia relativamente tardía en Israel que tendría como trasfondo histórico las relaciones del reino davídico y salomónico con algunos grupos vecinos del otro lado del Jordán –el sur de la actual Jordania–. Lo ejemplar de la primera parte es el tono pacífico con el que se define la situación entre ambos personajes (8-13).
- La segunda parte es la ratificación, de nuevo, de la promesa que el Señor había hecho a Abrán en 12,2, con la novedad de que el patriarca escoge definitivamente el lugar del territorio donde fijará su residencia y donde ubicará también su propia tumba, el encinar de Mambré, en Hebrón, donde además erige un altar al Señor (18).
14,1-17 El rescate de Lot. Llama la atención el número de reyes y de reinos en un territorio tan pequeño como en el que se desenvuelven las escenas de este pasaje. No se trata de reinos en sentido estricto, sino más bien de pequeñas ciudades-estado, cuya cabeza era un reyezuelo títere del poder central del faraón egipcio. La figura de la ciudad-estado fue un recurso político y económico a través del cual los grandes imperios, en este caso Egipto, dominaban en la época patriarcal y gobernaban sobre una cada vez mayor extensión territorial. Una ciudad-estado era la réplica en miniatura del poder y dominio centrales. Todos los grupos que dieron origen a Israel vivieron en carne propia el influjo de estas unidades administrativas que iban expoliando poco a poco a los campesinos, a los aldeanos y a los propietarios de tierras y ganado.
Nótese cómo Abrán es denominado «el hebreo» (13), lo cual le da un toque de historicidad al relato. Se trataría del recuerdo de los conflictos permanentes entre aldeanos y campesinos con las autoridades representativas del imperio, protagonizados especialmente por grupos que fueron identificados como «hapiru» o «habiru», y que a la postre serían el origen remoto de los «hebreos».
14,18-24 Abrán y Melquisedec. Extraña escena, en la cual Abrán es bendecido por un rey-sacerdote –uso frecuente en el Antiguo Oriente–. No se ha establecido aún si Melquisedec era rey-sacerdote de la Jerusalén que más tarde arrebataría David a los jebuseos. Abrán cumple con lo mandado por el derecho vigente y paga la décima parte al sacerdote/rey. El Nuevo Testamento ve en este extraño personaje, que ofrece pan y vino, un anticipo de la figura de Cristo, sumo y eterno sacerdote de la nueva alianza (cfr. Heb 5,6-10; 6,20).
15,1-21 Alianza de Abrán con el Señor. De nuevo, Dios toma la iniciativa en esta historia con Abrán que comenzó en el capítulo 12. Y de nuevo una promesa: «no temas, yo soy tu escudo». Por primera vez, Abrán responde al Señor. Los dones que el Señor ofrece no servirán de mucho, puesto que Abrán no tiene quién le herede; un extranjero será el heredero, su nombre y su reputación se perderán por siempre. Sigue la ratificación de la promesa que se prolongará infinitamente, gracias a un heredero nacido de las propias entrañas del patriarca (4). Promesa que aún no se concreta, pero en la que queda comprometida la Palabra del Señor, gracias al acuerdo sellado con Abrán. Los versículos 9s describen el modo como se sellaba un pacto o alianza: varios animales cortados en dos y dispuestas las mitades una frente a la otra. Las dos partes pactantes pasaban por el medio (17s), después de haber fijado las cláusulas y compromisos, profiriendo la imprecación de que les sucediera lo mismo que a estos animales divididos si llegaban a quebrantar alguno de los compromisos contraídos. Los animales partidos eran, entonces, el símbolo de la suerte que correrían los contratantes en caso de romper la alianza (cfr. Jr 34,18s).
Lo novedoso de esta alianza del Señor con Abrán, que subraya la gratuidad absoluta, es el hecho de que precisamente Dios sea uno de los pactantes o copartícipes. En la práctica normal, la divinidad o las divinidades eran puestas como testigos del pacto; aquí, Dios es testigo y pactante, lo cual le da aún mayor garantía de cumplimiento.
Hay quienes afirman que, dada esta condición, no se podría hablar en sentido estricto de una alianza, sino más bien de una promesa muy firme que Dios hace a Abrán. De todos modos, al narrador poco le importa si cumple en todos sus términos la formalidad de la alianza, o no; lo que realmente quiere transmitir es esa profunda e íntima unión de Dios con el pueblo, cuyos lazos se estrechan de modo definitivo por medio de una alianza que tiene como efecto inmediato establecer la paternidad por parte del contratante principal –en este caso, el mismo Dios–, la filiación del contrayente secundario, en este caso Abrán, y la fraternidad de todos entre sí. Este tipo de vínculos generados por las alianzas llegó a tener mucha más fuerza que los mismos vínculos de sangre.
Los versículos 13s no son tanto un vaticinio de lo que sucederá al pueblo en Egipto, cuanto una constatación de lo que en realidad sucedió. Los versículos 18b-21 son la geografía de la tierra prometida, cuya totalidad jamás pudo concretarse. Quien más se aproximó fue Salomón, pero después de él y hasta hoy, esa extensión nunca ha podido estar completamente en manos del pueblo judío.
16,1-16 Ismael. La promesa de la descendencia (12,2s; 13,16; 15,5) aún no empieza a cumplirse. Sara ya no puede concebir y recurre al uso común de la época, obtener un hijo por medio de su esclava. Ésta no es del mismo pueblo, es egipcia (1.3). Según lo estipulado por la misma ley mosaica, «no tomarás esclavos de tu mismo pueblo» (Lv 25,44), lo cual nos da idea de que el relato no es demasiado antiguo. Lo que sí es muy antiguo es la relación antagónica entre israelitas e ismaelitas. Este relato prepara la oposición que históricamente ha existido entre judíos y árabes. Agar, madre de Ismael, aunque rechazada por Sara por su falta de respeto, no es desechada por el Señor. A ella, como matriarca del pueblo ismaelita, Dios también le promete una numerosa descendencia (10), pero no hay promesa de territorio. Con sutileza, el redactor deja relegado a todo este pueblo a vivir al margen del territorio como «potro salvaje», «separado de sus hermanos» (12), sometido a ellos, según la orden dada a su misma madre: «sométete a ella» (9).
No se pueden perder de vista dos aspectos muy importantes para poder entender este episodio que abiertamente contradice la actitud justa de Dios:
- El relato, aunque anuncia algo que sucederá en el futuro, es en realidad un comportamiento con un trasfondo histórico que hunde sus raíces en el más remoto pasado, que continúa en el presente –tiempo de la redacción– y se mantendrá en el futuro.
- El narrador, y con él la comunidad de creyentes, tiende a poner en boca de Dios –le atribuye su realización o la autoridad divina aprueba– aquello que ellos consideran bueno, benéfico y positivo para su grupo, sin tener en cuenta muchas veces los efectos sobre otros núcleos o colectivos humanos. Por ello es necesario leer este texto también en clave de justicia para no equivocarnos respecto a la misericordia y el amor de Dios.
17,1-14 Alianza del Señor con Abrahán. Este pasaje recupera el hilo narrativo en torno a la alianza del Señor con Abrahán, interrumpido por el relato sobre Ismael, el hijo de la esclava. El punto central de este pasaje lo constituye el mandato del Señor sobre el signo físico, corporal, de esta alianza entre Dios y Abrahán, que aquí ya comienza a representar a todo el pueblo: el signo de la circuncisión (10-14).
De hecho, aquí no se está refiriendo el origen de una práctica en realidad antiquísima, conocida por egipcios, fenicios, sirios, caldeos y etíopes antiguos y ligada aparentemente a la iniciación sexual de los varones. Lo que sí nos revela el texto bíblico son los sentidos que este uso comienza a tener para el pueblo de la Biblia:
- La circuncisión empieza a tener sentido religioso como consecuencia inmediata de la conclusión de la alianza, con lo cual la experiencia íntima y personal de Abrán se proyecta y toma forma en un grupo de creyentes que asumen dicha experiencia como única, pero de todos.
- Es un signo de bendición. Conviene tener presente que la intencionalidad del principio no era quedarse sólo en lo externo, en la carne, como tantas veces denunció Jeremías.
17,15-22 Sara. La incertidumbre de Abrahán respecto al cumplimiento de la promesa de la descendencia se justifica en el elevado número de años de él y de su esposa. No hay que interpretar estas edades como algo real, sino más bien como una forma de manifestar una dificultad física de alguno de los dos para tener hijos. Esto hace que la misma Sara acceda al uso, permitido por las leyes vigentes, para obtener un heredero (16,1-15) y entrega a su esposo a Agar, de quien es propietaria y cuyo fruto también será propiedad suya. El relato anticipa el desenlace que culmina con el embarazo de la misma Sara, ya sugerido en el nombre y la decisión divina de mantener con este segundo descendiente de Abrahán y primero de Sara el mismo pacto que estableció con Abrahán (19-21).
17,23-27 Circuncisión de los hombres de la casa de Abrahán. Abrahán comparte su suerte con los suyos, la alianza que hizo con Dios afecta también a todos los hombres que viven en su casa, empezando por su hijo Ismael.
18,1-15 Aparición y promesa. En el marco de una aparición del Señor a Abrahán encontramos de nuevo la ratificación de la promesa de un hijo a Abrahán con su esposa Sara. El número de veces que se ha repetido esta promesa y los contextos en los que se ha realizado nos indican la diversidad de tradiciones en torno a los orígenes de la descendencia abrámica. Se explica, por tanto, que haya repeticiones y, a veces, hasta aparentes contradicciones. Nótese, por ejemplo, que en 17,17 se nos dice que Abrahán se ríe de la promesa de un hijo a su edad, mientras que en 18,12 es Sara la que se ríe.
18,16-33 Intercesión de Abrahán. La experiencia religiosa de Israel respecto a sus antepasados está basada en un tipo de relación directa de dichos ancestros con Dios. Véase la familiaridad y sencillez de trato de Abrahán con estos tres personajes, uno de los cuales es el mismo Dios. Este detalle nos lleva a pensar que se trata de una tradición bastante antigua, cuando la forma de relacionarse con Dios todavía no estaba rodeada de un cierto temor reverencial hacia la divinidad. El sentido religioso y pastoral que se deduce del pasaje es la sensibilidad humana por sus semejantes.
