Primera carta a los Tesalonicenses
Introducción
Tesalónica. Tesalónica, la actual Salónica –Grecia– era la capital de la provincia romana de Macedonia desde el año 146 a.C., y en la ordenación jurídica del imperio, ciudad libre desde el 44 a.C. Ciudad portuaria, comercial, reina del Egeo, próxima a la vía Ignacia que unía el sur de Italia con Asia. Ciudad cosmopolita, próspera y, como tantas ciudades importantes, ofrecida al sincretismo religioso: cultos orientales, egipcios, griegos y también el culto imperial.
Circunstancias de las cartas. Sus circunstancias se pueden reconstruir combinando la relación, bastante esquematizada de Hch 17s con datos directos o implícitos de las mismas cartas. Expulsado de Filipos, Pablo se dirigió a Tesalónica donde fundó una comunidad. Huido pronto de allí, pasó a Berea hasta donde lo persiguieron, y marchó a Atenas. Fracasado en la Capital cultural, se asentó con relativa estabilidad en Corinto. Le asaltó el recuerdo de los tesalonicenses y la preocupación por aquella comunidad joven y amenazada. Les envió a su fiel colaborador Timoteo para que los alentara y volviera con noticias. Timoteo trajo muy buenas noticias y también un problema teológico.
El problema teológico. Éste versa sobre la parusía o venida/retorno del Señor. El término griego «parousia» designaba la visita que el emperador o legado hacía a una provincia o ciudad de su reino. Llegaba acompañado de su séquito, desplegando su magnificencia, y era recibido por las autoridades y el pueblo con festejos y solemnidades.
Esta actividad imperial, muy conocida en la antigüedad, sirve para traducir a la lengua y cultura griegas el tema bíblico de la «venida del Señor» para juzgar o gobernar el mundo (cfr. Sal 96 y 98; Is 62,10s y otros muchos textos). Donde el Antiguo Testamento dice Dios = Yahvé, Pablo pone Kyrios (Señor Jesús): el que vino por medio de la encarnación, volverá en la parusía. Su séquito serán ángeles y santos; su magnificencia, la gloria del Padre; su función, juzgar y regir. Al encuentro le saldrán los suyos, para quienes su retorno será un día de gozo y de triunfo.
¿Cuándo sucederá eso? ¿Cuándo llegará ese día feliz? Aquí entra otro tema teológico importante del Antiguo Testamento: «el día del Señor». Puede ser cualquier día a lo largo de la historia humana en que Dios interviene de modo especial, juzgando o liberando. Será por antonomasia «aquel día» en que el Señor establezca definitivamente su reinado sobre el mundo. También se usan fórmulas como «vendrán días» o «al final de los días».
Pero, ¿cuándo? ¿En qué fecha se cumplirá? Imposible saberlo. Está próximo y será repentino, dice la Primera Carta a los Tesalonicenses (4,16; 5,1-6). Se difiere y se anunciará con signos previos, dice la Segunda Carta. ¿Qué ha provocado el cambio? Algunos piensan que ha evolucionado el pensamiento de Pablo; otros sostienen que son dos aspectos complementarios de una misma realidad. La primera visión transforma la esperanza en expectación, manteniendo tensa la vida cristiana; la segunda, traduce la expectación en esperanza serena y perseverancia. Nunca da cabida el Nuevo Testamento a una especulación sobre fechas precisas.
¿Quiénes saldrán a recibir al Señor? Queda pendiente el problema si miramos a los que saldrán a recibir al Señor: ¿Sólo aquellos a los que la «venida» los encuentre aún vivos?, ¿no participarán los muertos en el acontecimiento? La preocupación delata la solidaridad con los hermanos difuntos y una concepción bastante burda. Pablo responde que para ellos habrá resurrección y serán arrebatados al encuentro del Señor (4,16s).
Primera carta. Se trata del primer escrito del Nuevo Testamento, compuesto en el año 51, en Corinto. Nos deja entrever lo que era una Iglesia joven y ferviente, firme en medio de los sufrimientos. Nos informa sobre las creencias de los cristianos, unos 20 años después de la Ascensión, entre ellas: la Trinidad; Dios como Padre; la misión de Jesús, Mesías; su muerte y resurrección y su futuro retorno; las tres virtudes, fe, esperanza y caridad.
