Josué
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El libro de Josué mira en dos direcciones: hacia atrás, completando la salida de Egipto con la entrada en Canaán; y hacia adelante, inaugurando una nueva etapa en la vida del pueblo con el paso a la vida sedentaria.
Por lo primero, algunos añaden este libro al Pentateuco y hablan de un «Hexateuco». Sin la figura y obra de Josué, la epopeya de Moisés queda violentamente truncada. Con el libro de Josué, el libro del Éxodo alcanza su conclusión natural.
Por lo segundo, otros juntan este libro a los siguientes, para formar una obra que llaman Historia Deuteronomística –por su parentesco espiritual con el libro del Deuteronomio–. A esta obra pertenecerían varios elementos narrativos del Deuteronomio, que preparan la sucesión de Josué.
Intención del autor. El autor tardío que compuso este libro, valiéndose de materiales existentes, se guio por el principio de simplificar. Lo que, seguramente, fue un proceso lento y diversificado en la tierra prometida, está visto como un esfuerzo colectivo bajo una dirección única: todo el pueblo a las órdenes de Josué.
Como sucesor de Moisés, tendrá que cumplir sus órdenes, llevar a término la empresa, imitar a su jefe. La tarea de Josué es doble: conquistar la tierra y repartirla entre las tribus. En otros términos: el paso de la vida seminómada a la vida sedentaria, de una cultura pastoral y trashumante a una cultura agrícola y urbana. Un proceso lento, secular, se reduce épicamente a un impulso bélico y un reparto único. Una penetración militar, una campaña al sur y otra al norte, y la conquista está concluida en pocos capítulos y en una carrera triunfal.
Historia y arqueología. La simplificación del libro no da garantías de historicidad. El autor no es un historiador sino un teólogo. A la fidelidad a la alianza, Dios responde con su mano poderosa a favor del pueblo, de ahí que todo aparece fácil y prodigioso: el río Jordán se abre para dar paso a Israel y todos los obstáculos van cayendo, hasta las mismas murallas de Jericó que se desploman al estallido de las trompetas.
La historia y la arqueología, sin embargo, nos dan el marco en el que podrían haber sucedido los hechos y relatos narrados. La época en la que mejor encaja el movimiento de los israelitas es el s. XIII a.C. Un cambio histórico sacudió a los imperios que mantenían un equilibrio de fuerzas en el Medio Oriente, sumiéndolos en la decadencia y abriendo las puertas a nuevos oleajes migratorios. Es también el tiempo en que fermenta una nueva cultura. La edad del Hierro va sucediendo a la del Bronce; la lengua aramea se va extendiendo y ganando prestigio.
Por el lado del desierto empujan las tribus nómadas, como el viento las dunas. Por todas partes se infiltran estas tribus, con movimientos flexibles, para saquear o en busca de una vida sedentaria, fija y segura. Entre estos nómadas vienen los israelitas y van penetrando las zonas de Palestina por infiltración pacífica y asentamientos estables a lo largo de un par de generaciones. Una vez dentro, se alzan en armas y desbancan la hegemonía de las ciudades-estado.
La figura de Josué. El libro lo presenta como continuador y como imitador de Moisés. Con todo, la distancia entre ambos es incolmable. Josué no promulga leyes en nombre de Dios. Tiene que cumplir órdenes y encargos de Moisés o contenidos en la Ley. Pero, sobre todo, no goza de la misma intimidad con Dios. Al contrario, la figura de Josué es tan apagada como esquemática.
El autor o autores se han preocupado de irlo introduciendo en el relato, como colaborador de Moisés en el Sinaí, en momentos críticos del desierto, para ser nombrado, finalmente, su sucesor.
Fuera del libro llama la atención su ausencia donde esperábamos encontrarlo: ni él ni sus hazañas se enumeran en los recuentos clásicos de 1 Sm 12; Sal 78; 105; 106. Tampoco figura en textos que se refieren a la ocupación de la tierra: Sal 44; 68; 80.
Mensaje religioso. El libro de Josué presenta un grave problema ético para el lector de hoy. ¿Cómo se justifica la invasión de territorios ajenos, la conquista por la fuerza, la matanza de reyes, gente inocente y poblaciones enteras, que el narrador parece conmemorar con gozo exultante?