Abrahán intercede por los habitantes de Sodoma porque está convencido de la justicia divina, e intuye –y quiere comprobarlo– que Dios no será tan injusto como para obrar contra el malhechor llevándose por delante también al justo.
Este relato anticipa la historia del pecado de Sodoma y se convierte, al mismo tiempo, en una ilustración práctica del efecto benéfico de la bendición de Abrahán sobre los suyos. En efecto: el castigo que vendrá sobre la corrompida ciudad no alcanza a Lot, sobrino del patriarca.
19,1-11 El pecado de Sodoma. Es una situación semejante a la del capítulo 18. Los dos ángeles del Señor entran en la ciudad y ante su insistencia se hospedan en casa de Lot. La finalidad del relato es describir con imágenes en qué consistía propiamente el pecado o los pecados de Sodoma: la perversión sexual (5) y la violación del precepto/ley de la hospitalidad (4.9-10a). El versículo 8 refleja hasta qué punto la obligación de proteger la vida del huésped estaba en las antiguas costumbres orientales por encima incluso del honor de la mujer: Lot propone a los agresores de sus huéspedes entregar a sus propias hijas antes que permitir el atropello contra quienes se habían cobijado bajo su techo.
19,12-23 Liberación de Lot. El castigo de Sodoma es inminente. Sólo Lot, por su parentesco con Abrahán, portador de la bendición, y su familia son beneficiados y se libran del castigo.
19,24-29 Castigo de Sodoma y Gomorra. Una vez puestos a salvo Lot con los suyos, Sodoma y Gomorra son destruidas con azufre y fuego. Todo este relato, que tiene como eje central la destrucción de estas ciudades, es lo que los especialistas denominan una «etiología», es decir, un relato o una leyenda popular que busca «explicar» el origen de algún fenómeno del que no se tiene un conocimiento «científico». Es verdad que el lugar donde se ambienta la narración es tremendamente árido y desértico. Estamos en las inmediaciones del Mar Muerto, en el extremo sur del desierto de Judá, lugar que recibe la influencia de las continuas emanaciones salinas del Mar Muerto. Allí no brota hierba, no hay vida y el calor es insoportable. La imaginación de los antiguos creó esta leyenda y la enriqueció con personajes emparentados con los antepasados del pueblo, Abrahán, Lot y su familia.
Pero el relato o la etiología también persigue un fin pedagógico. Se trata probablemente de un juicio moral que hace la comunidad contra dos infracciones que se consideran graves para la vida del pueblo: la perversión sexual, cuya legislación positiva la encontramos en Lv 18,22; 20,13; Dt 23,18s, y el descuido respecto a la protección de la vida del emigrante o extranjero a quien había que respetar y amar (Lv 19,33s; 24,22; cfr. Dt 10,18s, etc.).
Así pues, no hay que entender que literalmente hayan existido unas ciudades cuyo pecado atrajo esta forma tan violenta de reacción divina: «Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 33,11; cfr. 18,22.32). Es la forma como el pueblo iba poco a poco formando su conciencia. Algo similar sucede con la mujer de Lot, convertida en estatua de sal sólo porque en su huida miró hacia atrás (26). Se trata del mismo fenómeno que produce el viento sobre los débiles montículos de arena y sal: los moldea caprichosamente, dando la impresión a distancia de personas en posición estática que hayan quedado petrificadas.
Por tanto, no hay que dar en ningún momento valor literal a estas narraciones, so riesgo de desvirtuar la imagen amorosa y misericordiosa de Dios, cuya preocupación fundamental es la vida, y la vida amenazada.
19,30-38 Las hijas de Lot: origen de moabitas y amonitas. Este relato también es una etiología, cuyo sentido es explicar las relaciones de Israel con sus vecinos Moab y Amón, de alguna manera parientes lejanos, pero en definitiva enemigos (cfr. Nm 22–24; Jue 3,12-14.26-30; 10,6–11,33 y oráculos proféticos). Las relaciones con estos pueblos nunca fueron cordiales. La hostilidad recíproca y el odio mutuo explican su origen maldito desde el principio: la concepción de sus antecesores se consuma con trampa, mentira e incesto. La legislación bíblica sobre el incesto la hallamos en Lv 18,6-17.
20,1-18 Abrahán en Guerar. Este pasaje es una versión diferente de los movimientos de Abrahán por tierra cananea. En 12,10-20 se ubica al patriarca en Egipto con una trama similar, mientras que 26,1-11, sin cambiar el sentido del relato, cambia al protagonista: es Isaac quien se queda a vivir en Guerar. Hay tres elementos que se deben subrayar en este pasaje:
- La posición de la Biblia frente a la antigua costumbre de quienes tenían poder político y económico. Éstos, además de su esposa legítima, tenían concubinas que iban adquiriendo mediante el método que nos describen 12,10-20 y 20,2. La tradición bíblica intenta corregir esta costumbre en el pueblo hebreo.
- La manera de superar y corregir una antigua práctica en Israel que admite matrimonios en el grado de parentesco que Abrahán le refiere a Abimelec en el versículo 12 (cfr. 2 Sm 13,13), práctica que será derogada finalmente mediante la legislación que encontramos en Lv 18,9.11; 20,17.
- El tercer elemento tiene que ver con el aspecto religioso. El texto constata que Dios también es conocido y respetado fuera del círculo de Abrahán. Abimelec le conoce y le teme, si se quiere, más que el mismo Abrahán. Sin embargo, según el narrador, Abrahán sostiene una relación tan directa, íntima y efectiva con su Dios, que éste declara a Abimelec que sólo la intercesión de Abrahán puede evitarle los males que le podría acarrear haber tomado a Sara.
Esta relación de Abrahán con Dios lo sitúa como profeta (7), cuya intercesión es valedera y eficaz (17s). Refleja el modo de pensar de una época en la cual el pueblo ya tenía una larga experiencia respecto a la figura y al papel de los profetas. No sólo anuncian la Palabra del Señor, sino que además se convierten en intercesores eficaces en momentos críticos (cf 1 Sm 7,8; 12,19; Jr 37,3; 42,1-4; Am 7,2-6).
21,1-21 Nacimiento de Isaac. Dos partes bien definidas conforman este texto. La primera (1-8) relata el cumplimiento de la promesa (17,15s) con el nacimiento de Isaac y recoge las palabras de Sara (6s), las primeras en toda la historia del patriarca. El escritor narra el uso patriarcal de poner nombre a los hijos (3), la ley de circuncidar al niño el día octavo (4) y el ofrecimiento de un banquete el día del destete del infante (8), celebrado al parecer como un gran acontecimiento.
No se pone el acento en el cumplimiento de la promesa. El énfasis principal, el eje focal de este relato, está en la segunda parte del presente texto (9-21), donde quedan definidos los destinos de Ismael, en realidad legítimo heredero de Abrahán, y de Isaac, cuya herencia no es legítima sino más bien legitimada. Según la costumbre, el hijo de la concubina podía heredar junto con el hijo de la esclava, o bien podía ser desheredado por el padre. Esto último es lo que pide Sara para Ismael (10). El resto es la narración de una orden divina que recomienda a Abrahán proceder según el capricho de Sara, su mujer (12). Queda establecido que Ismael también participará de la bendición y promesa de una numerosa descendencia que continuará después de Abrahán por medio de Isaac (13b.18).
No hay que tomar este relato como la narración de la suerte que correrán Isaac –pueblo hebreo– e Ismael –ismaelitas o árabes–. Se trata más bien de la constatación de la relación entre ambas etnias, cuyo origen se pierde en el tiempo. El relato es sólo un recurso literario, cuyo sentido es establecer el momento en el cual se origina el sempiterno antagonismo entre estos dos grupos. Lo más lógico y obvio para el narrador es atribuir este asunto a la decisión divina, conforme a lo que ya hemos señalado en otros textos.
La interpretación que estamos haciendo de cada uno de estos pasajes nos revela que aquí se comete una grave injusticia. Dios jamás podría, por su esencia misma de amor, de misericordia y de justicia, propiciar semejante atropello contra una mujer y un niño. Sin embargo, este texto ha servido como justificación a la hora de reivindicar un territorio concreto para el pueblo judío. Es preciso insistir una vez más en que Dios no concede un territorio a un determinado grupo humano ignorando la suerte y los derechos de los otros. Invocar argumentos de tipo religioso para expulsar a pueblos y culturas del lugar que habitan no es propio de nuestro Dios de la vida y la justicia. Todo ser humano necesita una tierra donde crecer y desarrollarse y Dios no se lo niega a nadie.
21,22-34 Abrahán y Abimelec. Como quiera que Abrahán es el gran patriarca del Sur, es muy importante para el redactor o los redactores del Pentateuco establecer el lugar o los lugares donde Abrahán va fijando su residencia. Recordemos que uno de los propósitos de la reinterpretación de las historias de los patriarcas es precisamente relacionarlas con la época de la monarquía unida y poner la figura del rey en continuidad con los ancestros de Israel y con los lugares de sus andanzas.
22,1-19 Sacrificio de Isaac. Los versículos 1-18 nos narran el momento en el cual Abrahán recibe la orden divina de sacrificar a su único hijo para ofrecerlo a su Dios. El centro del relato no es el mandato de Dios, ni la actitud obediente de Abrahán; el punto culminante de la narración está en la orden divina de no tocar al niño (12). Abrahán toma conciencia así de que está ante un Dios de vida, que no quiere ni exige sacrificios humanos.
