Levítico
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Introducción | 1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | 7 | 8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 | 14 | 15 | 16 | 17 | 18 | 19 | 20 | 21 | 22 | 23 | 24 | 25 | 26 | 27Introducción
De todos los libros del Antiguo Testamento, el Levítico es el más extraño, el más erizado e impenetrable. Tabúes de alimentos, normas primitivas de higiene, insignificantes prescripciones rituales acobardan o aburren al lector de mejor voluntad. Hay creyentes que comienzan con los mejores deseos a leer la Biblia, y al llegar al Levítico desisten.
Es verdad que este libro puede interesar al etnólogo, porque encuentra en él, cuidadosamente formulados y relativamente organizados, múltiples usos parecidos a los de otros pueblos, menos explícitos y articulados. Solo que no buscamos satisfacer la curiosidad etnológica. El Levítico es un libro sagrado, recogido entero por la Iglesia y ofrecido a los cristianos para su alimento espiritual como Palabra de Dios.
El Levítico, libro cristiano, ¿no sería mejor decir que es un libro abolido por Cristo? Todos los sacrificios reducidos a uno, y este renovado en la sencillez de un convite fraterno; todas las distinciones de animales puros e impuros arrolladas por el dinamismo de Cristo, que todo lo asume y santifica. Desde la plenitud y sencillez liberadora de Cristo, el Levítico se nos antoja como un catálogo de prescripciones jurídicas abolidas, como país de prisión que recordamos sin nostalgia. Este sentido dialéctico del libro es interesante, desde luego, y llegará hasta ser necesario para denunciar la presencia reptante del pasado entre nosotros, para sanarnos de la tentación de recaída.
Entonces, ¿aquellas leyes eran malas? ¿Cómo las atribuye la Escritura a Dios? Tenemos que seguir buscando un acceso vivo a estas páginas, y no es poco que desafíen nuestro conformismo y curiosidad. El Levítico nos obliga a buscar, y esto es algo.
Contexto histórico en el que surgió el Levítico. En el s. V a.C. los judíos formaban una provincia bajo el dominio de Persia. No tenían independencia política ni soberanía nacional y dependían económicamente del gobierno imperial. No tenían rey ni tampoco, quizás, profetas, pues la época de las grandes personalidades proféticas había ya pasado. Pero eran libres para practicar su religión, seguir su derecho tradicional y resolver sus pleitos. Muchos judíos vivían y crecían en la diáspora.
En estas circunstancias el Templo y el culto de Jerusalén son la gran fuerza de cohesión, y los sacerdotes sus administradores. La otra fuerza es la Torá, conservada celosamente, interpretada y aplicada con razonable uniformidad en las diversas comunidades. Es así como surgió el enorme cuerpo legislativo conocido posteriormente con el nombre de Levítico –perteneciente al mundo sacerdotal o clerical– con todas las normas referentes al culto, aunque contiene algunas de ámbito civil o laico.
Con cierta lógica, el recopilador insertó este código legal en la narrativa del Éxodo, en el tiempo transcurrido –casi dos años– desde la llegada de los israelitas al Sinaí (Éx 19) y su salida (Nm 10). Es así como el libro del Levítico llegó a formar parte del Pentateuco.
Mensaje religioso. Procuremos trasladarnos al contexto vital del libro, no por curiosidad distante, sino buscando el testimonio humano. Pues bien, en estas páginas se expresa un sentido religioso profundo: el ser humano se enfrenta con Dios en el filo de la vida y la muerte, en la conciencia de pecado e indignidad, en el ansia de liberación y reconciliación. Busca a Dios en el banquete compartido; se preocupa del prójimo tanteando diagnósticos, adivinando y previniendo contagios, ordenando las relaciones sexuales para la defensa de la familia.
El Levítico es en gran parte un libro de ceremonias, sin la interpretación viva y sin los textos recitados. En este sentido, resulta un libro de consulta más que de lectura. Pero, si superando la maraña de pequeñas prescripciones, llegamos a auscultar un latido de vida religiosa, habremos descubierto una realidad humana válida y permanente.
Traslademos el libro al contexto cristiano, y desplegará su energía dialéctica. Ante todo nos hará ver cómo lo complejo se resuelve en la simplicidad de Cristo. Pero al mismo tiempo debemos recordar que la simplicidad de Cristo es concentración, y que esa concentración exige un despliegue para ser comprendida en su pluralidad de aspectos y riqueza de contenido. Cristo concentra en su persona y obra lo sustancial y permanente de las viejas ceremonias; estas, a su vez, despliegan y explicitan diversos aspectos de la obra de Cristo. Así lo entendió el autor de la carta a los Hebreos, sin perderse en demasiados particulares, pero dándonos un ejemplo de reflexión cristiana.
Contemplando el Levítico como un arco entre las prácticas religiosas de otros pueblos y la obra de Cristo, veremos en él la pedagogía de Dios. Pedagogía paterna y comprensiva y paciente: comprende lo bueno que hay en tantas expresiones humanas del paganismo, lo aprueba y lo recoge, lo traslada a un nuevo contexto para depurarlo y desarrollarlo. Con esos elementos encauza la religiosidad de su pueblo, satisface la necesidad de expresión y práctica religiosa. Pero al mismo tiempo envía la palabra profética para criticar el formalismo, la rutina, el ritualismo, que son peligros inherentes a toda práctica religiosa.
1,1s El Señor llama a Moisés. El libro comienza con la observación de que Dios llama a Moisés para hablarle en la tienda del encuentro, desde donde le va a dar todo el cúmulo de instrucciones que vienen a continuación. El relato nos mantiene todavía al pie del Monte Sinaí, donde se acaba de construir meticulosamente el Santuario, el cual se ha llenado con la Gloria divina (Éx 40,34-38). Pero para comprender el libro debemos situarnos en la época del exilio, hacia la segunda mitad del s. VI a.C., y pensar en la corriente sacerdotal (P) que va madurando poco a poco la idea de la reconstrucción de Israel, reconstrucción que no solo afectó al Templo y a la misma ciudad, sino también a la reconstrucción moral y religiosa del pueblo como tal.
La idea que subyace en el libro del Levítico es que Israel cayó en manos enemigas como castigo; todo lo que le está sucediendo es un castigo merecido por su infidelidad a ese Dios santo y fiel que, pese a todo, volverá a acogerlos y a perdonarlos. Israel debe responder a ese gesto divino siendo fiel de la manera más perfecta posible, y eso solo se puede lograr mediante un culto perfecto.
