Números
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Introducción | 1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | 7 | 8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 | 14 | 15 | 16 | 17 | 18 | 19 | 20 | 21 | 22 | 23 | 24 | 25 | 26 | 27 | 28 | 29 | 30 | 31 | 32 | 33 | 34 | 35 | 36Introducción
A este libro que nosotros llamamos «Números», por la referencia a los dos censos que contiene y por la minuciosidad aritmética que ofrece en cuestiones relacionadas con el culto, la tradición judía, según su costumbre, lo llaman «En el desierto», pues es una de las primeras palabras con las que comienza el relato. El desierto es el marco geográfico y también teológico, en el que se llevan a cabo todas las acciones.
Contexto del libro. El pueblo sigue en el desierto: sale del Sinaí (1–10) y se acerca a la tierra prometida después de un largo rodeo (21,10–33,49). A lo largo del peregrinaje va enriqueciendo su caudal de leyes o disposiciones.
El autor sacerdotal (P) ha convertido las andanzas de grupos seminómadas durante varios años en la marcha procesional de todo Israel, perfectamente dividido por tribus y clanes, perfectamente organizado y dispuesto como para un desfile militar o una procesión sacra. Las tribus son «los escuadrones» del Señor, cada una con su banderín o estandarte, que avanzan en rigurosa formación: en el centro, el Arca y la tienda; alrededor, los aaronitas y levitas y las doce tribus, tres por lado.
El viaje se realiza en cuarenta etapas (33), a toque de trompeta (10). El término del viaje es tierra sagrada y también es sagrada la organización; los israelitas son peregrinos hacia la tierra de Dios.
En contraste con este movimiento regular, se lee una serie poco trabada de episodios; entre ellos sobresalen el de los exploradores (13s) y el de Balaán (22–24). El primero narra la resistencia del pueblo, que provoca una dilación y un largo rodeo. El segundo muestra el poder del Señor sobre los poderes ocultos de la magia y la adivinación: el adivino extranjero se ve transformado en profeta de la gloria de Israel. Vemos a Moisés en su tarea de jefe y legislador, en sus debilidades y desánimos, en su gran intercesión a favor del pueblo.
Mensaje religioso. Sobre el sobrecogedor escenario del «desierto», imagen de nuestro peregrinar por la tierra, se va desarrollando la relación continua entre Dios y su pueblo Israel (símbolo de todos los pueblos). Dios es el guía de la peregrinación hacia la tierra prometida; a veces, lo hace con intervenciones de una presencia fulgurante; otras, silenciosamente, a través de la mediación de los profetas y hombres sabios que Él se ha escogido de entre el mismo pueblo.
El pueblo no es siempre dócil y fiel. Desobedece, se revela, pierde la meta de su peregrinación, añora otros caminos más fáciles y placenteros. Dios se irrita, reprende, castiga, pero siempre es el Dios que salva.
El libro de los Números nos ha dejado el ideal del «desierto», de las tentaciones y de la lucha, como el lugar privilegiado del encuentro del ser humano con su Dios. Tan grabado quedó en la conciencia colectiva de Israel, que toda reforma posterior será una llamada profética al ideal «desierto».
Es también el «desierto» a donde Jesús se retira antes de iniciar su vida pública para profundizar en su identidad de Hijo de Dios y vencer las tentaciones del maligno. Y serán también los Padres y las Madres del desierto, en la primera gran reforma del cristianismo, los que dejarán ya para toda la historia de la Iglesia la impronta indeleble del «desierto» como camino de conversión y reencuentro con Dios.
1,1-54 Censo de Israel. Este libro comienza ofreciendo una ubicación cronológica de los acontecimientos (1), más simbólica que real, y que tiene por finalidad indicar que el pueblo aún continúa en el desierto, concretamente junto al monte Sinaí. Allí, el Señor llama a Moisés y le ordena realizar un censo.
¿Qué sentido tiene notificar al comienzo del libro este acontecimiento? Quizá la escuela teológico-literaria sacerdotal (P), responsable de este libro, intentó dejar claro quiénes fueron los que salieron de Egipto, quiénes los que hicieron la travesía del desierto, y quiénes los que lograron entrar en la tierra prometida, pues sólo los fieles al Señor son dignos de ella. En el capítulo 14 se dice, en efecto, que la primera generación de israelitas salidos de Egipto muere en el desierto. Esa generación es la que encontramos aquí censada. Será otra la que encontremos en el capítulo 26, a punto de iniciar el proceso de conquista y reparto de la tierra.
2,1-34 El campamento. La rígida organización para las marchas y para cada acampada refleja la estricta concepción teológica de la escuela sacerdotal (P) respecto a la presencia del Señor en medio del pueblo y los ámbitos de santidad que esta presencia determina: en primer lugar, junto a la tienda, la tribu de Leví –y los sacerdotes–; luego, en los demás costados y en orden jerárquico, las demás tribus, estableciendo una especie de muro divisorio entre el lugar sagrado y el profano. Esta mentalidad es la que rige las relaciones internas y externas de Israel. El Señor santifica primero al pueblo judío según un orden jerárquico y según unos criterios de pureza ritual y cultual que se establecen en todos los rituales de Levítico y algunos pasajes de Números. La santidad de los más cercanos al Santuario/Templo es la que santifica a los demás correligionarios, y por último, a los no israelitas.
Este criterio o concepción es sumamente peligroso, porque puede llevar al creyente sencillo a pensar que a Dios no le interesan sino los «buenos», los «santos»; a creer que son santos y buenos porque cumplen externamente una serie de preceptos, aunque las actitudes de amor y misericordia estén completamente ausentes de su vida interior. Eso es lo que muchas veces denunciaron los profetas, y es exactamente uno de los motivos más importantes del ministerio de Jesús: rescatar la verdadera imagen de Dios y devolvérsela a los que la religión había excluido por «impuros» y «malos».