La interpretación literal de este pasaje ha llevado a conclusiones teológicas reñidas con la auténtica imagen del Dios bíblico, cuya preocupación fundamental es la vida y exige a sus seguidores que la respeten. Conviene, más bien, interpretar el texto como un progreso evolutivo de la conciencia religiosa de Abrahán –y, en definitiva, de la del pueblo– hacia el conocimiento y la fe en una deidad radicalmente distinta a las que eran adoradas en el contexto geográfico en el que se mueven los ancestros de Israel. Es verdad que el texto nos dice que Dios ordenó a Abrahán: «Toma a tu hijo único, a tu querido Isaac, vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio» (2). Con todo, es necesario recordar que en el proceso de la evolución de la conciencia religiosa –evolución que no siempre es ascendente– el creyente asume como voluntad divina, como Palabra de Dios, lo que él cree que manda u ordena la divinidad o lo que ofrece por su cuenta a la divinidad buscando agradarle. Abrahán –la conciencia del pueblo– participa de un ambiente religioso en el que se practican los sacrificios humanos y de ahí la tentación de Abrahán de hacer otro tanto –tentación en la que ciertamente cayó Israel, cfr. 2 Re 3,27; 16,3; 17,17–.
La tradición nos enseñó, y desafortunadamente se aceptó de una forma acrítica, que este pasaje es la «tentación de Dios a Abrahán» o que «Dios pone a prueba a Abrahán», con lo cual se nos enseñó implícitamente a creer en un Dios injusto y charlatán, que juega con la fe y con los sentimientos de sus creyentes, lo cual es una barbaridad teológica, inadmisible desde todo punto de vista. Pensando en este texto y en la interpretación que la misma Escritura hace del episodio (cfr. Heb 11,17-19), hemos aceptado ingenuamente que Dios también nos pone a prueba a nosotros en muchas oportunidades. No, no es conveniente ni provechoso para nuestra fe tener un concepto tan equivocado de Dios, porque no se corresponde con el auténtico Dios, el Dios del amor, de la misericordia y de la justicia.
Es cierto que éste y otros muchos pasajes arrojan ciertas oscuridades sobre la imagen de nuestro Dios, pero ello no significa que Dios sea un ser ambiguo; señala más bien que hay muchas ambivalencias en la conciencia humana que, en el caso de la Biblia, quedan registradas como si fueran propias de Dios. En el fondo, pues, no hay tentación por parte de Dios. En cambio, sí hay tentación a Dios por parte del ser humano. Ése es el caso de Abrahán y con mucha frecuencia el nuestro. Como quedó dicho, Abrahán vive en un contexto religioso en el que, al ofrecer su hijo a Dios, también recibía una descendencia numerosa y un territorio. Sin embargo, Dios se le aparece como alguien a quien no le importan los sacrificios, sino la vida y el compromiso por ella.
Podríamos decir que Dios exige a Abrahán rebelarse contra todo aquello que amenaza la vida y asumir un compromiso mucho más radical en favor de ella. Ése es el verdadero Dios bíblico, el que ha creado la vida, está comprometido con ella y en contra de todo aquello que la amenaza. Ni siquiera los sacrificios de animales interesan o agradan a Dios. El profeta Miqueas ya había tenido también en su momento esta gran revelación que por mucho tiempo hemos pasado por alto (cfr. Miq 6,6-8).
22,20-24 Allegados a Abrahán. Esta breve genealogía que parece fuera de lugar por no tener ninguna relación aparente con el resto del capítulo podría ser una inserción hecha más tarde para preparar el relato del matrimonio de Isaac con Rebeca, hija de Betuel, hijo de Najor, en 24,1-67, parientes cercanos de Abrahán.
23,1-20 Muerte y sepultura de Sara. Pese a que toda la narración sobre Abrahán se ha venido desarrollando en el país de Canaán, tierra en la cual ha ido erigiendo altares, ha realizado ritos que incluyen la invocación del Nombre de Dios, y ante la cual fue invitado por el mismo Dios a echar una mirada de norte a sur y de oriente a occidente como una forma de «poseer» el territorio, pese a ello, no se había dicho aún que Abrahán tuviese propiedad alguna en tierra cananea.
Ahora sí, la muerte de Sara obliga al patriarca a oficializar, mediante un negocio estrictamente legal, la compra de un pedazo de tierra para sepultar los huesos de su esposa. Era signo de maldición no tener siquiera un lugar donde pudieran reposar los restos de una persona. El texto deja ver con claridad la manera oriental como se realizaban los negocios de compra y venta, así como el lugar: la puerta de la ciudad. Se hace énfasis, además, en el carácter extranjero de Abrahán y de su actitud de acogerse a los usos y costumbres de los nativos del lugar. La compra del campo en el cual hay una cueva se realiza con miras a la propia sepultura del patriarca (25,9s) y a otros más de su descendencia: Isaac (35,29), Rebeca y Lía (49,31) y Jacob (50,13).
Este negocio de Abrahán podría anticipar en cierto modo la posterior conquista y posesión del territorio completo de Canaán –desde Dan hasta Berseba– que, pese a ser «prometido», tiene que ser conquistado por la fuerza. La tradición sobre la compra de este campo y el hecho de que allí hayan sido sepultados los patriarcas y las matriarcas de Israel cobra una gran vigencia en la época de la conquista, pero muy especialmente en la época de la monarquía. Recuérdese que es justamente en Hebrón donde comienzan a gobernar los dos primeros reyes de Israel, al lado de los antepasados, hasta que David conquista Jerusalén y la convierte en centro administrativo, religioso y, en fin, ciudad de Dios y capital del reino.
El sepulcro de los patriarcas y las matriarcas fue hasta el pasado siglo un lugar común de veneración para judíos y árabes hasta que se originaron luchas violentas que reclamaban para uno solo de los dos pueblos el derecho a honrar allí a sus ancestros. Desde entonces y contra toda lógica, cada rama semita tiene en Hebrón sendas tumbas, vacías ambas, claro está, con idéntico valor para israelitas e ismaelitas.
24,1-67 Boda de Isaac. El ciclo de Abrahán se aproxima a su final. Al nacimiento de Isaac y los ritos pertinentes de ponerle un nombre y circuncidarlo (21,4) le sigue la viudez del patriarca (23,1-20), pero es muy importante que antes de morir quede concertado el matrimonio de Isaac, su hijo. Llama la atención de inmediato la decisión de no mezclar su sangre con la de los habitantes de Canaán, condición que le impone a su esclavo bajo un juramento muy solemne (3s). La exagerada extensión del relato nos da idea de la forma como acostumbraban los orientales a narrar sus acontecimientos. En el fondo, este largo episodio tiene dos ideas centrales que revelan el comportamiento histórico del pueblo de Israel: no tomar por esposas a las nativas de Canaán (3s.37s) y no regresar al país de origen de Abrahán (7s). De ahí el énfasis en la promesa divina de la tierra (7).
Desde el punto de vista religioso, este relato, además de ser una muestra del modo como se acordaban los matrimonios en la antigüedad, va revelando cómo en ese entramado sorprendente de la historia humana, la fe del pueblo reconoce que «Dios conduce», «Dios bendice», «Dios hace o hizo prosperar». El relato constituye, además, una pieza clave en el cumplimiento de la promesa divina sobre la numerosa descendencia y la posesión de un territorio, lo cual se deja ver en las palabras de Abrahán.
25,1-18 Muerte de Abrahán. Los versículos 1-6 narran en forma de genealogía la manera como Abrahán continúa multiplicando su descendencia después de la muerte de Sara. Es la manera literaria como queda registrado el parentesco del pueblo israelita con otros pueblos o tribus vecinas con algunas de las cuales ciertamente no hay demasiada afinidad, pero al fin y al cabo parentesco. Se reconoce esta cercanía familiar, pero se subraya que «Abrahán hizo a Isaac heredero universal, mientras que a los hijos de las concubinas les dio legados, y todavía en vida los despachó hacia el país de oriente, lejos de su hijo» (5s).
Los versículos 7-10 nos dan cuenta de la muerte y sepultura de Abrahán de una forma simple y sencilla. Estos breves versículos señalan dos aspectos fundamentales: 1. La calidad de vida del patriarca, explicitada por el número de años y por las expresiones «buena vejez», «colmado de años» y «se reunió con los suyos». No era buen signo morir joven, se consideraba maldición, fruto de una vida no agradable a Dios (cfr. 38,6-10). La «vejez buena» o haber sido «colmado de años» indicaba bendición; el que vivía mucho era porque además poseía abundancia y prosperidad materiales, signos inequívocos –para la mentalidad bíblica– de bendición divina. 2. La segunda idea queda subrayada en la forma como se insiste en el lugar de la sepultura y la calidad del dueño del campo en el que es sepultado.
Los versículos 12-18 retoman el tema de Ismael, quien había desaparecido de escena desde que fue expulsado con su madre por parte de Abrahán a instancias de Sara. Quedó dicho en 21,13 que también él sería padre de multitudes; ahora, llegado el momento de establecer los jefes de tribus de esa numerosa descendencia, el redactor se cuida de anteponer el aviso de que quien posee la bendición es Isaac (11).
La noticia de la muerte de Ismael es más simple aún que la de Abrahán. De hecho, se utiliza la misma expresión: el número de años, expiró, murió y se reunió con los suyos, sin indicar el lugar de la sepultura. La ubicación de la descendencia ismaelita «desde Javilá hasta Sur, junto a Egipto» (18) no indica propiamente la posesión de un territorio del que nunca fueron objeto de promesa, ni Ismael, ni su descendencia.
25,19-34 Descendencia de Isaac. Estos versículos nos narran la historia de los dos descendientes de Isaac: Esaú y Jacob, cuyas relaciones antagónicas van a quedar establecidas desde el mismo vientre materno (23). Un par de gemelos que, según las palabras puestas en boca de Dios y dirigidas a Rebeca, son dos pueblos, dos naciones que «se separan en tus entrañas» (23). Una de las tradiciones sobre la forma en que Jacob, siendo el hijo menor, adquiere los derechos de la primogenitura es ésta que estamos leyendo. Todavía no interviene la madre; sólo queda establecido que Esaú renuncia a su derecho mediante juramento irrevocable. La transmisión como tal, el momento solemne en el cual Isaac transmitirá a Jacob la bendición ayudado por su madre, lo encontraremos en el capítulo 27.