Con este telón de fondo comprenderemos mejor el por qué de esta clasificación tan rigurosa de los sacrificios y, en definitiva, de todo lo que tiene que ver con el culto: los profesionales y los participantes –la asamblea–. No perdamos de vista que muchas de estas prescripciones, si no todas, están pensadas durante la época del destierro, cuando no había ni Templo, ni culto; por ello, se trata de ideales que se persiguieron sin duda hasta sus últimas consecuencias. Pero este sentido ideal trajo, de hecho, consecuencias muy negativas para el pueblo, tan negativas que el mismo Jesús las denunció como el gran obstáculo para acceder al amor misericordioso del Padre.
1,3-17 Holocaustos. El holocausto era la categoría de sacrificio más común en el Templo. Su principal característica era que la víctima sacrificada, a excepción de la piel/cuero, era quemada completamente. De este hecho derive quizás el nombre griego, que significa precisamente «quemado por completo». A su vez, el holocausto se divide en tres tipos: de ganado mayor (3-9), de ganado menor (10-13) y de aves (14-17). El oferente impone la mano sobre el animal de ganado mayor o menor antes del sacrificio. Nótese cómo cada clase de sacrificio debe hacerse en un punto determinado del altar: al norte (11), o al este (16). Los holocaustos más comunes y abundantes eran los de ganado menor, y todavía más los de aves, dadas las condiciones socioeconómicas del pueblo; solo los ricos podían darse el lujo de ofrecer un novillo. En las tres modalidades se repite la fórmula que determina la finalidad del sacrificio: «es un holocausto: ofrenda de aroma que aplaca al Señor» (9.13.17).
2,1-16 Ofrendas de cereales. Otra modalidad de sacrificio que no incluye la matanza es la ofrenda de cereales. Su principal característica es que solo una parte de ella es quemada en el altar; el resto es «para Aarón y sus descendientes» (3) es decir, para los sacerdotes. Podía tratarse de cereal crudo, que consistía en una cantidad de harina de la mejor calidad mezclada con incienso (1-3), o bien podía ser el cereal preparado y cocido según tres métodos: al horno (4), a la sartén (5) o a la parrilla (7). En los tres casos se excluye la levadura, pero se emplea el aceite y la sal (13); la miel no se admite en las ofrendas. Respecto a la sal, se dice específicamente que es «la sal de la alianza» (13), lo cual tiene un alto valor simbólico para los israelitas (cfr. Ez 43,24); puede ser una manera de simbolizar la fidelidad, ya que la sal asegura la durabilidad y preserva de la corrupción. Se conoce por otros textos que griegos y árabes comían sal en el momento de sellar algún pacto. Como cristianos, nosotros estamos invitados por el mismo Jesús a ser sal de la tierra (Mt 5,13). Respecto a la miel, no está clara la razón de su prohibición en las ofrendas; podría tratarse de una forma de evitar cualquier similitud con los cultos paganos, donde sí era frecuente el uso de la miel. Los versículos 14-16 regulan la ofrenda de las primicias o primeros granos de la cosecha de los cereales.
3,1-17 Sacrificios de comunión. Los sacrificios de comunión difieren de los holocaustos en que las víctimas sacrificadas no son quemadas completamente: algunas partes se queman en el altar y otra parte es consumida en un banquete que ofrece el oferente a su familia e invitados (7,15; 19,6-8). Se mantiene la distinción entre animales de ganado mayor (1-5) y animales de ganado menor (6); estos últimos se clasifican en corderos (7-11) y cabritos (12-16). En todos los casos se mantiene el mismo esquema ritual: imposición de la mano sobre la víctima antes de sacrificarla y aspersión del altar por los cuatro costados con su sangre –como en los holocaustos–, función que realizaba el sacerdote.
Hay varias interpretaciones respecto a la imposición de la mano sobre la víctima. Algunos piensan que se trata de un gesto mediante el cual se «descargaban» sobre el animal las culpas y los pecados del oferente para obtener el perdón divino. En realidad, quien debía ser sacrificado por sus faltas era la persona, pero Dios le permitía ser sustituido por un animal. Esta interpretación no sería válida en los casos en los que se ofrece un sacrificio en acción de gracias, y no por los pecados. Además, el único caso en que se explicita que la imposición de manos sobre la víctima es para descargar sobre ella los pecados de los oferentes es el del macho cabrío el día de la expiación. Al haber recibido sobre sí los pecados del pueblo, el animal quedaba impuro y, por tanto, no era apto para ser sacrificado ante el Señor; el macho cabrío del gran día de la expiación se llevaba al desierto y era arrojado por un despeñadero.
Esta modalidad de sacrificio incorpora la figura del banquete sagrado, común a otros pueblos y culturas del Cercano Oriente. El oferente cumplía uno de los dos objetivos siguientes: 1. Dar gracias a Dios por algún motivo especial –Sal 107 menciona unos cuatro motivos, pero podían ser más–. 2. Ofrecer un sacrificio votivo, donde se pedía al Señor algún beneficio.
Al parecer, los israelitas tenían muy claro que esas comidas no las realizaban con Dios, sino en presencia de Dios. La sacralidad del alimento se debe, en primer lugar, a que Dios permite al oferente consumir parte de esa víctima que pertenece toda ella a Dios, porque a Él pertenece toda vida. A esto hay que sumar el lugar de sacrificio y de la comida, el Santuario; la sacralidad misma del altar, refrendada cada vez con la sangre de las victimas; y el contacto con las personas sagradas, los sacerdotes consagrados en exclusiva al Señor.
La convicción de que Dios no necesita que le ofrezcan alimentos se encuentra reflejada en Sal 50. A diferencia de Israel, los pueblos vecinos creían que sus divinidades tenían las mismas necesidades humanas e idénticas sensaciones de hambre, sed, etc.
4,1-35 Sacrificios de expiación. La cuarta clase de sacrificios estipulada en Levítico tiene como finalidad restablecer las relaciones rotas con Dios por el pecado. No se trata de pecados cometidos intencionalmente –de lo que se hablará después–, sino de faltas inadvertidas que atentan contra la pureza ritual y cultual.
La preocupación básica era que la presencia de Dios era incompatible con la impureza, la cual podía ser contraída aun de manera inadvertida. Aquí no se subraya tanto el aspecto ritual del sacrificio, aunque se estipula de hecho la aspersión y la quema de algunas partes del animal para resaltar más la calidad de las personas, que se catalogan en: sumos sacerdotes (3-12), toda la comunidad israelita (13-21), un jefe (22-26) y alguien del pueblo, el cual podía optar entre ofrecer una cabra o una oveja (27-35).
La intención es siempre la misma: la purificación mediante la expiación. Conviene resaltar que, de acuerdo con la categoría de la persona, su falta puede llegar a contaminar a todo el pueblo y de este modo poner en peligro a toda la nación, como es el caso del sumo sacerdote (3).