3,1–4,49 Tribu de Leví. La tradición israelita tuvo siempre a los levitas como los servidores exclusivos del Santuario; pero como podemos ver en Éx 25–31, hay un momento en la historia de Israel cuando los llamados descendientes del sacerdote Sadoc se las ingenian para emparentar con Aarón. Intentan aparecer como los amos y señores del Templo de Jerusalén, los únicos que podían oficiar, tocar y lucir objetos sagrados, relegando a los levitas a labores inferiores. Los levitas, sus familias y tribus, eran prácticamente sirvientes de los sacerdotes; así lo consigna el documento sacerdotal (P) en estos dos capítulos.
El argumento teológico que hace de los levitas una porción del pueblo tomada especialmente por Dios está en relación con la propiedad absoluta de Dios. El signo de aceptación es el ofrecimiento que se hace a Dios de todo primogénito. El Señor es dueño de todo el pueblo; por ello, todos deberían dedicarse exclusivamente a su servicio, aunque basta con que haya una parte representativa del pueblo consagrada a Él. Esa parte es la tribu de Leví, una especie de rescate que paga todo el pueblo (cfr. 8,22).
5,1–6,27 Legislaciones varias. Estos dos capítulos están dedicados a la legislación sobre aspectos varios de la vida del pueblo. El motivo fundamental de estas leyes es la preocupación por lograr un culto lo más perfecto posible, que implica necesariamente la pureza de la asamblea. Recordemos que en la mentalidad de la escuela teológico-literaria sacerdotal (P) Israel es, ante todo, una comunidad cultual que hace posible la presencia permanente de Dios entre ellos mediante la pureza en todos sus órdenes. De ahí que las leyes y normas para el culto y la disposición personal afecten a todos los aspectos de la vida humana: aspecto físico o salud corporal (5,1-4); aspecto social, en lo referente a las relaciones de propiedad (5,5-10); aspecto familiar, en lo relativo a las relaciones de pareja (5,12-31); finalmente, el aspecto religioso (6,1-21), concerniente a la costumbre de consagrarse al Señor mediante un voto, llamado «voto de Nazireato».
Como puede verse, son leyes y exigencias propias de un determinado modo de pensar, de la llamada escuela teológico-literaria sacerdotal (P). Los sacerdotes son los que juzgan, determinan y realizan los distintos ritos de normalización y restablecimiento del orden que había sido roto; son los únicos que tienen la potestad de bendecir al pueblo según una fórmula establecida (6,22-26).
7,1-89 Consagración del Santuario: ofrendas. Una forma de exigir al pueblo la costumbre de presentar permanentemente sus ofrendas al Templo de Jerusalén es poniendo este relato en el mismo lugar de la Alianza, del decálogo, o sea, en el mismo nacimiento de Israel como pueblo. La corriente sacerdotal (P) quiere dar un toque de autoridad divina a todo lo que tiene que ver con el Templo y con las funciones sacerdotales. Para darle, además, un toque de presentación histórica, retoma los nombres de los jefes de tribu que habían colaborado en el censo (2).
El creyente israelita estaba obligado a colaborar con el sostenimiento del Templo. Para la época del Nuevo Testamento estaba bien regulada la cuestión del tributo: había una tasa obligatoria anual y, al mismo tiempo, se hacía propaganda de las ofrendas voluntarias que tenían lugar especialmente durante las peregrinaciones a Jerusalén. El Templo estaba provisto de los recipientes necesarios para esta ofrenda voluntaria, que se prestaba al mismo tiempo para que los donantes fueran considerados como desprendidos y generosos con Dios. Sin embargo, Jesús estuvo en contra de esas actitudes; según nos relata Lc 21,1-4, Jesús alabó la generosidad, no de los que más echaban, sino de la pobre viuda que dio desde su necesidad.
8,1-26 El candelabro – Consagración de los levitas. Después de una breve instrucción sobre la forma de encender el candelabro y la descripción del mismo, viene el rito de consagración de los levitas precedido de la presentación de las ofrendas al Señor. La idea es que también al Señor se le presentan ofrendas humanas, pero como éstas no pueden ni deben ser sacrificadas, Él las toma para su servicio porque toda vida le pertenece (16-18).
Una vez más queda ratificada la primacía de los sacerdotes aaronitas por encima de los levitas, quienes simplemente serán subordinados de Aarón y sus hijos, como voluntad expresa de Dios (19s). Pero también queda establecida la separación de los levitas y su primacía respecto al resto del pueblo. Ellos sustituyen de algún modo el servicio que todo israelita debía cumplir delante del Señor, y ese servicio los hace exclusivos, los separa del resto de la comunidad.
9,1-14 La Pascua. La mención aquí de la Pascua refleja un período de fuerte institucionalización de esta costumbre entre pastores seminómadas. No tenía en sus orígenes ninguna prescripción de tipo religioso, ni sacerdotes que exigieran alguna ofrenda especial ese día.
9,15-23 La nube. Todavía no se ha movido el pueblo del Sinaí, pero ya se nos indica cómo se movilizaba el pueblo y cómo y cuándo debía acampar. Este dato confirma que se trata de un relato que se relee y actualiza desde otra época y contexto muy diferentes: el exilio de Babilonia.
La escuela sacerdotal (P) maneja una idea muy peculiar sobre Dios: Dios es un ser absolutamente santo, absolutamente trascendente, y de ahí la imposibilidad de «ver» a Dios, de acercarse siquiera al lugar de su presencia sin las debidas precauciones. Por eso, su presencia es sustituida por elementos que de uno u otro modo le ocultan, le envuelven, como es el caso de la nube o del fuego. La intimidad infranqueable del Santuario permite que Dios no se «contamine» con lo profano.
