Reyes I
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Introducción | 1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | 7 | 8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 | 14 | 15 | 16 | 17 | 18 | 19 | 20 | 21 | 22Introducción
Tema. Por el tema, los dos libros de los Reyes continúan la historia de la monarquía y la conducen en movimiento paralelo de dos reinos a la catástrofe sucesiva de ambos. Se diría una historia trágica o la crónica de una decadencia. El paralelismo de los dos reinos determina la composición del libro y hace resaltar una divergencia importante. Conspiraciones las hay en ambos reinos: al norte una conspiración produce cambio de dinastía; al sur produce cambio de monarca de la misma dinastía. Ataques externos los sufren ambos reinos: al norte favorecen los cambios dinásticos, al sur incluso los monarcas impuestos pertenecen a la dinastía de David. ¿Por qué sucede así? Porque la dinastía davídica tiene una promesa del Señor, perdura por la fidelidad de su Dios.
Horizonte histórico. El autor tiene como horizonte de su libro el pueblo de Israel, unido o dividido. Si cruza la frontera nacional es porque algún personaje extranjero se ha metido en el espacio o el tiempo de los israelitas. Le falta, sin embargo, la visión de conjunto, la capacidad de situar la historia nacional en el cuadro de la historia internacional. Quizás por falta de información, o por falta de interés, o por principio. Los profetas escritores de aquella época tuvieron un horizonte más amplio.
Al faltar dicho horizonte amplio, falta la motivación compleja de muchos hechos que el autor cuenta o recoge. Esto se puede suplir en bastantes casos con datos sacados de los libros proféticos.
El principio teológico. La historia del pueblo y de la monarquía se desarrolla bajo el signo de la alianza, que constituye a Israel como pueblo de Dios y le exige fidelidad exclusiva y cumplimiento de los mandatos; cumplimiento e incumplimiento se sancionan con bendiciones y maldiciones. Es un código de retribución basado en la relación personal del pueblo con su Dios.
La fidelidad exclusiva toma al principio la forma de veneración y culto exclusivos al Señor, eliminando todo politeísmo, idolatría o sincretismo; los lugares de culto están diseminados por el país, aunque existe un santuario central para la corte y las grandes ocasiones.
Muy pronto la fidelidad exclusiva se encuentra amenazada en los santuarios locales: dioses y cultos de fertilidad, introducción de dioses extranjeros, imágenes prohibidas; entonces surgió la idea de atacar el mal en su raíz, purificando constantemente los cultos locales, hasta extirparlos con una fuerte centralización del culto. En ese momento la fidelidad exclusiva al Señor toma la forma de culto en un solo templo.
Mensaje religioso. Se puede resumir en dos palabras: conversión y esperanza. El tema de la conversión del pueblo y el perdón de Dios está presente a lo largo de toda esta historia. La fidelidad del pueblo no es lo último, la fidelidad de Dios la abarca y la desborda. La destrucción no es lo último, la historia continúa. No solo la historia universal –que continúa cuando desaparece Siria– sino la historia de Israel como pueblo de Dios.
El autor no quiere contar la historia de un pueblo desaparecido, sino que habla a los hijos y a los nietos, llamados a continuar la historia dramática. No por méritos del pueblo, sino por la fidelidad de Dios, quedan más capítulos por vivir en la esperanza.
1,1-53 Salomón sucede a David. La sucesión de David es un momento delicado en la historia de la monarquía. El Señor ha prometido al hijo de Jesé que le construiría una casa, es decir, una dinastía estable; hasta ahora la sucesión ha sido una experiencia trágica: Amón, el primogénito, asesinado por su hermano Absalón; éste, muerto víctima de su ambición. ¿Qué va a suceder ahora que el rey está viejo y débil?
¿Gobierna realmente el rey? ¿Será capaz David de asegurarse un heredero que continúe su gran creación? ¿Cómo cumplirá el Señor su promesa?
Por orden de edad le correspondería la sucesión a Adonías (5), el cuarto de los hijos nacidos en Hebrón (cfr. 2 Sm 3,4), si bien la razón de edad no es decisiva en aquella monarquía. David hace tiempo que ha elegido a Salomón, el hijo de Betsabé y hasta se lo ha prometido con juramento a la madre. Probablemente ha descubierto en el joven una prudencia y habilidad por las que destaca entre los demás príncipes reales.
El juramento debió de ser privado, secreto compartido por Betsabé y Natán. Adonías, que siente amenazado su supuesto derecho de sucesión decide precipitar los acontecimientos, aprovechándose de la senilidad de su padre, para llegar al trono antes de que sea tarde. Se repite con variaciones la historia de Absalón.
El banquete que organiza Adonías (9s) lo llamaríamos una proclamación solemne de la candidatura, más que un comienzo formal de su reinado. Es lógico que no invitara a Salomón, no se le ocultaban las preferencias del anciano rey. Salomón era el verdadero rival, mientras que los otros hijos del rey parecen reconocer los derechos del mayor.
Natán interviene para aclarar la situación. Esta vez no actúa obedeciendo a un oráculo de Dios sino apoyado en un juramento de David. Natán excita el celo materno de Betsabé, la rivalidad con Jaguit y la asusta con un peligro de muerte para ella y su hijo (12). ¿Exagera otra vez el profeta? Natán tiene que mover a Betsabé a intervenir en el juego; basta que los argumentos impresionen a la mujer, no hace falta que sean rigurosamente exactos.
Lo que Betsabé descubre al entrar es un anciano atendido por una enfermera (15): el narrador nos coloca en el punto de vista del personaje. Betsabé pone ante los ojos de David la expectación del pueblo (20), quiere forzarlo a desempeñar su papel en la historia. La ambigüedad ha de concluir, el secreto se ha de hacer público.
Betsabé ha apelado al juramento (21): por él se ha ligado el rey al Señor, y cometería perjurio al no cumplirlo; además, debe actuar por respeto al pueblo, que quiere ver asegurada la sucesión con la autoridad y prestigio del rey, no sea que, al morir sin haber nombrado heredero, estalle la guerra civil.
David recobra al instante su lucidez y su energía (28-30). Con un nuevo juramento, que señala el plazo inmediato de la ejecución, refrenda el juramento precedente. Parece como si el narrador jugase con el nombre de Betsabé, que significa «Hija del juramento».
2,1-46 Testamento de David – Salomón y sus enemigos. Los grandes caudillos de Israel acostumbraban a reunir a sus hijos antes de morir para declararles su última voluntad y pronunciar sobre ellos la bendición final. Recuérdese las bendiciones de Jacob (Gn 49) y de Moisés (Dt 33). Recuérdese el testamento de Josué (Jos 23–34) y de Samuel (1 Sm 12).
La escuela deuteronomista no sólo ha dado forma literaria al testamento de David, sino que ha dejado impresa en él la huella de su teología. Condiciona la permanencia de un sucesor sobre el trono de Israel al cumplimiento de los mandamientos y preceptos de la Ley de Moisés, mientras que la formulación en la profecía de Natán era expresamente incondicional (cfr. 2 Sm 7,14-16).
