Reyes II
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Introducción | 1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | 7 | 8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 | 14 | 15 | 16 | 17 | 18 | 19 | 20 | 21 | 22 | 23 | 24 | 25Introducción
1,1-18 Ocozías y Elías. Termina el primer libro de los Reyes con la noticia de la sucesión de Ajab en Israel: el nuevo rey Ocozías gobernará durante dos años (1 Re 22,52). En el marco de su reinado encontramos la última intervención de Elías con ocasión del accidente que sufre el rey (2) y por el cual consulta a Belcebú, dios de Ecrón. Elías se interpone en el camino de los embajadores para exigir respeto al único Dios de Israel. La consulta queda postergada y transferida luego al profeta, pero Elías no interviene enseguida; primero mueren dos oficiales que encabezaban sendas embajadas, y sólo la tercera comitiva logra el favor de Elías, quien confirma al rey la decisión del Señor de que morirá en su lecho de enfermo. La intención del narrador deuteronomista es demostrar que no hay Dios más poderoso que el Dios de Israel, pero también ratificar esa presencia y acción divinas a través de personajes autorizados, como es en este caso el profeta Elías.
2,1-18 Elías, arrebatado al cielo. Entra en acción Eliseo, el sucesor de Elías. Varias escenas merecen ser resaltadas en este relato: 1. La marcha de Elías a Betel (2), a Jericó (4-6) y al Jordán (6s). Según Elías, este itinerario es ordenado por el Señor y debe hacerlo solo; sin embargo, Eliseo no obedece a su maestro y le sigue a todas partes. Lo curioso es que Elías no hace valer la orden del Señor y con su silencio permite la presencia del discípulo. 2. Las comunidades de profetas de Betel (3) y Jericó (5) salen al encuentro de ambos personajes y, por lo que dicen, pareciera que ya conocían la decisión del Señor de arrebatar a Elías. 3. El diálogo entre Elías y Eliseo (9-12). Elías quiere conceder algún deseo a su discípulo, pero la petición de este no es algo que dependa de él; Eliseo quiere nada menos que dos tercios del espíritu de su maestro (9c); con todo, lo obtendrá si logra ver al profeta en el momento de su partida. 4. El arrebato de Elías (11s). 5. El regreso de Eliseo del Jordán a Jericó (13-18). 6. La constatación por parte de la comunidad de profetas de que el espíritu de Elías se había posado sobre Eliseo (17). 7. Los profetas insisten a Eliseo para que les permita salir a buscar a Elías (16-18).
Eliseo queda confirmado como «legítimo» sucesor de Elías mediante dos acontecimientos: 1. Con el manto de Elías abre las aguas del Jordán para deshacer el camino hacia Betel (14) –es decir, repite la actuación de Elías–. Desde muy antiguo, el manto parece definir lo que es una persona; véase el ciego de Jericó, que «tira el manto» una vez que Jesús ha transformado su vida (Mc 10,46-50). 2. Los mismos profetas que se hallan en Jericó lo aclaman y confirman como sucesor: «¡Se ha posado sobre Eliseo el espíritu de Elías!» (15).
Con los ciclos de Elías y de Eliseo estaríamos ante una de las etapas evolutivas del profetismo en Israel, un servicio carismático que empieza a cobrar forma alrededor de una necesidad: erradicar la idolatría del reino del norte y fijar radicalmente el culto al Señor. Como puede verse, las imágenes, los diálogos y los hechos mismos nos estarían indicando una posible discusión sobre cuestiones de sucesión o no entre los profetas. Eliseo es entendido como el «sucesor» de Elías, pero ¿quién sucede a Eliseo? El hecho es que para cuando surgen los así llamados profetas «posteriores» o profetas «escritores» se ha llegado al consenso de que no hay propiamente sucesión profética, aunque en torno a los profetas más significativos se van formando corrientes o escuelas que dan continuidad en el tiempo a las enseñanzas del profeta y posibilitan la posterior fijación de sus enseñanzas por escrito, bajo el nombre del profeta principal.
2,19-25 Milagros de Eliseo. Eliseo acredita su misión –o mejor su función profética– saneando las aguas del manantial que utilizan los habitantes de Jericó. El segundo signo, que no debemos tomar literalmente y mucho menos como ejemplo que imitar, es la maldición de Eliseo sobre unos niños que se burlan de él por el camino a Betel, maldición que provoca la muerte de ¡cuarenta y dos niños! en las garras de dos osas. El mensaje de este detalle, por demás exagerado, podría ser que la maldición recae sobre quienes ridiculizan a un profeta del Señor. El exagerado número de niños podría representar al mismo pueblo de Israel y su comportamiento todavía «infantil». La evolución del verdadero profetismo en Israel no fue hacia la institucionalización, sino precisamente hacia la conformación de la conciencia, primero del rey y luego del pueblo. El relato termina con la llegada de Eliseo al monte Carmelo, punto de partida, y su regreso a Samaría, sede del gobierno del reino del norte (25).
3,1-27 Jorán de Israel. En la narración del ciclo de Eliseo se entremezcla el dato del ascenso al poder de Jorán de Israel. Como en el resto de los reyes de Israel, comenzando por Jeroboán, el historiador afirma que «hizo lo que el Señor reprueba» (2); pero Jorán tiene un punto a su favor: al menos, hizo quitar la estela de Baal erigida por su padre (2b), es decir, contribuyó en algo a rebajar la idolatría en Israel. La trama sigue girando en torno a Eliseo, toda vez que es buscado por los reyes de Israel, Judá y Edom, los cuales se han aliado para atacar juntos a los moabitas, cuyo rey se ha rebelado y no quiere seguir pagando tributo a Jorán. El profeta se da el lujo de despreciar al rey de Israel (13); sólo por consideración a Josafat, rey de Judá, accede a consultar al Señor. El vaticinio es favorable y todo termina con la derrota del rebelde Mesá, rey de Moab, y con la destrucción de sus ciudades (20-26). Nótese que Eliseo necesita de un medio que le permita entrar en contacto con el Señor, en este caso la música (15). En su origen, esta peculiaridad relacionaba el profetismo en Israel con los brujos, adivinos y magos del entorno. Pero en época de la profecía clásica desaparecerá el trance como medio de comunicación con la divinidad y se descubrirán nuevas formas y manifestaciones.
4,1-7 Milagros de Eliseo. Varias tradiciones atribuyen a Elías y Eliseo el socorro brindado a los más pobres de entre los pobres, esto es, a viudas y huérfanos (cfr. 1 Re 17,8-16). Podría tratarse de un relato popular que busca poner de relieve la respuesta profética a una necesidad y a una situación tan extremas como ésta en la que se halla la viuda del relato. Se percibe un ambiente marcado por la injusticia; la viuda no acude al rey ni a los jueces para quitarse de encima al desalmado acreedor del marido muerto, y ahora de la desamparada familia. Posiblemente de forma intencionada, el redactor hace ir a la viuda directamente donde el profeta, porque sabe que ninguna instancia, oficial –el rey, los jueces– o privada –el acreedor–, la ayudará. Tendríamos entonces, no tanto la narración de un «milagro» de Eliseo, cuanto una denuncia contra la monarquía y sus instituciones, que mostraría cómo sólo el profeta, como hombre de Dios que es, socorre a los pobres y miserables del pueblo.
