Sofonías
Introducción
El profeta y su época. Sofonías es un profeta del reinado de Josías, y Josías es una paradoja en el plan histórico de Dios. Después de los tristes años de decadencia religiosa bajo el reinado de Manasés (698-643 a.C.), Josías es el gran restaurador y continuador de las reformas religiosas de su bisabuelo Ezequías. Luchó eficazmente contra nigromantes y adivinos, proscribió el culto en santuarios locales para centralizarlo exclusivamente en Jerusalén, desarraigó los restos de la idolatría, luchó contra el influjo asirio, promovió con su ejemplo una nueva observancia religiosa, logró ensanchar el reino hacia el norte en territorio del destruido reino de Israel.
Semejante rey tenía todas las garantías para asegurar la prosperidad suya y de su reino. Pero, ¿qué sucedió? Que el rey, intentando detener las tropas del faraón que corrían en auxilio de Asiria, fue muerto en combate en Meguido; el pueblo, escandalizado por aquel aparente abandono de Dios, volvió a los pecados religiosos, al sincretismo pagano. Estaba a poca distancia de la catástrofe.
Sofonías colaboró con Josías (640-609 a.C.), denunciando las costumbres extranjeras, y predijo la destrucción de Nínive. Como profeta vive a la sombra de su gran contemporáneo Jeremías.
Mensaje religioso. El tema central de la predicación de Sofonías es el «día del Señor», un día de cólera que traerá la gran catástrofe sobre Jerusalén a causa de los pecados del pueblo. Es la respuesta de Dios a aquellos habitantes de la Ciudad Santa que piensan que «Dios no actúa ni bien ni mal» (1,12), es decir, que contempla pasivo e indiferente la rampante corrupción moral (1,1-18; 2,4-15).
Es esta maldad la que le lleva a Sofonías a penetrar, como ningún otro profeta, en el sentido y raíz última del pecado que se anida en el corazón de las personas; no los actos, sino sus motivaciones: la arrogancia (2,10), la falta de confianza en Dios (3,2), la fanfarronería y la deslealtad de sus profetas, el desprecio de la ley por los sacerdotes (3,4), la mentira (3,13). El pecado, en definitiva, es la ruptura de una alianza que había colocado al pueblo en una relación no jurídica, sino íntima y personal con Dios. Por eso, el «día de la cólera», será un día de borrón y cuenta nueva.
Pero la última palabra, como en los otros escritos proféticos, será un oráculo de restauración. Primero vendrá la gran purificación (3,9-13). De ella surgirá un «resto» de pobres y humildes, no constituido por la simple circuncisión física, sino por la conversión y la humilde fidelidad. Por eso también los paganos son llamados a incorporarse al servicio del Señor. El centro de reunión de los dispersos no es ya el monte de Sión en su materialidad, sino el «Nombre del Señor», refugio del pueblo humilde.
1,1 Título del libro. Como en toda la tradición profética, la Palabra que se va a anunciar es del Señor. La presentación de este profeta es única: solo él presenta su genealogía de un modo tan completo. ¿Quiere resaltar que proviene de la nobleza? Hay quienes piensan por el nombre de su padre que se trata de un etíope, también llamado «cusita» en el Antiguo Testamento, proveniente por tanto de un país del norte de África. Al parecer, el profeta quiere demostrar su profunda raigambre yahvista y, por su puesto, su origen estrictamente judío.
1,2-6 Destrucción. El libro se abre con una amenaza de destrucción universal, tanto de hombres como de animales que pueblan la tierra, el cielo y el mar (2s), que nos hace recordar Gn 6,13. ¿Cuál es la causa de esta decisión? El motivo aparente son los pecados de Judá y de Jerusalén, que tienen como expresión la idolatría y los cultos animistas y astrológicos (5). Judá ha llegado al punto máximo de paganismo desde la época de Manasés (698-643 a.C.), cuando se abrieron las puertas del reino a todo tipo de culto pagano. Jerusalén se inundó de dichos cultos, de altares y de sacerdotes, lo cual indujo al sincretismo religioso: adoraban al Señor y al mismo tiempo rendían culto a Milcom (5), dios extranjero amonita. La paciencia del Señor ha llegado a su fin, la única salida es la destrucción.