El cuerpo del testamento se ocupa de tres casos personales pendientes de solución: Joab, Semeí, Barzilay (5-9). La lectura de estas líneas produce una impresión penosa; pero antes de juzgarlas, debemos esforzarnos por comprender las razones de David según la mentalidad de entonces.
La sangre pide venganza (justicia vindicativa) y se aplaca con la sangre del asesino; de lo contrario contamina la tierra y recae sobre el encargado de vengarla. Si David, al morir, no repara ese estado de injusticia, legará a su hijo una carga maldita. Esto dice el versículo 5, que ha sido mal entendido e interpretado, ya desde tiempos antiguos.
Para ambos casos David apela a la sabiduría de Salomón. Un rey sabio no puede dejar impune la injusticia y el crimen. Se oponen «ir en paz al otro mundo» e «ir manchado en sangre».
Para consolidar su posición, Salomón se adelanta a eliminar enemigos presentes y potenciales, en parte cumpliendo el testamento de su padre, en parte vigilando a su rival. Esta primera etapa sangrienta de consolidación es el tema del presente capítulo. Que la continuidad dinástica y el reino del rey prudente se tengan que asegurar con un baño de sangre, es algo que el narrador ni disimula ni encuentra escandaloso.
Se trata de cuatro figuras insignes y representativas: Adonías por la casa real, Joab por el ejército, Abiatar por el sacerdocio, Semeí por la tribu de Saúl. Cada uno poderoso a su manera; unidos, capaces de derrumbar la casa del rey.
Luego comienza la gran tarea de consolidar la obra de David haciéndola progresar en los aspectos fundamentales de la vida ciudadana. Al reinado de signo militar de David sigue el reinado pacífico de Salomón en el que progresa la vida ciudadana: administración política, diplomacia y comercio exterior, arte y literatura, religión. Ésta será la gran contribución del nuevo rey. Su nombre lo ha predestinado para la tarea, su sabiduría le ayudará a realizarla.
La conclusión que se deduce es que nuestro texto ha sido redactado durante el destierro y constituye un llamamiento implícito a la conversión. Quiere hacer saber a la generación del destierro que la continuidad dinástica estaba subordinada al cumplimiento de las cláusulas de la alianza. O sea, el único camino para la restauración de la monarquía pasa por la conversión y la fidelidad a la Ley de Moisés.
3,1-15 Visión de Salomón. El biógrafo destaca en Salomón tres facetas: sabio (capítulos 3–5), constructor (capítulos 6–9), rico (capítulo 10). De las tres, la que se lleva la preeminencia es la sabiduría: «Dios concedió a Salomón una sabiduría e inteligencia extraordinarias y una mente abierta como las playas junto al mar. La sabiduría de Salomón superó a la de los sabios de Oriente y de Egipto» (5,9s).
La sabiduría de Salomón abarca todos los campos. Nuestro texto subraya su sabiduría como gobernante. Como prueba aduce el que ha venido a llamarse «juicio de Salomón» (3,16-28). La sabiduría de Salomón como gobernante se puso de manifiesto también en la reorganización administrativa interna del reino y en la planificación de la política exterior.
La sabiduría de Salomón se extendió asimismo a las letras y a las artes.
Lo que el texto acentúa con más fuerza es que toda esta sabiduría es un don de Dios. Le ha sido otorgada en el marco del santuario de Gabaón, como fruto de la oración, acompañada de sacrificios.
La mejor prueba de la sabiduría del rey de Jerusalén es su misma oración. Es una oración sabia e inteligente; por eso agradó al Señor. Salomón no se dejó llevar del egoísmo en su plegaria sino que pidió a Dios buen criterio para juzgar, para saber discernir entre el bien y el mal: en una palabra, pidió acierto en el arte de gobernar.
La respuesta de Dios habla de la largueza con que el Señor otorga sus bienes. Podríamos evocar a este propósito la «medida buena, apretada, sacudida y colmada» de que habla el Evangelio (Lc 6,38). Juntamente con la sabiduría Dios otorgó a Salomón inmensas riquezas: «El rey Salomón sobrepujó a todos los reyes de la tierra en riqueza y sabiduría» (cfr. 10,14-29).
3,16-28 El juicio de Salomón. El arte de gobernar se realizaba en gran parte en el arte de juzgar (16-28). Un ejemplo de ello es la presente narración, contada con cierto gusto popular, con viveza de detalles, sin temor a repeticiones. Se supone que las dos rameras no se van a esmerar en la veracidad, y la sagacidad del juez se revelará en descubrir quién de las dos dice la verdad. El juez auténtico conoce el corazón, que se encubre con falsas palabras y se descubre y traiciona ante los hechos (cfr. Prov 25,2).
4,1-20 Administración del reino. A medida que se centraliza el gobierno, crece el aparato administrativo. Saúl fue todavía un jefe carismático. David comenzó la división de funciones y cargos estables. Salomón completa la tarea, aleccionado probablemente por la práctica de Egipto.
No todos los cargos se pueden describir con suficiente exactitud; además, el texto hebreo presenta algunas incoherencias que se han de corregir con ayuda de la versión griega o de la lista correspondiente de las Crónicas. Aunque los cargos, en rigor, no sean hereditarios, el rey parece preferir cierta continuidad de las familias.
En otros tiempos Israel era una confederación algo floja de doce tribus, con distinción étnica y, más tarde, también territorial; Salomón recoge el esquema antiguo, respetando en parte el carácter de las tribus y estableciendo nuevas fronteras.
En la división territorial, una serie de ciudades cananeas aparecen plenamente incorporadas a Israel. Los gobernadores tenían que proveer no sólo para los gastos administrativos, sino para todas las construcciones de la capital y la vida opulenta del soberano: muy pronto serán agentes del descontento general.
5,1-14 Riqueza y sabiduría. En dos series, estos versos exaltan las riquezas y sabiduría extraordinaria del rey Salomón. El orden de los versos es algo anormal, y la versión griega ofrece el siguiente orden: 7-8.2-4.9-14 (omite 5-6).
En la primera serie (1-8) nos llama la atención un contraste: la paz exterior e interior que permite a los ciudadanos una vida sencilla y apacible y por otra el fasto real alimentado de tributos externos e internos. El narrador no parece sentir el contraste, antes bien se goza enumerando. Puede reflejar una primera impresión de orgullo en el pueblo al conocer la riqueza y prestigio de su rey, «más que los demás»; pero este sentimiento cambiará pronto. Es verdad que bajo Salomón subió el nivel de vida en Israel, pero también comenzaron de modo alarmante diferencias sociales irritantes.