5,1-6 Casos particulares. Especifica cuáles pueden llegar a ser los motivos concretos de contaminación que requieren confesión de la culpa y expiación de la misma. Se mezclan los casos que podríamos llamar éticos, en cuanto que hacen referencia a la rectitud en el obrar (1.4), y los casos de contacto físico con algo impuro (2s). En todos los casos es necesaria la expiación mediante un sacrificio.
5,7-13 Casos de pobres. Para que nadie quede excluido por su condición social del sistema sacrificial, se legisla de acuerdo con unas mínimas exigencias, a partir de un par de tórtolas o pichones para los pobres (7-10) o veintidós decilitros de harina de la mejor calidad para los muy pobres (11s). Seguramente, hubo muchas personas que ni esto último podían ofrecer, por lo que fueron quedando marginados y señalados como los excluidos del amor de Dios. Ya podemos empezar a entender cómo se van creando las condiciones para la Encarnación.
5,14-19 Sacrificio penitencial. Dos casos distintos de culpa inadvertida contra el Señor, uno de fraude involuntario (15) y otro de infracción involuntaria de alguno de los preceptos divinos (17). Siempre se debía presentar un carnero para el sacrificio. Aunque ambos son involuntarios, en el primer caso se requiere la restitución, más una quinta parte a modo de multa.
5,20-26 Fraude contra el prójimo. Semejante al caso anterior, pero aquí se refiere al fraude contra el prójimo. Para resarcir la culpa era necesario reconocer la falta ante el sacerdote y presentar un carnero para el sacrificio; para obtener el perdón completo se exige compensar el perjuicio causado al prójimo restituyendo lo robado o lo ganado por explotación indebida más un veinte por ciento, una quinta parte más. Este pasaje nos recuerda a Zaqueo; al ser acogido por Jesús, y sin necesidad de invocar esta ley, se adelanta a confesar sus acciones indebidas contra el prójimo y supera en mucho la restitución debida (cfr. Lc 19). Lo más interesante de este último tipo de sacrificios es la relación que se establece entre el daño ocasionado al prójimo y la ofensa contra Dios. Dejando de lado la meticulosidad de las normas sacrificiales, es importante rescatar esta visión tan clara de la relación directa que existe entre el mal ocasionado al prójimo y la ofensa contra Dios y, consecuentemente, la relación entre la restitución del daño al prójimo y el perdón del prójimo y de Dios.
6,1–7,38 Derechos y deberes sacerdotales. Estos dos capítulos cierran la sección sobre el ritual de los sacrificios estipulados en los capítulos 1–5. El tema principal es la comida de la carne ofrecida en sacrificio y las condiciones de pureza para consumirla. Como se ha dicho, estas leyes están siendo redactadas cuando no hay Templo ni culto, y por eso exceden a veces lo real. Pero tienen un trasfondo histórico, ya que en Israel existía cierto régimen sacrificial previo al exilio. Seguramente no sería tan drástico ni meticuloso, pero sí exigente, al punto que los profetas denunciaron repetidas veces la excesiva preocupación por los holocaustos y sacrificios y la despreocupación por lo más importante, el amor y la misericordia hacia el prójimo (cfr. Is 1,11-17; Os 6,6; Am 5,22-25, entre otros).
La escuela sacerdotal (P) sistematiza y regula algo que ya funcionaba, pero buscando el máximo de perfección. Para esta corriente teológico-literaria, la destrucción de Jerusalén y del Templo obedeció a las fallas cultuales; luego la restauración tendrá que tener en cuenta el perfeccionamiento del culto y de todo lo que tenga que ver con él, no sea que atraigan de nuevo el castigo y con consecuencias incluso peores. Desde esta perspectiva hay que entender cada detalle.
Hay muchos aspectos interesantes en esta legislación; algunos incluso recobran actualidad, pero el gran peligro que estuvo siempre latente y el error en que seguramente se incurrió a menudo, fue absolutizar la norma, desubicarla de su función como medio para convertirla en un fin en sí misma, trastocando su sentido. La consecuencia más directa es la grave injusticia en que se incurre al desplazar y alejar cada vez más a un gran número de personas del «círculo» de los buenos, de los que sí pueden contar con la amistad y la presencia de Dios. En este sentido, Dios se vuelve propiedad del pequeño grupo que, según la norma, sí cumple las condiciones legales para el rito, para el culto; los demás, que cada día van en aumento, no; esos son los que la Ley considera malditos.
Ante este panorama podemos imaginar el impacto que tendrá la persona de Jesús y su mensaje entre esta mayoría excluida y alejada de Dios, no por su propia voluntad, sino por voluntad de una norma elevada a la categoría de absoluta. A esta gente maldita, impura, desheredada de Dios, Jesús les dice que Dios los ama; les anuncia que Él es Padre y que así se le debe invocar, «Padre nuestro...»; ¿no es esa la «Buena Noticia» por excelencia? Conviene que la comunidad cristiana mantenga abierta la reflexión y se auto examine de aquello que hoy margina y aleja a muchos y muchas del amor de Dios, quizá normas y leyes supuestamente hechas en nombre de Dios y hasta del Evangelio.
8,1-36 Consagración de Aarón y sus hijos. Este capítulo describe dos ceremonias distintas, aunque relacionadas entre sí: 1. La consagración del altar, del tabernáculo y de Aarón como sumo sacerdote (6-12). 2. La consagración u ordenación sacerdotal de Aarón y de sus hijos mediante una serie de ritos sacrificiales y de purificación que se extienden a lo largo de siete días (13-36).
Tan sagrados resultan ser los servidores del culto como los objetos y el lugar mismo, de ahí los ritos de oblaciones y unciones. Vemos la vestimenta y los ornamentos especiales del sumo sacerdote, ya descritos en Éx 29,1-37, que coinciden con los que fue investido el sumo sacerdote después del exilio. Todo está ambientado en el Sinaí para dar a cada detalle del culto un carácter de disposición divina, disposiciones que son transmitidas por medio de Moisés, gran mediador entre Dios e Israel.
9,1-21 Primeros sacrificios públicos. Hay toda una intencionalidad teológica por parte de la corriente sacerdotal (P) en relacionar su concepto y doctrina sobre la creación con el culto en Israel. En 8,33.35 estipulaba que la consagración del sumo sacerdote y los demás sacerdotes debía durar siete días, tiempo que debían permanecer en la tienda del encuentro; esos siete días evocan simbólicamente los seis días de la creación y el séptimo del descanso divino. Solo el octavo día está la obra completada, dispuesta a funcionar con un fin determinado, y por eso solo el octavo día se da inicio al culto público. A partir de entonces, la comunidad puede empezar a disfrutar de su culto, pero sobre todo puede contar con que, gracias a ese culto, la presencia de Dios se encuentra en medio de ellos (4-6.24).