Es probable que no haya existido tal conquista violenta ni tales matanzas colectivas, sino que los israelitas se hayan infiltrado pacíficamente y defendido, quizás excesivamente, cuando atacados. Si los hechos fueron más pacíficos que violentos, ¿por qué contarlos de esta manera? ¿Por qué aureolar a Josué con un cerco de sangre inocente? Por si fuera poco, todo es atribuido a Dios, que da las órdenes y asiste a la ejecución.
¿En qué sentido es Dios un Dios liberador? Hay un territorio pacíficamente habitado y cultivado por los cananeos: ¿con qué derecho se apoderan de él los israelitas, desalojando a sus dueños por la fuerza? La respuesta del libro es que Dios se lo entrega. Lo cual hace aún más difícil la lectura.
La lectura de este libro y de otros episodios parecidos del Antiguo Testamento deja colgando estas preguntas. Pero, ni este relato de la conquista ni la historia Deuteronómica son la última palabra. Por encima del «Yehoshuá» (Josué) de este libro, está el «Yehoshuá» (Jesús) de Nazaret, que Dios pronuncia y es la primera y última palabra de toda la historia.
El pueblo de Israel es escogido por Dios en el estadio de barbarie cultural en que se encuentra y conducido a un proceso de maduración, dejando actuar la dialéctica de la historia. Acepta, aunque no justifica, la ejecución humana torpe de un designio superior. Y éste es el mensaje del libro: por encima de Moisés y de Josué, garantizando la continuidad de mando y empresa, se alza el protagonismo de Dios. La tierra es promesa de Dios, es decir, ya era palabra antes de ser hecho, y será hecho en virtud de aquella palabra. Jesús de Nazaret ha dado toda su dimensión a esta palabra-promesa de Dios con respecto a la tierra: es de todos, para ser compartida por todos en la paz y solidaridad que produce un amor sin fronteras.
CONQUISTA DE LA TIERRA: 1,1–12,24. Esta primera parte del libro narra las campañas conquistadoras de los israelitas al mando de Josué. Por supuesto que no se trata de una historia, en sentido objetivo, de la conquista de Canaán, ni los autores tenían ese propósito. Lo que encontramos aquí es una simplificación ya teologizada de unos hechos –no sabemos cuáles exactamente– que dieron como resultado el asentamiento de unos grupos seminómadas en territorio cananeo, unificados en torno a una fe común el Señor y a un único proyecto sociopolítico y económico: una sociedad solidaria e igualitaria que hiciera de contrapeso al modelo vigente, el que hemos dado en llamar tributario o faraónico, impuesto por Egipto. Por otra parte, la conquista y el reparto de la tierra, ejes del libro, son la concreción de lo que el Pentateuco deja sin resolver: la posesión de la tierra como cumplimiento de las promesas divinas hechas a los Patriarcas. Este trabajo lo realiza la corriente literario-teológica deuteronomista (D), mediante una monumental obra que intenta responder a varios cuestionamientos: Por qué se debía poseer un territorio (Deuteronomio); cómo se adquirió dicho territorio (Josué); qué se debía realizar en él (Jueces–1 Samuel); en qué terminó el proceso de conquista y cómo evolucionó (2 Samuel–2 Reyes). Por tratarse de una historia que se narra varios siglos después de sucedidos los hechos, los datos son más teológicos que objetivos; por tanto, no hemos de tomar al pie de la letra ninguna de las descripciones de las campañas conquistadoras, sino más bien descubrir la intencionalidad de fondo que mueve al redactor o los redactores. Para ello es necesario tener presentes dos herramientas imprescindibles: 1. El criterio último de justicia, con el que debemos leer cualquier pasaje de la Escritura. 2. El análisis de la situación sociopolítica, económica y religiosa que están viviendo los primeros destinatarios de la obra a la cual intentan responder los autores, en concreto, la desesperanza, la pérdida de fe. Esta obra trata de ayudar a los oyentes a recuperar todo eso que está a punto de perderse. Para los israelitas de entonces, la obra de la corriente deuteronomista (D) resultó ser toda una profecía; he ahí por qué estos libros son catalogados en la Biblia Hebrea como «Profetas»: no sólo porque muchos años después de su aparición la conciencia israelita creyó que cada libro había sido escrito por el personaje central del libro –Josué, Samuel, etc.–, sino por el contenido mismo, cargado de verdaderas enseñanzas proféticas. Con estas premisas, pues, empecemos la lectura del libro.