La sección de los versículos 9-14 obedece al deseo de acumular aspectos de cultivo de la sabiduría. Importa menos que algunos datos sean pura leyenda o estén teñidos de tonos legendarios; difícilmente se puede negar que con Salomón comienza oficialmente en Israel una nueva corriente intelectual, que va a convivir con la profética, completando con su humanismo la revelación. Salomón no inventó esta sabiduría: era patrimonio universal siglos antes de que existiera la monarquía israelita (Egipto y Mesopotamia, por ejemplo). Bajo Salomón comienza a circular en Israel una corriente de intercambios culturales. La misma tradición que ha hecho a David el iniciador del canto litúrgico, hace ahora a Salomón padre espiritual de gran parte de la literatura sapiencial.
5,15-32 Alianza con Jirán de Tiro. Esta sección coloca los preparativos para edificar el templo en el contexto de la política y comercio internacionales; o bien, subordina éstos a la gran tarea de construir el templo. Los fenicios o sidonios fueron un pueblo pacífico y comerciante, más ciudadano del mar que de la tierra firme, con un territorio rico en árboles y pobre en sembrados. Para su comercio era muy útil contar con un estado firme y poderoso en Palestina; por eso el rey de Tiro se entiende bien con el rey David y procura renovar la amistad con el sucesor.
Según la teología oficial, la construcción del templo depende totalmente de la aprobación de Dios. Más aún, se decía en Babilonia y lo recoge la Biblia (cfr. Éx 25,40), que Dios mismo revela el modelo, imagen de la estructura celeste. Aquí el narrador se contenta con una referencia a 2 Sm 7.
La carta de Salomón, tal como la presenta el autor (17-20), es una bella lección de teología para justificar la compra de madera de cedro. Es verdad que aquella madera fue apreciadísima en la antigüedad: hasta los reyes de Mesopotamia viajaban para robarla o comprarla; los gigantescos cedros, más viejos que muchas generaciones humanas, se podían considerar como plantados por Dios mismo (cfr. Sal 104,16).
A la lectura de la carta reacciona Jirán (21-23) con una bien ensayada acción de gracias al Dios de Israel, en la que entra una solícita alabanza del rey Salomón y de su pueblo. El narrador se complace en este homenaje extranjero.
6,1-38 Construcción del templo. Este capítulo comienza solemnemente, señalando con toda precisión la fecha. Para el autor que escribe estas líneas, la construcción del templo inaugura una nueva etapa en la historia de Israel, al mismo tiempo que cierra la gran etapa de la peregrinación, desde Egipto hasta el descanso en la tierra prometida. El Dios peregrino, que acompañó a su pueblo peregrino, se hace ahora Dios urbano, tomando residencia entre su pueblo.
En cuanto a nosotros, si consideramos que aquel habitar del Señor en el templo entre los suyos era el preludio de su habitación en Cristo entre los hombres, sabremos leer estas páginas a la vez con respeto y con libertad.
Como el novio del Cantar describe el cuerpo amado y sus joyas, así nuestro narrador se complace en describir la forma, las proporciones y la ornamentación del templo amado.
El oráculo (11-13) anuncia que el Señor acepta el templo y explica su sentido. Pero a la luz de los acontecimientos del año 586 (destrucción del templo y destierro del pueblo), la promesa resulta condicionada.
7,1-12 Construcción del palacio. La descripción del palacio es menos precisa, sólo se detiene en los edificios accesibles al público donde el rey impartía justicia. Hay que recordar que el rey era la suprema instancia, y que juzgar era una de sus principales actividades (7).
7,13-51 Trabajos para el templo. Se mencionan dos columnas exentas erigidas ante el santuario (15-22). Su función era simbólica, pero no sabemos exactamente lo que simbolizan, si las columnas de fuego y nube del desierto, o la presencia de Dios y del rey, o bien las columnas cósmicas del cielo y de la tierra. Tampoco conocemos el sentido de sus nombres, lo cual ha dado origen a múltiples interpretaciones. La traducción ofrecida respeta las raíces de los dos nombres, sin más pretensiones.
Este depósito a que se hace alusión (23-26) se llama en hebreo «El Mar», lo cual podría indicar un significado cósmico, el océano rebelde y domeñado. La descripción de los palanganeros (27-39) es técnica y complicada, y contiene muchos detalles que no entendemos. Sus proporciones son enormes; aún sobre ruedas, se moverían con dificultad.
8,1-66 Dedicación del templo. El nombre de Salomón va asociado a la construcción y a la inauguración del templo de Jerusalén, que marca una fecha clave en la historia bíblica (cfr. 6,1).
En el templo encontró morada y reposo definitivo el Arca de la alianza. Peregrina con el pueblo durante los años del desierto, al entrar en la tierra prometida el Arca fue instalada sucesivamente en Guilgal, en Siquén y en Siló. Desde aquí fue llevada al frente de batalla, donde cayó en manos de los filisteos, que la tuvieron bajo su control hasta los días de David, que la trasladó a Jerusalén. Aquí fue instalada, primero en casa de Obededón, luego en la tienda y hoy finalmente la vemos tomar posesión definitiva del templo.
Si se exceptúan las salidas que tenían lugar con motivo de las procesiones litúrgicas (cfr. Sal 132), el Arca, mejor dicho, la gloria de Dios ya no abandonará el santuario hasta el 587, en que, destruida la ciudad y el templo, el Señor se exilia con los desterrados camino de Babilonia (cfr. Ez 11,22-24). El mismo Ezequiel (cfr. Ez 43,1-12) describe el retorno de la gloria o presencia divina a su morada de Jerusalén.
La nube como representación de la presencia del Señor en medio de su pueblo es un tema clásico (cfr. Éx 40,34s). En este contexto se encuadra la expresión de Lc 1,35: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra», que parece inspirarse en la teología de la nube como símbolo de la presencia de Dios y de su poder fecundante. Es también Lucas el que habla de la nube que ocultó a Jesús en su ascensión al cielo, para indicarnos no su ausencia, sino su cambio de presencia entre nosotros (cfr. Hch 1,9).
En realidad, la imagen de la nube, que podría tener su origen en la cortina de incienso que llenaba el santuario durante las celebraciones litúrgicas, era muy apta para plasmar la presencia divina, trascendente e inmanente al mismo tiempo.
En la oración, de cuño deuteronomista, se destacan los temas siguientes. En primer lugar, la fidelidad. La historia bíblica está construida, en buena parte, sobre el esquema «promesa-cumplimiento». Desde sus mismos comienzos, la historia sagrada está jalonada de una cadena sucesiva de promesas, que se van cumpliendo a plazo más o menos largo. Este esquema pone de relieve dos ideas teológicas: por una parte, la fidelidad de Dios en cumplir su palabra, y, por otra, la eficacia de las palabras o promesas divinas, que vienen a ser como el principio dinámico y desencadenante de la historia de la salvación.
Sigue el tema de la trascendencia divina: «¿Es posible que Dios habite en la tierra? Si no cabes en el cielo y en lo más alto del cielo, ¡cuánto menos en este templo que te he construido!» (27). Es la eterna tensión entre trascendencia e inmanencia. Posiblemente estas palabras de Salomón, de origen deuteronomista, tienen un trasfondo polémico contra ciertas tradiciones y autores que subrayaban excesivamente la inmanencia de Dios y circunscribían su presencia a los recintos sagrados. Los deuteronomistas quieren dejar bien claro que Dios es inabarcable y que no solamente los santuarios sino ni siquiera los cielos lo pueden contener.
