Jonás
Introducción
Jonás, el anti-profeta. Como quinto de los «profetas menores» encontramos a Jonás, el hombre que se empeña en hacer exactamente lo contrario de lo que debería hacer un profeta.
Entre una serie de poetas que escriben normalmente en verso, encontramos a este genial narrador que, salvo el vocabulario algo tardío, maneja la prosa como cualquiera de los mejores narradores clásicos hebreos.
Entre tantas profecías contra naciones determinadas o contra las naciones en general, encontramos a este Jonás que lleva consigo un mensaje de misericordia para el pueblo que es símbolo de crueldad, imperialismo, y agresión contra su propio pueblo, Israel.
Y entre una serie de profetas firmemente arraigados en la situación política y social, desfila este Jonás sin arraigo en tierra ni en mar, cuya anécdota con el gran pez, sirvió para que los cristianos encontrasen en ella una prefiguración del acontecimiento pascual de Jesús (Mt 12,39-41; 16,4; Mc 8,12; Lc 11,29.32). Así como Dios salvó al profeta del peligro mortal para salvar por medio de él a un pueblo gentil. Así también, Dios salvó a Cristo, no apartando el cáliz de la pasión, sino resucitándolo de la muerte, para salvar con su muerte y resurrección a todos los pueblos de la tierra.
Mensaje religioso. La parábola de Jonás nos ofrece una gran enseñanza, por medio de una ironía sostenida, que en un punto llega al sarcasmo, y concluye con una pregunta desafiante. Jonás es el anti-profeta que no quiere ir a donde el Señor le envía ni decir lo que le manda. Así resulta ser el malo, mientras que los buenos son primero los marinos paganos, después los ninivitas agresores. Jonás tiene que vérselas con los enemigos mitológicos: el mar y el cetáceo, y aprender que el Señor los controla y los somete a su servicio. Un minúsculo gusano y un modesto ricino dan una lección sapiencial al profeta recalcitrante.
La profecía, en la intención de Jonás es predicción categórica de castigo; en la intención de Dios, es amenaza condicionada; porque Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 18,23.32), y los paganos han escuchado la palabra extranjera (Ez 3,5-7), y se han convertido.
La ironía de todo el relato está en que precisamente Jonás, el «anti-profeta», resulta ser un «gran profeta» porque sabe e intuye, muy a su pesar, que todo el nacionalismo exclusivista del pueblo judío, que todos los castigos que ciernen sobre la cabeza de los enemigos de Israel, no son más que fabricaciones humanas, y que, en el fondo, el amor y la misericordia de Dios abarcan a todos los pueblos de la tierra.
El definitivo mensaje de Jonás, cuyo nombre suena en oídos hebreos a «Paloma hijo de Veraz» –el primer Colombo o Colón de la historia–, se puede resumir en una frase: si Nínive alcanza el perdón, ¿quién quedará excluido?
1,1-16 En el barco. De entrada, encontramos el sello característico de la profecía: el impulso, el botón de arranque del profeta, es la Palabra que el Señor le dirige. El nombre del profeta y del libro, Jonás, hijo de Amitay, aparece idéntico en 2 Re 14,25; sin embargo, no se trata del mismo personaje, pues aquel Jonás vivió en el s. VIII a.C., bajo el reinado de Jeroboán II, mientras que el profeta que nos presenta el libro es un personaje ficticio. La gran mayoría de críticos y comentaristas afirman en la actualidad que la trama de la obra, y por ende su aventura y «ministerio», son también ficción. La época del relato revela un estadio muy tardío en la historia de Israel. Algunos, basados en el estilo, la lengua y la problemática teológica, se aventuran a fecharlo hacia el s. IV a.C.; en cualquier caso es anterior al s. II a.C., pues el Eclesiástico o Sirácida, que es más o menos de esta época, ya lo da por supuesto entre los doce profetas (cfr. Eclo 49,10).