4,8-44 El hijo de la sunamita. Los versículos 8-37 refieren la leyenda de las relaciones amistosas entre Eliseo y una importante señora de Sunán, localidad perteneciente a la tribu de Isacar (Jos 19,18). El conjunto del relato contiene elementos simbólicos que vale la pena subrayar: 1. La importancia de la dama. 2. Su esterilidad y la vejez del marido. 3. El engendramiento del niño. 4. La muerte súbita del hijo. 5. El recurso al profeta. 6. La acción del profeta para recuperar la vida del niño. 7. La mujer no acepta intermediarios, tiene que ser el profeta el que se haga presente. Todos ellos se pueden entender como la manera de ilustrar las convicciones sobre la soberanía del Señor y, sobre todo, para demostrar que se trata de un Dios vivo comprometido con la vida. Los versículos 38-44 presentan dos variantes de una misma idea: el alimento inagotable para todos cuando se pone en común lo poco que se tiene. También es una respuesta profética a una necesidad extrema, ante la que una sociedad compuesta de acaparadores y codiciosos no puede responder (cfr. el signo del pan para todos en Mc 6,30-44).
5,1-27 Nahamán de Siria y Eliseo. Encontramos en este pasaje toda una serie de contrastes orientados a establecer la tesis de que «no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel» (15), palabras pronunciadas por Nahamán, un oficial sirio que ha recibido un beneficio del Señor por medio de su profeta Eliseo. Uno de ellos se refiere a la clase social de los protagonistas de la historia; Nahamán pertenece a la clase alta gobernante y goza del favor del rey. Cuando se entera, por medio de una esclava israelita de que podría ser sanado de su lepra (3), el trámite se hace por vía diplomática, de rey a rey: el rey sirio solicita al rey de Israel la sanación para Naamán (5s). El narrador resalta con agudeza la reacción y la respuesta del rey de Israel, quien sospecha que el rey sirio busca un pretexto para atacarlo. Ahora sí, los ojos tienen que fijarse en alguien que no posee ni los títulos ni la importancia social y política del resto de actores, pero que sí posee el carácter de mediador entre Dios y el pueblo. Entra en escena Eliseo, quien poco a poco se va encumbrando, mientras los encumbrados van perdiendo altura. Es la manera como la corriente deuteronomista, responsable del Libro de los Reyes, intuye e ilustra el problema de la universalidad de Dios y, por tanto, de su soberanía absoluta.
6,1-7 Milagro del hacha. Las leyendas en torno a Eliseo incluyen ésta, donde el profeta devuelve a un miembro de la comunidad de profetas el hierro de un hacha que ha caído al río, haciendo que ocurra lo que normalmente nunca ocurriría: que el hierro flote. Si tenemos en cuenta las circunstancias históricas que el redactor deuteronomista está analizando, podría ver en ello un símbolo para decir que Dios sacará a flote a Israel, del mismo modo que Eliseo sacó a flote el pesado metal.
6,8-23 Guerra con Siria. Los enfrentamientos históricos entre Siria e Israel sirven de marco para esta nueva leyenda sobre Eliseo, donde los únicos que se dan cuenta de lo sucedido son el profeta, algunos soldados asirios, el rey de Siria, el piquete de soldados que va a capturar a Eliseo y el rey de Israel. El rey de Siria no ha conseguido asestar un solo golpe a Israel mediante la emboscada, gracias a que Eliseo, sin que se sepa cómo, mantiene informado de las estratagemas sirias al rey de Israel. Al indagar sobre los motivos por los cuales los israelitas no han podido ser sorprendidos, el rey sirio descubre que se debe a un espía que trabaja a favor de los israelitas. Envía una tropa con la misión de capturarle, pero Eliseo la domina de un modo pacífico, recurriendo a la oración: pide a Dios que haga lo necesario para poner a estos hombres en la misma capital de Samaría, en manos del rey de Israel. El desenlace es inesperado; si Eliseo hubiera estado trabajando realmente para el rey israelita, ésta hubiera sido la ocasión para destruir al menos parte del ejército enemigo. Pero el profeta no está interesado en que se derrame sangre; contra todo pronóstico, ordena al rey que dé de comer a estos hombres para que regresen a su país, y así lo hace el monarca israelita. Eliseo no trabaja para el rey, sino para la paz. Mientras los reyes se enfrentan con sus ejércitos, el profeta los enfrenta a ambos con una sola arma, la fe, con la convicción de que sólo en Dios y por Dios es posible superar los conflictos.
6,24–7,20 Asedio y hambre en Samaría. Es una variante del relato anterior, donde Eliseo sigue siendo el protagonista principal. Se ambienta en el mismo conflicto entre Israel y Siria, pero la circunstancia concreta es el asedio impuesto por Siria y sus funestas consecuencias: hambre y carestía. El pueblo, representado en la mujer que habla con el rey, se halla en una situación extrema (6,26-29), ante la que el rey se siente impotente (6,27); sorprendentemente, inculpa de todo a Eliseo, a quien decide decapitar (6,31-33). El desenlace no se orienta a la forma como Eliseo escapa de la furia y de la decisión del rey, sino a la forma como Israel se libra de la mano enemiga. Eliseo vaticina dos profecías que tienen cumplimiento de un día para otro: el fin del asedio traerá abundancia de comida y bajada de precios (7,1); el incrédulo capitán del rey verá el cumplimiento de lo pronosticado por el profeta, pero no participará de ello (7,2).
La situación comienza a desenvolverse a favor de Israel gracias a una intervención extraordinaria del Señor. El narrador explica entre paréntesis algo que sólo él y el lector conocen: que el ejército sirio había huido presa de un terrible pánico infligido por el Señor (7,6s). Cuatro leprosos no pueden soportar más el hambre y deciden pasarse al ejército enemigo, resueltos a vivir un poco más o a morir en el acto (7,3-5). Al encontrar el campamento sin gente se dedican al saqueo desenfrenado, pero pronto deciden dar a conocer la noticia a sus paisanos, quienes tienen que esperar a que el atónito e incrédulo rey israelita lo confirme todo. Así cede la carestía y vuelve la calma a Israel; la primera profecía de Eliseo queda cumplida (7,16). La segunda se cumple cuando la gente que sale en estampida a saquear el campamento sirio se lleva por delante al capitán, pisoteándolo y provocándole la muerte (7,17).