Finalmente, la oración apela de una manera general a la condescendencia y misericordia de Dios: «Escucha la suplica de tu siervo y de tu pueblo, Israel, cuando recen en este sitio; escucha tú desde tu morada del cielo, escucha y perdona» (30).
La apertura universalista (41-43) es propia del tiempo del destierro (segundo Isaías) y del período postexílico. El tercer Isaías (cfr. Is 56,6) nos ofrece un buen contexto para encuadrar estos versículos de la oración de Salomón.
El tema de Jerusalén y del templo como centro de gravedad de todos los pueblos de la tierra da lugar a múltiples composiciones y poemas (cfr. Zac 8,20-22).
Con todo, conviene notar que todavía no es el universalismo del Nuevo Testamento. En el Antiguo Testamento Jerusalén sigue teniendo una preeminencia que coloca a los demás pueblos en situación de inferioridad. En el Nuevo Testamento, la adoración es en espíritu y en verdad (cfr. Jn 4,21-24). El universalismo adquiere, además, en el Nuevo Testamento un carácter más personal y profundo: «Los que se han bautizado consagrándose a Cristo se han revestido de Cristo. Ya no se distinguen judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos ustedes son uno con Cristo Jesús» (cfr. Gál 3,27s). En el Nuevo Testamento ya no hay un pueblo elegido (Israel) y una Ciudad Santa (Jerusalén), a la que todos los demás pueblos hayan de venir a rendir homenaje y pleitesía, sino que todos, sin distinción alguna, son hijos de Dios y hermanos de Cristo, con los mismos títulos y privilegios.
9,1-9 Nueva aparición y oráculo. Como respuesta a una súplica aparece el oráculo divino anunciando la concesión. Como Salomón ha sido el protagonista de toda la ceremonia, parece que le toca recibir el oráculo sin intermediarios.
9,10-14 Eres Cabul. Con las ciudades paga el oro: por Galilea pasaba una de las más importantes rutas comerciales, lo cual era de gran valor para un pueblo comerciante como los fenicios; las ciudades podrían servir para protección y aprovisionamiento de las caravanas. Pero por lo visto Jirán esperaba recibir terrenos de cultivo, con los que compensar la escasez de Fenicia; quizás a Salomón le interesaba seguir exportando grano a su vecino. (Para otra versión léase 2 Cr 8,2).
9,15-28 Reclutamiento de trabajadores. La antigua muralla de la «Ciudad de David» se ensancha para abarcar las nuevas dimensiones de la capital; así conserva Jerusalén su viejo carácter de plaza fuerte y su capacidad de resistir. Salomón moderniza su ejercito incorporando un cuerpo de carros, al estilo de otras naciones.
Los fenicios eran los grandes marineros de la antigüedad, señores por mucho tiempo del Mediterráneo. Salomón se abre un camino marítimo por el sur (26-28), en la punta del golfo de Aqaba; ello exigía tener sometido y en paz a Edom.
Ofir es en el Antiguo Testamento el país del mejor oro, hasta sonar casi como nombre legendario.
10,1-29 Visita de la reina de Sabá – Comercio exterior y riquezas. La visita de la reina de Sabá es un episodio que ilustra las afirmaciones genéricas del capítulo 5, exaltando la sabiduría y riquezas de Salomón. A través de rasgos probablemente legendarios, nos permite apreciar la actividad comercial del rey.
No eran los fenicios los únicos comerciantes de la época: por el sur de la península de Arabia zarpaban naves mercantes hacia India y África; al norte, Fenicia concentraba el comercio marino. Por tierra las caravanas, flotas del desierto, eran el gran medio de comunicación mercantil: al norte, Damasco era un nudo importante entre Mesopotamia y Egipto o Arabia del sur; al sur, varios reinos árabes se repartían la tarea, a uno de ellos pertenecía la reina de la historia. Israel se encuentra en posición de tránsito obligado para buena parte del comercio, y la expansión territorial de David ha sentado las bases para una expansión comercial. Al asomarse al golfo de Aqaba, entra Salomón en relaciones obligadas y pacíficas con los mercaderes del sur; gracias a su tratado con Tiro y a sus relaciones con Damasco, Israel llega a ser una auténtica potencia de intercambios comerciales.
Con las palabras de la reina (7-9) el autor realiza una gran valoración al gobierno de Salomón: primero, le atribuye una sabiduría espectacular que sorprende al visitante; segundo, su sabiduría enseña e instruye cotidianamente a los súbditos; tercero, y es el don que Dios otorga por amor al pueblo, su gobierno justo. Poniendo estas palabras en boca de una reina, el autor realza el valor del testimonio: el rey está en función del pueblo para la justicia.
11,1-13 Idolatría de Salomón. Las sombras de reino salomónico se resumen en una sola palabra: idolatría.
En el aspecto religioso, el establecimiento de las tribus israelitas en la tierra de Canaán supuso un grave deterioro. El contacto con los cananeos, sus santuarios, sus dioses y sus cultos, tuvo para el yahvismo fatales consecuencias. Este deterioro religioso se agravó más con el establecimiento de la monarquía. Uno de los peligros de la monarquía, bien subrayado por la corriente antimonárquica, era el de la secularización de la teocracia. En vez de vivir pendientes de la fe en el Señor, los reyes buscaban el apoyo en un ejército fuerte y en la política de alianzas.
En el caso concreto de Salomón, la política de alianza se llevó a cabo, en buena parte, a base de combinaciones matrimoniales. Este hecho y el amplio harén del suntuoso rey trajo a Jerusalén buen número de mujeres extranjeras, que exigían templos paganos para seguir dando culto a sus respectivos dioses. Estos santuarios eran frecuentados por las esposas del rey y sus correspondientes séquitos, y también por las colonias permanentes o de paso, que estos países extranjeros tenían en la Ciudad Santa. El propio Salomón, por complacer a sus mujeres, debía frecuentar, a veces, los lugares idolátricos y posiblemente con él otros dignatarios de la Corte y gente del pueblo. En una palabra, la idolatría se veía favorecida desde el poder.
De la gravedad de los hechos hablan bien claro los textos del Deuteronomio, que, aunque escritos posteriormente, no por eso son menos significativos (cfr. Dt 7,1-6).
11,14-43 Rebeliones contra Salomón. Las diferencias culturales y tensiones políticas entre norte y sur han sido y siguen siendo frecuentes en el mundo a nivel nacional e internacional. A pesar de su pequeñez, en Palestina existió siempre el mismo problema. Aparte de otros muchos datos y manifestaciones, el hecho quizás más significativo en este sentido sea la diferencia que establecen siempre los textos entre el reino de Judá y el reino de Israel, o sea entre el reino del sur y el reino del norte, incluso cuando estuvieron unidos en las personas de David y Salomón.