1,1-18 El Señor llama a Josué. Ya sabemos por Nm 34,17 y Dt 31,23 que el sucesor de Moisés en la conducción del pueblo es Josué, así que lo que encontramos aquí es sencillamente la ratificación divina de esa sucesión. La intencionalidad de este capítulo es ante todo programática: en primer lugar, dar continuidad a la obra de la liberación, que no concluyó con la salida de Egipto ni con la travesía por el desierto; segundo, establecer las bases de la asistencia divina a este proyecto, que estará con Josué y nunca lo abandonará, siempre y cuando no aparte de sus labios la Ley (8); y, en tercer lugar, ratificar a las tribus de Rubén y Gad y a la media tribu de Manasés en el territorio que les había otorgado Moisés (Nm 32), recordándoles el compromiso adquirido de atravesar el Jordán junto con sus demás hermanos para ayudarlos en las tareas de la conquista del territorio cananeo.
2,1-24 Los espías. Una vez más, el país de Canaán es explorado; ya Moisés lo había hecho cuando estaban a punto de terminar la travesía del desierto. Jericó es paso obligado para quienes pretenden ingresar a Canaán desde el sur, de manera que el primer obstáculo que deben vencer los israelitas será esta ciudad. Más allá del ropaje externo con que el autor reviste este relato, la intención es enseñar que Dios va cumpliendo la promesa de su asistencia en la conquista del territorio y al mismo tiempo anticipar que quienes reconozcan que este pueblo invasor está asistido por el Dios liberador de Egipto sobrevivirán; de lo contrario, desaparecerán.
3,1–5,1 Paso del Jordán. En la mente de los redactores de la corriente sacerdotal (P), la salida de Egipto no podía darse sin un marco espectacular; del mismo modo, para la corriente deuteronomista (D) era necesario enmarcar el paso del desierto a la tierra fértil, a la tierra de la libertad, en otro hecho maravilloso: las aguas del Jordán se abren para dar paso a un pueblo libre que, se supone, ha superado la prueba del desierto. Hay un especial cuidado en hacer ver que las aguas no se abren para dar paso a la multitud sólo porque ésta se aproxime a la orilla; las aguas se detienen sólo cuando en ellas ha penetrado el arca de la alianza. Si el pueblo no pone por delante su compromiso con Dios, o mejor, si el pueblo no camina detrás del proyecto de la vida que Dios le propone, no puede sobrevivir, los obstáculos no se retirarán de su camino. Las aguas del Jordán se cierran de nuevo una vez que el arca, símbolo de la Presencia, de la Palabra, del Proyecto de Dios se ha retirado de en medio; igualmente se anegará la vida de Israel el día que quite de en medio al Dios vivo. Pero si lo mantiene, tendrá vida y todo el mundo temblará ante Él; es decir, tendrá argumentos y señales concretos para demostrar en qué consiste tener al Dios de la vida en medio del pueblo. Esto lo podían entender a cabalidad los oyentes de la época de la redacción del libro, porque justamente estaban experimentando en carne propia lo que significa apartar al Señor –o apartar al Señor y su propuesta de vida– de su camino.
5,2-9 Circuncisión. La intencionalidad inmediata de esta exigencia es preparar al pueblo para la celebración de la Pascua que imponía como prerrequisito indispensable la circuncisión. Ésta era una práctica higiénica generalizada en muchas culturas de Mesopotamia y Canaán, que adquirió para los israelitas un valor religioso: era signo de pertenencia exclusiva a Dios. Dejado atrás Egipto, con su carga simbólica de opresión; dejado atrás también el desierto, con su connotación simbólica de maduración y transformación de la conciencia, con los pies ya en la tierra prometida, ahora se hace necesario poner como punto de partida para habitar el territorio de la libertad el signo que recordará a cada uno su compromiso personal de llevar a cabo el proyecto de un pueblo liberado y liberador en esta tierra. Pero, desafortunadamente, la circuncisión se quedó reducida a una simple marca en la carne y casi nunca realizó la ideal original (Dt 10,16); ésta es la denuncia del Señor por medio de Jeremías cuando propone una circuncisión de corazón (Jr 4,4). En cierta forma, aquí también puede percibirse el sabor a denuncia profética; recordemos que estamos ante una relectura de la historia de la corriente deuteronomista (D) que trata de responder a los interrogantes que han suscitado en el pueblo tantos reveses históricos, especialmente los sucedidos en el 587 a.C.: la caída de Judá, la destrucción del templo y la deportación a Babilonia. Quizá los redactores quieran enseñar que esa separación entre circuncisión y compromiso de vida es la causa de las desgracias que ha vivido la nación.