Si la creación divina tiene como antecedente el caos, la oscuridad y el abismo vacío, el culto de Israel tiene como antecedente un pueblo que todavía no era pueblo, sino una masa informe de esclavos. Por ello, para la corriente sacerdotal (P) lo central del Sinaí no es la alianza, sino el lugar de origen del culto puesto bajo la autoridad divina y que otorga identidad y forma al pueblo, de modo que cuenta con la presencia permanente de Dios.
9,22-24 Bendición. El signo de la aprobación divina a todo lo que se ha realizado en esos ocho días es la irrupción del fuego que sale de la presencia de Dios y que devora el holocausto (24), idéntica a la aprobación y confirmación que recibe Elías como profeta del Señor en el monte Carmelo delante de los profetas de Baal (1 Re 18,20-40). La aprobación y confirmación divinas también quedan ratificadas y reconocidas por parte de todo el pueblo, que aclama y cae rostro en tierra (24). El culto israelita queda establecido con la bendición de Aarón, sumo sacerdote, y de Moisés (22s), con la presencia de la Gloria de Dios (23b) y con la postración del pueblo (24b). Cualquier desviación de las estipulaciones confirmadas y aceptadas hasta aquí acarrearán incluso la muerte, como muestra el relato del siguiente capítulo.
10,1-7 Muerte de Nadab y Abihú. En medio de todo este compendio de leyes, la corriente sacerdotal (P) inserta este breve relato. En el libro solo aparecen dos pequeñas secciones narrativas: esta y 24,10-16, que también ilustra las graves consecuencias que acarrea la trasgresión de la ley divina. La intención es, ante todo, pedagógica, una manera de advertir a los recién ordenados sacerdotes y a todos los sacerdotes futuros del gran cuidado que deberán tener en la ejecución de cada ritual, puesto que Dios no transige ni siquiera en un asunto tan simple como tomar las brasas para el incensario de otro lugar que no sea el sagrado.
A nuestros ojos, este caso compromete demasiado la imagen de Dios, que ahora podemos intuir diferente; pero para el israelita, o mejor dicho para la corriente sacerdotal (P), era algo lógico. Recordemos que su intuición de Dios es su absoluta santidad, así como su gran misericordia y bondad al acercarse al ser humano, ya fuera por medio de la nube o del fuego. Esa cercanía exigía una disposición perfecta por parte del pueblo y aún más por parte de los responsables de la mediación de dicha presencia, el culto. Por tanto, no debemos tomar este relato al pie de la letra; basta con que entendamos su intencionalidad pedagógica, intencionalidad que también necesitamos discernir a la luz del gran criterio de justicia y amor divinos que debemos aplicar a cada pasaje de la Escritura.
10,8-20 Avisos a los sacerdotes – Caso de conciencia. Estos versículos tratan de completar las rúbricas de los sacrificios y la disposición personal de los encargados del culto. Seguramente obedecen a ciertas dudas sobre algunas formas externas del culto que en algún momento habrían atormentado la conciencia de los sacerdotes.
11,1-47 Ley sobre los animales. Este capítulo puede dividirse en dos partes relacionadas entre sí: 1. Animales puros e impuros (3-23), y 2. Animales que contaminan (24-45). El título general del capítulo y el objeto de estas leyes lo podemos tomar tal cual de los versículos 46s: «Esta es la ley sobre...». Una vez establecido el sistema sacrificial y consagrados los profesionales del culto, viene el «manual» de alimentos puros e impuros que el sacerdote debe manejar a la perfección, según lo establecido en Lv 10,10 como una de sus funciones.
Los animales se dividen en «puros» e «impuros» y se clasifican en cuatro categorías, cuyo posible criterio de clasificación parte de los miembros del movimiento, sus patas y –en parte– su régimen alimenticio: 1. Animales terrestres (2-8), 2. Acuáticos (9-12), 3. Volátiles (13-23) y 4. Reptiles (29-31.41-44). Se subraya la advertencia de que los animales impuros no solo no se pueden comer, sino que sus cadáveres causan contaminación ritual, de ahí que de tanto en tanto se den las indicaciones para la necesaria purificación (25.27.32.35.40).
Hasta el momento no se ha ofrecido ninguna explicación convincente para estas medidas que regulan el régimen alimenticio de los israelitas, elevado aquí a carácter de norma divina. Es probable que antes de la redacción de este documento el pueblo ya rechazara en su dieta todos o parte de estos animales, en la mayoría de los casos quizá por repugnancia, de modo irracional. En algunos casos, como el cerdo, que puede transmitir enfermedades mortales al ser humano, puede haber en el fondo preocupaciones sobre la higiene o la salud, pero esta explicación no es válida en todos los casos. En definitiva, el carácter de legislación sagrada viene por el hecho de tratarse de órdenes dadas por Moisés y transmitidas a Aarón y sus descendientes de generación en generación, hasta el día de hoy.
Un rezago de estas preocupaciones por lo puro y lo impuro que probablemente creó problemas de conciencia a los primeros cristianos, en su mayoría provenientes del judaísmo, lo encontramos en forma de teología narrativa en Hch 10, donde se asume definitivamente que no hay animales ni alimentos impuros. En la nueva era imaginada por Jesús, esta ya no es la preocupación principal, porque Dios ha declarado puro/bueno todo lo creado.
12,1-8 Partos. Tras el manual de animales puros e impuros, comestibles y no, se trata el parto. Al igual que la menstruación, acarrea la impureza ritual –no moral– por la presencia de la sangre. El alumbramiento acarrea para la mujer una doble prescripción: en primer lugar, aislarse de la comunidad, del culto, y abstenerse de tocar los objetos santos (4); el aislamiento varía según el sexo de la criatura (2-4.5-7). En segundo lugar, se ordena su purificación mediante el sacrificio de un cordero para el holocausto y un pichón o una paloma para el sacrificio expiatorio (6). El versículo 8 nos resulta familiar, ya que dos tórtolas o pichones fue lo que María pudo ofrecer como purificación por el nacimiento de Jesús (cfr. Lc 2,22-24), una concesión para las mujeres más pobres.
13,1-46 Enfermedades de la piel. En línea con la función sacerdotal de separar lo sagrado de lo profano, lo puro de lo impuro (10,10), se presenta aquí una complicada casuística sobre las posibilidades de impureza por alguna afección física relacionada con la piel. No se ha establecido aún qué tipo de afecciones cutáneas son las que se mencionan aquí; el hebreo utiliza un término genérico que algunos traducen por lepra, pero podría tratarse de alguna otra afección, como una dermatitis, una soriasis o un eczema, que obviamente están muy lejos de tener un tratamiento semejante al de la lepra.