El autor sagrado hace valer, sobre todo, motivos de orden religioso y presenta la división como un castigo por la apostasía idolátrica de Salomón.
La restauración de la unidad será una aspiración, que se dejará sentir, sobre todo, en tiempo del destierro, léase, por ejemplo Ez 37,15-28. Es un texto lleno de nostalgia ecuménica y, por tanto, de plena actualidad para nuestros días. La división del reino de aquellos tiempos tiene cierto paralelismo con la división interna de la Iglesia cristiana de hoy.
12,1-24 El cisma. Después del cisma político viene el religioso. Más aún, el segundo viene a reforzar el primero. Siempre el factor religioso ha jugado un papel importante en la vida de los pueblos, especialmente de los antiguos, y de una manera muy singular en Israel, organizado en forma de teocracia.
Con el fin de consolidar el nuevo reino, Jeroboán decide reorganizar y potenciar los santuarios del norte para evitar que los israelitas continúen haciendo sus visitas y sus peregrinaciones al templo de Jerusalén. Además de seguir alimentando el apego al santuario del Arca, estas visitas a Jerusalén contribuían a fortalecer el reino del sur desde todos los puntos de vista, incluso desde el económico, aunque no fuera más que por razón de las víctimas y ofrendas que los peregrinos llevaban consigo.
Jeroboán no solamente reorganiza los santuarios del norte, sino que además plantea esta reorganización con la máxima habilidad política, orientada a contrarrestar la fuerte atracción que ejercía sobre los israelitas la ciudad de David y el suntuoso santuario de Salomón. La primera medida política es revitalizar santuarios venerados por su antigüedad y por su solera en la historia del pueblo. De ahí, la elección de Betel, consagrado por la presencia de Abrahán y centro de la vida de Jacob-Israel. Igualmente Dan se remonta al tiempo de los Jueces. Es bien posible que fueran restaurados otros santuarios más. El texto nombra solamente Dan y Betel, porque señalan los límites norte y sur del reino. La habilidad política de Jeroboán se demuestra también en la forma de representar la divinidad: adopta el símbolo de los toros, que era la costumbre cananea y podía ser más expresivo para el pueblo. El pueblo debía sentirse asimismo halagado al ver salir de entre sus filas a los sacerdotes que iban a servir en los santuarios. Finalmente instituyó una gran fiesta en el otoño, para que los habitantes del norte no sintieran nostalgia por la fiesta de las Chozas de Jerusalén.
Según los autores deuteronomistas, el cisma de Jeroboán, sobre todo el religioso, es una especie de pecado original, que vicia de raíz el reino del norte, el cual está condenado a la ruina desde el día de su nacimiento.
12,25-33 El culto cismático. Jeroboán no olvida el peso decisivo del factor religioso en la política: la lección la ha enseñado David. ¿Quién podrá competir con la magnificencia del templo salomónico? El rey procura contrarrestar esa fuerza de atracción, apelando a otros valores.
Uno es la antigüedad y tradición: Betel está ligado a Abrahán. Dan se remonta al tiempo de los Jueces, y es un centro de atracción para las tribus del norte. Segundo, el culto con imágenes, al estilo cananeo, atrae al pueblo con más fuerza que el culto sin imágenes de Jerusalén. Tercero, escoge entre el pueblo los sacerdotes, sin privilegios cortesanos: las relaciones familiares así creadas vincularán al pueblo con el nuevo culto. Cuarto, instituye una gran fiesta de peregrinación popular en otoño.
Para el autor que escribe en tiempos de la reforma de Josías, éste es el pecado original del reino del norte: Jeroboán lo inicia, otros reyes lo repiten y continúan, la destrucción del reino le pondrá término (30). Junto a este pecado, la erección de santuarios en las colinas es simple agravante.
13,1-34 El profeta de Judá. Este capítulo está dominado por la Palabra de Dios: la envía el Señor desde Judá por medio de un profeta anónimo, es más fuerte que el altar de piedra, más que el brazo del rey. Es anuncio y mandato: el anuncio se cumplirá, el mandato no cumplido se venga en un nuevo oráculo. La profecía traza un arco desde aquí a su cumplimiento en 2 Re 23,15-19; es una de las técnicas de composición de este libro.
Hasta aquí se ha cumplido la orden del Señor en todos sus detalles. Aquí podría terminar el episodio. El narrador continua con otro episodio íntimamente ligado al anterior y algo enigmático (10).
¿Por qué tanto interés en extraviar a su colega? ¿Quería tentar su fidelidad? ¿Quería pervertirlo por celos? ¿Quería comprobar la validez del oráculo? Lo último parece lo más probable, a la luz del desenlace de la historia. Si el profeta seguía su camino, la obediencia a Dios autenticaba su misión; si el profeta desobedecía y quedaba impune, su misión era dudosa; si desobedecía y era castigado, su misión era auténtica. Esta explicación supone que al profeta no le habían bastado los dos signos contados por sus hijos, el del altar y el de la mano real.
De nuevo tenemos que comentar: este modo de buscar razones y explicaciones, ¿es el mejor modo de comprender y explicar el extraño episodio? ¿No deberíamos más bien contemplar el dinamismo dialéctico de la Palabra de Dios por encima de la lógica humana?
El autor que preservó aquí el relato parece que quería subrayar tal aspecto. Las narraciones proféticas son una de las características de este libro. Además el relato explica la razón de un sepulcro de dos profetas anónimos en Betel (cfr. 2 Re 23).
Esa guardia fúnebre de los dos animales reconciliados (24) sabe a leyenda hagiográfica. Como la piedra del altar obedeció a la Palabra del Señor, así obran los animales hasta donde Dios les permite –El león es el animal emblemático de Judá, pero el autor no parece advertir la coincidencia–.
14,1-20 Sentencia contra Jeroboán. El episodio recuerda por su comienzo la visita de Saúl a la bruja de Endor. Ajías termina sus días en la ciudad del viejo santuario, llena de recuerdos de Samuel, y es como otro Samuel condenando al rey de Israel. Ajías está casi ciego, pero escucha agudamente y distingue los ruidos, escucha la voz interior del oráculo y ve el final trágico y próximo de la dinastía que él mismo ha instaurado. La consulta del rey es a la vez familiar y dinástica.
La muerte del niño (12) es castigo al padre (recuérdese el primer hijo de David y Betsabé), no al hijo. El autor no se extraña de que muera un inocente. Más bien se trata de un favor: Dios lo preserva de la catástrofe general y le concede a él solo el honor póstumo del sepulcro.
14,21-31 Roboán de Judá. De Roboán el autor escoge sólo la campaña del faraón Sisac. El faraón se gloría en una inscripción del templo de Karnak de haber conquistado muchas localidades de Judá e Israel (sin hacer tal distinción).