5,10-15 Pascua. Una vez quitada «la vergüenza de Egipto» (9) mediante la circuncisión, el pueblo celebra la Pascua que no había vuelto a celebrarse desde aquella noche en que sus padres salieron de Egipto. No hay aquí intención alguna de instituir la fiesta o de regularla, sino simplemente de constatar que la celebraron una vez dejado atrás el desierto, donde nunca se celebró, y después de atravesar el Jordán, signo del paso definitivo a la libertad. Detrás se encuentra una gran verdad teológica: la Pascua es la celebración de la vida y de la libertad. Junto con la noticia de la celebración de la Pascua se nos dice que al siguiente día el pueblo comenzó a comer de los frutos de la tierra y que ya no hubo más maná, una manera de decir que la Pascua siempre tiene que marcar experiencias vitales nuevas y distintas. Los versículos 13-15 sirven para introducir el relato de la conquista de Jericó y ratifican de nuevo la asistencia y presencia divinas en esta empresa conquistadora.
6,1-27 Conquista de Jericó. La primera campaña de Israel se dirige contra Jericó. El relato de su conquista parece más una conmemoración festiva que la toma militar de una ciudad; y es que al redactor no parece interesarle en realidad narrar una campaña bélica, sino contar a su generación –a los israelitas del s. VI-V a.C.– cómo el Señor había entregado esta tierra a sus antepasados. No lo presenta como una verdadera y auténtica campaña de conquista, sino como un don gratuito ante el cual Israel nunca podría argumentar que por su poder y por sus fuerzas se había apoderado de la ciudad o de la tierra. Este relato situado al inicio del camino hacia la posesión del territorio se convierte, entonces, en una especie de modelo para el resto de las campañas. En definitiva, Israel no tiene que preocuparse por pelear ni por luchar, pues delante va el arca, garantía de que el Señor avanza entregando a Israel cada pueblo, cada lugar.
7,1-26 El sacrilegio de Acán. El primer fracaso de Israel en su intento por conquistar una nueva localidad se relaciona con el pecado de un miembro de la comunidad, que acarrea graves consecuencias para el resto. De nuevo se deja ver la vena profética de la corriente deuteronomista (D): cuando el pueblo se aparta de los mandatos y preceptos del Señor camina hacia el fracaso; cuando obedece, sus empresas son todo un éxito. Pese a que el relato nos describe el ajusticiamiento de Acán, en realidad está invitando a los miembros de la comunidad a extirpar el mal para que puedan realizar el proyecto de Dios. Otro aspecto que conviene resaltar es el efecto pernicioso que traen sobre la comunidad las acciones negativas de los individuos, y esto mismo vale para nuestra experiencia social comunitaria.
8,1-35 Conquista de Ay. Un segundo intento de ataque a la ciudad de Ay da como resultado su conquista y destrucción gracias a una estratagema ideada por Josué, pero dirigida por el mismo Dios. Nótese el lenguaje religioso que emplea el redactor; como se ha dicho, éste no pretende simplemente contar una campaña militar, sino más bien hacer una relectura de cómo Israel llegó a poseer el territorio donde debiera haber mostrado las actitudes propias de un pueblo elegido por Dios. Desafortunadamente se mezclan el lenguaje religioso y el bélico para describir escenas de masacre y violencia; pero sólo es el ropaje externo de un mensaje perdurable. La prueba está en que, según los datos arqueológicos, ni Jericó, ni Ay, ni otras ciudades mencionadas en el libro existían para la época de la invasión israelita de Canaán, pues habían sido reducidas a ruinas hacía ya por lo menos dos siglos. Esto significa que por encima de las descripciones materiales se encuentran otras intenciones e intereses teológicos que tal vez no aparezcan demasiado claros para nosotros, pero que sí eran comprensibles, y sobre todo útiles, para la conciencia y la fe de los judíos del exilio y, sobre todo, del postexilio. Termina el capítulo refiriendo cómo Josué construye un altar al Señor en el que ofrece sacrificios de comunión, y cómo graba en las piedras del altar una copia de la Ley de Moisés. La lectura ante todo el pueblo de las bendiciones y maldiciones es una forma de decir que el compromiso de Israel en cada avance, en cada pedazo de tierra conquistada, es propagar el proyecto único de su Dios consignado en la Ley.