El sentido de este relato, como del anterior, sigue siendo que la vida no puede ser anulada por la muerte. Incluso en los casos más extremos, Dios se vale de cualquier medio para que la vida prevalezca. En ningún caso se debe la victoria de Israel a la valentía o la bravura del rey; a él no puede atribuirse ningún triunfo sobre el enemigo, y por tanto ninguna gloria. Todo lo ha hecho el Señor por medio de su profeta.
8,1-6 Vuelta de la sunamita. Este relato y el siguiente se corresponden mejor con las narraciones de los capítulos 4–7. La mención de la sunamita –a quien Eliseo había resucitado su hijo– y el consejo de abandonar el país sugieren que este pasaje debe ir después de la reanimación del niño y antes de la catástrofe que se cierne sobre Israel, de la cual quiere salvar a la mujer. El rey de Israel hace justicia con ella por el vínculo de amistad que la une con el profeta, tal y como el criado de Eliseo le ha referido.
8,7-15 Eliseo y Jazael, en Damasco. Estos versículos presentan a Eliseo en tierra extranjera, en la capital de Siria, donde el rey aprovecha para consultarle sobre el desenlace de una enfermedad que padece. El rey sanará, pero morirá irremediablemente. Lo que no vaticina el profeta es que su muerte será a manos de su hombre de confianza: Jazael (15). Al tiempo que Eliseo predice la salud y muerte del rey, predice también la suerte que correrá su propio pueblo a manos del usurpador Jazael (11-13). Una vez más se subraya la cualidad adivinatoria atribuida a los profetas.
8,16-24 Jorán de Judá. Se interrumpen por un momento las narraciones sobre Eliseo para presentar a dos reyes de Judá. El primero es Jorán, que según el versículo 17 reinó ocho años en Jerusalén. El narrador resalta que este rey «hizo lo que el Señor reprueba» (18), con lo cual queda calificado como un mal rey; Judá permanece sólo por las promesas divinas hechas a David (19). También queda constancia del incipiente debilitamiento de Judá a causa del levantamiento de Edom, pueblo hasta entonces tributario del reino del sur (20-22).
8,25-29 Ocozías de Judá. Al morir Jorán de Judá le sucede su hijo Ocozías, quien sólo alcanzó a gobernar un año. Nada se dice de su fin, pero no escapa a la calificación negativa por parte del narrador deuteronomista: también «hizo lo que el Señor reprueba» (27). De Ocozías se resalta que estaba emparentado con Omrí de Israel y que en el conflicto de Israel con Siria, gobernada ya por Jazael, luchó con Jorán de Israel contra Siria y le visitó cuando estuvo herido. Estos hechos proporcionan el marco histórico en el que se desarrollará a lo largo de los próximos capítulos el fin de la dinastía de Ajab en Israel y el reinado de Jehú.
9,1-37 Jehú de Israel. Hasta ahora, las intervenciones de Eliseo habían sido relativamente pacíficas; en esta oportunidad, cualquiera se sorprende ante el trauma político que desencadenará esta nueva intervención suya. Envía noticias mediante un mensajero a Jehú, general del ejército de Jorán, para que se autoproclame rey, con lo que ello implica: el exterminio de toda la casa de Ajab, comenzando por el rey y su propia madre, Jezabel. El trasfondo histórico es el derramamiento de sangre y los abusos del rey y de la reina madre; la justificación teológica se encuentra en el versículo 22: Jezabel es responsable de la presencia de ídolos y de las prácticas de brujería en Israel, algo que fue rechazado de raíz desde los comienzos del profetismo en Israel.
Según el narrador, sobre el fin del rey Jorán y de su madre pesaban ya sendos oráculos del Señor, aunque de hecho no aparecen en el texto bíblico. El mismo día muere también Ocozías, herido por Jehú mientras huía a Jerusalén. Recordemos que Ocozías había ido a combatir contra Siria y que en el momento de la revuelta encabezada por Jehú se encontraba visitando a Jorán, herido a su vez en el campo de batalla. El narrador no cuestiona la decisión de Eliseo de propiciar el levantamiento de Jehú ni los excesos del general golpista. Al parecer, todo queda justificado por los abusos y malos manejos de la dinastía de Ajab, muy especialmente la contaminación de la religión yahvista con el culto a dioses extranjeros. Viene, entonces, la pregunta obligada, ¿el fin justifica los medios? ¿Es lícito llegar a estos extremos en nombre de la religión? Evidentemente, no. Bajo ningún pretexto, ni en nombre de Dios, ni en defensa de ninguna ideología, es lícito este tipo de soluciones. Obviamente, nuestros criterios actuales distan mucho de los criterios con que actuaba cada generación bíblica; pero precisamente por ello, porque hoy tenemos que actuar con otros criterios, estamos obligados a no tolerar tales medidas, que no dejan de ser una tentación latente en nuestra sociedad moderna. El mal no se erradica exterminando a los malvados.
10,1-36 Baño de sangre. No contento con el exterminio de toda la familia de Ajab, incluso de los parientes más lejanos, Jehú extermina también a todos los devotos de Baal: fieles, profetas y sacerdotes. Quema la estatua del dios y el Templo se convierte en letrinas (27). Pero Jehú tampoco escapa al juicio negativo que pesa sobre los reyes de Israel, desde Jeroboán hijo de Nabat hasta Joacaz, último rey del norte que verá la destrucción del reino a manos de los asirios. Es cierto que se atribuye a Jehú la purificación del culto (28), algo que según el narrador agradó al Señor, pero no se apartó de los pecados que Jeroboán hizo cometer a Israel, el culto a los dos becerros de oro de Dan y Betel (cfr. 1 Re 12,25-33); éstos eran el signo visible del cisma ocurrido a la muerte de Salomón y sustituían el culto de Jerusalén. El juicio de la corriente deuteronomista es que Jehú «no perseveró en el cumplimiento de la Ley del Señor, Dios de Israel, con todo su corazón» (31). Así pues, lo que sobrevendrá a Israel, la invasión asiria y la posterior destrucción del reino, tienen desde aquí una explicación teológica: todo ello será el castigo de Israel por su desobediencia a la voluntad divina y su rebelión.
11,1-20 Reinado y muerte de Atalía. La violencia que se ha desatado en el norte tiene sus repercusiones en el sur. Atalía, madre del difunto rey Ocozías, pretende también exterminar la dinastía de David, pero no cae en la cuenta de que una hermana de Ocozías ha escondido a Joás, hijo pequeño del rey muerto. Atalía asume el poder en Judá durante seis años, tiempo durante el cual Joás ha ido creciendo. A su debido tiempo, Yehoyadá, sacerdote de Jerusalén, dispone todo para ungir y coronar a Joás como rey legítimo de Judá, quien será aclamado como tal por todo el pueblo. Pese a las semejanzas que puedan existir con los acontecimientos del norte, son muchas más las diferencias: en primer lugar, Yehoyadá no conspira a favor de sí mismo, como lo hizo Jehú; en segundo lugar, el derramamiento de sangre es mínimo, sólo muere Atalía; en tercer lugar, en la eliminación del culto a Baal sólo perece el principal de los sacerdotes, Matán; por último, queda restablecida la continuidad de la descendencia davídica, legitimada por el doble pacto entre el Señor y el rey, y entre el rey y el pueblo (17). Finalmente, «toda la población hizo fiesta, y la ciudad quedó tranquila» (20).