Segunda carta. Sucedió que algunos fieles sacaron consecuencias abusivas de la recomendada expectación: no valía la pena trabajar ni ocuparse de los asuntos de la vida terrena. Estemos quietos y a la espera. Pablo escribe una segunda Carta poco tiempo después y también desde Corinto, puntualizando su doctrina sobre la parusía y haciendo una lectura teológica de la historia. Llegará por etapas: ahora ya está actuando el rival, Satanás, provocando persecuciones y difundiendo impiedad; llegarán después el Anticristo y una apostasía; finalmente, sucederá la venida triunfal de Jesucristo. Por tanto, el cristiano debe trabajar y esperar.
cristiano debe trabajar y esperar.
1,1 Saludo. Siendo ésta la primera carta salida de la pluma de Pablo y probablemente el documento cristiano más antiguo, escrito hacia el año 51, merece la pena detenerse en el saludo. El Apóstol, siguiendo las reglas de cortesía del género epistolar de su tiempo, inicia la introducción de su carta con la mención del remitente y de los destinatarios, terminando con una expresión de buenos augurios. Pablo dará siempre un contenido cristiano a este esquema tradicional.
Aunque figuran tres remitentes: Pablo, Silvano y Timoteo, uno solo es el autor, Pablo, quien se presenta sin mencionar su título de apóstol, mención que se hará necesaria en casi todas sus cartas posteriores. Los destinatarios son «la Iglesia de Tesalónica» (1). La palabra «Iglesia» no es tan inocente como parece. Para la mayoría de los cristianos de hoy quizás ha perdido toda la fuerza innovadora y subversiva que contiene. No era así para las primeras comunidades de creyentes. En el contexto civil de la época, «Iglesia» –«ekklesía», en griego– designaba a la «asamblea de dirigentes» que encarnaba el ideal democrático de participación ciudadana que había dado origen a la ciudad griega –«polis»–. En tiempos del Apóstol, sin embargo, estas «asambleas ciudadanas» estaban sometidas a la autoridad suprema del emperador y, como tales, controladas y manipuladas para perpetuar los planes de dominio político, económico y social del imperio romano.
Pablo llama «Iglesia» a la comunidad cristiana de Tesalónica, pero con un cambio total de sentido, en contraste y oposición con la sociedad o «ekklesía» civil de su tiempo, detentora, la mayoría de las veces, de un poder opresor. La comunidad cristiana o Iglesia apunta a una sociedad alternativa, radicalmente distinta. La clave está en la «autoridad» de quienes la convocan y sostienen, que le dan nueva identidad y a quienes debe obediencia: Dios Padre y el Señor Jesucristo. En la mente de Pablo, la «Iglesia» es también la heredera de la «Asamblea de Dios» («qahal», en hebreo), título con que se designaba al pueblo de Israel, elegido y convocado por Dios.
Ambas resonancias, griega y hebrea, siguen en los buenos deseos iniciales de la carta. «Gracia» es saludo griego, en clave cristiana es el favor de Dios otorgado ahora por medio de su Hijo. «Paz» es saludo hebreo. El contexto cristiano enriquece el contenido de la palabra, dándole también un sentido de «paz alternativa» a la «paz romana», que era la ideología política de la época: «les doy mi paz, y no la doy como la da el mundo» (Jn 14,27).