9,1-27 Los gabaonitas. El episodio de los gabaonitas se parece, amplificado, al de Rajab. Está dominado por la confesión de unos paganos y el juramento de los israelitas, y termina con la incorporación de un pueblo a la comunidad de Israel. Si Rajab representaba la incorporación de familias aisladas, los gabaonitas representan la incorporación de poblaciones enteras que equilibran el carácter militar de la ocupación cananea. Muchos indicios históricos muestran que la ocupación del territorio cananeo fue más bien pacífica, comenzando por zonas despobladas y disponibles para extenderse y consolidar relaciones con las poblaciones ya asentadas. El libro de Josué ha querido dar relieve al aspecto militar al seleccionar unos cuantos episodios bélicos, lo cual hace más interesante por contraste el presente capítulo pacífico. El relato recoge un tema literario muy conocido en el folclore: el burlador burlado o burla y respuesta. El narrador se complace en detallar los preparativos y el funcionamiento del engaño, sin preocuparse demasiado por la verosimilitud. Sobre ese tejido narrativo se sobrepone la visión religiosa y se hace sentir la preocupación programática del deuteronomista (D). En efecto, Dt 20,10-18 da instrucciones sobre el comportamiento con las poblaciones paganas. Los gabaonitas eran heveos (7): sólo por el estatuto de ciudad remota y con pacto de vasallaje podían salvar la vida. Consiguen lo primero con engaño y astucia (4); lo segundo se lo aseguran con el juramento de los nuevos señores. Los jefes israelitas obran desconsideradamente, sin consultar al Señor (14). Su pequeña venganza es someter a los burladores a trabajos serviles.
10,1-43 La campaña del Sur. La alianza de paz entre gabaonitas e israelitas suscita una coalición de reyes para enfrentar juntos la gran amenaza que supone. Los datos que encontramos aquí son a todas luces exagerados, pues en una sola campaña era absolutamente imposible conquistar un territorio tan extenso como el que se nos describe; esto refuerza todavía más la idea de que el interés del narrador no es tanto histórico cuanto teológico. Recordemos que la tierra que un día habitaron las doce tribus de Israel se encontraba para la época del redactor asolada, y que muchos israelitas se resistían a regresar a ella después del destierro de Babilonia. Todo el relato afirma que el territorio había sido otorgado por Dios a Israel, y que Dios mismo había intervenido obrando prodigios en favor de su pueblo. Como quiera que estas campañas están asistidas y dirigidas por el mismo Dios, hasta detener el sol resulta sencillo. En las tradiciones sobre el éxodo de Egipto no se ahorran imágenes maravillosas, como la del mar que se abre para dar paso a los israelitas y se cierra tragándose al faraón y su ejército; del mismo modo, en esta relectura de la posesión de la tierra se utilizan imágenes portentosas para indicar que era la mano de Dios la que actuaba en favor del pueblo. Aquí debemos entender por pueblo la conjunción de varios grupos, pues a estas alturas los israelitas albergan ya en su seno a otras familias, como la de Rajab de Jericó, y a otros pueblos, como los gabaonitas que pactaron con Israel.