12,1-22 Joás de Judá. Joás comienza su reinado siendo aún niño, por lo cual se presume que su protector y formador Yehoyadá sería también el regente hasta su mayoría de edad. El deuteronomista deja constancia de su valoración positiva del rey –«hizo siempre lo que el Señor aprueba» (3)–, pero también de que bajo su reinado no desapareció del todo el habitual culto en los lugares altos, donde se ofrecían sacrificios y se quemaba incienso (4). Israel debió haber abolido esta práctica a su llegada a la tierra de Canaán (cfr. Nm 33,52; Dt 12,2), así que su continuación mereció siempre la crítica y la condena de los profetas. A pesar del largo reinado de Joás, lo único que cuenta el narrador es su interés por la remodelación del Templo. Pese al decreto real que ordena destinar todos los ingresos a este fin, las obras no logran iniciarse, por lo que el rey tiene que intervenir de nuevo. Sobre el destino final que tienen los fondos para comprar la protección y la paz de Jerusalén al amenazante rey sirio, no hay ningún reparo aparente; sin embargo, uno se queda con la incertidumbre de si su muerte violenta no se debió precisamente a ello.
13,1-9 Joacaz rey de Israel. El primer descendiente de Jehú reina en Israel durante diecisiete años (1); según el narrador, también «hizo lo que el Señor reprueba» (2); esto es, mantuvo, como los demás reyes anteriores, los dos centros de culto en Dan y Betel, donde había sendos becerros de oro entronizados por Jeroboán cuando decidió que nadie en Israel debía ir a dar culto a Jerusalén (cfr. 1 Re 12,25-33). Cuando el deuteronomista habla de «los pecados que Jeroboán, hijo de Nabat, hizo cometer a Israel» a lo largo de toda la historia de los reyes del norte, se refiere siempre a estos centros de culto. Según el versículo 3, durante el reinado de Joacaz se intensifica el hostigamiento de Siria contra Israel; pero ante la oración de súplica del rey, el Señor se compadece de Israel y le da un salvador que lo libra de la opresión siria (4s). Al no especificar quién fue ese salvador, se debe concluir que fue el mismo Joacaz el que hizo frente a Siria y la mantuvo alejada por un tiempo. Israel se sacudió brevemente la opresión extranjera, lo cual se entendía como una acción de Dios a favor del pueblo; pero no por eso abandonaron el rey o el pueblo los pecados heredados de Jeroboán, ni se convirtieron al Señor.
13,10-13 Joás de Israel. Es el segundo descendiente de la dinastía de Jehú. El cronista anticipa aquí los datos ya estereotipados sobre los monarcas del norte: fecha de ascenso al trono, años que gobernó y, a pesar de sus relaciones con Eliseo, el ya conocido juicio de valor «hizo lo que el Señor reprueba» (11); finalmente, el dato sobre su muerte y la noticia de que fue enterrado en Samaría junto a los demás reyes de Israel.
13,14-25 Muerte de Eliseo. Ya en su lecho de muerte, Eliseo recibe la visita de Joás, quien lo llama «padre… carro de Israel y su caballería» (14). Hasta el último momento de su vida, Eliseo está dispuesto a actuar a favor de su pueblo, de ahí las órdenes que da al rey y cuya ejecución se convierten en signos para Israel: le hace disparar algunas flechas y luego le ordena golpear el suelo (15-18), para vaticinarle luego las victorias parciales que tendrá sobre Siria (19). Con una breve frase se narra la muerte de Eliseo: «murió y lo enterraron» (20); sin embargo, para resaltar el papel trascendente del profeta, se narra a continuación el extraño caso de un hombre muerto que hubo de ser dejado en la misma tumba de Eliseo para huir de las guerrillas moabitas; el muerto resucita al contacto con los huesos de Eliseo (21). Es una manera de describir la acción vivificante del profeta para el pueblo.
14,1-22 Amasías de Judá. En Judá, Amasías sucede a su asesinado padre Joás (12,20s). Aunque no se comportó como su antepasado David, «hizo lo que el Señor aprueba» (3), aunque tampoco logra suprimir los cultos en los lugares altos. Una vez afianzado en el poder se venga de los asesinos de su padre, pero respetando la ley de Moisés que prohíbe derramar la sangre de los hijos de los culpables (6; cfr. Dt 24,16). En el plano internacional, Amasías obtiene una victoria sobre Edom, lo cual lo envalentona para desafiar a Joás de Israel; éste manda a Amasías, con cierto desprecio, que disfrute de su gloria «quedándote en casa» (10). La confrontación entre ambos reinos termina dándose y Amasías resulta derrotado, la muralla de la ciudad es destruida parcialmente y el Templo, saqueado (11-14). Los versículos 15s son una segunda conclusión al reinado de Joás que complementa la de 13,12s. En cuanto a Amasías, su final es idéntico al de su padre: un grupo de conspiradores se propone matarlo, por lo que huye a Caquis, hasta donde es perseguido y asesinado; de allí es trasladado a Jerusalén para ser sepultado junto a sus antepasados (19s).
14,23-29 Jeroboán II de Israel. Como miembro de tercera generación de la dinastía de Jehú asciende al trono de Israel Jeroboán II. Como el resto de los gobernantes de Israel, también recibe la calificación invariable de haber hecho lo que el Señor reprueba (24). Al parecer, bajo su reinado aumentó la prosperidad económica de Israel (cfr. Am 6,4-6); Jeroboán II acertó en el plano internacional al recuperar algunos territorios que le habían sido arrebatados. Con todo, estos éxitos no son directamente atribuibles al rey: todo se dio gracias a la misericordia de Dios, que aún «no había decidido borrar el nombre de Israel bajo el cielo» (27), «como el Señor, Dios de Israel, había dicho por medio de su siervo el profeta Jonás» (25). Esta profecía no se encuentra en ninguna parte del libro de los Reyes, y menos aún del libro de Jonás, que es muy posterior a estos acontecimientos.
15,1-7 Azarías (Ozías) de Judá. Ningún rey de Judá había gobernado tantos años como este rey; sin embargo, vendrá otro después que gobernará aún más años: Manasés (2 Re 21,1). Tras la respectiva evaluación –positiva, por supuesto–, continúa la misma crítica que se ha hecho a sus predecesores: «allí seguía la gente sacrificando y quemando incienso» (4), es decir, persistían los santuarios locales. Habrá que esperar a Ezequías y posteriormente a su bisnieto Josías para escuchar noticias distintas sobre estos cultos locales. De Azarías sólo se dice que durante toda su vida estuvo recluido en su casa debido a una afección en la piel que «el Señor le envió» (5), así que quien ejercía realmente la función de gobierno era su hijo Yotán, su sucesor. No olvidemos que según la cosmovisión de la época tanto la salud/bendición como la enfermedad/maldición provenían de Dios.