Si nosotros los cristianos basamos nuestra fe en el misterio de la encarnación hemos de aceptar que en Jesús Dios llegó a los extremos más insospechados de «impureza» y de «contaminación» con un solo propósito: rescatar al hombre y a la mujer y rescatarse Él mismo de semejante manera de pensar. Lo importante es que en nuestras comunidades, en nuestras Iglesias o congregaciones de cualquier confesión no sigamos imponiendo esa imagen de Dios, absolutamente contraria al Dios de Jesús.
10,1-10 Las trompetas. Junto con las secciones anteriores, esta indicación sobre las trompetas es la última instrucción dada para iniciar la marcha por el desierto que señala la disciplina que debe reinar en la comunidad. Nosotros imaginaríamos las marchas por el desierto del Israel emigrante sin un orden especial, dadas las condiciones de huída o expulsión de Egipto; sin embargo, en la mentalidad y perspectivas teológicas de la escuela sacerdotal se convierten en una asamblea que avanza en procesión litúrgica.
10,11-36 Partida. Por fin, el pueblo que hasta ahora había permanecido en el Sinaí, desde que Éx 19,1s nos informara de su arribo, se dispone a partir. Tal como estaba previsto, al levantarse la nube cada escuadrón rodea por los cuatro costados el Santuario portátil, con toda la solemnidad que el pueblo instruido y organizado puede darle a este gran momento.
Los versículos 29-32 indican la conciencia que poco a poco se estaba formando en algún sector del Israel del s. VI a.C. sobre la universalidad de los bienes del Señor.
11,1-35 Quejas del pueblo y de Moisés. Ya antes del Sinaí teníamos conocimiento de las quejas y rebeldías del pueblo al iniciar su marcha después de haber salido del lugar de la esclavitud (cfr. Éx 15,22–17,7), y de cómo el Señor les había respondido. Ahora sucede lo mismo; el pueblo comienza a experimentar la tentación más grave: la nostalgia de Egipto y el deseo de regresar. El comportamiento del pueblo conlleva la ira divina y, al mismo tiempo, el lamento y la súplica de Moisés, quien consigue la compasión del Señor hacia el pueblo.
En este capítulo se entrelazan dos tradiciones sobre las marchas por el desierto: la primera es el alimento que consumió el pueblo aprovechando la presencia de las codornices y del maná, lo cual es leído como una intervención providente de Dios. No hay ninguna indicación –a diferencia de Éx 16– sobre la ración autorizada por persona o por familia, ni sobre el ciclo diario de recolección del alimento; sólo se indica cómo el consumo exagerado por muchos termina con una gran mortandad. Se trata de una crítica, no tanto a la glotonería o a la gula, sino más bien a la avaricia, al afán desmedido por poseer más y más, en fin, a los que acaparan los bienes olvidándose de los demás.
La segunda tradición es la designación de setenta ancianos que comparten la guía y dirección del pueblo con Moisés. En Éx 18,14-27, esta solución es propuesta a Moisés por su suegro; aquí es el Señor quien decide hacerlo. La expresión «Apartaré una parte del espíritu que posees y se lo pasaré a ellos» (17.25) indica que cada uno tendría frente al pueblo la misma responsabilidad que Moisés: guiar, instruir, interceder.
Los versículos 26-30 subrayan las dificultades que a veces surgen también en nuestras comunidades: no dar crédito a quien obra el bien en favor del pueblo y en nombre de Dios, pero no pertenece a la institución o a «nuestro grupo». La corrección que hace Moisés a Josué (28s) la tiene que hacer también Jesús a sus discípulos (cfr. Mc 9,38-40); muchos retrocesos en nuestras comunidades se podrían evitar si la hiciéramos nuestra. Los versículos 31-35 concluyen la narración.
12,1-16 Moisés y sus hermanos. Las dificultades del desierto, las quejas, los lamentos y las contradicciones no corren sólo por cuenta del pueblo. Este relato nos revela que también hubo tropiezos y dificultades por parte de los dirigentes. María –la misma que vimos animando a las demás mujeres en el canto de acción de gracias después del paso del Mar Rojo (Éx 15,20s)– y Aarón se rebelan contra su hermano. Esta situación provoca la ira de Dios y el consiguiente castigo que extrañamente sólo recae en ella. Hasta dónde se siente responsable Aarón y hasta dónde teme que también él pueda ser castigado se puede deducir de los versículos 11s, donde intercede ante Moisés por su hermana y por él mismo.
Este relato deja ver la gran veneración que los redactores sienten por Moisés, al considerarlo un profeta absolutamente especial, con quien el Señor se comunica de un modo directo, «cara a cara», y no por mediaciones como lo hace con los demás profetas (6s).
13,1-33 Los exploradores – Informe. Sin decir exactamente cuánto ha caminado el pueblo y cuánto falta para su arribo a la frontera de la tierra prometida, encontramos este relato donde Moisés envía una expedición para examinar el territorio. El informe (25-29), pese a que en principio es alentador, se convierte pronto en motivo de desaliento: el país explorado es muy poderoso; a pesar del entusiasmo de algunos (30), los ánimos decaen con las palabras de quien lo describe como impenetrable y poblado por gigantes (31-33). Este capítulo es el motivo narrativo que da pie a los relatos del capítulo 14.
14,1-45 Rebeldía contra el Señor. El pesimismo expresado en 13,31-33 contagia a todo el pueblo, que se llena de miedo y desgana por continuar adelante. El llanto de toda la noche (1) y las protestas (3s) son el reflejo de un pueblo que aún carece de lo más esencial para adquirir su libertad: conciencia y ganas de alcanzarla. No hay que entender su deseo de regresar a Egipto como un querer retornar al mismo punto geográfico, sino más bien como un querer volver al mismo estado de cosas al que estaban acostumbrados. Era preferible para ellos el sometimiento pasivo que no acarreaba esfuerzos, renuncias, lucha, incomodidades, hambre o peligros y servir con la misma inercia con que se mueven los animales de trabajo, a conseguir su libertad.