El narrador quiere que nos fijemos en los contrastes: Salomón se casa con una hija del faraón, Roboán tiene que someterse. Símbolo de la decadencia son esos escudos de oro: si el oro abundaba hasta quitarle valor a la plata, ahora el bronce es lo más preciado que le queda a Roboán, y aun eso lo tiene que custodiar con cautela.
La lista de pecados (22-24) es bastante convencional, salvo el detalle de la prostitución sagrada (recuérdese Baal-Fegor, Nm 25). De la decadencia religiosa proviene la decadencia política.
A pesar de todo, hay algo que continúa: Jerusalén sigue siendo la ciudad elegida, el rey es enterrado con los antepasados, le sucede su propio hijo. Aunque humillada, la dinastía de David vive de la promesa del Señor (31).
15 22,41-54 Reyes de Judá e Israel. En adelante el autor tiene que dirigir alternativamente la mirada al reino del norte y al del sur: para él, ambos son parte del pueblo de Dios. Durante los próximos cuarenta años pasan dos reyes por el trono de Judá, cinco por el de Israel en dos cambios de dinastía. Toda esta época agitada se reduce en el libro a unas cuantas valoraciones religiosas. A veces, sólo queda el esquema sin los hechos; de ordinario, la explicación del autor resulta simplista. El lector no encuentra satisfechas sus curiosidades históricas, ni resueltas sus dudas: a ratos se aburre, a ratos se irrita. Si reflexionando vence la desazón, podrá abrirse a la sorpresa: ese autor que tiene a su disposición los archivos o anales, los consulta para ir citando a los reyes ante el tribunal de la historia, y, tras un juicio sumario o sumarísimo, dicta sentencia con gesto soberano. Sentencia, no según leyes humanas, no según valoraciones comunes, sino según la aprobación o desaprobación de Dios. Y esto lo hace el autor con unos monarcas «por la gracia de Dios». Si leemos estas páginas y paralelamente leemos algunos salmos reales (p. ej., Sal 2,20; 21,45; 72; 110), apreciaremos la enorme tensión a que está sometida la teología de la realeza. La polaridad, la tensión entre fuerzas opuestas es lo que define esta teología, y no un par de principios claros y fácilmente armonizables. Fuerzas del idealismo y del realismo, de la esperanza y la desilusión, de la elección y la rebelión. La historia sagrada de la monarquía no es una historia edificante. El que la contó pertenece, según la tradición judía, a los «profetas anteriores».
17,1-24 Elías: la sequía. El nombre de Elías, que significa «Yahvé es mi Dios», es el mejor resumen de su vida y de su ministerio; porque Elías es, ante todo, el campeón del yahvismo. La crisis del yahvismo había llegado al límite de vida o muerte. Las causas remotas de la crisis se remontaban a los días del establecimiento del pueblo en la tierra de Canaán. El contacto con la religión cananea, sus dioses y sus cultos, tuvo consecuencias muy negativas para la fe yahvista. El advenimiento de la monarquía empeoró la situación.
En el reino del norte la crisis alcanza su momento álgido durante el reinado de Ajab-Jezabel. El matrimonio del rey de Israel con esta princesa fenicia había sido fatal para la causa yahvista. No solamente hizo construir un santuario a Baal en la propia capital del reino, Samaría, sino que llevó a cabo una política abiertamente favorable al baalismo, al tiempo que se embarcó en una ofensiva contra el yahvismo, dando muerte a sus profetas.
En este contexto dramático se encuadra la misión de Elías. Samuel protagonizó la transición del régimen tribal a la monarquía. Natán fue el encargado de canonizar la dinastía davídica. Ajías de Siló anunció la división del reino. Todos ellos marcaron momentos claves de la historia y los profetas se vieron obligados a asumir la responsabilidad. Pero a ninguno le correspondió un momento y un ministerio tan difícil como a Elías. Quizás por esa razón Elías ha sido la figura elegida para representar el profetismo, al lado de Moisés como representante de la Ley.
La sequía de suyo es un hecho bastante banal y corriente en la climatología palestinense. En sí misma no tiene gran interés y tampoco los detalles cronológicos y folklóricos que la acompañan. La sequía tiene valor de signo. Es la señal del disgusto de Dios ante la ofensiva antiyahvista que se ha desencadenado en el reino del norte, planeada y estimulada desde el poder mismo.
18,1-46 Juicio de Dios en el Carmelo. Baal era considerado como el dios de la lluvia y consiguientemente como el abogado de la fertilidad y de las buenas cosechas. En realidad, en Palestina lluvia y buenas cosechas están en proporción directa (cfr. Dt 11,10-16). De ahí que la multiplicación milagrosa de la harina y del aceite realizada por Elías en nombre del Señor, se inserta asimismo en un contexto polémico contra Baal y contra sus patrocinadores, los reyes de Samaría.
Elías le da la batalla al baalismo en su propio terreno. Es decir, le atribuye al Señor los mismos títulos y actividades que el pueblo idólatra aplicaba a Baal. Toda esta pedagogía entraba dentro de un esfuerzo titánico por salvar del naufragio la fe yahvista.
En el milagro de Sarepta entran otra serie de motivos secundarios, entre los que destaca el tema universalista, recogido luego por el Nuevo Testamento (cfr. Lc 4,26). La viuda de Sarepta simboliza y personifica a la gentilidad llamada a la fe. El milagro pone asimismo de relieve la confianza de Elías y de la viuda. A pesar de todas las apariencias en contra, Elías se fía en la Palabra de Dios y mantiene su fe hasta el final. Igualmente la viuda obedece apoyada en la palabra de Elías. Lo mismo que la viuda del evangelio (cfr. Mc 12,38-44), la mujer de Sarepta da pruebas de una gran generosidad. La generosidad perfecta no consiste en dar mucho o poco sino en darlo todo. El milagro de Sarepta, lo mismo que el del torrente Kerit (cfr. 17,1-6) ponen de manifiesto la solicitud y providencia de Dios en favor de sus profetas.
La resurrección del hijo de la viuda (probablemente la mujer de Sarepta de 1 Re 17,7-16), lo mismo que los demás milagros atribuidos a Elías se encuadran en una perspectiva de polémica contra la religión cananea del dios Baal.
La mujer, probablemente la viuda de Sarepta, es decir, una extranjera, pronuncia una confesión de fe en Elías como hombre de Dios y portavoz del Señor: «Ahora reconozco que eres un profeta y que la Palabra del Señor que tú pronuncias se cumple» (24). Al verse sanado de la lepra después de lavarse en el Jordán por indicación de Eliseo, Naamán el sirio pronuncia una confesión de fe muy similar (2 Re 5,15). En el discurso programático que Lucas pone en boca de Jesús al comienzo de su ministerio en Galilea se hace mención de la viuda de Sarepta y de Naamán el sirio como representante de la gentilidad que recibe el evangelio y entra en la Iglesia (cfr. Lc 4,25-27).