15,8-12 Zacarías de Israel. En cumplimiento de lo dicho a Jehú por el Señor (2 Re 10,30), el cuarto miembro de su dinastía asciende al poder, pero sólo gobierna seis meses. El trono es ocupado por Salún, el mismo que asesina al rey.
15,13-16 Salún de Israel. Poco tiempo va a durar en el trono el usurpador Salún. También él va a ser asesinado por Menajén a la vuelta de un mes. Ni siquiera alcanza a recibir la crítica del narrador, aunque sabiendo que se trata de un rey del norte, podemos concluir que hizo o habría hecho «lo que reprueba el Señor».
15,17-22 Menajén de Israel. Cuenta con un reinado más largo, diez años; pero Menajén tiene que enfrentar las incursiones asirias que pretenden invadir el territorio israelita; si se mantiene en el poder es porque se somete a pagar un alto tributo al rey asirio, impuesto que es recaudado entre los más ricos de Israel. Menajén, al parecer, muere de muerte natural (22).
15,23-26 Pecajías de Israel. Una vez más se repite la escena de un regicidio. Pecajías, hijo y sucesor de Menajén, es asesinado por su oficial Pécaj, quien lo suplanta en el trono. Pecajías reinó durante dos años y también «hizo lo que el Señor reprueba» (24).
15,27-31 Pécaj de Israel. La política internacional ha empeorado y las relaciones con Asiria son más difíciles. Si el rey asirio Pul había exigido un alto tributo a Menajén (19), ahora las tropas asirias entran decididamente en territorio israelita y deportan a la población. No olvidemos que el método conquistador de los asirios consistía en deportar a los habitantes de los países derrotados y traer colonos de otras provincias con el fin de bloquear cualquier intento de levantamiento (cfr. 17,24). La situación interna de Israel empeora con la conspiración y el posterior asesinato del rey a manos de Oseas, quien ocupará el trono por el resto de vida que le queda al agónico reino del norte.
15,32-38 Yotán de Judá. Regresamos a Judá, donde después de un largo reinado muere Azarías, al que le sucede su hijo Yotán, quien en vida de su padre ya «estaba al frente de palacio y gobernaba la nación» (5b) a causa de la enfermedad del rey (5a). Yotán es alabado por el deuteronomista, aunque con la misma crítica respecto de los cultos locales. Se le abona la construcción de la puerta superior del Templo (35). En esta época, el hermano reino del norte y el rey de Siria provocan escaramuzas en el territorio de Judá. De hecho, no habría que entenderlas tanto como un hostigamiento, sino más bien como una forma de presionar al rey para que se alíe con Israel y Siria contra Asiria.
16,1-20 Acaz de Judá. Desde la evaluación negativa de Salomón en 1 Re 11,1-33 no habíamos vuelto a encontrar otra igual o peor contra un rey de Judá. Acaz hizo todo lo que reprueba el Señor; no sólo imitó la conducta de los reyes del norte, sino que además participó él mismo de los cultos locales que el deuteronomista y los profetas denunciaban y que todos los reyes anteriores a él apenas sí toleraron. No contento con ello, revivió una antigua costumbre de los pueblos que «el Señor había expulsado ante los israelitas» (3) y que el pueblo judío consideraba abominable hacía mucho tiempo: sacrificar en la hoguera a los hijos primogénitos.
Las políticas interna y externa están muy agitadas bajo este reinado. Ya en el reinado de Yotán, el narrador había advertido que «empezó el Señor a mandar contra Judá a Razín, rey de Damasco, y a Pécaj, hijo de Romelía» (15,37); pero es Acaz quien debe enfrentarse a estos dos enemigos. Según los historiadores, Damasco e Israel estaban presionando a Judá para conformar una coalición contra Asiria y así zafarse de su poder opresor. Sin embargo, Acaz se inclina por otra salida política: recurre directamente al poderoso del momento para solicitar protección y ayuda contra Damasco e Israel, no sin antes declararse «hijo y vasallo» del rey asirio Tiglatpileser y de poner en sus manos un generoso presente (7s). Ni corto ni perezoso, el rey asirio atiende el llamado del desesperado rey de Judá y rápidamente se apodera de Damasco, capital de Siria, y mata al rey Razín. Sobre la suerte de Israel no se habla más en este capítulo, pero hemos de suponer que la represión aumenta. En reconocimiento a Tiglatpileser, Acaz manda construir en Jerusalén un altar idéntico al que ha visto en Damasco, donde se debía celebrar el culto oficial al rey. Es curioso que no haya ni una sola palabra de valoración crítica a esta actuación de Acaz, ya que toca valores tan tradicionales como el Templo, el altar y el culto. Hemos de entender que en la valoración dada en los versículos 3s queda todo dicho.
17,1-41 Oseas de Israel. En tan sólo tres versículos queda presentada la historia del reinado de Oseas, último rey de Israel. A pesar de recibir la misma calificación de todos sus predecesores, se deja constancia de que no fue tan malo como los demás reyes anteriores a él (2). Los versículos 3s describen la última etapa de las relaciones internacionales entre Israel y Asiria. Habiendo sido atacado Israel, el rey se somete bajo tributo, pero bien pronto se dirige secretamente a Egipto para pedirle su apoyo contra Asiria. Descubierta esta jugada política, Asiria reacciona con la invasión definitiva y con la captura del rey. En dos versículos (5s) queda descrita la caída y ruina de lo que se llamó «reino del norte»; los israelitas son deportados y el territorio colonizado por prisioneros de otras provincias del mismo imperio asirio (cfr. 18,9-12).
El resto del capítulo es una larga reflexión del narrador deuteronomista sobre lo acontecido al reino de Israel. Según su análisis, todo sucedió porque Israel se rebeló contra Dios, su antiguo Liberador, y se puso al servicio de otros dioses, cosa que el Señor les tenía prohibido (7-12). Los versículos 13-17 amplían los motivos de la perdición de Israel: a pesar de haber sido avisado y aconsejado por Dios por medio de sus profetas, el pueblo desobedeció al Señor y se dedicó a las prácticas de los pueblos vecinos. La sentencia se encuentra en los versículos 18-20: los pecados de Israel irritaron tanto al Señor, que decidió arrojarlo de su presencia y dejar sólo a Judá, aunque según el concepto del narrador tampoco es un modelo de obediencia. Todo este mal de Israel tiene un origen: la división provocada por Jeroboán a la muerte de Salomón y la introducción en Israel del pecado de apostasía que duró hasta su caída definitiva. En efecto, Jeroboán erigió dos becerros de oro y los entronizó para su culto: uno en Betel, frontera con Judá, y otro en Dan, límite norte con Siria. De este modo, nadie tenía que desplazarse hasta Jerusalén a dar culto al Señor (cfr. 1 Re 12,26-30).