Es necesario que todo este capítulo sea leído siempre a la luz del criterio de justicia divina en el que hemos venido insistiendo; con una gran fe, pero también con mucha libertad, debemos interrogar al texto y confrontarlo con la clave de justicia que jamás podemos dejar de lado a la hora de leer cualquier texto de la Escritura.
26,1-11 Isaac en Guerar. Los versículos 1-5 nos recuerdan la misma situación vivida ya por Abrahán. A causa de una sequía, Abrahán tiene que viajar a Egipto a buscar alimentos; allí tiene que mentir a los egipcios sobre su relación con Sara para garantizar su seguridad (12,12s). La misma situación se cuenta de Isaac, sólo que aquí al segundo patriarca se le indica expresamente que no salga del país. Este marco sirve para la ratificación de las promesas por parte de Dios (2-4), donde se subraya que esta actitud divina de favorecer a Isaac es a causa de la fe y de la obediencia de Abrahán (5). De nuevo aparece en escena Abimelec, el mismo que se menciona en el capítulo 20, hombre temeroso de Dios y respetuoso con los que creen en el Dios de estos seminómadas que habitan su territorio.
26,12-35 Pozos. Se repite la misma mentira de Abrahán en Egipto y en Guerar. Tanto el padre como el hijo están más interesados en salvar su propia vida que la de sus respectivas mujeres. Es evidente que en esta actitud engañosa el único beneficiado es el varón; la vida –tanto de Sara como de Rebeca– queda expuesta, sin que ello parezca importar ni a Abrahán ni a Isaac. Es extraño que no haya un «pronunciamiento» contra este proceder, aunque si aparece en las tradiciones sobre Abrahán y en las dos de Isaac es quizá para indicar que, a pesar del proceder retorcido de estos pilares de la fe y de la religión israelita, la mano de Dios continúa guiando prodigiosamente la historia. Los incidentes y el diálogo entre Abimelec e Isaac reflejan las seculares luchas cotidianas por defender un pedazo de tierra y la posibilidad de tenerla irrigada para el cultivo o para el ganado. Tierra y agua, dos elementos vitales que atraviesan todo el pensamiento bíblico. La mención de Esaú en el versículo 34 prepara su futuro rechazo en 27,46.
27,1-46 Isaac bendice a Jacob. Este largo capítulo dedicado a la bendición de Jacob puede dividirse en tres partes:
- El relato en el cual queda confirmada la predilección de Isaac por Esaú y de Rebeca por Jacob, donde la influencia femenina aparece como más poderosa, llegando a engañar a su propio marido con tal de favorecer al hijo menor (1-26).
- La bendición, que de hecho no incluye ningún recuerdo o referencia a la bendición divina ni a las promesas hechas a Abrahán. Se trata más bien de la confirmación de una cierta prosperidad material que tiene que ver con lo necesario para la subsistencia –alimentos– y con la seguridad personal y grupal –aspecto político-militar– (27-29). El versículo 29 debe ser un añadido de la época de la monarquía unida, cuando David y sobre todo Salomón sometieron a su dominio muchos pueblos vecinos, incluido Edom.
- La acción de Dios que se va realizando en medio de una trama humana cargada de intereses personalistas, de violación de derechos y de actitudes contrarias a la justicia.
Se reflejan dos aspectos o formas de pensar respecto al tema de la bendición, cuyo sentido principal reposa en el bienestar y la prosperidad materiales, la paz y la tranquilidad. El otro asunto es la forma como va quedando al descubierto el aspecto de la retribución: al que actúa bien le va bien, y al que actúa mal le va mal. Esaú mismo se labra su «trágico» destino por sus acciones negativas: su irresponsabilidad en un asunto tan delicado como su primogenitura (cfr. 25,33), que trae como consecuencia el rapto de la bendición (1-38); su matrimonio con mujeres cananeas o hititas (26,34s) y su rencor asesino (41). También Jacob es «retribuido» por el engaño con que arrancó la bendición de su padre: así como él engañó, también será engañado cuando se dirija a la tierra de su tío y futuro suegro Labán en busca de una esposa.
El trasfondo histórico que conocían los destinatarios iniciales de estas historias y leyendas que se refieren, no tanto a personajes reales, cuanto a pueblos o grupos sociales, es la prosperidad y abundancia de que disfrutaban los hijos de Jacob en tierra cananea, mientras que sus parientes los edomitas vivían en un desierto árido y sin posibilidades de prosperar. El versículo 40 enlaza con 26,34 y prepara la partida de Jacob a tierra de sus abuelos maternos para no incurrir en la misma «falta» de su hermano mayor, tomando por mujer a las cananeas.
28,1-9 Jacob peregrino. Los versículos 3s conforman la bendición que se esperaba en 27,27. Los versículos 5-9 parecen ignorar todo el capítulo 27. Esaú no parece conocer los gustos de su padre o, mejor dicho, las normas y limitaciones que su grupo familiar se ha impuesto: no casarse con mujeres cananeas. El recurso literario para emparentar a los edomitas con los ismaelitas consiste en que Esaú toma por mujer a Majlá, hija de Ismael, hijo de Abrahán (9). La diversidad de puntos de vista que hay en estos primeros versículos refleja la diversidad de tradiciones y de épocas en la reflexión sobre los patriarcas y sobre las experiencias históricas del pueblo. Así, por ejemplo, en 27,42s Rebeca aconseja a su hijo Jacob que huya a Jarán a casa de sus padres para escapar de la venganza de Esaú, mientras que en 28,2 es Isaac quien envía a su hijo a casa de sus parientes maternos para que se case allá. Esta insistencia en evitar matrimonios con mujeres no israelitas podría reflejar la época exílica (587-534 a.C.) y postexílica, cuando la preocupación por la recta observancia de la Ley se fue convirtiendo casi en una obsesión, hasta el punto de cerrarse completamente a cualquiera que no fuera descendiente de la nación judía.
28,10-22 Jacob en Betel. Dios se aparece a Jacob en sueños, una forma común de comunicación de Dios en la Biblia. La aparición divina o teofanía tiene por objeto ratificar en Jacob las promesas divinas hechas a Abrahán y a Isaac. Todos los elementos que conforman este relato eran familiares y conocidos en el contexto del Antiguo Cercano Oriente: pasar la noche al descampado después de todo un día de camino en los viajes que demoraban varias jornadas; acogerse a los espíritus buenos y a las divinidades favorables de cada lugar; erigir estelas o piedras que adquirían un carácter de memorial o testimonio; dejar establecida una cierta relación con el territorio mediante la erección de un santuario.
Los redactores del Génesis tienen un particular interés en establecer esta teofanía precisamente aquí, en Betel, lugar muy significativo para el reino del norte, así como Berseba, Siquén y Hebrón lo son en el ciclo de Abrahán y, por tanto, para el reino del sur.
29,1-14 Jacob y Raquel. La narración de los conflictos entre Esaú y Jacob cede el paso al ciclo de historias sobre las peripecias iniciales de la vida de Jacob que sin mayores problemas pasa de Betel a Jarán, tierra de sus ancestros. Casi en paralelo con la suerte del criado de Abrahán que encontró con extraordinaria facilidad la que sería la esposa de Isaac (cfr. 24,1-67), Jacob conecta rápidamente con la misma parentela; su tío Labán será su suegro. Esta cercanía de parentesco no es garantía para Jacob, el cual será víctima del engaño por parte del padre de Lía y Raquel (23-29). Ésta sería la contrapartida –retribución– del engaño que, a su vez, protagonizó el mismo Jacob cuando, ayudado por su madre, robó la bendición que pertenecía a su hermano Esaú. Recuérdese que estamos en una época en la que hay una especial atención a la ley de la retribución. Con todo, la acción de Labán es implícitamente repudiada y tiene su justa compensación en 31,22-54, donde de nuevo hay una manifiesta predilección de Dios por Jacob sobre cualquier otro habitante del lugar. Mediante este recurso narrativo, la Biblia establece de manera definitiva una ruptura total de la nación judía con todo ancestro arameo de Mesopotamia.
29,31–30,24 Hijos de Jacob. Hay en el pueblo de Israel una conciencia de su origen diverso. Pese a que todos proceden de un mismo padre, no todos poseen la misma madre; de ahí la importancia que tiene para el sabio resaltar el origen materno de cada uno de los que serán los padres de las doce tribus de Israel. No importa si este dato contradice Lv 18,18, donde se prohíbe el matrimonio de un hombre con dos hermanas; el lector debía suponer que estas leyes todavía no eran vigentes en la época de los grandes antepasados y fundadores del pueblo.
Casi en la misma línea de pensamiento de Labán, de casar primero a la hija mayor, el redactor resalta el hecho de que es precisamente Lía, la hermana mayor, la fecunda, la que primero empieza a concebir y a dar cuerpo a la promesa sobre la descendencia. Hay también un ingrediente religioso cuando se resalta que, aunque Lía no sea la favorita de Jacob, es sin embargo mirada por Dios, y es en ella donde comienza a tomar forma y a cumplirse la promesa divina de una descendencia numerosa. Dios está presente en cada situación humana, por contradictoria que sea, de los orígenes de Israel.
Raquel ve con malos ojos que su hermana, que no es en sentido estricto la legítima esposa de Jacob, sea la que esté dando a luz a los hijos de su esposo y recurre a la figura de la adopción entregando a su esclava Bilha para que conciba y dé a luz en sus rodillas (30,1-3). No uno, sino dos hijos, Dan y Neftalí, nacen de esta unión de Jacob con la esclava de Raquel (30,4-8).
Lía, que a pesar de haber dado ya a luz a cuatro hijos se siente celosa de su hermana, propone a Jacob el mismo procedimiento, acostarse con su esclava Zilpa, quien da a Jacob dos nuevos hijos (30,9-13). Un incidente familiar entre Raquel y Lía sirve de marco para que Raquel «autorice» a su hermana a acostarse de nuevo con su esposo (30,14-16); de aquí nacerán dos nuevos varones y una mujer, Dina (30,17-21). En este momento, Dios se acuerda de Raquel y le concede la gracia de concebir también ella, aumentando en uno el número de los hijos de Jacob y completando así once. El nacimiento de José cierra el ciclo de historias y leyendas sobre Jacob y sus hijos en tierra de sus antepasados y nos prepara al retorno del patriarca con su familia a la tierra prometida.