El reto que Elías había lanzado al baalismo alcanza su momento culminante, lleno de dramatismo, sobre la cima del Monte Carmelo. En realidad se trataba de un escenario apto y adecuado. Desde siempre parece ser que el Carmelo había sido un lugar santo, dedicado sucesivamente a distintas divinidades. Cuando la montaña fue conquistada por David, el rey instaló en ella un altar al Señor. Nuestro relato alude a que dicho altar ha sido derruido y que el culto de Baal ha sido restaurado sobre el monte.
Éste es el marco en que se encuadra el reto dramático de Elías, el campeón del yahvismo: «¿Hasta cuándo van a andar jugando a dos barajas?», diríamos en una traducción popular. «Si el Señor es el verdadero Dios, síganlo; si lo es Baal, sigan a Baal» (21). Elías encara al pueblo frente a una disyuntiva que recuerda otra escena muy similar de la Biblia, la gran jornada de Siquén presidida por Josué: Elijan hoy a quién quieren servir: al Señor o a los dioses que sirvieron sus padres al otro lado del río (cfr. Jos 24,14-24).
Elías tiene la audacia de encararse con la realidad y coloca al pueblo en la precisión de pronunciarse en un sentido o en otro. No se puede servir a Baal y al Señor a la vez. No se puede tener el corazón dividido.
La formación progresiva de las nubes y de la lluvia, se ajusta perfectamente a la topografía y a la meteorología palestinense. Desde la cima oriental del Monte Carmelo, donde el texto bíblico parece colocar el episodio, se alcanza a ver en el lejano horizonte el mar Mediterráneo, el único manantial que envía nubes y lluvia sobre la franja siro-palestinense. Por los otros flancos está rodeada de desiertos, los cuales lo único que producen son bochorno y tormentas de arena. De ahí la sentencia del evangelio: «Cuando vean levantarse una nube en oriente, enseguida dicen que lloverá y así sucede. Cuando sopla el viento sur, dicen que hará calor, y así sucede» (cfr. Lc 12,54s).
19,1-21 Elías, en el monte Horeb. Elías, perseguido a muerte, emprende una especie de peregrinación de vuelta, como remontando el pasado. Con él, algo de Israel vuelve al origen auténtico del pueblo. Empieza como fuga, empujado por la ira de Jezabel: deja la ciudad, el reino del norte, el reino del sur; en el límite de la cultura y del desierto, su huida se convierte en peregrinación: no es la fuerza de la reina que lo repele, sino la fuerza de Dios que lo atrae. En el límite urbano de la cultura un mensajero de Dios le hace comprender el sentido de su marcha. Antes del desierto, la huida ha querido desembocar en la muerte; a partir del desierto, una nueva comida milagrosa lo traslada a la experiencia del primer Israel. Las etapas del viaje son: la ciudad, el desierto, la montaña, el ángel, la presencia.
La marcha de Elías a través de los reinos del norte y del sur primero, y luego a través del desierto no es tanto un desplazamiento a través de una geografía cuanto un símbolo de la existencia humana, que pasa por una serie de altibajos, bien reflejados en las actitudes y sentimientos que se suceden en el ánimo de Elías a lo largo del camino: miedo, tedio, hastío, hambre, desesperación, conciencia de culpabilidad y al final, fortalecido con el alimento y la bebida, el caminar ilusionado y decidido hasta el monte donde Dios se le va a mostrar.
La pregunta del Señor (9) lo invita a tomar conciencia de su actividad, a desahogarse confiadamente. Interpelado por Dios, Elías se confiesa.
La revelación del Señor (11-13), nada más un pasar, es un momento capital que se ha de comparar con la que recibió Moisés, según Éx 33,18-23. Huracán, terremoto y fuego son elementos ordinarios de la teofanía (entre otros muchos textos, pueden verse Sal 50,3; 97,3-5): en ellos puede percibir el hombre una presencia de poder que transforma y consume lo más fuerte y estable. Viento y fuego están particularmente ligados a la vida del profeta. Pero Elías, el fogoso e impetuoso, descubre al Señor en una brisa tenue, en un susurro apenas audible. Primero ha tenido que alejarse de la urbe, cruzar el desierto, subir a la soledad de la montaña; después ha tenido que descubrir la ausencia de Dios en los elementos tumultuosos; finalmente, acallado el tumulto, la voz callada trae la presencia que sobrecoge.
Se repite el diálogo de antes, pero qué diverso suena (14). Aunque Elías sea una voz única y tenue salvada de la matanza, podrá mediar la presencia del Señor; aunque lo persigan a muerte, su vida esta henchida de la realidad de Dios.
Los profetas procedían de todos los ambientes y de todos los estratos sociales. Algunos habían nacido en la ciudad, como Isaías. Otros venían de ambientes rurales, como Amós y Miqueas. Algunos pertenecían a familias sacerdotales, como Jeremías y Ezequiel.
Eliseo fue llamado al ministerio mientras se hallaba en el campo arando. Casi todos los llamamientos proféticos están refrendados por un gesto externo, que viene a ser una especie de signo sacramental. A Isaías le purificó los labios con un carbón encendido uno de los serafines que hacían la corte al trono del Señor (cfr. Is 6,6s). A Jeremías el Señor mismo alargó la mano y le tocó la boca, al tiempo que le comunicaba sus palabras (cfr. Jr 1,9). A Ezequiel le dio Dios a comer un libro enrollado, que le supo a mieles (cfr. Ez 3,1-3). A Eliseo le echo Elías el manto encima; es un gesto un poco enigmático, pero su sentido está claro: se trata del llamamiento al ministerio profético, ya que a partir de ese momento Eliseo lo abandonó todo y siguió a su maestro Elías.
El gesto de Eliseo de ir a despedirse de sus padres contrasta con la exigencia más tajante del evangelio en circunstancias similares (cfr. Lc 9,58-62). Es posible que haya que admitir un margen de hipérbole en el estilo evangélico; en todo caso es sabido que las exigencias de Jesús eran más urgentes y más radicales.
Con más o menos prontitud lo cierto es que Eliseo abandonó sus campos, sus yuntas y su familia y entró al servicio de Elías. Este abandono y ruptura con el pasado están bien simbolizados por el sacrificio de su pareja de bueyes, celebrado en compañía de su gente como acto de despedida.
20,1-43 Batallas contra Ben-Adad de Siria. En este capítulo parece tratarse simplemente de guerras entre Israel y Damasco; pero el capítulo 22 continúa la serie con un dato importante, la alianza militar de Israel con Judá. Tenemos que contemplar un panorama más amplio para comprender los cambios de situación y de alianzas.
El interés primordial de Damasco es el comercio. Dentro de casa, una monarquía establecida en el gran oasis procura unificar bajo su dominio una multitud de reyes o jeques del ancho territorio de Siria. Hacia fuera, le conviene la sumisión de Israel, o al menos un tratado ventajoso. Mientras Judá e Israel se pateaban, hemos visto que Damasco podía alterar la balanza. Si apoyaba a Israel, éste podía poner en grave peligro al reino hermano; si retiraba su apoyo, Judá podía liberarse del vecino septentrional. Era un juego político bastante simple.