En todo caso, el afectado debía seguir puntualmente las indicaciones del sacerdote, el cual debía ser un experto en esas cuestiones. Lo más terrible que podía pasarle al enfermo era ser declarado efectivamente leproso, pues ello implicaba el aislamiento total de la comunidad con las características que prescribe el versículo 46. Diez de estos leprosos son los que gritan de lejos a Jesús, implorando su favor; tras quedar limpios y presentarse al sacerdote para que les diera el «certificado» de pureza, uno solo se vuelve para dar gracias a Jesús (cfr. Lc 17,12-19). Los otros nueve estaban más preocupados por la cuestión legal –simbolismo del Israel obstinado–.
13,47-59 Infección de ropas. Es posible que los que vivimos en países de clima tropical o semitropical compartamos la experiencia de encontrar las prendas de vestir con manchas y fuerte olor después de algún tiempo guardadas, aunque estuvieran limpias. Lo que ataca el paño, el lino, el cuero e incluso los muros de las casas, y que nosotros llamamos moho, hongos o musgo, también es materia de legislación.
Se prescribe un seguimiento u observación rigurosa, como en la primera parte del capítulo sobre las afecciones cutáneas. Se llega incluso a la necesaria destrucción de la prenda o del muro en caso de no presentar «mejoría». Nos suena muy extraño, a nosotros que con agua y sal solucionamos el problema; pero para los israelitas, en concreto para los sacerdotes, se trataba de un obstáculo para mantener el ambiente de pureza exigido en el culto y en la vida ordinaria de un pueblo en el que Dios había decidido establecer su morada.
14,1-32 Purificación de los enfermos de lepra. Este capítulo es la segunda parte del anterior. Como puede verse, el sacerdote debe examinar al afectado y declararlo puro o impuro, dictaminar su aislamiento o no y el tiempo de su aislamiento; le corresponde además realizar los sacrificios y ritos de purificación. También esta casuística contempla el caso de los más pobres, para los cuales se establece una ofrenda acorde con sus capacidades económicas.
14,33-57 Infecciones de casas. Como en el caso de las prendas de vestir, también debía hacerse el seguimiento de los muros de las casas que presentaran alguna anomalía y dictaminar, o la destrucción completa (45), o su purificación, después de seguir cada uno de los pasos prescritos.
15,1-33 Impurezas de orden sexual. Se dan las normas de procedimiento en caso de enfermedad venérea del varón y dada la presencia de secreciones en el órgano genital de quien la padece.
La polución del hombre también es declarada motivo de impureza ritual –no moral– por la misma razón, la secreción, aunque en este caso no sea patológica, sino natural.
En el caso de la mujer también hay dos motivos de impureza, dependiendo del flujo: la menstruación como algo natural (19-24) y la hemorragia fuera del periodo menstrual, en este caso anormal (25-27). En ambos casos hay impureza y se necesita la purificación mediante el rito.
Ante esta normativa tan rígida, en concreto en el caso de la mujer con hemorragias continuas, podemos hacernos una idea de aquella mujer que hacía doce años soportaba ese mal, según nos relata el evangelio. Sabía que no podía estar entre la gente, que no podía tocar a nadie; sin embargo, se mete entre la gente y, para colmo, toca el manto de Jesús. Jesús tampoco está muy preocupado por cumplir la norma establecida. Él sabía qué tenía que hacer la mujer para quedar restablecida en la comunidad (15,28); pero él la restablece de otro modo: cumple con la norma, pero de una manera humanizadora. Hace hablar a la mujer, le devuelve su dignidad y su voz en la comunidad (cfr. Mc 5,25-34).
16,1-34 Fiesta de la Expiación. El día más solemne en el ciclo sacrificial judío era el día de la expiación, en hebreo «Yom Kippur». Se trataba de una ceremonia bastante compleja que incluía los siguientes animales para el sacrificio: 1. Un novillo, que corría por cuenta del sumo sacerdote, con cuyo sacrificio expiaba por sí mismo y por su familia (6.11). Entraba la única vez al año al Santo de los Santos y salpicaba con la sangre del animal la placa de oro o propiciatorio que estaba sobre el Arca de la alianza (12.14). 2. Dos machos cabríos, ofrecidos por el pueblo. Sobre ellos echaba suertes para destinar uno al Señor y otro a Azazel (5-8). El que correspondía al Señor era sacrificado por la expiación del pueblo y con parte de su sangre hacía lo mismo que con la del novillo: salpicar la placa de oro o propiciatorio y delante de él. Con ello expiaba por el santuario, por todas las impurezas y delitos de los israelitas y por sus pecados (15). Lo mismo debía hacer con la tienda del encuentro (16).
Tal vez, lo más llamativo de todo este ceremonial era el momento en el cual se realizaba el rito con el animal destinado a Azazel que describen los versículos 20-22. El sentido de este rito es absolutamente claro. El animal vivo es conducido al desierto, donde por fuerza morirá. No hay intención alguna de sacrificar el animal a ninguna potencia maligna. Solo se sabe que Azazel sería la personificación del mal, cuyo dominio y reinado estaban en el desierto. Devolver a su lugar todas las iniquidades y pecados depositados en el chivo expiatorio todavía vivo, pero destinado a morir, era la forma en que el pueblo alejaba de sí todo cuanto obstaculizaba su pureza y se disponía a iniciar una nueva etapa en el camino de su santidad, uno de cuyos aspectos era la pureza cultual y ritual. Notemos que a lo largo del ceremonial del día de la expiación el pueblo no participa: todo era realizado por el sumo sacerdote y sus ayudantes. La única función del pueblo era hacer penitencia (31).
17,1-16 Sobre la sangre. Para la mentalidad semita, la sangre es el elemento vital, de ahí las diversas regulaciones que fueron surgiendo a lo largo del tiempo respecto a los cuidados y las medidas necesarios. La orden de presentarse a la entrada de la tienda del encuentro con el animal que cualquier israelita quisiera consumir da a entender que era prácticamente imposible para los que vivían fuera de Jerusalén consumir carne sin convertirse en infractores. La legislación al respecto era tan estricta, que a cualquiera que derramaba la sangre se le consideraba «reo de sangre», y por tanto debía ser excluido de la comunidad (4), incluso como una acción realizada por el mismo Dios (10).