El reto que se le presenta al pueblo es conquistar su libertad a base de esfuerzo. Las protestas y los intentos de retroceso que vemos ya en Éx 14,11s; 15,24; 16,3; 17,2; Nm 11 y de nuevo aquí (1-4) reflejan los miedos, las dudas, la falta de certeza sobre el éxito o el fracaso en los procesos de cambio. En el fondo, es lo que el famoso psicoanalista E. Fromm denominó «el miedo a la libertad». Pues bien, esos procesos de concienciación que toman tiempo, que presentan avances y retrocesos, que suscitan amigos y enemigos, simpatizantes y perseguidores de la causa, son convertidos por la corriente sacerdotal (P) en una especie de castigo o de represalia divina (20-38): sentencia al pueblo a vivir cuarenta años como pastores en el desierto y no permite que ninguno de la generación que salió de Egipto, excepto Josué y Caleb, entre en la tierra prometida.
Esto podría desanimar al lector actual, máxime si se trata de creyentes que están yendo por el camino de la concienciación y la liberación. Lo más lógico y lo más humano es que tanto el individuo como el grupo quieran ver o disfrutar los beneficios de la libertad; eso sería lo ideal, pero no siempre es así. Ahora, lo más importante es trazar caminos para los que vienen detrás de nosotros.
15,1-41 Prescripciones sobre los sacrificios. Interrumpiendo la narración sobre la vida en el desierto, los versículos 1-31 están dedicados a la prescripción sobre las ofrendas y libaciones que deberían realizar los israelitas una vez instalados en la tierra que el Señor les iba a dar. Cierra este ciclo de prescripciones la norma sobre los sacrificios de expiación que se ofrecían por las faltas cometidas inadvertidamente, faltas que eran perdonadas. Pero aparece también la advertencia de que aquellas faltas cometidas a conciencia –en hebreo «con la mano en alto»– no tienen perdón; éstas acarrean la exclusión de la comunidad (30s).
Los versículos 32-41 refieren un caso de condena a muerte de un hombre que fue sorprendido trabajando en sábado. Es obvio que no hemos de tomar en sentido literal esta rigidez e intransigencia por parte de Dios. Recordemos que los autores bíblicos ponen en boca de Dios aquello que ven necesario y conveniente para la vida de la comunidad. Tal vez este relato ejemplar se hizo necesario para enseñar al pueblo a cumplir con el ciclo semanal de trabajo y de descanso. Nótese cómo el proceso de aquel hombre termina con la orden de que todos elaboren borlas y flecos que debían pender de sus ropas como recordatorios de los mandatos y preceptos de Dios.
En todo caso, la actitud y el comportamiento respecto al sábado o a cualquier otro precepto y su posterior evolución son materia de fuertes denuncias por parte de Jesús. Además, es Él quien se autodefine como Señor también del sábado (Lc 6,5), y quien le devuelve el valor de mediación: el sábado tenía que estar al servicio del ser humano y no el ser humano al servicio del sábado (Mc 2,27).
16,1–17,28 El pueblo, el Señor y Aarón. Estos dos capítulos pueden dividirse en tres relatos: 1. La rebelión de Córaj, Datán y Abirán, y sus consecuencias (16,1– 17,5). 2. La protesta de toda la comunidad y la reacción del Señor (17,6-15). 3. El relato sobre la vara de Aarón (17,16-28). Los tres relatos subrayan la preeminencia del sacerdocio aaronita y sus funciones por encima de los levitas. Los descendientes de Aarón eran los únicos que podían acercarse al Santuario y oficiar en forma legítima el ritual de los sacrificios. En la «escuela de santidad», ellos eran los primeros, de ahí sus privilegios.
Ya sabemos que, de acuerdo con el criterio de justicia que debemos aplicar a cada pasaje de la Biblia, todos estamos llamados a la santidad, que no adquirimos por nuestro esfuerzo, ni por nuestra proveniencia, sino por pura gracia de Dios; don que también recibimos como tarea y compromiso en la búsqueda de la justicia y de la armonía en las relaciones con los demás.
18,1-32 Funciones y derechos de aaronitas y levitas. De nuevo se insiste en la primacía del sacerdocio aaronita sobre los levitas (1-7) y una vez más se recuerda la parte de las ofrendas que se presentaban al Señor, a la cual tenían derecho exclusivo los sacerdotes (8-19). Los levitas sólo recibían una parte de los diezmos que los fieles presentaban al Templo (20-32). Como se ve, el sacerdocio de Jerusalén tiene en sus manos todas las cartas para presentarse como el único dispuesto por el Señor para el servicio cultual o para percibir lo mejor de las ofrendas.
19,1-10 La vaca de pelo rojizo. No se conoce aún el sentido de esta prescripción. El mismo texto indica la finalidad de las cenizas de este animal, pero no se sabe por qué debía ser roja.
Hoy por hoy, las corrientes más ortodoxas del judaísmo esperan el momento de obtener un ejemplar que reúna estas condiciones; sería la señal para dar inicio al proceso de restauración del judaísmo y sus instituciones, que quedaron destrozadas después del año 70. Este proceso de restauración incluiría la reconstrucción del Templo, cuyo lugar está hoy ocupado por la segunda mezquita más importante del credo islámico. Es obvio, entonces, que un proyecto de tal magnitud no beneficiaría a nadie. De mejor proceder sería entablar un diálogo interreligioso entre estas comunidades –judías y musulmanas– que, aunque creen en el mismo Dios, no lo conciben de la misma manera.
19,11-22 Leyes de pureza ritual. La concepción de un Dios absolutamente puro y santo lleva a la preocupación por la pureza y dignidad con que los fieles pueden relacionarse con Dios. De ahí que la teología sacerdotal (P) se empeñe de una manera tan reiterativa, casi obsesiva, por separar lo puro de lo impuro, lo profano de lo santo, y de fijar las condiciones por medio de las cuales se puede adquirir de nuevo la condición de pureza en caso de haberla perdido.