11,1-23 La campaña del Norte. Muchos indicios muestran que la ocupación de los israelitas fue en gran parte pacífica; es decir, comenzó por la montaña no ocupada y se fue extendiendo paulatinamente por todo el territorio. Pero también es cierto que su presencia provocó recelos y ataques, de modo que los nuevos colonizadores tuvieron que defenderse más de una vez con las armas. Así, entre alguna campaña inicial y otras provocadas por la población local, Israel se fue imponiendo hasta asimilar o eliminar a las demás poblaciones. El autor ensaya una explicación teológica –como otras que suministrará a lo largo de su gran obra–: se debe al endurecimiento de las poblaciones conquistadas. El autor simplifica los datos trazando el siguiente proceso: 1. Mandato de Dios a Josué. 2. Endurecimiento de la población. 3. Resistencia a Israel. 4. Derrota y destrucción. Así se cierra un círculo férreo, en el que triunfa la soberanía de Dios en la historia. Dios es autor de todo, incluso de la obstinación humana; así hablan muchos textos del Antiguo Testamento, mientras que otros lo interpretan como la continua negación a la oferta o exigencia de Dios que va creciendo en un proceso dialéctico hasta que el ser humano cae víctima de su propio endurecimiento. Esta segunda visión acentúa la responsabilidad humana y completa la primera.
12,1-24 Reyes de Transjordania y de Cisjordania. Encontramos una síntesis de todos los territorios conquistados por los israelitas. La primera parte resume las conquistas hechas por Moisés al oriente del Jordán y el reparto de territorios a las tribus de Rubén y Gad y la media tribu de Manasés, lo cual concuerda con Nm 32,33-42. La segunda parte resume las campañas de Josué con el total de reyes que venció. El territorio queda así debidamente preparado y listo para su reparto entre las nueve tribus y media que faltan por poseerlo.
REPARTO DE LA TIERRA: 13,1–21,45. A simple vista, este bloque de capítulos no motiva para nada a su lectura; listas de fronteras, poblaciones y nuevos propietarios no dicen mucho a nuestras preocupaciones pastorales actuales. Sin embargo, una atenta lectura nos podría proporcionar algún elemento para una mejor comprensión del problema actual de la tierra que enfrentan miles y miles de desposeídos en nuestros lugares de origen; pero, sobre todo, para poner los fundamentos bíblicos y teológicos a nuestro urgente compromiso cristiano con esos desposeídos. Una posible clave de lectura para estos capítulos es la preocupación y el deseo de Dios de un reparto equitativo de la tierra como punto de partida para un proyecto de libertad y de construcción de una sociedad solidaria e igualitaria. Así lo entendió el pueblo, y a ese proyecto tenemos que volver permanentemente nuestra mirada. Con demasiada frecuencia diseñamos planes pastorales y de evangelización y promoción humana casi perfectos en su formulación, pero muy pocos de ellos comienzan por donde lo hace el proyecto original de Dios: la ubicación del ser humano en un espacio concreto donde el individuo, la familia y la sociedad puedan realizarse. ¿Qué dicen nuestros planes de evangelización a unos destinatarios que tienen que ver desde lejos inmensos territorios cercados y rotulados con el inhumano título de «propiedad privada»? Más aún, ¿qué dicen esos mismos planes pastorales y de evangelización a los propietarios acaparadores de la tierra? ¿Acaso no parecen ser muchas veces el argumento teológico de dicha injusticia, cuando las etapas de nuestros planes se suceden y todo sigue igual o peor? La corriente deuteronomista (D), preocupada por este fenómeno de privación del derecho a la tierra, formula su posición: en el plan de Dios, la posesión de un territorio es esencial; pero no como propiedad privada, sino como una propiedad colectiva capaz de generar instituciones económicas, políticas, sociales, legislativas, judiciales y religiosas acordes con este modelo de propiedad. La misma corriente deuteronomista (D) va dejando constancia a lo largo de su obra –Deuteronomio– 2 Reyes– de los beneficios que trae este proyecto y de los perjuicios que acarrea abandonarlo o dejar que individuos o grupos de poder impongan otros modelos. Éste fue el caso del partido monárquico, que impuso la monarquía en Israel y con ella el empobrecimiento y la aparición de los desposeídos, antítesis del proyecto fundacional del pueblo de Dios que aún se constata en el moderno Israel y, en general, en todo el mundo capitalista –que paradójicamente coincide casi al detalle con el mundo cristiano–.