Los nombres de los hijos y las circunstancias que rodean cada nacimiento designan de algún modo las circunstancias de su origen y al mismo tiempo describen el tipo de relaciones que en el acontecer histórico vivieron las doce tribus en tierra de Canaán.
30,25-43 Jacob y Labán. La negociación entre Labán y Jacob resalta el íntimo propósito de sacar ventaja el uno sobre el otro. Era lógico que el crecimiento del grupo familiar empujara a Jacob a buscar nuevos horizontes, pero también era lógico que Labán aspirara a mantener el control sobre un clan tan numeroso y rico en ganados.
Ambos buscan el mayor provecho para sí, saliendo airoso finalmente Jacob, quien apela a una antigua creencia según la cual la imagen que impresione a animales y personas en el momento de su concepción permanecerá o se reflejará en su descendencia. Si los machos y las hembras observaban varas rayadas en el momento de su copulación, las crías tendrían esas características. Llama la atención que en toda esta trama Dios se definirá por Jacob, con lo cual implícitamente aprueba el proceder tramposo de Jacob. No olvidemos que la tendencia de la conciencia religiosa es atribuir a Dios como voluntad suya el rumbo que fue tomando la historia.
31,1-18 Huida de Jacob. Este nuevo movimiento de Mesopotamia a Canaán es puesto una vez más en línea con la voluntad divina. El Dios de Abrahán, que es el actual Dios de Jacob, le ordena partir de nuevo a tierra cananea (3.13b); Dios se le manifiesta a Jacob como el mismo a quien el patriarca hizo un voto en Betel (13a) y le promete su compañía y asistencia permanentes. Jacob, por su parte, hace todo lo que está a su alcance para que su partida no aparezca como un rapto de las hijas de Labán ni un robo de sus ganados (17s). Aunque se trata de una «orden» divina, Jacob parte con su familia y con sus rebaños de mañana, para evitar ser retenido por su suegro Labán.
31,19-44 Persecución y encuentro. Sigue ocupando el primer plano en la disputa entre Labán y su yerno Jacob la posición que ha fijado Dios a favor de Jacob (24. 42). En 31,3 se aseguraba la asistencia y compañía divinas con una frase que la Biblia pone en boca de Dios centenares de veces: «Yo estaré contigo». Hábilmente, el narrador hace consciente de este detalle a Labán mediante el recurso al sueño como medio de transmisión de dicha decisión divina. Dios mismo previene a Labán para que no se meta con Jacob, ni para bien, ni para mal (24).
El relato baja de tensión y las intenciones de Labán quedan disimuladas con el incidente del robo de sus amuletos o estatuillas de los dioses familiares que ha raptado Raquel (19), sin que hasta ahora nadie lo sepa. Ello da lugar a una sentencia de muerte que pronuncia Jacob (32) y que no se hará efectiva todavía, ya que Labán no encuentra a nadie con los objetos.
Raquel sobrevivirá, pero es muy probable que su muerte en circunstancias de alumbramiento sea la manera bíblica de hacer cumplir las palabras de Jacob, más aún, de mostrar la recompensa recibida por el mal obrado contra su padre. La búsqueda fallida de los objetos de Labán enciende más la cólera de Jacob, quien de nuevo apela a su comportamiento recto durante los veinte años de servicio a Labán y de paso recuerda las malas acciones de su suegro (36-42).
31,45-54 Alianza de Labán y Jacob. El encuentro entre suegro y yerno culmina felizmente con la celebración de un pacto o alianza entre ambos. La advertencia divina a Labán (31,24) y las palabras de Jacob (31,42) motivan a Labán para finiquitar la querella y continuar la relación de parentesco sin agresiones mutuas.
Nótese el «ritual» de la alianza: las piedras que amontonan como signo de testimonio perenne de los compromisos contraídos (46); la enumeración de las cláusulas y compromisos (48-53); la ofrenda de un sacrificio y participación de todos los presentes en una comida (54).
Este relato protagonizado por Labán y Jacob refleja de alguna manera los conflictos familiares y no familiares entre los diferentes grupos étnicos de la llamada antigua «media luna fértil», dedicados al cuidado de sus rebaños y en menor medida al cultivo de la tierra, lo cual los mantenía en guardia para defender un pedazo de tierra. En este marco de relaciones, las alianzas y los pactos entre grupos eran absolutamente necesarios; los convenios de no agresión y las promesas de mutua defensa se hacían imprescindibles. Estos pactos y alianzas se sellaban habitualmente con un sacrificio de animales –véase Noé, Abrahán, Moisés–, generalmente con la aspersión de la sangre de la víctima (cfr. Éx 24,8). Se generaban vínculos tan fuertes como los mismos lazos de sangre, al punto de que todos se consideraban hermanos y llamaban padre de todos al pactante principal. De acuerdo a este fenómeno podemos entender más fácilmente la paternidad de Abrahán sobre Isaac y Jacob; más concretamente, la paternidad de Jacob sobre «doce» hijos –tan dispares–, y a su vez la paternidad de éstos sobre doce tribus, también tan dispares como las doce tribus de Israel.
32,1-33 Jacob vuelve a Canaán. Los versículos 2s preparan el episodio de la lucha de Jacob con un ángel de Dios que, en definitiva, resulta ser Dios mismo (25-31), y el cambio de su nombre por el de Israel (29). El viaje de Jacob y la estrategia que utiliza para instalarse de nuevo en tierra de Canaán preparan el encuentro con su hermano Esaú (4-25).
Una vez más, el redactor resalta la astucia de Jacob, anticipada ya desde su nacimiento y a la que debe su nombre; mas ha llegado el momento de cambiar su nombre por otro que le definirá para siempre. A su astucia se añadirá ahora la capacidad de luchar hasta la victoria, definida como lucha con dioses y con hombres (29).
Todo el pasaje revela una total sintonía con la voluntad y el querer de Dios, así como una gran obediencia a esa voluntad divina que inspira en Jacob, más que miedo por Esaú, una cierta necesidad interior de buscar la reconciliación y el perdón del hermano engañado y despojado de sus derechos de primogenitura (25,29-34) y de la bendición (27,1-29). Esa bendición, aunque ya se ha visto de un modo tangible en la prosperidad material y en la numerosa descendencia –ya son doce los hijos–, no está completa, ni se completará de modo definitivo hasta que no haya reconciliación y paz con su hermano y vecino Esaú. Los versículos 10-13 son una de las más hermosas oraciones de la piedad israelita.
33,1-20 Encuentro de Jacob con Esaú. Tal como estaba anunciado en 32,7, Esaú marcha al encuentro de Jacob con cuatrocientos hombres, lo cual indica que la intención primera no es tener un encuentro pacífico. Sin embargo, si había alguna intención bélica por parte del hermano mayor, ésta queda completamente desplazada por el sentimiento fraterno de Esaú al ver a su hermano que se acerca dando señales de sumisión (3), lo cual arranca del hermano agraviado abrazos, besos y llanto y el reconocimiento implícito de los efectos de la bendición que porta el hermano menor traducida en mujeres, hijos y ganados (5-8).
Jacob no se sentirá del todo bien hasta que su hermano acepte los dones y presentes, de los cuales se siente hasta cierto punto deudor con su hermano (9-11). Aceptando los dones de su hermano, Esaú también pretende caminar al lado de Jacob (12). Pero está claro que ambos hermanos deben marchar por caminos distintos. De nuevo, Jacob decide astutamente caminar a distancia. Esaú regresa a Seír, al oriente del Jordán, mientras que Jacob se dirige a Sucot, al occidente del Jordán, y luego a Siquén, donde planta su tienda en campo comprado (19) y donde levanta un altar para dedicarlo al Dios de Israel (20), con lo cual queda ratificada su conexión con Abrahán. La estadía de Jacob en Siquén será sólo temporal, el redactor la utiliza para conectar su historia con la de Abrahán.
34,1-31 Dina en Siquén. El traslado de Jacob y su familia a Betel está enmarcado por el enamoramiento de Siquén, hijo de Jamor, de Dina, hija de Lía y Jacob, descrita como una violación. El incidente cuadra perfectamente con la manera de ser y de pensar del oriental respecto al abuso de una joven; según ellos, cualquier medio es válido para vengar el honor de la hermana ultrajada. Dicha venganza debe ser ejecutada por su hermano mayor, por lo general acompañado del resto de hermanos varones. Los hermanos de Dina utilizan una estrategia que les da buen resultado. Sólo después de la masacre realizada, Jacob se lamenta por las posibles reacciones de los habitantes del país.
El relato puede esconder varias intenciones: en primer lugar, describir los peligros de un pueblo como el israelita en medio de los cananeos, peligro de «contaminación» con los incircuncisos del lugar. Por primera vez, el argumento de la circuncisión es utilizado para declarar la pertenencia o no a la nación israelita, aunque no parece que sea ése el único requisito para pertenecer al pueblo de la elección. De hecho, los hermanos de Dina pasan a espada a todos los que han accedido a la circuncisión. Una segunda intención del relato podría ser el rechazo implícito de la Escritura a los excesos de violencia. No se emite ningún juicio, y el silencio de Dios parecería consentirla; pero el repudio de semejante actitud habría que deducirlo de la lamentación de Jacob (30) y de su posterior desplazamiento con su familia y sus ganados a Betel –no obstante, el narrador se cuida de que todo aparezca como una orden directa de Dios y sin ninguna conexión aparente con la violencia de Simeón y Leví–.
Otra intención implícita en el relato podría conectarse con la razón de que precisamente Simeón y Leví fueran las únicas tribus que nunca tuvieron territorio propio en el país. Leví no heredó territorio; la explicación que se dio era que a esta tribu le correspondían funciones sacerdotales y, por tanto, su porción era el Señor (Jos 13,14.33). Por su parte, la tribu de Simeón, aunque en principio habitó el bajo Negueb, fue finalmente absorbida por la tribu de Judá. Como en la Biblia ninguna acción buena o mala se queda sin su premio o su castigo, esta suerte histórica podría ser entendida como la retribución a la violencia de Simeón y Leví contra los cananeos. Sería una forma de decir que no es por medio de la violencia como había que conquistar el territorio.