Los versículos 24-41 describen la situación de los nuevos colonos obligados a vivir en el territorio ahora perteneciente a Asiria. El problema que enfrenta la nueva población a la hora de celebrar el culto es puramente simbólico, con lo cual se quiere decir que aunque el territorio había sido conquistado y los israelitas expulsados de él, quien ejerce la verdadera soberanía es el Señor; por eso, el narrador pone en boca del mismísimo rey asirio la orden de enviar allí a un sacerdote israelita para que instruya a la gente en el modo correcto de celebrar el culto al Señor. Advertimos aquí una consecuencia histórica que se desprende de la conquista, de la colonización y de las prácticas religioso-cultuales de este período: el sincretismo que fue surgiendo en Samaría. Éste, sumado a cierto rechazo preexistente que los habitantes de Judá sentían hacia los de Samaría, provocó el odio que persiste hasta hoy.
18,1—20,21 Ezequías de Judá. Los siguientes capítulos hasta el veinte inclusive, están dedicados a Ezequías y a la crisis externa que le tocó enfrentar con Asiria, la potencia de turno.
Ezequías asciende al trono (18,1-8). Constatada la fecha de asunción al poder de Ezequías, de inmediato se pasa a su calificación. Cualquier descendiente de David envidiaría la evaluación que se hace de este rey, hijo de Acaz. Ezequías no sólo hizo lo que agrada al Señor, sino que actuó en todo como David; hasta en su triunfo contra los filisteos es idéntico a su antepasado (8). A Ezequías se le abona, además, el haber suprimido los cultos locales que sus predecesores no habían logrado eliminar, ¡incluso destruyó la serpiente de bronce que Moisés había fabricado en el desierto y a la cual todavía quemaban incienso! (4). La valoración global positiva del reinado de Ezequías está en relación con: 1. Haber hecho lo que el Señor aprueba. 2. Haber eliminado los cultos en los lugares altos –o cultos locales –. 3. Pero sobre todo porque «puso su confianza en el Señor, Dios de Israel» (5), «se adhirió al Señor, sin apartarse de él, y cumplió los mandamientos que el Señor había dado a Moisés» (6). Ahí estuvo el éxito de todas sus empresas. Ésa es la concreción de lo que ya fijaba la corriente deuteronomista como clave para el éxito y la prosperidad de cada israelita (cfr. Dt 4,40; 5,29.33; 6,3.18; 12,28; etc.).
Crisis externa de Judá (18,9-37). Los versículos 9-12 hacen un recuento de la catástrofe del reino del norte y de la deportación de la cual fueron objeto todos sus habitantes. Una vez más se subraya la desgracia de Israel provocada por su propia rebeldía, por no haber cumplido lo que el Señor les había mandado por medio de Moisés. Este resumen es el marco histórico para presentar ahora la situación del reino de Judá y sus relaciones con Asiria. En efecto, una vez arrasado el reino del norte, la pretensión asiria es hacer lo mismo con Judá; sin embargo, una primera salida política tiene efecto, al menos temporalmente: Ezequías se somete al poderoso mediante un costoso vasallaje que se sufraga con los tesoros del Templo y del palacio real (14-16), vasallaje que ya venía pagándose desde que Judá pidiera protección a Asiria contra Israel y Damasco bajo el reinado de Acaz.
Pero el peligro no desaparece; los versículos 17-37 recogen el amenazante mensaje que envía Senaquerib, rey asirio, a Ezequías. El mensaje deja entrever la absoluta confianza que tiene el rey asirio en su ejército y en su fuerza de ataque; ningún reino le ha resistido, o lo que es igual, ningún dios ha podido con él en los territorios que se ha propuesto conquistar. ¿Cómo puede creer Ezequías que Judá y Jerusalén son una excepción? El mensaje, más que fundado en hechos reales, busca el impacto psicológico en el rey y en cada uno de los habitantes de Jerusalén. Por eso, aunque los diplomáticos jerosolimitanos piden al emisario de Senaquerib que hable en arameo para que el pueblo no entienda esta retahíla, el emisario no hace caso y repite prácticamente el mismo discurso en hebreo con más fuerza, en el cual deja en entredicho el poder de Dios y la rectitud, veracidad y valentía de Ezequías (28-35).
El rey Ezequías consulta al profeta Isaías (19,1-7). Como era costumbre, ante un inminente peligro se consultaba a un profeta para saber la voluntad de Dios respecto a las medidas que se debían tomar. En este caso, Ezequías envía sus mensajeros al profeta Isaías para que consulte al Señor. Isaías ejercía desde tiempo atrás su ministerio en Jerusalén (cfr. Is 6,1; 7,3) y ya había criticado la decisión del rey de rebelarse contra Asiria. Su crítica más contundente se dirigía contra el deseo de aliarse con Egipto, la «caña quebrada», como la llama el rey asirio (18,21). Isaías estaba convencido de que Asiria era un instrumento de castigo en manos de Dios para escarmentar a Judá por sus rebeldías (cfr. Is 30,1-5; 31,1-3). Con todo, Isaías devuelve a los mensajeros del rey con noticias que inspiran confianza: el ejército asirio se retirará y su rey morirá asesinado en su propio país (6s).
Nuevo mensaje a Ezequías (19,8-14). Las intenciones de Asiria respecto a Judá siguen en pie. Senaquerib cuestiona el poder del Dios de Judá para salvar a su pueblo, dado que el rey asirio y su dios Asur han sometido a todos los territorios y países contra los que han combatido.
Oración de Ezequías (19,15-19). El rey, consternado, se dirige al Templo y allí ora ante el Señor. La oración consta de tres partes: 1. Ezequías confiesa que su Dios es soberano de todos los reinos del mundo, puesto que es Él quien ha creado los cielos y la tierra (15). 2. El Señor está encumbrado sobre la tierra, y por eso le suplica que se incline para escuchar y ver los ultrajes de que son objeto tanto Dios como su pueblo escogido (16). No se deja de reconocer que, ciertamente, Asiria ha arrasado con todo a su paso, incluso con los dioses de cada localidad; pero se debe a que éstos no son dioses, sino figuras hechas por manos humanas, no como el Dios de Israel, que es el único, el verdadero, el que vive y hace vivir (17s). 3. Por todo lo anterior, el Dios vivo de Israel debe intervenir para que todo el mundo sepa que Él es Único y Verdadero (19).