Como puede verse, estamos en una etapa de concepción teológica en la que no se conoce aún el concepto de la gracia divina, que ciertamente no se alcanza por medio de ritos, ni ofrendas, ni sacrificios, sino que es puro don del Padre.
Este exceso de preocupación por no caer en impureza o en contaminación, que llega hasta volver al creyente insensible por el prójimo, queda perfectamente ilustrado y desenmascarado por Jesús en el relato lucano del buen samaritano (cfr. Lc 10,25-37).
20,1-13 Agua de la roca: sentencia contra Moisés y Aarón. Tenemos un relato paralelo sobre el agua de la roca en Éx 17,1-7 con características muy similares pero también con grandes diferencias. Una de ellas es el doble golpe que propicia Moisés a la roca con su vara (11) y la reacción negativa de Dios sentenciando a Moisés y a Aarón a no entrar en la tierra prometida (12). Esto bien podría ser la forma narrativa de anticipar la noticia de la muerte de Aarón en el desierto (28s). Se trata de uno de esos relatos etiológicos que tratan de explicar costumbres o circunstancias históricas que no tienen una explicación «científica». Seguramente, la tradición israelita siempre se preguntó por qué Moisés y Aarón no condujeron al pueblo también en la conquista de la tierra prometida. La única «explicación» es mediante el arreglo de un relato como éste –hubiera podido ser otro–, en el cual hay una supuesta desobediencia de Moisés, no de Aarón –incluso los términos de la falta de Moisés no son claros–: ¿Por qué increpó al pueblo en lugar de increpar a la roca según lo mandado (8)? O, ¿por qué la golpeó dos veces en lugar de una?
Con todo, ésa no es la preocupación del redactor. Lo que le importa es tratar de demostrar que pese al papel de Moisés, a su figura y a su peso delante de Dios, no por eso podía darse el lujo de contradecir su plan. O tal vez, porque ni siquiera Moisés, el gran caudillo, el gran mediador, el que hablaba «cara a cara» con Dios, ni siquiera él podía entrar en tierra de libertad según el criterio del mismo plan divino: no esta primera generación, sino la siguiente será la que entre en el país, con excepción –claro está– de Josué y Caleb.
Podríamos tomar este relato como una especie de recapitulación ilustrada de lo que han sido hasta ahora las etapas del desierto: desaliento, tentaciones de regresar al sistema socioeconómico egipcio, murmuraciones y rebeldías, protestas por parte del pueblo y de sus mismos dirigentes. Son fracasos e infidelidades de la cuales ni Moisés ha estado exento. Dios ha castigado en su momento, pero no ha aniquilado por completo la semilla del pueblo con la que llevará adelante su propuesta de liberación. Ésta no se reduce sólo a la salida de Egipto, sino que incluye, además, la travesía del desierto, la conquista de la tierra y la puesta en marcha de un proyecto de igualdad y de justicia.
20,14-21 Edom niega el paso a Israel. Uno de los motivos de la eterna enemistad entre edomitas e israelitas fue el robo de Jacob/Israel a su hermano Esaú/Edom de los derechos de la primogenitura (cfr. Gn 25,27-34) y la bendición paterna (Gn 27,1-45). Ahora ha llegado el momento en que los edomitas se venguen al no permitir el paso de sus hermanos de sangre por su territorio, pese a la insistencia de Moisés.
20,22-29 Muerte de Aarón. Tal como estaba anticipado desde 20,12, Aarón muere en esta nueva etapa del desierto. El redactor sacerdotal se cuida de que la línea del sacerdocio aaronita sea transmitida a su hijo Eleazar imponiéndole los ornamentos sagrados de su padre.
21,1-3 Exterminio. Una victoria de Israel en medio de tantas penurias indica que su marcha sigue acompañada de cerca por la fuerza y el poder del Señor, su Dios.
21,4-9 Serpientes. Pese a la alegría que debió suscitar en el pueblo la victoria sobre un pueblo cananeo (1-3), este relato presenta un nuevo desánimo y nuevas murmuraciones de los israelitas. La respuesta divina es un castigo que amenaza con acabar con todo el pueblo. Moisés tiene que ejercer su ministerio de mediador, y una vez más la vida del pueblo es salvada y perdonada. Es probable que este relato obedezca a viejas leyendas de religiosidad popular atribuidas a sus antepasados en el desierto.
La serpiente elevada en el madero que sana a los mordidos por las serpientes venenosas con sólo mirarla es para el evangelista Juan la prefiguración de Cristo elevado en la cruz que salva a la humanidad (cfr. Jn 3,14; 8,28; 12,32).
21,10-35 Diversas etapas y victorias. Ya a las puertas de la tierra prometida, Israel ha aprendido que si quiere mantener su unidad y su identidad como pueblo no puede menospreciar al Señor. Sólo con su ayuda puede avanzar por el desierto y sólo con su asistencia puede derrotar a los enemigos que obstaculizan su marcha. Quedan consignadas las victorias de Israel sobre pueblos hostiles, como los amorreos y los habitantes de Basán, hasta convertirse en motivo de recuerdo perpetuo.
El Sal 136 menciona particularmente estos triunfos de Israel, pero siempre como acciones asistidas por el mismo Dios.
22,1–24,25 Profecías de Balaán. Las tradiciones sobre el desierto conservaron este relato que, releído durante el destierro en Babilonia o en otros momentos críticos de la vida de Israel, da esperanza y mantiene viva la fe del pueblo. El rey de Moab, viendo el avance de Israel, siente temor y llama a Balaán, un personaje respetado y famoso que, según parece, vive en territorio mesopotámico lejos de Moab. Según el texto, se trata de un hombre de Dios que, de acuerdo con las creencias de aquel entonces, tendría la capacidad suficiente de maldecir o de bendecir y lograr que su maldición o bendición tuvieran efecto. Lo llamativo del pasaje es que, a pesar de tratarse de un «hombre de Dios», su burra resulta tener más capacidad de visión y distinguir la presencia divina en el camino que él. El relato se construye sobre una especie de fábula o cuento que sirve para ilustrar el proceso de discernimiento que un personaje como Balaán tiene que realizar, para saber exactamente al servicio de qué dios está.