La obligatoriedad de ir hasta la entrada de la tienda para presentar la víctima ante el Señor podría ser una medida para evitar el ofrecimiento de animales a no se sabe qué divinidades o seres en las demás regiones del país; la medida se explica en el versículo 7: «En adelante no inmolarán sus víctimas a los demonios, con quienes se han prostituido». Al parecer, los campesinos y aldeanos creían en la presencia de seres misteriosos en el desierto; para «ganarse su favor» les ofrecerían simbólicamente sus animales de consumo en el momento de sacrificarlos. Esta costumbre parece connatural al ser humano. Se sabe que en culturas muy distantes de Israel los indígenas vierten sobre la tierra la primera porción del agua que van a beber, de la chicha o del alimento, como una manera de congraciarse y mostrar gratitud a la «Pacha Mama» –madre tierra–, sin que por ello haya que afirmar que son idólatras.
18,1-30 Sobre las relaciones sexuales. Después de una breve exhortación a no imitar las costumbres egipcias, encontramos la ley que limita las relaciones sexuales entre familiares o personas muy allegadas a la familia. La prohibición va dirigida a todo varón mayor de edad, quien se supone tomaba la iniciativa de buscar mujer.
En el mismo código que establece esta serie de restricciones encontramos la prohibición de acostarse con una mujer durante su ciclo menstrual (19), la reprobación del adulterio (20), la homosexualidad (22) y el bestialismo (23). En medio de estas leyes de índole sexual está inserta la prohibición de ofrecer los hijos primogénitos a Moloc (21), probablemente una divinidad cananea.
La conclusión del capítulo (24-30) trata de explicar las razones de todas estas leyes para convencer a los israelitas de cumplirlas fielmente: hay que evitar parecerse a los demás pueblos vecinos de Israel, que por realizar todas estas prácticas han sido destruidos.
Es necesario leer todas estas prescripciones a la luz de la mentalidad teológica de la corriente sacerdotal, según la cual toda la creación obedece a un orden, a una armonía, y está llamada a una finalidad: reproducir la perfección y la santidad de la fuente de donde todo procede, Dios. Todo lo que atenta contra ese orden es considerado abominable, y esta opinión se hace depender de la voluntad de Dios.
19,1-37 Preceptos diversos. Nos encontramos con una larga lista de preceptos que a simple vista carecen de unidad, pues hay una mezcla de preocupaciones morales, éticas y religiosas, incluso agrarias, que hoy podríamos llamar ecológicas. Pese a la variedad de todos estos preceptos, la unidad entre ellos está dada por una sola preocupación: «Sean santos porque yo, el Señor, su Dios, soy santo» (2). En torno a ella, cada aspecto de la vida humana, sea religioso, social, moral o ético, se orienta a santificar el Nombre de Dios, con lo cual se adquiere también la santidad personal.
Lo novedoso de este capítulo es que entre las preocupaciones de índole religiosa (1-8) y las de índole más general, como el cuidado por mantener la armonía en aspectos agropecuarios (19.23-25) y de presentación personal (27s), se encuentra un conjunto de normas que tienen que ver con las relaciones justas respecto al prójimo (9-18) que alcanzan su máxima expresión en el versículo 18: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», texto citado por el mismo Jesús como el culmen y centro de la Ley y los Profetas, junto con el amor a Dios (Mt 22,39).
Otra novedad es el llamado a ser justo con el extranjero, con el emigrante, y a amarlo también como a uno mismo (33s), porque «fueron emigrantes en Egipto» (34b). En muchos otros pasajes, incluso del mismo Levítico, el prójimo parece referirse solo a los miembros del mismo pueblo, pero no aquí. Amar a Dios, santificar su Nombre y hacer su voluntad no pueden desligarse del amor al prójimo, al paisano y al extranjero, y del amor y respeto por la creación.
20,1-27 Sanciones. Se puede ver que los castigos sancionados en este capítulo corresponden a las infracciones de las leyes contempladas en el capítulo 18. No se mencionan todas las prohibiciones expuestas allá, pero se supone que toda infracción implica su correspondiente castigo. Nótese que, la mayoría de las veces, una infracción acarrea la pena de muerte y en contados casos la exclusión de la comunidad.
21,1-24 Santidad sacerdotal. Las leyes contenidas en los capítulos anteriores apuntaban a la santidad de todo israelita. Como los sacerdotes son los mediadores directos entre el pueblo y Dios, se espera de ellos una santidad aún mayor, santidad que abarca desde la pureza ritual absoluta –de ahí la advertencia sobre la contaminación (1-3)–, hasta su propio aspecto externo (5s). En el caso del sumo sacerdote se restringe la norma para que refleje todavía más las exigencias de santidad (10-15). Los versículos 16-24 establecen los impedimentos físicos que no permiten al sacerdote desempeñar sus funciones cultuales de ofrecer sacrificios; a lo sumo podía comer la porción santa, pero no podía ofrecerla.
22,1-33 Pureza ritual en las ofrendas. Los versículos 2-16 estipulan las condiciones de pureza ritual para la comida de la porción santa. Esta porción era la parte que por derecho podían comer el sacerdote y su familia en los sacrificios de comunión; se consideraba como profanación consumirla en condiciones contrarias a las establecidas aquí. Por su parte, los versículos 18-33 son el paralelo a 21,17-23; si en 21,1-24 se establecían los impedimentos para el sacerdote, ahora se aplican esos impedimentos también a las víctimas. Como puede verse, tanto los sacerdotes como las ofrendas –en este caso los animales del sacrificio– debían mostrar de forma visible una total perfección para el culto.
23,1-44 Festividades del Señor. Si de entre las personas, los objetos, los animales y los productos agrícolas hay que separar algo para consagrarlo al Señor, también es posible hacer lo mismo con el tiempo. Es necesario interrumpir las ocupaciones de cada día para consagrar al Señor algunos breves períodos como una manera de santificar también el tiempo. Ese es el objeto del calendario litúrgico propuesto casi al final de este código de santidad.
Después de una breve indicación sobre la observancia del sábado (3), que no es una fiesta anual sino un día semanal consagrado al descanso, viene la lista de festividades del Señor. El ciclo festivo se inicia con la celebración de la Pascua el día catorce del primer mes (marzo-abril), a la cual se incorporó la fiesta de los Ázimos el día quince con una duración de siete días.
Las siguientes fiestas están conectadas con el ciclo anual de la cosecha: «La primera gavilla» (9-14) indica el momento en el cual se inicia la recolección del grano. Ese día debía presentarse al sacerdote una gavilla o manojo de espigas, quien la ofrecía al Señor agitándola. Se indican los sacrificios de este día, unidos a la fiesta. Le sigue la fiesta de «Las primicias» o de Pentecostés (15-21), es decir, cincuenta días después de las gavillas. Ese día ya no se presentaban espigas, era el fin de la cosecha. La siguiente festividad inaugura el Año nuevo, «rosh hashaná» (24s), anunciada con toque de trompeta. Es día de descanso solemne, en el cual se ofrece una ofrenda al Señor.