Finalmente, se podría entender en el conjunto del relato la justificación del traslado definitivo de Jacob a Betel, lugar central de las tradiciones norteñas; recuérdese que Jacob es el gran patriarca del norte, así como Abrahán e Isaac son los héroes o personajes centrales de las tradiciones del sur.
35,1-15 Jacob vuelve a Betel. La necesaria retirada de Siquén es puesta bajo la voluntad divina: es Dios quien ordena el traslado a Luz, ciudad cananea que recibe el nombre de Betel (15), del mismo modo que Jacob mismo recibirá el nombre de Israel (10). La manera como actúa Jacob está determinada por el recurso a la aparición de Dios o teofanía, en donde se percibe el querer de Dios y la obediencia silenciosa de Jacob.
Este relato tiene una especial importancia para los habitantes del reino del norte, ya que para ellos era esencial no sólo el paso del patriarca Jacob por estas localidades, sino su radicación y su residencia en Betel. Para el reino del sur, Berseba y Hebrón tienen un especial interés teológico. Hay que recordar que cuando la división del reino (931 a.C.), Jeroboán I parte exactamente de Siquén, donde está congregado todo el pueblo, y su primer lugar de residencia es precisamente Betel, donde realiza gestos semejantes a los de su antepasado: erige un altar y lo consagra al Dios de Israel (1 Re 12,25-33). En cualquier caso, se trata de leyendas y tradiciones con las que se intenta alimentar la fe israelita y mantener su propia identidad en una tierra que para ellos sigue siendo ajena.
35,16-21 Nacimiento de Benjamín y muerte de Raquel. Vida y muerte caminan juntas con el hombre y la mujer. Raquel, primer amor de Jacob, debe morir. Para nosotros, su muerte no tendría ningún significado especial si no fuera porque el mismo Jacob había sentenciado a muerte a quien hubiese robado los amuletos e ídolos de Labán (31,32). Sabemos que fue Raquel quien los hurtó, y también sabemos que en la mentalidad bíblica no hay nada que no tenga su justa recompensa. Pero la muerte que debe sobrevenir está precedida por la vida: nace el último hijo de Raquel, a quien impone un nombre que alude a la maldición: «Benoní» –Hijo de mi pesar–, revelando en el nombre del niño la causa de su propia muerte (18). Con todo, Jacob corrige el primer nombre dándole el de Benjamín –Hijo diestro–, que da más idea de bendición (18). El lugar de la sepultura de Raquel es aún hoy en día venerado por los judíos.
35,22-29 Muerte de Isaac. A punto ya de iniciar la historia de los hijos de Jacob/Israel, el redactor o los redactores nos informan de tres asuntos que consideran importantes:
- Plantea la razón por la cual Rubén será maldecido en 49,3s (22), una manera de expresar por qué Rubén siendo el primogénito de Jacob no heredó la bendición y las promesas. Tampoco Ismael, primogénito de Abrahán, fue su heredero, y tampoco Esaú lo fue de Isaac, dato curioso pero cargado de sentido teológico para ellos.
- Establece la lista completa de los doce hijos de Jacob y resaltar su común herencia aramea, a pesar de provenir de distintas madres.
- Cierra el ciclo de Isaac, que aún permanece abierto. Isaac muere anciano y colmado de años (29) y es enterrado por Jacob y Esaú, reunidos aquí porque, a pesar de lo que haya sucedido entre ellos, el tronco de origen sigue siendo común a ambos aunque sus destinos sean completamente diferentes.
Hay que recordar que el número de años no está en relación directa con la cantidad, sino con la calidad de la vida. El número ciento ochenta es una forma de reforzar la idea de «anciano y colmado de años» que le permite con tranquilidad «reunirse con los suyos». Estas frases son la forma más tranquila y común de asumir la realidad de la muerte en un anciano, lo cual no sucede con la muerte de una persona joven que en general es vista como signo de maldición.
36,1-43 Descendencia de Esaú. No podía quedar inconclusa la historia de Esaú, repetidas veces llamado padre de los edomitas. Se insiste en el parentesco con Israel, pero también se subraya la idea de que nada tiene que ver con el territorio cananeo la herencia de Israel y su descendencia (6-8). El especial interés en recoger las listas de los descendientes de Esaú, seis en total, transmite la idea de que también Esaú es padre de un gran pueblo y que comparte hasta cierto punto algo de la bendición y de la promesa de su abuelo Abrahán. Por otro lado, se establece cuál es el territorio de los edomitas, territorio que estuvo cerrado para los israelitas cuando regresaban de Egipto (cfr. Nm 20,14-21).
37,1-22 Sueños de José. No es de extrañar que entre tantos hijos de Jacob surjan diferencias y discrepancias. Lo que llama la atención es que sea precisamente uno de los hermanos menores la causa del conflicto intrafamiliar. José manifiesta en sus sueños una tendencia y un deseo de dominar a sus hermanos (7s) y hasta a sus propios padres (9s), lo cual aumenta la envidia y el odio de sus hermanos (8.11), granjeados además por la especial predilección de su padre (4). La reacción de sus hermanos es eliminarlo (20), pero en medio de todo hay algo de respeto por la vida, y eso es en definitiva lo que salva a José de la muerte (21s.26).
37,23-36 José vendido por sus hermanos. La diversidad de tradiciones en torno a la historia de José queda de manifiesto en la aparente contradicción sobre el hermano que lo defiende de los demás hermanos (21.26). Lo mismo vale decir sobre sus compradores: se supone que los hermanos aceptan la propuesta de Judá de venderlo a unos ismaelitas (27); pero se le vende a unos madianitas (28), aunque de nuevo se menciona a los ismaelitas. Rubén aparece como ajeno por completo a la transacción, al punto de rasgarse sus vestiduras, pues cree que sus hermanos han asesinado a José, al no hallarlo en el pozo (29).
El centro de esta sección lo ocupa el proceder engañoso de los hijos de Jacob (31-33), que se constituye de nuevo en una especie de retribución para Jacob. Él, que llegó al extremo de engañar a su padre para robar a su hermano la bendición, es ahora engañado por sus propios hijos, aunque este engaño sólo sea temporal y con un desenlace feliz. Otra manera de acentuar el proceder de Dios aún en medio de engaños y falsías humanos.
38,1-30 Judá y Tamar. Este capítulo interrumpe la historia de José para centrarse en algunos aspectos de la vida de Judá: sus relaciones, al parecer de tipo económico y comercial con un adulamita y su unión marital con Sua, mujer cananea. En definitiva, establece el origen étnico de la tribu o descendencia de Judá, en el que de nuevo se hacen presentes el engaño, la mentira y la injusticia, pero donde también se resaltan aspectos de rectitud y de justicia (26-30).
Por primera vez en las narraciones del Génesis se hace alusión a una antigua ley del Oriente Cercano, la ley del «levirato»: si al morir un hombre casado no había dejado descendencia, su hermano o «levir» –cuñado– de la viuda debía tomarla por esposa y darle descendencia a su hermano. Ésta es la misma ley que aparecerá como legislación de Moisés en Dt 25,5-8, y es la misma que siglos más tarde invocarán unos saduceos para poner a prueba a Jesús (cfr. Mt 22,24); es, además, el eje narrativo del libro de Rut. Hay que resaltar en este capítulo la intencionalidad narrativa de establecer los orígenes multiétnicos de la tribu de Judá y preparar al lector para la bendición que recibirá el padre de esta tribu por parte de Jacob/Israel en 49,9-12, donde el «bastón» mencionado (18) adquiere de repente características de realeza.
39,1-6 José, mayordomo de Putifar. Estos primeros versículos sitúan a José en Egipto, aunque no se nos dice nada de su condición de esclavo (cfr. 41,12); en realidad ése fue su destino, ya que el «negocio» de los ismaelitas consistía en comprar o reclutar esclavos para venderlos a los egipcios. José es vendido como esclavo, pero se insiste en que era alguien muy especial, ya que Dios estaba con él (2s). El versículo 6 anticipa el siguiente episodio: los intentos de seducción por parte de la esposa de Putifar y el escándalo y la reacción del amo. Se percibe en el relato cierto influjo positivo que transmite José gracias a que Dios estaba con él, al estilo de su padre Jacob cuando estuvo al lado de Labán.
39,7-23 Tentación, calumnia y cárcel. Los arqueólogos han descubierto una leyenda egipcia con el mismo argumento de esta historia de José, llamada «los dos hermanos», mucho más antigua que esta historia que estamos leyendo. Los israelitas la adaptaron como una novela ejemplar para resaltar la presencia y la compañía de Dios cuando se camina según su voluntad. José actúa como un israelita recto, justo y cumplidor de la ley, por eso el Señor no lo abandonará; aunque aparentemente le vaya mal –José va a dar a la cárcel–, ya hay un signo de la providencia divina. José debía haber muerto, dada la gravedad de la acusación; sin embargo, su amo lo manda a la cárcel y allí Dios se valdrá de signos muy simples para protegerlo.
40,1-23 Sueños del copero y del panadero reales. En la mentalidad antigua, los sueños eran un medio por el cual Dios comunicaba sus designios a los humanos; pero para el sabio israelita, la capacidad para interpretar lo que Dios quiere comunicar la poseen muy pocas personas (1-8). En este caso es José, y aún así, él afirma que es Dios quien los interpreta (8). El pasaje sigue mostrándonos a José favorecido por Dios, sus interpretaciones se cumplen y nos preparan para el siguiente episodio, donde tendrá que interpretar los sueños del propio faraón. Todavía tendrá que permanecer en prisión, pues el copero que debía mencionar su nombre al faraón (14) se olvidó de él (23).