Los repetidos intentos de Balac por arrancar a Balaán la maldición para Israel, con el mismo resultado contrario, indican el grado de conciencia que de sí mismo ha ido desarrollando el pueblo israelita entre los demás pueblos. Éste es un punto de apoyo para los momentos históricos difíciles, cuando tanto la fe como la identidad nacional estuvieron a punto de perderse.
La escuela teológico-literaria sacerdotal (P) aprovecha estas tradiciones reelaborándolas y actualizándolas a la época del destierro en Babilonia, para animar la esperanza y hacer ver que a pesar del poderío de los enemigos de Israel y sus intenciones de hacerlos desaparecer, el poder del Dios, que se comprometió con Israel mediante una Alianza, no les fallará. Israel tiene que aprender a ser obediente, a no anteponer su voluntad y su capricho a los designios divinos, pues a causa de sus desobediencias le ha ido mal y ha debido ser castigado muchas veces.
25,1-18 Baal-Fegor. La relectura del pasado de Israel no olvida nada de lo que constituyó la experiencia de sus antepasados en su marcha por el desierto hacia la tierra prometida: rebeliones, protestas, desánimo, tentación de volver a Egipto, codicia y avaricia; situaciones todas que forman parte de la vida humana y que situadas en el desierto adquieren el valor simbólico de la conciencia que se va formando, que avanza pero que también retrocede.
En esta misma línea de relectura de los antepasados, especialmente de los pecados en que cayeron, encontramos este relato de idolatría que resulta ser novedoso en el contexto narrativo de las marchas por el desierto. Acampados en Sittim, el pueblo empezó a corromperse y terminó dando culto a Baal-Fegor, dios de la fertilidad de aquel lugar cuyo culto incluía la prostitución sagrada.
Este nuevo pecado de Israel trae la ira y el castigo de Dios. El relato nos habla de una matanza sumamente exagerada y de una actitud divina que, podríamos decir, promueve la violencia: sólo calma su ira cuando parece que ya hay suficiente sangre derramada. Hemos de tener mucho cuidado con la interpretación de pasajes como éste. No podemos dar valor real a lo que a todas luces posee un valor simbólico. La gran preocupación de los redactores del texto era rescatar la fe del pueblo, su identidad y, sobre todo, inculcar la idea de la absoluta obediencia al Señor y el total rechazo a cualquier otra propuesta religiosa. El mismo pueblo sabe por experiencia que cuando se ha ido detrás de otros dioses, es decir, cuando ha desobedecido y sido infiel al proyecto de la vida y de la justicia propuesto por Dios, lo único que ha conseguido han sido fracasos y caídas que los autores bíblicos asimilan con la muerte. De todos modos, pasajes como éste inducirían al creyente actual a la intransigencia y a la intolerancia religiosa, y hasta podrían alimentar y justificar desde aquí actitudes violentas que con gran facilidad se acuñarían con la autoridad divina.
26,1-65 Nuevo censo. A las puertas de la tierra prometida, terminada prácticamente la travesía, se hace necesario un nuevo censo por dos motivos: primero, para comprobar que ninguno de la primera generación estuviese presente (64s); y segundo, para repartir la tierra por tribus (53s).
Si se compara el número de los censados en el Sinaí (603.550 en 1,46) con el censo de las estepas de Moab (601.730 en 51), la diferencia es muy pequeña (sólo 1.820 personas). Sin embargo, en el versículo 62 se registran 23.000 varones mayores de un mes que, aunque no se consignaron con los demás israelitas, nos da idea de que la población había aumentado en lugar de disminuir, pese a las muertes registradas en el desierto. Ésta puede ser la intencionalidad teológica del capítulo: la fidelidad providente de Dios y su compromiso con la vida. A pesar de que las circunstancias del desierto y el comportamiento de Israel hubieran podido terminar con la completa desaparición del pueblo, ese compromiso y esa fidelidad de Dios han hecho que la vida progrese y no retroceda. De modo que en tiempos de crisis y de amenaza contra la vida, esta escena, que aparentemente es inabordable por su extensa relación de nombres, se convierte también en un mensaje esperanzador para el pueblo.
27,1-11 Herencia de las hijas. Un breve relato ejemplar sirve de marco para legislar sobre el derecho hereditario de la mujer en Israel. Sabemos que la mujer dependía toda su vida de un varón: cuando niña, de su padre; cuando adulta, de su marido; si quedaba viuda dependía de su hijo mayor, y si no tenía al menos un hijo varón quedaba completamente desprotegida. La ley que establece el derecho de herencia aun sin tener hermanos varones es lo más justo que pudo intuir el legislador sacerdotal (11).
27,12-23 El Señor anuncia a Moisés su muerte. Consecuente con el criterio del Señor de que ninguno de los que salieron de Egipto entraría en la tierra prometida –con la única excepción de Josué y Caleb–, el redactor incluye en esta sección netamente legislativa (capítulos 27–30) el anuncio del fin de Moisés y los preparativos para investir a Josué como guía sustituto. La sobriedad del diálogo entre el Señor y Moisés constituye el ejemplo paradigmático para los guías y líderes de cualquier comunidad, ya sean religiosos o políticos. Moisés es consciente de que no es indispensable, y la única preocupación que presenta al Señor es que sea el mismo Señor el que elija a uno del pueblo para que tome sus funciones. No está el proyecto personal del líder por encima del proyecto del pueblo, es el proyecto del pueblo el motivo de las preocupaciones y afanes del líder.