Bajo Ajab de Israel y Josafat de Judá se realiza por fin la reconciliación: el hijo de Josafat se casa con una hija de Ajab, se firma un tratado algo desigual, por el que Judá se obliga a prestaciones militares, mientras Israel se reserva la iniciativa. Ahora están Israel y Judá contra Damasco. Y el esquema se repite a mayor escala: por encima de ellos crece otro poder que pretende imponer su hegemonía aprovechando las divisiones, es Asiria. Cuando ésta aprieta en Damasco, Israel y Judá pueden respirar tranquilos y recobrar posiciones; cuando Asiria cede, Damasco puede reanudar su expansión con miras comerciales.
Los hermanos hacen las paces: ¿hasta cuándo?
21,1-29 La viña de Nabot. El soldado valiente de las batallas contra los sirios es de nuevo el marido débil frente a la mujer extranjera. Ajab era fiel al Señor, pero toleraba la propaganda abierta del baalismo; Ajab respetaba la tradición de Israel y los derechos de sus súbditos, pero toleró el perjurio y el asesinato.
La maldición de las mujeres extranjeras, que había comenzado sus estragos durante el reinado de Salomón, continuó envenenando la monarquía. Y no será Jezabel la última, ya que una hija suya llegará a ser reina de Judá.
Yezrael (1-7) se encuentra en el ángulo oriental de la llanura de Esdrelón, y cerca del Jordán, en una zona muy fértil. Nabot era probablemente uno de los notables de la villa, en la cual también el rey tenía posesiones.
El plan de Jezabel (8) se basaba en una serie de leyes y costumbres judías. Si sucede alguna calamidad en la región, sequía, epidemia, etc., los jefes del pueblo tienen que buscar la causa y eliminarla. Nabot, sin saber nada, será invitado a presidir la asamblea o concejo, para buscar remedio a la situación; y allí mismo dos testigos declararan que él es el culpable (recuérdese el caso de los gabaonitas, 2 Sm 21, y la peste en tiempo de David, 2 Sm 24). El crimen está previsto en Éx 22,27, la pena de muerte por lapidación está prevista en Lv 24,16, y la exigencia de dos testigos consta en Dt 17,6. También es legal apedrear al culpable fuera de la ciudad, para no contaminarla (cfr. Lv 24,14).
Jezabel habla dos veces al marido en el relato. La primera vez en son de burla: «¿Y eres tú el que manda en Israel?» (7); su concepto del mando es poder sin límites morales (cfr. Miq 2,1). La segunda vez le ofrece el fruto prohibido, el jardín cuyo precio es la sangre inocente (15).
Uno de los aspectos más relevantes de la profecía bíblica es su lucha por la justicia social. Es cierto que los profetas son «hombres de Dios» y su misión es esencialmente religiosa. Incluso, cuando denuncian injusticias sociales o enjuician situaciones políticas, no lo hacen como políticos ni por motivos de puro sentimentalismo o de mera reivindicación social, sino que lo ven y o enjuician todo desde la vertiente de la Ley y de la Alianza. Pero no por eso son menos exigentes y radicales. Léase, sobre todo, el libro del profeta Amós.
El enfrentamiento de Elías con Ajab es muy paralelo al de Natán con David (cfr. 2 Sm 12). En ambos casos se pone de relieve la valentía y audacia de los profetas, que no retroceden ni ante los propios reyes.
Lo mismo que David también Ajab tiene un gesto de arrepentimiento. De acuerdo con el rígido principio de retribución, que preside casi todo el Antiguo Testamento, la penitencia de Ajab recibe su premio, en cuanto se aplaza la desaparición de su dinastía: no tendrá lugar en vida de Ajab, sino durante el reinado de su hijo. Pero la dinastía de Ajab, lo mismo que la de Jeroboán, hijo de Nebat, y la de Basa, hijo de Ajías, está condenada a la destrucción. Ésta es una de las diferencias entre el norte y el sur: el reino del norte cambia ocho veces de dinastía, mientras que en Judá reinó siempre la dinastía davídica.
22,1-40 El profeta Miqueas. La intervención del profeta Miqueas viene introducida con gran aparato narrativo, en una serie de contrastes y retardando el oráculo. Sus palabras son tan extensas como las de cualquiera de los oráculos de Elías, y hasta casi más instructivas para nosotros; con todo, su nombre es una aparición efímera en la historia de la monarquía.
No se trata de un simple oráculo, sino de la confrontación del profeta verdadero con los profetas falsos: una historia que se repetirá en las figuras críticas de Jeremías y Ezequiel.
Miqueas comienza por repetir casi a la letra el oráculo de Sedecías. Algo sonaba en su voz, quizás un tonillo de imitación irónica, que hizo sospechar al rey. Aparte el hecho de que no ha pronunciado la fórmula clásica de introducción: «así dice el Señor».
Finalmente Miqueas pronuncia el oráculo. Puede tratarse de una auténtica visión profética, como en los oráculos de Amós y algunos de Jeremías.
En los oyentes de entonces pudo surgir la duda: ¿quién de los profetas tiene razón? Si todos son profetas, ¿es que algunos se arrogan el mensaje sin haberlo recibido? Y si han recibido un mensaje del Señor, ¿cómo se explica la contradicción? A esta pregunta responde la visión de Miqueas. Es un intento para explicar la complejidad del plan de Dios y de sus medios para realizarlo; es pieza capital en la historia de la profecía israelita.
Dios viene representado como un soberano con su corte y sus ministros; a imagen de las religiones antiguas y de las cortes de Israel y Judá. En la corte hay personajes que operan con la verdad y personajes que operan con la astucia y el engaño. El plan definitivo de Dios es que Ajab marche a la guerra y muera en ella. Para que marche, el Señor despacha una profecía, «un espíritu» de entusiasmo y esperanza, que negaría al rey; su muerte la anuncia como hecho futuro, ejecución de una sentencia pronunciada. Por Sedecías habla el espíritu engañoso, por Miqueas la palabra auténtica; entre los dos se desarrolla la dialéctica de la historia. Y el rey, al hacer caso a Sedecías, saca veraz a Miqueas («saca veraces a sus profetas» Eclo 36,15).
Todo esto es un intento de explicación teológica, muy condicionada todavía por una particular representación de Dios. Intento que pretende salvar la soberanía de Dios en la historia, su acción por medio de profetas, la complejidad real de los sucesos y motivos humanos (se puede recordar el personaje «Satán» en el drama de Job). Una interpretación más refinada diría que el Señor, al enviar profetas, «permite» que surjan falsos profetas y falsas profecías y «permite» que el hombre se engañe a sí mismo escuchando lo que desea. Con estas salvedades y correcciones, podemos encontrar algo cierto y permanente en la visión: la ambigüedad del mundo de los espíritus, el engaño de nuestros deseos profundos, la asechanza de la adulación, la vigilancia constante necesaria para discernir los espíritus.