41,1-57 José interpreta los sueños del faraón. La incapacidad de los magos de la corte para interpretar los sueños del faraón es la ocasión propicia para que el copero mayor, en quien se cumplió la interpretación de José, se acuerde de su compañero de prisión y ahora sí hable de él al faraón (10-13), mencionándolo no por su nombre, sino por su condición (12). José es liberado de la prisión; de nuevo insiste en que no se trata de una capacidad personal, sino que puede descifrar el sentido de las imágenes que el faraón ha visto en sueños por una acción directa de Dios (16). Las palabras y los consejos de José convencen al monarca, por lo cual sale premiado y es nombrado gran visir, o sea, primer ministro.
Este episodio, y en especial la noticia de que el hambre y la carestía cundían por todas partes, nos prepara para el arribo de los hermanos de José a Egipto; con esos medios tan simples y cotidianos Dios va ejerciendo su acción en la historia humana. Las imágenes que José interpreta de abundancia y escasez son la constatación de lo que acontecía realmente en esta porción geográfica del Cercano Oriente, con períodos en los que se gozaba de cierta abundancia gracias a las lluvias y períodos de escasez y de hambre a causa de las sequías. En lugares tan especialmente privilegiados como Egipto, irrigado por el gran Nilo, era posible prepararse para el tiempo de la sequía, carestía y hambre mediante los métodos de aprovisionamiento propuestos por José, pero también era la ocasión para aumentar el dominio y la opresión sobre los pueblos más débiles y menos favorecidos por la naturaleza.
Se menciona el nacimiento de los dos hijos de José, Manasés y Efraín, que quedarán incorporados al número de las doce tribus de Israel y que ayudarán a entender la heterogeneidad étnica de la nación israelita.
42,1-38 Los hermanos de José: primer encuentro. Las posibilidades de producción agrícola de Egipto gracias a la inundación periódica del Nilo y la posterior retirada de sus aguas que dejaba al descubierto vastísimos campos aptos para la siembra pone al país en ventaja sobre muchos otros. El hambre que azota a los países vecinos hace que muchas caravanas se dirijan a este país a comprar trigo y alimentos; entre ellas se encuentran los hijos de Jacob, que al llegar ante José se postran por tierra en señal de sumisión y respeto y así se cumplen sus sueños, como él mismo recuerda (6-9; cf. 43,26).
El arte narrativo de este capítulo lleva una vez más a demostrar la ley de la retribución: los hermanos de José así lo reconocen y lo aceptan (21s) y otro tanto hace el mismo Jacob (36). Al mismo tiempo, el capítulo trata de resaltar la actitud bondadosa de José, que no busca la revancha contra sus hermanos, sino que por el contrario quiere favorecerlos a ellos y a su padre en una encrucijada tan extrema como es la escasez y el hambre. La tensión del relato aumenta con la rotunda negativa de Jacob de permitir que su ahora hijo predilecto Benjamín sea también llevado a Egipto (38).
43,1-34 Benjamín es llevado a Egipto: segundo encuentro. De nuevo, la razón para volver a Egipto es la misma realidad de hambre, aunque de hecho debería ser el rescate de Simeón que quedó como rehén en el capítulo anterior y de lo que nadie parece caer en la cuenta. Jacob accede ante las palabras de Judá, quien se convierte en portavoz de sus hermanos. Una vez más, Jacob hace honor a su nombre relacionado con la astucia: con dones y presentes pretende ganarse al funcionario egipcio como hizo anteriormente con su hermano Esaú.
En Egipto, la atmósfera es de temor y de desconfianza; los hermanos de José temen alguna represalia por parte del enigmático funcionario. Sin embargo, los sentimientos de José transmitidos por el narrador están muy lejos de lo que creen sus hermanos, al punto de tener que encerrarse a llorar en privado (30s). La escena culmina con el banquete que comparte José con los peregrinos, con sus visibles señales de preferencia por el hermano menor y con la noticia de que bebieron con el anfitrión hasta embriagarse (34).
44,1-34 Prueba final: Benjamín, culpable. Seguramente, los hermanos de José parten llenos de alegría por el final feliz que tuvo este último encuentro con el visir egipcio; lo que no sabían era que aún tenían que pasar por otra prueba, si se quiere más dura que la anterior. José ha ordenado a su mayordomo poner su copa, la copa de adivinar, en el costal de Benjamín para tener motivo de acusarlo por robo (2). Tal vez, José no está muy convencido del arrepentimiento de sus hermanos o quizás quiere investigar el grado de estima que tienen por su hermano menor. Recuérdese que el mismo José sufrió en carne propia el odio, los recelos y la envidia de sus hermanos mayores (37,4). Quizá por ello el plan esté dirigido contra Benjamín, que en efecto resulta culpable. El delito conllevaba la muerte del culpable y la esclavización de los demás (9), pero hay un tono de misericordia: al culpable se le tomará por esclavo y los demás podrán regresar a Canaán. El cumplimiento del plan de José suscita un largo discurso por parte de Judá (18-34), en el cual queda de manifiesto el profundo y sincero amor que sienten todos por su hermano menor y por su padre. Su sinceridad, y sobre todo el gran deseo de que ni su hermano ni su padre tengan que sufrir, queda demostrado en su intención de entregarse él mismo como esclavo con tal que Benjamín sea liberado (33).
45,1-28 Reconocimiento y reconciliación. Por una parte, las palabras de Judá parecen haber ablandado el corazón de José, pero los sentimientos reprimidos de José también llegan al límite, reventando y poniendo fin a la farsa que él mismo se había inventado. Los hermanos, atónitos, no saben qué decir; es el mismo José quien los absuelve y declara que su antigua actitud hostil y el rechazo que los indujo a planear su desaparición no se les puede imputar como castigo, sino que debe ser vista como una acción divina que permitió todo aquello para demostrar su especial preocupación y atención por esta familia (5-8). Sin detenerse en más discursos de parte de ninguno de los presentes, y tras señalar la reconciliación mediante las palabras y los gestos de José, sus hermanos pueden por fin hablar. Se hacen todos los arreglos para que Jacob sea trasladado a Egipto con el beneplácito del faraón (17-20) y la constatación del consentimiento de Jacob para emprender el viaje (21-28).
46,1-34 Jacob viaja a Egipto. La manera más directa para decir que el viaje de Jacob a Egipto es de iniciativa divina y que Él mismo acompañará a los peregrinos es la que nos narran los versículos 2-4, donde el Señor también renueva a Jacob las promesas hechas a Abrahán y a Isaac (cfr. 12,2.7). Jacob parte para Egipto con la plena certeza de que el Dios de sus padres bajará con él y lo hará subir de nuevo; entre la ida y el regreso de su descendencia será necesario esperar varios siglos, de ahí que el escritor mencione la promesa de la multiplicación de su descendencia (3). Pero aquella larga estancia en Egipto no estuvo siempre acompañada por la prosperidad y la ventura; en estas palabras del Señor a Jacob hay quizás un presagio de la larga esclavitud que sufrirá la descendencia israelita en tierra extranjera, aunque también esconde la promesa del regreso.
El relato queda interrumpido por el intento de dar razón de todos los parientes de Jacob, hijos y nietos, que viajaron con él. No hay que entender esta larga lista (8-27) en términos literales, sino como una forma de describir el grueso número de israelitas que se desplazan a Egipto por razones aparentemente atractivas, como es ir a ver de nuevo a un hijo y quizás gozar del favor del faraón, pero que en el fondo refleja los desplazamientos masivos hacia aquel país que poco a poco iba absorbiendo a tantos pueblos y grupos humanos acosados por el hambre y por el endeudamiento con el poderoso imperio faraónico (cfr. 47,3s).
La narración vuelve a ocuparse del relato del encuentro del padre y del hijo (28) y de las instrucciones de José a los suyos para formalizar su estancia en Gosén, región egipcia, al parecer lugar «autorizado» para el ejercicio de las actividades pastoriles (34).
47,1-12 Jacob en Egipto. Por fin, Jacob y algunos de sus hijos escogidos por José son presentados al faraón; las preguntas y las respuestas que constituirían este encuentro ya estaban anunciadas en 46,33s y así se realiza, con la única variación de la pregunta del faraón a Jacob por su edad (8). El texto describe el encuentro entre el patriarca Jacob y el gran faraón. Ambos representan de algún modo el poder. Por lo que sabemos de él, Jacob es rico, pues posee abundante ganado y es padre de una numerosa prole (46,8-27); sin embargo, su «poderío» se demuestra aquí como poseedor de la bendición y de las promesas divinas. Por su parte, el faraón es amo y señor de un gran imperio que no sólo abarca el país de Egipto, sino que sus confines llegan probablemente hasta la misma Mesopotamia, actuales territorios de Irán e Irak en el Golfo pérsico. Obviamente, la balanza del narrador se inclina por Jacob/Israel, que a pesar de estar muy por debajo del poderío del faraón, es quien lo bendice; dos veces se nos menciona el acto de bendecir al faraón (7b.10).
Así termina la novela que nos cuenta las aventuras de José, en las que se cumplen sus sueños de 37,7-10 y que nos ambienta para lo que será la experiencia del pueblo israelita en Egipto. Los demás relatos que siguen en el resto del libro del Génesis, aunque mencionen de nuevo a José, no forman parte del argumento de esta novela; son relatos que pertenecen a las tradiciones de Jacob y de José y que han sido puestos aquí en calidad de apéndices, pero con una intencionalidad muy bien definida.
47,13-28 Política agraria de José. En realidad, esta sección no forma parte del argumento de la novela sobre la vida de José; pero es, con todo, el pasaje que recoge en forma asombrosamente sintética las relaciones del imperio egipcio con los demás pueblos de la región y que ciertamente superan el nivel literario para revelarnos la realidad histórica sobre la cual se construyó el imperio egipcio y el resto de imperios que surgieron en el Cercano Oriente y, en definitiva, el modo como hoy surgen los países poderosos que absorben la vida de los más pequeños y débiles.
No por aparecer esta «política» agraria en la Biblia, ni por estar dirigida por José –cuya imagen y figura como «ministro» especialmente asistido por Dios ha quedado en nuestra conciencia y en nuestra mente–. Una lectura desde la óptica de los poderosos y opresores de este mundo encuentra ciertamente el argumento teológico y bíblico más válido para justificar el saqueo y la explotación de los bienes tangibles e intangibles de otros pueblos; sin embargo, una lectura desde los oprimidos, explotados y marginados de este mundo, esto es, una lectura en clave liberadora, inmediatamente descubre la posición crítica que establece la Biblia respecto a las relaciones económicas y comerciales de los grandes con los pequeños.