Sobradas experiencias de este tipo tenemos en tantos países y comunidades de donde provenimos; el despotismo y la tiranía que tantas veces hemos tenido que sufrir no tienen otra causa que un dirigente político o religioso que, creyéndose indispensable e insustituible, ha puesto como criterio máximo para todos su proyecto personal.
28,1–30,1 Ofrendas que deben ser presentadas al Señor. Estos dos capítulos prácticamente recogen lo ya legislado en Levítico 23 sobre las diferentes ofrendas que debían presentarse al Señor con motivo de las grandes festividades; sin embargo, advertimos varias novedades: 28,9s menciona por primera vez en el «corpus legislativo del culto» una ofrenda que debía ser presentada el sábado, sin paralelo en el Pentateuco pero sí en Ezequiel (Ez 46,4s), lo cual hace suponer que se trata de una ley que surge en el destierro y que posiblemente perdura hasta la época del Nuevo Testamento. La segunda novedad es la ley sobre los sacrificios el día primero de cada mes; es decir, el día de luna nueva, cuya fiesta se menciona sin regulaciones precisas en Nm 10,10; 1 Sm 20,5; Is 1,13; Sal 81,4.
Nótese que, por regla general, a una ofrenda animal le corresponde también una ofrenda vegetal. La intención teológica y pastoral de estas regulaciones es el reconocimiento permanente por parte del pueblo de la total soberanía del Señor mediante el ofrecimiento de parte de lo que el mismo Señor ha dado a sus hijos; el israelita debía tener en mente que no era él quien daba algo al Señor: era el Señor quien le había dado a él, y en reconocimiento devolvía parte de lo recibido. Desafortunadamente no siempre se entendió así esa dinámica, sino que se llegó a pensar que el Señor necesitaba de esas ofrendas o que con ellas los israelitas podían comprarse algún favor divino; al menos eso es lo que se puede deducir del Sal 50.
30,2-17 Ley sobre los votos. Es probable que esta ley responda a una cierta relajación sobre los votos y promesas hechos al Señor. Al varón se le exige que cumpla su palabra sin más; su palabra bastaba para dar solemnidad al compromiso y le acompañaba la obligación moral de cumplirla. No así en el caso de la mujer, lo que demuestra con toda claridad el grado de subordinación al que estaba sometida: su palabra sólo tenía validez si su padre –en el caso de una joven soltera– o su marido –si estaba casada– daba el consentimiento. Únicamente el voto y los compromisos de la viuda o de la repudiada eran válidos sin necesidad de que interviniera un hombre, por tratarse de mujeres que no disponían de un varón que las representara.
Este testimonio bíblico que hoy nos sorprende todavía no está superado en muchos de nuestros países y comunidades de origen. Aún falta la madurez humana y de fe tanto del hombre como de la misma mujer para vivir y aceptar esa paridad de derechos y responsabilidades queridos por Dios desde la creación (cfr. Gn 1,26).
31,1-54 Destrucción de Madián. Este capítulo retoma 25,16-18, donde en efecto se recibe la orden de atacar a los madianitas, un pueblo con el que Moisés tuvo al principio buenas relaciones (cfr. Éx 2,15s). El motivo de la guerra contra este pueblo, según lo explicita el mismo texto, es haber propiciado la idolatría de los israelitas cuando le rindieron culto a Baal-Fegor y muchos se acostaron con las mujeres consagradas a dicha divinidad.
El capítulo 25 nos narraba el castigo divino propinado a Israel; este capítulo, el castigo dirigido contra los madianitas. Hay una mención negativa de Balaán (8.16); el mismo que había bendecido a Israel rehusando enriquecerse con las ofertas de Balac, rey de Moab, está ahora interesado en la maldición de los israelitas. Estamos ante diversas tradiciones del mismo personaje, tal y como sucede con las tensiones entre Israel y los madianitas, que en algún momento de su historia provocaron la ruptura de sus relaciones. La rivalidad con otros pueblos se retroproyecta al momento mismo o al período previo a la entrada en la tierra prometida con una intencionalidad programática: Israel no puede compartir o imitar ninguna práctica religiosa de los pueblos que le rodean bajo pena de muerte; debe declarar la guerra a todo culto idolátrico y no contaminarse.
Esta represalia desmesurada y cruenta contra los madianitas no debe tomarse en sentido literal; tampoco podemos dudar de si la orden de ataque la dio o no el mismo Dios. Jamás debemos llegar a pensar que un acto de violencia y de barbarie como éste o como tantos otros que encontramos en el Antiguo Testamento pueda provenir del mismo «Ser» cuya esencia es sólo amor, misericordia y perdón. Estos relatos deben ser entendidos en su contexto y en el conjunto de preocupaciones e intencionalidades teológicas de sus redactores. Nunca pueden ser un argumento para promover la violencia o la intolerancia religiosa. Ingenuamente se habla a veces de guerra «santa», como si guerra y santidad fueran compatibles. Toda guerra o acto violento es condenable, por más que el nombre de Dios esté de por medio. Es necesario estar muy atentos para no caer en la aceptación de falsas ideologías político-religiosas que comprometen la auténtica imagen del Dios bíblico.
32,1-42 Primera ocupación: Rubén y Gad. Los éxitos militares de Israel han permitido conquistar ya un buen territorio despejado de enemigos al oriente del Jordán. Lo más lógico sería ocuparlo «oficialmente», de ahí la propuesta de los descendientes de Rubén y de Gad de posesionarse del territorio con la aparente justificación del exceso de ganado que poseen (1-5).
Moisés antepone varios reparos a la propuesta: en primer lugar, los acontecimientos del desierto han afectado, para bien o para mal, a toda la comunidad israelita; segundo, la conquista de este territorio es una empresa de todo el pueblo; en tercer lugar, y lo que es peor, esto podría ser visto por el Señor como un acto de desobediencia contra su voluntad, ya que desea que todo el pueblo atraviese el Jordán y conquiste el país de Canaán. Además, de no hacerlo así, sería motivo de desaliento y desmoralización para el resto del pueblo (6s).