22,1-34 El altar de Transjordania. Una vez terminadas las actividades de la conquista y del reparto de los territorios, Josué despide a los hombres de las tribus de Rubén y Gad y de la media tribu de Manasés para que regresen al oriente del Jordán donde Moisés los había instalado, ya que habían cumplido con la promesa/exigencia de cruzar el Jordán para ayudar al resto de sus hermanos en la conquista de Canaán (cfr. Nm 32). Es probable que esta separación territorial haya sido mal vista en algún momento, incluso se pueden haber dado intentos de separación definitiva; el hecho es que nos encontramos con el relato de la construcción de un altar por parte de esos mismos hombres apenas vuelven a cruzar el Jordán (10-34), lo cual es interpretado por el resto de tribus como un acto separatista. El altar que unificaba a las doce tribus ya había sido construido en Siló, y por tanto no había por qué construir ningún otro. Con todo, una vez hechas las aclaraciones, las relaciones intertribales continúan su curso normal. Este suceso podría aludir a la necesidad de centralización del culto que la misma corriente deuteronomista (D) había promovido ya en el s. VII a.C. y que Josías había respaldado con su autoridad real, pero también podría tratarse de un aviso a la comunidad contemporánea del libro de Josué para que rechazara cualquier lugar de culto que no fuera Jerusalén –recordemos que en la época de la edición de Josué hay muchos judíos que viven en la dispersión, tanto en Mesopotamia como en Egipto–.
23,1-16 Despedida de Josué. En la composición unificada de este cuerpo histórico –la obra deuteronomista–, el redactor va poniendo en boca de personajes ilustres discursos de despedida antes de su muerte: empezó Moisés, le sigue Josué y continuará Samuel. Escritos en un estilo muy semejante, estos discursos tienen la función de recapitular los hechos precedentes y de abrir la historia al futuro.
24,1-33 Renovación de la alianza – Muerte de Josué. La gran jornada de Siquén, a la que se refiere el capítulo 24, no solamente constituye el acontecimiento más importante de todo el libro, sino que señala una de las fechas señeras de toda la historia bíblica, el nacimiento de Israel como pueblo. La asamblea de Siquén, presidida por Josué, tiene por objeto la conclusión de un pacto entre las tribus de Israel y el Señor. Entre las muchas aportaciones que han hecho los descubrimientos arqueológicos del siglo pasado para el mejor conocimiento de la Biblia, uno de ellos se refiere al tema del pacto o alianza. La luz en este caso viene de una colección de pactos encontrados en Hatusa, la capital del antiguo imperio hitita. Se distinguen dos clases de pactos: los pactos bilaterales de igual a igual, que eran los que hacía un emperador hitita con las grandes potencias del Medio Oriente; y los llamados pactos de vasallaje, que tenían lugar entre el soberano de Hatusa y la red de pequeños reyezuelos que poblaban la región. El pacto o alianza entre el Señor –soberano– y el pueblo de Israel –vasallo– parece estar calcado en buena parte sobre el esquema o formulario de tales pactos de vasallaje. En casi todos los pactos bíblicos podemos descubrir algunos elementos del formulario hitita; los elementos en el pacto de Siquén son los siguientes: el preámbulo (2a); el prólogo histórico (2b-13); la cláusula capital, en virtud de la cual las tribus se comprometían a servir exclusivamente al Señor (14-21); las cláusulas del pacto (25s); finalmente, se alude a los testigos (22.26s). Da la impresión de que en la asamblea de Siquén hay dos clases de tribus: las representadas por Josué, que profesan su fe en el Señor, y otras tribus, que siguen dando culto a otros dioses. La jornada de Siquén habría tenido, por tanto, como resultado que todas las tribus se comprometieron a no reconocer más dios que al Señor y este reconocimiento fue refrendado con un pacto. La alianza actúa en una doble dirección: vertical, en cuanto todos los clanes y tribus se comprometen a servir en exclusiva a Yahvé; horizontal, por cuanto la fe común crea automáticamente entre las tribus conciencia de solidaridad y de pueblo. Llama la atención la insistencia con que se repite la palabra «servir», catorce veces en total, de las cuales siete se encuentran en los dos primeros versículos (14s). «Servir» en sentido bíblico implica: fidelidad a la fe, servicio cultual y respuesta positiva a las exigencias de los mandamientos.