Mensaje de Isaías a Ezequías (19,20-34). Aunque Ezequías ha orado directamente al Señor, la respuesta a su súplica le viene por medio del profeta Isaías. Su oración ha sido escuchada, así que la respuesta va dirigida a Senaquerib. El Señor hace un recuento de las acciones heroicas de este rey, pero para decir que todo lo que ha realizado ha sido por disposición divina, porque Él está por encima de todo: todo lo ve, todo lo escudriña, todo lo conoce (22-27). Pero es llegada la hora de ponerle la «argolla en la nariz» (28), es decir, de hacerle sentir al arrogante rey quién es realmente el Poderoso; la manera de hacerle sentir su poder es devolviéndolo a casa (28b). Los versículos 29-34 son la promesa para los habitantes de Jerusalén y las señales concretas para que sepan que Asiria no tocará la Ciudad Santa; la defensa la hará el propio Señor por honor a David, «mi siervo» (34).
Liberación de Jerusalén (19,35-37). Los últimos versículos de este capítulo narran cómo el ejército asirio fue herido por el ángel del Señor durante la noche (cfr. Éx 14,19-31) y cómo el rey, con lo poco que quedó de su ejército, se retiró a su país, desapareciendo así la amenaza sobre Jerusalén. El acontecimiento, que tiene ciertamente un trasfondo histórico, es leído en clave teológica por el redactor deuteronomista como un gesto del amor y favor divinos hacia Jerusalén; del mismo modo, su caída y destrucción a manos de Babilonia años más tarde será vista como un castigo por su infidelidad (cfr. 21,10-15; 23,27). En el versículo 37 se constata la muerte de Senaquerib a manos de unos conspiradores, con lo cual se cumple lo dicho en 19,7.
20,1-11 Enfermedad de Ezequías. Ante la inminencia de su muerte, refrendada por la palabra profética (1c), encontramos de nuevo la faceta piadosa, orante, del rey. Con el argumento de su rectitud de vida consigue del Señor una revocación de la palabra dada por medio de Isaías, y es el mismo profeta quien le anuncia la decisión divina no sólo de prolongar sus días, sino de concederle un período de paz y de tranquilidad respecto a su enemigo Asiria (5s). Extrañamente, nos encontramos con un Ezequías dudoso, que pide una señal del cumplimiento de dichas promesas. Decimos extrañamente, porque unos versículos atrás hemos visto a un rey que se ha mantenido firme y confiado en su Señor, pese a las amenazas del rey asirio y pese a la constatación de que su poderío militar ha sembrado el pánico, el terror y la muerte por donde pasa. De todos modos, Isaías le demuestra la veracidad de la Palabra del Señor con un signo: atrasa diez grados la sombra del reloj de sol. ¡Irónicamente, el resto de los años del rey comienza a ensombrecerse a partir de este momento!
20,12-21 Embajada de Merodac Baladán. Ezequías ha recibido una embajada muy especial proveniente de Babilonia, que viene a congratularlo por el restablecimiento de su salud. En medio de la euforia, el rey les enseña todos los tesoros y riquezas del Templo y de palacio. Esto provoca una ensombrecedora profecía de Isaías sobre el fin de Judá a manos de los babilonios. Visto que dicho vaticinio se dará a largo plazo, el rey toma las palabras del profeta como buen anuncio, puesto que semejante augurio no acaecerá durante su reinado. Ezequías hace gala del egoísmo propio de quienes ostentan el poder, a los que sólo preocupa que su integridad personal esté a salvo. Termina este capítulo con la consabida fórmula sobre la muerte del rey y su sucesión (21).
21,1-18 Manasés de Judá. Si el pecado y la perdición del reino del norte, así como el consecuente castigo, tienen como responsable a Jeroboán (cfr. 17,21-23), el pecado, la perdición y el futuro castigo del pueblo de Judá tienen su origen en Manasés. Pese a ser el hijo y sucesor del inigualable Ezequías (cfr. 18,3-8), Manasés se encarga de restablecer todo lo que su padre había abolido: los cultos locales, la idolatría, las costumbres paganas y la contaminación del culto con estatuas y altares en el mismísimo Templo de Jerusalén; hace lo que nuestra mentalidad popular atribuiría a un «anticristo». Pero sus pecados no se quedan sólo en lo cultual o religioso, el deuteronomista denuncia también sus continuos crímenes y los frecuentes derramamientos de sangre inocente «hasta inundar a Jerusalén» (24,4), una exageración del narrador para resaltar su sensibilidad por la justicia social, especialmente por la vida. Hay un dato muy importante que vale la pena tener en cuenta: el deuteronomista, al tiempo que denuncia las acciones negativas del rey y lo responsabiliza de los males que sobrevendrán al pueblo, da a entender que el pueblo le sigue con agrado (8s); esto le sirve al narrador para recordar que el pueblo ha sido pecador y rebelde desde que salió de Egipto (15). De nuevo, a propósito del comportamiento de Manasés, cobra fuerza la profecía que ya Isaías había pronunciado delante de Ezequías: Judá y Jerusalén no tendrán buen fin (10-15).
21,19-26 Amón de Judá. Muy difícilmente podía transformar Amón, el sucesor, un reinado tan largo como el de Manasés, especialmente sus «contrarreformas». Era más fácil continuar la misma línea de su padre, como en efecto lo hizo durante su breve período de reinado. También Amón recibe la calificación negativa del deuteronomista, como un rey contrario al ideal del creyente judío y al modelo de rey que debía regirse por los mandatos del Señor.
22,1–23,30 Josías de Judá. Junto con su bisabuelo Ezequías, Josías es el único rey de Judá que merece el calificativo de rey justo, equiparable a David. De Josías sabemos que retoma la política reformadora de su bisabuelo; según la narración, todo comienza porque Josías ordena una remodelación y reparación del edifico del Templo. En dichos trabajos, el sacerdote Jelcías encuentra una copia del libro de la Ley, el cual, después de haberlo leído, envía al rey para que también él lo lea. Una vez que ha escuchado Josías el contenido del rollo, «se rasgó las vestiduras» (22,11) en señal de humillación y de reconocimiento de que el pueblo estaba muy lejos de lo exigido por el Señor.