En el mismo mes séptimo tiene lugar el «día de la Expiación» (26-32). No se trata propiamente de una fiesta, sino de una celebración penitencial. Aunque no se menciona aquí el rito del chivo expiatorio, sabemos por 16,1-34 que se realizaba este día.
Finalmente, a mitad del mismo mes tenía lugar otra de las festividades más importantes de Israel, «las Chozas» o tabernáculos (34-36.39-43). Probablemente, esta fiesta es de origen agrícola; evoca la costumbre campesina de construir chozas en medio de los campos sembrados, donde almacenaban su cosecha de uvas y aceitunas y al mismo tiempo permanecían aprovechando al máximo la luz del día y cuidando de sus productos. Esta costumbre la trasforma la religiosidad israelita en fiesta litúrgica cambiando su referente; ya no evoca el trabajo del campo, sino la permanencia en tiendas mientras marchaban por el desierto (43).
Así pues, la escuela de santidad sacerdotal (P) propone una vía de santificación del tiempo. En época tardía se añadieron otras fiestas a este calendario, por ejemplo, la fiesta de los «purim» o de las suertes (Est 9,32) y la fiesta de «Hanuká» o dedicación (1 Mac 4,59).
24,1-9 Cuidado del Templo. Estipula dos servicios cultuales menores, pero de realización continua: el cuidado para mantener siempre encendida la lámpara en el santuario (cfr. Éx 27,20-21) como símbolo de la presencia permanente de Dios en medio de su pueblo, y el cambio semanal de los panes de la presencia o de la proposición, que simbolizaban la alianza perpetua del Señor con Israel y la obligación del pueblo de estar siempre en presencia del Señor (cfr. Éx 25,23-30).
24,10-23 Caso de blasfemia – Legislación criminal. No se saben los términos concretos de la blasfemia con la cual este hombre ofende a Dios y al pueblo, pero se puede inferir que se consideraba un crimen en Israel, castigado con la pena de muerte. Se trata de una preocupación de la corriente sacerdotal, que no admite en ninguna circunstancia ofensas éticas, morales o cultuales.
Es la segunda vez que, en lugar de enunciar una ley por boca del Señor, se hace en forma de relato (cfr. 10,1-5). En este mismo marco de ejecución de una sentencia se recuerdan algunas leyes de orden criminal que ya estaban expuestas, entre ellas la conocida «ley del Talión» (cfr. Éx 21,23s).
25,1-7 Año sabático. El año sabático de la tierra legislado ya en Éx 23,10-11 está inspirado en el mismo esquema de seis días de trabajo y séptimo de descanso para los humanos, que según la corriente sacerdotal (P) es una manera de continuar la práctica del Creador: seis días de creación y el séptimo de reposo (cfr. Gn 1,1–2,4a). En el caso de la tierra, son seis años de producción y uno de descanso. Lo importante de esta ley es, en primer lugar, el respeto por la tierra como si se tratara de un ser viviente; la tierra era vista con necesidad de reposo, como toda criatura, percepción que contrasta con las formas modernas de sobreexplotación agraria. En segundo lugar, los directos beneficiados de los frutos que espontáneamente debía generar la tierra durante este año sabático: no solo el dueño de los campos, también debía alimentarse el esclavo, la esclava, el jornalero, el emigrante, los ganados y las fieras.
Seguramente, esta norma fue problemática, como refleja el versículo 20. Se llama a la confianza en el Señor, quien compensará el cumplimiento de sus leyes y preceptos con abundante cosecha el año sexto que alcanzará para tres años (21s).
25,8-22 Año jubilar – Exhortación y promesa. Tal vez no haya en todo el Antiguo Testamento una ley de reforma social más radical que esta del jubileo, que intenta responder a situaciones de desigualdad y de injusticia social. Era un hecho que la monarquía había traído consigo una serie de males a Israel, entre ellos el paso de una sociedad igualitaria a unas condiciones de desigualdad económica y social que muchas veces fueron objeto de denuncia por parte de los profetas (Am 2,6; 5,11; Hab 3,14; etc.). Desde la situación de exilio que vive Israel se sueña con un regreso a la tierra y con una restauración de la nación.
Como ya hemos visto, la corriente sacerdotal (P) enfoca esa restauración desde la perspectiva de un culto perfecto, de ahí sus normas y preceptos cultuales y rituales ambientados en el Sinaí y puestos directamente en boca del Señor. Pero, además, el exilio ha servido para reconsiderar el pasado de injusticias y desigualdades vividas en el país antes del exilio. No sabemos si por influencia del pensamiento deuteronomista o por propia iniciativa, la corriente sacerdotal incluye en su proyecto de restauración este mandato sobre el año jubilar que tiene por objeto nivelar la sociedad periódicamente.
Este año, que debía celebrarse cada cincuenta, se inauguraba en el marco del día de la expiación. Ese día se hacía sonar la trompeta por todo el país, cuyo sonido era el aviso de inicio del retorno a casa de aquellos israelitas que por su empobrecimiento habían tenido que venderse como esclavos, la recuperación de la propiedad que se había vendido también a causa del empobrecimiento y el perdón o la condonación de las deudas (10-17).
Al parecer, este jubileo nunca se realizó en Israel después del retorno del exilio; al menos no hay registro en ninguno de los libros del Antiguo Testamento. Poco a poco, la sociedad del postexilio volvió a configurarse en ricos y pobres, pocos con mucho y muchísimos con poco o nada. El año jubilar, seguramente reclamado por quienes veían en él la oportunidad de salvación, de «volver a empezar», sufrió todos los obstáculos habidos y por haber, interpuestos obviamente por quienes manejan el poder y ven y «demuestran» que sería un descalabro económico para la nación devolver al empobrecido lo que en justicia le corresponde. Visto que la legislación humana no lograba llevar a la práctica esta ley, se fue proyectando poco a poco hacia una futura era mesiánica: una de las tareas del Mesías sería proclamar un año de gracia en favor de los humildes y oprimidos (cfr. Is 61,1). En la mentalidad de Lucas, ese fue el eje fundamental del proyecto de Jesús.
25,23-55 Consecuencias del año jubilar. Las leyes contenidas en estos versículos pueden verse como consecuencia del mandato sobre el año jubilar, pero también se pueden entender como preparatorias para el jubileo. Hay una perspectiva muy importante acerca de la tierra: esta es propiedad del Señor, quien se la ha prestado a los israelitas; ellos son simplemente huéspedes del Señor o peregrinos (23). Se puede negociar con los terrenos y las casas, pero nunca se hará de manera absoluta o definitiva, sino con miras a que pueda volver a las manos de su dueño o a alguien de su descendencia (24-28). El empobrecimiento de un hermano no puede tener como contrapartida el enriquecimiento de otro sin quebrantar el proyecto de justicia de Dios; este sí que debería ser motivo de análisis frecuente en tantas comunidades de nuestro medio.