Lo más trágico sería el desencadenamiento de un castigo divino contra todo el pueblo por causa de unos cuantos (8-17), como de hecho ya había ocurrido en otras ocasiones. Sólo bajo juramento acepta Moisés la propuesta de los rubenitas y gaditas: dejarán sus posesiones, sus mujeres y sus niños en el territorio que piensan ocupar y acompañarán al resto de la comunidad en la conquista de la tierra prometida. Finalmente, el territorio al este del Jordán es repartido entre los descendientes de Rubén, de Gad y de la mitad de la tribu de Manasés (33-42). Con este relato, la corriente sacerdotal (P) pretende enseñar que la desobediencia a las órdenes divinas trae como consecuencia la muerte.
33,1-56 Itinerario de Israel. En coherencia con el dato de los cuarenta años de Israel en el desierto, los redactores sacerdotales, responsables de este libro, acomodan en época tardía cuarenta etapas de un año de duración cada una. Evidentemente, se trata de cifras simbólicas. El desierto ha significado para la mentalidad israelita el tiempo y el espacio que la conciencia requiere para transformarse completamente. No era posible entrar en la tierra prometida con mentalidad de esclavos; por eso ninguna tradición antigua sobre la salida de Egipto y el ingreso en la tierra prometida sostiene que dicho evento se haya dado de manera inmediata. Este libro también insiste en que ninguno de la generación que salió de Egipto entró en la tierra prometida, ni siquiera Moisés. Con excepción de Josué y Caleb, todos murieron en el desierto.
Los versículos 50-56 son una repetición de Éx 23,23-33 y equivalen al programa de fondo de la conquista. De todos modos, una cosa es el ideal y otra muy distinta es la realidad. En muchas ocasiones, Israel se apartó de su camino e hizo todo lo contrario al programa de vida con el que se había comprometido, como sabemos por las numerosas y constantes denuncias de los profetas.
34,1-29 Fronteras de Israel. Los límites descritos son ideales (1-12). No hay noticia de que las doce tribus hayan ocupado este territorio así demarcado, por lo menos no antes del período de la monarquía, cuando David y luego Salomón conquistaron tierras que no lo habían sido hasta entonces. Los versículos 17-29 recogen de nuevo a los representantes de las nueve tribus y media que faltan por adquirir territorio, los cuales ya han aparecido en dos censos anteriores (capítulos 1 y 26) y, en parte, en la exploración de la tierra prometida (capítulo 13).
35,1-8 Ciudades levíticas. La única tribu que nunca tuvo territorio fue la de Leví. La explicación religiosa es que su heredad era el mismo Señor, pues su oficio era exclusivamente religioso. Sin embargo, en previsión del espacio físico que los levitas debían ocupar encontramos esta ley que ordena a cada israelita ceder parte de su heredad para los levitas. El servicio al Señor no excluye la necesidad de poseer un espacio propio para sí y para la familia.
35,9-34 Ciudades de refugio. El versículo 35,6 exigía la entrega de seis ciudades a los levitas de entre las cuarenta y ocho que toda la comunidad israelita debía donar a esta tribu; aquí se amplía y regula la cuestión. De por medio está la ley del Talión: quitar la vida a quien la haya quitado. La normativa busca favorecer a quien sin intención ni culpa alguna había dado muerte a otra persona. Lo llamativo es que el homicida debía permanecer refugiado en una de aquellas ciudades hasta la muerte del sumo sacerdote (25.28). Esta figura llegó a ser tan venerada, que cuando un condenado a muerte era llevado al lugar de la ejecución, si por fortuna se cruzaba por su camino el sumo sacerdote, inmediatamente era indultado. Lo mismo sucedía el día en que moría el sumo sacerdote: se promulgaban indultos, rebaja de penas, expiación de culpas, etc. Los versículos 30-34 dejan entrever que era posible rescatar la vida de un homicida, una antigua costumbre hitita.
Israel conoce desde antiguo esta ley de la sangre: matar a quien hubiese matado, tarea que correspondía al pariente más próximo del asesinado. Esta legislación tardía suaviza un poco esa costumbre y establece además un juicio formal que podía determinar la condena a muerte del agresor, o bien su huida a una ciudad de refugio sin posibilidad de rescate. ¿Por qué no podía ser rescatado? Porque había derramado sangre, y la sangre sólo era posible expiarla con sangre. El refugio era una gracia concedida al agresor, quien debía confinarse allí, pero podía ser asesinado por el vengador si lo encontraba fuera de la ciudad refugio, en cuyo caso no se consideraba un crimen (27).
36,1-13 Herencia de las mujeres. Esta ley debe ser leída en continuidad con 27,1-11, donde estas mismas mujeres, que no tienen hermanos varones ni maridos, reclaman por derecho una porción de tierra. El asunto del capítulo 27 es el derecho a recibir herencia; aquí, la transmisión de la herencia en el momento de casarse. Este caso responde al riesgo de la acumulación de tierra en pocas tribus por vía del matrimonio. Tal abuso es cortado de raíz al exigir como norma de derecho divino que los matrimonios se realicen entre parejas de clanes de una misma tribu; así, la tierra u otras posesiones no pasan a ser propiedad de tribus diferentes.
El versículo 13 concluye todo el libro, poniendo bajo la autoridad divina todo lo dicho y legislado en el período del desierto, y especialmente aquí, «en las estepas de Moab, junto al Jordán, frente a Jericó», a las puertas ya de la tierra prometida.
La continuación narrativa de este libro tenemos que buscarla en Josué, donde se nos relata el paso del río Jordán y las campañas conquistadoras del país cananeo.