1,7–2,3 Días de ira. Con la solemnidad que corresponde, el profeta anuncia la llegada del «día del Señor» (1,7); todo está dispuesto como si se tratara de un acto religioso: banquete y purificación de los invitados. Pero este «día del Señor» no es para banquetear, sino para juzgar. Los primeros en ser llamados a juicio son los príncipes reales y los que han contaminado a Israel con costumbres extranjeras (1,8); les siguen los que profanan la casa del Señor con todo tipo de comercio religioso que esconde corrupción, engaño y violencia (1,9). En fin, la intención del Señor es registrar cada rincón de Jerusalén para exterminar de ella a todos los que se han rebelado contra Él, guiados por la idea de que «Dios no actúa ni bien ni mal...» (1,12). El castigo consiste en no poder disfrutar de las riquezas que han obtenido, ni de las que pudieran obtener en el futuro. 1,14–2,3 va describiendo cómo será ese día del Señor. Sin embargo, el profeta considera que a pesar de que su llegada es inminente, todavía hay tiempo para la conversión. El llamado se centra en los humildes, en quienes en medio de todo sean capaces de reconocer que no son las riquezas, ni el oro, ni la plata las que pueden salvar (1,18), sino única y exclusivamente el amor misericordioso del Señor (2,3).
2,4-15 Contra las naciones. Antes de pronunciar el castigo definitivo sobre Judá y Jerusalén, el profeta describe el castigo previsto para las naciones vecinas: no quedará nada de ninguna de ellas. Ni siquiera Nínive, que se tenía como la invencible, escapará al paso desolador del «día del Señor». Nótese la intención de describir el castigo universal refiriéndose a los pueblos de los cuatro puntos cardinales, Moab y Amón, al este; Filistea, al oeste; Asiria, al norte; y Etiopía, al sur. El versículo 11 deja entrever la posibilidad de la conversión de los paganos al Dios de Israel.
3,1-8 Juicio de Jerusalén. La intención del oráculo contra las naciones de 2,4-15 era hacer entender a Judá que a ella también podría pasarle lo mismo; sin embargo, no se dio por enterada, no escarmentó (2), entregada como estaba a toda clase de delitos y pecados, desde los príncipes y dirigentes hasta sus profetas y sacerdotes (3-4). Como no escarmentaron con el castigo infligido a las demás naciones (6s), ahora el Señor acusará y castigará a su pueblo como al resto (8). La mención en el versículo 3 de los príncipes ha hecho pensar en el período en el cual gobernó en Jerusalén una junta real, dado que Josías era apenas un niño cuando heredó el trono; por ello, se supone que Sofonías ejerció su ministerio profético en tiempo de Josías, aunque no propiamente de su reinado.
3,9-20 Restauración. De la amenaza de destrucción universal se pasa súbitamente a la promesa de salvación. El castigo, por tanto, no es de destrucción total, sino un remesón purificador. Los versículos 9s anuncian la purificación universal que luego se concreta en la salvación centrada en Jerusalén, lugar adonde vendrán todos los adoradores del Señor a presentar sus ofrendas. Lo harán sin ninguna vergüenza por los delitos pasados, porque el Señor habrá arrancado de cada uno su soberbia (11). La otra imagen que comenzará a mostrar Jerusalén está fundada sobre un pequeño resto fiel con el que el Señor comenzará a cumplir sus promesas (12s). Este resto, también llamado pueblo pobre y humilde, es la antítesis del pueblo que describió en 3,3s. Éste sí hará posible la inauguración de una nueva época marcada por la justicia, la paz, la tranquilidad y la alegría de sus habitantes. En medio de ellos estará el Señor como buen pastor buscando y reuniendo de nuevo al redil (19).