Si notamos bien, el empobrecimiento al que son sometidos los pueblos con el argumento del hambre es paulatino, lento, pero eficaz y contundente:
- Se absorbe todo el dinero, la capacidad de adquisición (14s). Hoy se fijan unas reglas cambiarias que permiten a una moneda adquirir todo el valor frente a la cual las demás quedan completamente desvalorizadas.
- Se absorben los bienes o las posesiones, en este caso el ganado (17s); en definitiva, los recursos naturales con que cada país cuenta para la subsistencia de sus ciudadanos. Hoy no sería tanto ganado cuanto metales, petróleo, maderas, animales exóticos, productos cultivados, manufacturas...
- Agotado el dinero y los ganados no quedan sino las personas y los campos que acosados por el hambre se convierten en la única prenda de cambio para seguir sobreviviendo (20s); así, tanto personas como campos pasan a ser propiedad de un mismo dueño que se ha ido apoderando de todo.
Hoy, personas y campos –territorios, países– viven esta idéntica realidad: el hambre, el subdesarrollo y el alto grado de corrupción política de países pobres y ricos, han embarcado a los más débiles en lo que conocemos como la absolutamente impagable «deuda externa», cuya consecuencia inmediata es el poner a todos –personas y campos– al servicio de un mismo señor. La gran mayoría lo hace desde su propio sitio de origen; no hay que desplazarse necesariamente en calidad de siervo al país de nuestro acreedor; ese servicio y esa esclavitud la tenemos que vivir en nuestro propio suelo, soportando los ajustes y «recomendaciones» –obligaciones– de los dueños del mundo, renunciando obligadamente a los beneficios de la salud, de la educación, de la ciencia y la cultura, servicios públicos, inversión social, propiedad intelectual... en aras del servicio a la deuda externa –eterna– que ahoga lenta y paulatinamente a más de la mitad del mundo.
La sutil denuncia y condena de la Biblia a este proceso de empobrecimiento que inmediatamente se revela como contrario al plan divino la encontramos en el versículo 25, si lo leemos, claro está, en clave de justicia. Con base en los criterios de justicia que en Gn 1–11 se propone, podemos establecer que aquí hay una abierta denuncia contra el sistema empobrecedor que utilizan los grandes contra los pequeños, pues llegan hasta a pervertir el concepto de justicia haciendo ver como justo lo que es injusto, llamando «salvación» a lo que es a todas luces perjudicial y esclavizante para el ser humano y para la misma tierra. ¿No es ésa la misma suerte de miles y miles de personas que están obligadas a «agradecer» la explotación de la que son víctimas? ¿No nos muestra este pasaje la antítesis más clara del plan del Creador de los inicios del libro? ¿No es ésta la puerta de ingreso de todos los males del mundo que nos describen los relatos de Gn 3–11?
El proceso de empobrecimiento moderno de los países en vías de desarrollo conlleva el saqueo de los bienes y la negación de oportunidades reales de libertad comercial, de condiciones equitativas de intercambio, y luego se pretende aparentar ante el mundo como grandes benefactores enviando «ayudas» y «donaciones» a los países empobrecidos. La obligación moral de nuestras Iglesias y grupos comprometidos con los pueblos debería orientarse hacia una resistencia efectiva contra tales ayudas que sólo patrocinan el asistencialismo paternalista y afectan a la libertad, la dignidad y la autonomía de los pueblos; no tanta «ayuda» ni obras de «beneficencia», sino más condiciones de equidad y mayor empeño en el justo reparto de los bienes creados y mayor apoyo al libre desarrollo de los pueblos. Con este pasaje nos vamos acercando cada vez más a la constatación histórica y dolorosamente triste del extremo al que llegan la codicia y el egoísmo humanos que desde los primeros capítulos del Génesis quiere hacernos entender el redactor o los redactores del Pentateuco.
47,29-31 Últimos deseos de Jacob. Los versículos 27s resumen el bienestar y la prosperidad que han alcanzado Jacob y su familia en Egipto, signos claros en la mentalidad semita de la bendición divina; pero a pesar de esta constatación y de todo el bien que su hijo ha traído a la familia, Jacob no concibe que esta tierra sea el lugar de su morada definitiva; así pues, utilizando un gesto antiguo de juramento solemne que consiste en hacer jurar con la mano sobre los genitales de quien toma el juramento (cfr. 24,2-9), Jacob hace jurar a su hijo José que se ocupe de su sepultura en la tumba de los suyos, es decir, en Canaán, tierra de la promesa divina. En efecto, José jura así a su padre que está ya próximo a morir.
48,1-22 Jacob bendice a Efraín y Manasés. Una última actuación de Jacob antes de su muerte: incorporar a sus dos nietos a la lista de sus hijos, en sus propias palabras, para reemplazar a Rubén y a Simeón que pronto tendrán que desaparecer. Como quiera que estos sucesos no son una crónica «histórica» en sentido moderno, en realidad se trata de una lectura teologizada de la historia, de la realidad vivida por las tribus del norte que atribuían su procedencia al patriarca José: las tribus de Manasés y de Efraín. Históricamente fue tal vez la tribu de Efraín, o por lo menos una porción de ella, la que logró sobrevivir a la destrucción del reino del norte (cfr. Os 5,3.5.11.13), y de allí esta proyección al pasado, a la escena donde Jacob prefiere al menor sobre el mayor, una constatación que, entre otras cosas, se ha venido repitiendo a lo largo de las historias patriarcales. La escena concluye con las palabras de Jacob, quien recuerda a José que su lugar y su tierra es Canaán, Siquén, y no Egipto (22), y su declaración de confianza en que Dios mismo los acompañará en el futuro retorno (21).
49,1-28 Testamento profético de Jacob. La mayoría de comentaristas del Pentateuco está de acuerdo en afirmar que éste es un poema que recoge tradiciones muy antiguas sobre los núcleos humanos que dieron origen a lo que se conoce como las tribus de Israel, releído y adaptado al tiempo de la monarquía. El poema recoge definiciones de nombres, rasgos de comportamiento de las tribus y, lo más llamativo, la condena definitiva para Rubén (3s), cuyo pecado de 35,22 no había sido aún castigado, y para Simeón y Leví, ya advertidos en 34,1-31. Sus respectivas sentencias consisten en la pérdida de sus derechos territoriales en la futura nación israelita. Por lo demás, sólo encontramos dos bendiciones que recaen sobre los dos grandes núcleos que conformarían los dos reinos de Israel: Judá, tribu dominante del sur, de donde procede David y cuyo acento es de auténtica profecía monárquica (8-12); la otra bendición recae sobre José, cuyo tronco da origen a las tribus más fuertes del norte, Efraín y Manasés (22-26); no hay alusión a su destino monárquico, sino a su prosperidad económica y a su poderío militar que llegarán a hacerse sentir sobre el resto de tribus, hasta el punto de impulsar y lograr un cisma.
49,29-33 Muerte de Jacob. Termina este capítulo con la noticia sobre la muerte de Jacob; pero antes de morir recalca con insistencia su deseo de ser sepultado al lado de sus antepasados, una forma de ratificar que el lugar de la promesa no será Egipto, sino Canaán, y al mismo tiempo una manera de indicar que, con su muerte, la historia del pueblo y las esperanzas del cumplimiento de las promesas sobre la tierra y sobre la libertad no podrán quedar sepultadas en Egipto. Hay que tener presente que Egipto adquiere en la Biblia un valor simbólico como lugar de muerte, de esclavitud, antítesis del plan de Dios y coyuntura histórica que permite a Israel descubrir la faceta liberadora de Dios.
50,1-26 Funeral de Jacob – Muerte de José. Llegamos con este capítulo al final de una historia que intentó poner de manifiesto las raíces ancestrales de un pueblo, cuya historia ha estado ligada al bien y al mal, a la bendición, a los castigos y, en fin, un pueblo que se prepara para comenzar una nueva era, no ya en torno a una figura patriarcal, sino en torno a una coyuntura histórica en tierra egipcia. Se podría decir que la muerte de Jacob y de José ponen punto final a una era y abren el camino para iniciar otra. El capítulo puede dividirse en tres secciones bien definidas:
- Muerte y sepultura de Jacob: José cumple puntualmente con su juramento de sepultar a su padre en Canaán, frente a Hebrón al lado de los suyos; se subraya el hecho de que después de los funerales José regresa a Egipto (5b.14).
- El arrepentimiento de los hermanos de José y la petición formal de perdón por la acción cometida contra él en su adolescencia: pese a que en 45,4-8 José ha declarado a sus hermanos libres de toda culpabilidad, ellos recuerdan de nuevo el caso y sienten temor por alguna represalia suya. Por primera vez confiesan su culpa y una vez más declaran sumisión a José (17.18). Arrepentimiento y absolución también podrían entenderse como un artificio literario, mediante el cual el sabio israelita quiere dejar claro que el cambio de suerte que va a tener el pueblo que desciende de este grupo no tiene nada que ver con el pecado que ellos cometieron; que la esclavitud en Egipto no es un castigo o una retribución por ello. Se trata, por encima de todo, del extremo de la injusticia protagonizado por el egoísmo y la codicia faraónicos que servirá para que Dios manifieste su poder revelándose y dándose a conocer como Dios liberador. José declara su perdón y olvido, y al mismo tiempo subraya que él mismo está en manos del misterioso plan divino que se vale aun de acciones tan negativas como la de sus hermanos para realizar sus designios.
- Conclusión del libro: José muere anciano y colmado de años, descripción que se ha hecho de todos sus antepasados para decir que muere muy bendecido. No pide que su cuerpo sin vida sea llevado de inmediato a Canaán como lo hizo Jacob; como si supiera la suerte que espera a su pueblo en Egipto, solamente pide que cuando Dios se ocupe de ellos y los haga salir de este país lleven consigo sus huesos.