Consultada la profetisa Julda por orden del rey, retoma la profecía del castigo de Judá (22,16s), pero al mismo tiempo envía un mensaje de tranquilidad como respuesta del Señor a la humillación y el reconocimiento del pecado del pueblo (22,18-20). Con este trasfondo podremos entender mejor las seis grandes acciones que emprende el rey: 1. Una vez leído el rollo delante de todo el pueblo, el rey sella ante el Señor una alianza suscrita por todos (23,1-3), al igual que había hecho Josué en Siquén siglos antes (cfr. Jos 24,1-28). 2. Renovada y suscrita la alianza, Josías emprende la purificación del culto; esto implica la abolición definitiva de todos los santuarios locales y de todos los reductos de culto a otras divinidades que queden en el reino (23,4-15). 3. Centraliza definitivamente el culto en Jerusalén y hace venir a la ciudad a todos los sacerdotes que oficiaban en los santuarios locales (23,8). 4. Su acción abarca también los territorios del norte donde alcanza su reinado, pues muchos de ellos han sido recuperados por el mismo Josías para Judá; allí derriba el altar de Betel que había construido Jeroboán cuando la división del reino, así como los centros de culto en los lugares altos dispersos por toda Samaría (23,15-20). 5. Una vez realizado este trabajo, sólo queda una cosa: la celebración de la Pascua en honor del Señor, porque «no se había celebrado una Pascua semejante desde el tiempo en que los jueces gobernaban a Israel ni durante todos los reyes de Israel y Judá» (23,22). 6. Para ajustarse más todavía a las exigencias del libro de la Ley, hace desaparecer también a nigromantes, adivinos, ídolos, fetiches y todos los aborrecibles objetos de cultos extraños que aún quedaban en Judá y en Jerusalén (23,24).
Pero ni la humillación del rey, ni la renovación de la alianza, ni las reformas cultuales y religiosas logran apartar la profecía de la destrucción de Jerusalén. Desafortunadamente, en la lectura que hace el deuteronomista de los acontecimientos históricos mundiales de la época, sólo se tiene en cuenta la tesis del castigo del que se ha hecho merecedor el pueblo de Judá por sus infidelidades y rebeldías, un punto de vista muy limitado. Con ello queda en entredicho la imagen de ese Dios justo y misericordioso, lleno de bondad y de paciencia que se percibe en otros momentos de la vida del pueblo. No estamos ante el Dios que por encima de todo ama y perdona, el que siglos más tarde nos va a revelar Jesús de Nazaret y al cual nosotros debemos adherir nuestra fe.
23,31-35 Joacaz de Judá. Después de la muerte de Josías comienza ya a dibujarse la curva de la caída definitiva de Judá. Joacaz, en el poco tiempo que reina, prefiere volver a las prácticas de su bisabuelo Manasés y de los demás reyes que hicieron lo que el Señor reprueba. Pese a las amenazas internacionales del poderío babilónico que se cierne sobre todo el Cercano Oriente, Egipto quiere demostrar que también es fuerte: somete a Judá, deporta al rey, lo suplanta por otro miembro de la familia de Josías y obliga al antiguo reino a pagar un fuerte tributo. Joacaz muere en tierra egipcia, quizá como un presagio de la desgracia que está por llegar a toda la nación judaíta.
23,36–24,7 Joaquín de Judá. Joaquín es el rey que Egipto ha impuesto en Judá; su verdadero nombre era Eliacim, pero el faraón se lo cambia por el de Joaquín. Todavía bajo el dominio egipcio, Nabucodonosor de Babilonia somete a Judá. El rey Joaquín se rebela, pensando tal vez que Egipto lo defendería; sin embargo, Babilonia intensifica sus ataques y no sólo mantiene sometida a Judá, sino que además arrincona a Egipto al arrebatar sus últimos territorios en Canaán (24,7). De nuevo se recalca que todas estas acciones contra Judá son enviadas por el Señor para castigar los pecados de los reyes que no fueron fieles al querer divino.
24,8-17 Jeconías de Judá. Ya no hay nada que hacer. Babilonia es ahora el dueño absoluto de todos los territorios al occidente del Éufrates, incluido Egipto. Judá, gobernada por Jeconías, no puede hacer sino rendirse pacíficamente al nuevo amo mundial, quien se alza con los tesoros del Templo y con todo lo valioso que hay en Jerusalén. Para refrendar aún más su dominio, se hace también con el rey, con su familia y con lo más representativo de la clase noble dirigente del país. Estamos ante la primera de al menos tres deportaciones selectivas que aún realizará Babilonia. Las profecías, aunque no se especifica cuáles, se están cumpliendo.
24,18-20 Sedecías de Judá. Al igual que Egipto, Babilonia impone a un nuevo rey, Matanías, tío del rey deportado, cuyo nombre pasa a ser Sedecías. También este rey «hizo lo que el Señor reprueba» (19), con lo cual también contribuyó a acelerar el castigo definitivo.
25,1-21 Caída de Jerusalén. Las tropas babilónicas se presentan de nuevo en la ciudad de Jerusalén, que alcanza a resistir durante algún tiempo. Cuando ya se veía todo perdido, el rey decide abrir una brecha en la muralla de la ciudad y escapar de noche, pero es alcanzado cerca de Jericó y llevado preso a Ribla. Allí ejecuta Nabucodonosor dos acciones con un alto valor simbólico: asesina en presencia del rey preso a sus propios hijos, luego le arranca los ojos y lo encadena para llevarlo prisionero a Babilonia, capital del imperio. De otro lado, Jerusalén es arrasada, sus murallas destruidas y el Templo incendiado; el sumo sacerdote es apresado y el resto de la población deportada, quedando sólo unos cuantos habitantes de la clase social más baja. «Así marchó Judá al destierro» (21).
25,22-26 Godolías. Para controlar el territorio conquistado de Judá, Babilonia nombra gobernador a Godolías, al parecer miembro de una familia noble de Jerusalén. Godolías se establece en Mispá, ciudad vecina a la destruida capital, desde donde aconseja a sus paisanos que se mantengan sumisos al nuevo amo para no sufrir más complicaciones. Sin embargo, a los pocos meses es asesinado por uno del partido anti-babilónico. Esta acción atrajo entre la población el temor a las represalias de Babilonia, y por ello muchos huyeron a refugiarse en Egipto. Recordemos que en esta huida arrastraron consigo a Jeremías, el profeta que prefería la sumisión a Babilonia antes que pensar en Egipto como apoyo, y menos aún como lugar de refugio.
25,27-30 Amnistía. Era costumbre entre los reyes mesopotámicos conceder gracias especiales al pueblo en el año de su ascensión al trono; se habla incluso de una condonación general de deudas y de la liberación de algunos presos. Es probable que Evil Merodac, sucesor de Nabucodonosor, continuara con esta tradición y concediera la amnistía no sólo a Joaquín, el rey que había sido llevado a Babilonia en el primer grupo de deportados de Judá, sino también a otros reyes presos. El narrador deuteronomista sólo menciona a Joaquín; el rey le promete su favor y su asiento es el más alto de entre el resto de los amnistiados (28). Con estos datos, el narrador quizá pretenda mantener viva la esperanza de un futuro distinto para Judá; puede que vea en Joaquín, favorecido ahora por el rey babilónico, el punto en el cual se apoyará la continuidad de la promesa davídica, aquél de quien descenderá el rey bueno y justo que describe Dt 17,14-20. El hecho es que el deuteronomista no constata deliberadamente el fin definitivo de Judá, ni hace ningún tipo de reflexión como la que hiciera ante la caída del reino del norte. Tampoco explicita que ya no tiene caso seguir pensando en una futura monarquía, y menos aún en una dinastía davídica.