Con intención de dirigirse a Tarsis para huir del Señor, es decir, para no contradecirse a sí mismo ni contradecir a quienes pensaban como él, Jonás se embarca en Jafa. Una tremenda tempestad llena de terror a los marineros que invocan cada uno a su divinidad, sin ser escuchados. Sólo Jonás duerme como si no pasara nada. Al descubrir las causas divinas de la tormenta, Jonás mismo sugiere el remedio, que funciona perfectamente. Esto se convierte en motivo para que unos paganos reconozcan e invoquen a Dios, le teman, le ofrezcan sacrificios y votos (14-16). La escena del Jonás que duerme es una manera de decir que evitó intencionalmente invocar a su Dios por temor a «contaminarlo» entre paganos. El final de este capítulo registra el primer «éxito» misionero de Jonás, ironías de la vida, que el autor maneja con sobrada maestría.
2,1-11 En el vientre del gran pez. Como la cosa más normal de este mundo, la narración de la salvación de Jonás por medio del gran pez es descrita en menos de cincuenta palabras en nuestra lengua, mientras que el hebreo sólo utiliza veintitrés: Dios ordena al gran pez tragarse a Jonás (1), Dios ordena al gran pez vomitar a Jonás en tierra firme (11). Por tanto, no se trata de narrar las «aventuras de Jonás», sino de colocarlo de inmediato en el lugar donde Dios quiere, a pesar de los pesares, manifestar su voluntad y designio salvíficos. A todas luces se ve que el salmo que entona Jonás (2-10) es una adición posterior, colocado aquí para subrayar la misericordia y la pronta actitud de Dios para escuchar y actuar en favor de quien le clama.
3,1-10 En Nínive. De nuevo la misma orden de 1,2: «Levántate y vete a Nínive...». Jonás, el bueno de Jonás, más interesado en contemplar el templo del Señor (2,5) que en meterse en campañas misioneras, tiene que ser empujado por la voz de Dios. Da la impresión de que ha salido del vientre del gran pez y ha permanecido allí estático, postrado en la playa. Su entrada a Nínive y su predicación no tienen nada de atractivo, no se nota esa pasión del profeta, ese desenvolvimiento y esa fuerza a que nos acostumbró un Jeremías, un Amós, un Miqueas... Parece que Jonás recorre la ciudad con una pancarta entre sus manos, silencioso, sin mirar a nadie ni detenerse con nadie. ¡No está en la tierra de sus amores!
Como quiera que sea, el mensaje de Jonás ha producido lo que él ni se esperaba, ni deseaba. El revuelo de los ninivitas llega hasta el mismo rey, que no se detiene en confrontar mensaje ni mensajero: la cuestión es urgente. Debemos esperar a que el rey se pronuncie para poder escuchar de sus labios lo que debió anunciar Jonás, ¡qué paradoja! Luego, el «éxito» de la misión no depende siempre de la persona del evangelizador, está en la propia fuerza que tiene la Palabra, en los dinamismos que ella desata, eso que el autor de la carta a los Hebreos describe como espada de dos filos (Heb 4,12). ¡Si siempre estuviera a nuestro alcance este espejo, nos evitaríamos tantos desánimos y tanto estrés en nuestras tareas de evangelización!
4,1-11 La lección del ricino. Jonás no da su brazo a torcer. Él es de los defensores del Señor, de los que piensan y pelean para que nada ni nadie que no sea «digno» se le acerque, ni siquiera lo invoque. Si tuvo que venir a Nínive, fue porque no le quedó más remedio; pero en semejante territorio y entre semejante tipo de gente, ni pensar siquiera en pronunciar el sacrosanto Nombre del Altísimo. Nótese que su mensaje parece más una frase de pasacalle. Lo trágico de todo ello es que aún hoy encontramos Iglesias, corrientes teológicas y grupos cristianos cuyo proyecto vital es esta misma manera de pensar, mezquina y reduccionista. Contradicen y desautorizan a Jesús de Nazaret, que sólo exige hacerse pequeños y pobres para acceder a Dios, a un Dios que ciertamente no necesita defensores, guardianes o guardaespaldas que impidan el roce con Él. Estas actitudes dan crédito de que todavía subsisten aquellos viñadores de la hora primera que se indignaron con su señor porque quiso darles igual paga que a los viñadores de la hora última (Mt 20,1-15).