De la legislación sobre la compraventa de propiedades se pasa a las relaciones de tipo social que, en definitiva, se fundamentan en la misma dinámica de compra y venta, con la posibilidad de que el mismo ser humano sea el objeto de mercadeo. En favor del israelita se propone tratarlo como hermano, no explotarlo ni abusar de él, ni siquiera tratarlo como esclavo; no así con quienes provienen de otros pueblos o etnias: esos sí se podían comprar o vender como cualquier otro objeto comercial, formaban parte del patrimonio familiar e incluso podían ser dejados como herencia a los hijos (46).
Es obvio que esta legislación choca con nuestro modo de pensar y con nuestras aspiraciones por una sociedad justa, pero era lo mejor que podía proponer la escuela sacerdotal (P) en consonancia con su manera de ver y de pensar las relaciones de Dios con Israel y de Israel con Dios en un momento concreto de su historia. De todos modos, no hay que olvidar que siempre es necesario confrontar cada pasaje con el criterio de la justicia absoluta de Dios, quien quiere igualdad y justicia para cada uno de sus hijos e hijas sin distinciones de ningún tipo, ¡ni siquiera religiosas!
26,1-13 Bendiciones. Aunque el libro del Levítico no está planteado en términos de una alianza, la forma como concluye hace pensar que todo lo anterior, los preceptos y las normas, forman parte de un pacto con Dios. Toda alianza terminaba siempre con una serie de bendiciones y promesas de prosperidad por el recto cumplimiento de cada una de las cláusulas, y maldiciones y promesas de castigo por su incumplimiento. Esa es la idea que transmite el Levítico al final de la larga serie de normas rituales y cultuales y de mandatos éticos y morales.
La motivación principal es que si el Señor los hizo salir de Egipto era para que caminaran erguidos (13), esto es, para que vivieran libres en una tierra próspera (4s), en paz (6-8), con un futuro garantizado gracias a la multiplicación de la descendencia (9) que tendría su sustento asegurado (10). Por encima de todo ello se encuentra la promesa de la bendición máxima: la habitación permanente del Señor en medio del pueblo, pues la obediencia hace que Él fije entre ellos su morada (11), para caminar con ellos y para estar pendiente de que no vuelvan a caer en la misma situación de Egipto, situación de la cual él mismo los había liberado (13).
26,14-38 Maldiciones. Si el cumplimiento de los preceptos del Señor trae consigo la felicidad, la prosperidad y la paz para el pueblo, su incumplimiento acarrea la desgracia absoluta. El compromiso de ser el pueblo de Dios es un deber de cada israelita y de todos en general, de ahí que tanto las bendiciones como las maldiciones afecten a lo individual y a lo social.
Cuando el pueblo se desvió del camino del Señor cayó en situaciones muy trágicas y perjudiciales para la vida personal y nacional; eso es lo que intentan describir cada una de estas maldiciones. Aunque están puestas en futuro, para la época de la composición del libro el pueblo ya sabía lo que implicaba ser infiel al pacto de ser el pueblo del Señor. La clave para entender este pasaje nos la da el versículo 13: el Señor se empeñó en romper el yugo que mantenía sometida a aquella masa de esclavos en Egipto, se enfrentó con el faraón, símbolo del poder opresor, y liberó al pueblo, dándole la oportunidad de que esa masa de esclavos caminara sin coyunda, libres; más aún: los elevó a la categoría de pueblo. Del no ser, los hizo ser, les dio identidad, y para colmo Él mismo se comprometió a ser su Dios, un Dios tierno, amoroso y fiel que solo puede ofrecer perspectivas de vida, no oprobio ni opresión como Egipto.
Pero cuando el pueblo olvida que solo en el proyecto de su Dios encuentra la vida y se va detrás de otros dioses, es decir, cuando actúa en forma contraria al querer de Dios, el mismo pueblo se va destruyendo poco a poco. El proyecto de vida y de justicia se convierte para ellos en situaciones de muerte. Esas son las maldiciones, no actos de venganza divina. El redactor las presenta como tales, pero en realidad son las consecuencias lógicas que sobrevienen cuando se rechaza la libertad, cuando no se practica la justicia, cuando se camina en contravía del querer divino.
26,39-46 Reconciliación. Estos versículos nos ayudan a caer en la cuenta de que el pueblo ya está viviendo en realidad las funestas consecuencias de su obstinación y desvío del proyecto de Dios. Muchos están viviendo como deportados en Babilonia, pero la mayoría sigue viviendo en su propia tierra, sin ninguna perspectiva de vida, sometidos al poder babilónico. Sin embargo, hay una luz de esperanza; pese a la grave situación que están viviendo, pese al castigo que están soportando, el Dios de los padres, el Dios que un día liberó a los antepasados del poderío egipcio y se manifestó como un Dios de vida y de justicia, hará cosas aún más maravillosas para volver a darles vida y libertad, pues la fidelidad del Señor es eterna (cfr. Sal 107).
Movidos por esta esperanza, los israelitas sueñan con un futuro distinto. Pese a lo duro del castigo, ellos entienden que lo tenían más que merecido, pero sueñan con que de nuevo el Señor los perdonará y ellos podrán reconstruirse en torno a ese plan amoroso y lleno de vida que solo el Señor les puede ofrecer y respaldar con su presencia permanente.
27,1-34 Tarifas del Templo. Este capítulo forma una especie de apéndice al Levítico y fija las tasas correspondientes para rescatar personas, animales o cosas que habían sido prometidos o consagrados al Señor. Era posible que un fiel devoto ofreciera al Señor algún don, que podía ser alguno de sus hijos, excepto el primogénito, porque de hecho ya pertenecía al Señor (cfr. Éx 13,1s); podía ser parte de su ganado o parte de su tierra o casa.
Todo lo que ofrecía pasaba a ser propiedad del Templo, más concretamente, de los sacerdotes. En muchos casos, la persona quería o necesitaba recuperar su ofrecimiento, lo cual era posible –con alguna excepción– pagando un rescate. Ese rescate es el motivo de legislación de este capítulo.
Jesús parece referirse a esta práctica cuando denuncia la injusticia de algunos hijos que, para evadir la responsabilidad hacia sus padres, especialmente con la madre, aducían que había ofrecido al Señor sus bienes o la parte con la cual podían ayudarle (Mt 15,1-7), dejando al descubierto las graves injusticias que genera una interpretación interesada de la norma.
El libro se cierra con la advertencia de que todos estos preceptos fueron dados por Dios a Moisés en el monte Sinaí para que el fiel israelita se sienta comprometido y obligado a cumplirlos.