1,2-10 Acción de gracias. El recuerdo de sus comunidades va siempre unido en Pablo a la oración y a la acción de gracias por ellas. El Apóstol expresa esta «acción de gracias» (2) con el mismo término con que se designa a la celebración donde la presencia del Señor resucitado convoca y transforma a los creyentes en una comunidad de hermanos y hermanas: eucaristía. De ahí que la fe, la esperanza y la caridad de los tesalonicenses que recuerda y menciona el Apóstol tengan esta dimensión fraterna: una fe activa que se traduce en obras (cfr. Gál 5,6); un amor solidario que implica esfuerzo; una esperanza que es paciente y firme. Encontramos, pues, reunidas por primera vez las tres virtudes teologales «fe, esperanza y amor», y volverán a mostrarse unidas en 1 Cor 13,13; Rom 5,2-5; Gál 5,5s; Col 1,4s; Heb 6,10-12; 1 Pe 1,21s. Para Pablo no pueden separarse y funcionar aisladamente, puesto que la una implica a las otras y las tres juntas definen la vivencia total del compromiso cristiano. Esta nueva vida de la Iglesia de los tesalonicenses ha sido posible porque el Evangelio que Pablo les predicó no fue simple palabra humana, sino que iba cargada con la energía y eficacia del Espíritu Santo, y por tanto, fue fecunda y produjo fruto (cfr. Is 55,10s; 1 Cor 2,4).
El «fruto evangélico» que les recuerda el Apóstol es la acogida gozosa de su predicación y de su testimonio «en medio de graves dificultades» (6), de manera que al imitar a Pablo en este sufrir con gozo por el Evangelio (cfr. 1 Cor 4,16), los tesalonicenses se convirtieron en imitadores de Jesucristo y «en modelo de todos los creyentes de Macedonia y Acaya» (7). La paradoja del gozo en el sufrimiento está apuntada ya en el Antiguo Testamento (cfr. Sal 4,8) y es tema central del mensaje evangélico (cfr. Lc 6,22s; Hch 5,41). Es un gozo infundido por el Espíritu.
Pablo presenta a continuación, en síntesis apretada, en qué consistió esta primera predicación que fructificó en la conversión de los tesalonicenses, por la que está dando gracias a Dios, a saber: el abandono de los ídolos para adherirse al Dios vivo y entrar así en la esperanza de la venida de su Hijo, Jesús, «que nos libra de la condena futura» (10). Esta esperanza de la venida de Cristo al final de los tiempos será uno de los temas principales de la carta.
2,1-20 Ministerio de Pablo en Tesalónica. Recordando emocionado su actividad misionera entre los tesalonicenses, las palabras de Pablo tienen algo de autodefensa y apología de su ministerio y mucho de manifestación de afecto. Reitera expresiones como «saben, conocen, son testigos», en una especie de amable complicidad: aunque ya lo saben… yo les digo. El conjunto es una especie de autobiografía apostólica, escrita por Pablo en un momento de cierta ansiedad o aprehensión con respecto a la comunidad. En realidad, tuvo que marchar muy pronto de Tesalónica (cfr. Hch 17,1-8), sin haber podido regresar a visitar a sus fieles, y teme que algunos le hayan podido confundir por un charlatán de tantos que abundaban en aquella época. Esta autodefensa, como veremos, resultó innecesaria.
Pablo habla de su vocación de apóstol, confirmada por sus sufrimientos en Filipos (cfr. Hch 16,16-40); describe sus sanas intenciones en la predicación, sobre todo su desinterés –los charlatanes itinerantes de la época lo hacían por dinero–, y también la buena acogida que los tesalonicenses le dispensaron y el éxito de su trabajo misionero entre ellos. Su actitud ha sido de entrega, como de una nodriza, como de un padre, como de alguien dispuesto a dar la vida. En cuanto a su método de predicación, lo suyo ha sido «proponer» más que «imponer». Y algo muy importante, Pablo sabe que el anuncio evangélico tiene que ir respaldado por una vida intachable, y así menciona su trabajo manual para no ser gravoso a sus evangelizados que frecuentemente eran pobres. Quizás se refiera a su oficio de tejedor de tiendas de campaña, tal como nos narra Hch 18,3. En el ambiente griego, el trabajo manual era considerado humillante, cosa de esclavos (cfr. 2 Cor 11,7), pero Pablo está dispuesto a todo por el bien del Evangelio.
Retoma la acción de gracias (1,5s) para exponer en concreto la tribulación sufrida. Pero antes completa y enriquece la doctrina sobre la palabra del Evangelio a que se ha referido antes (1,5). La palabra del predicador del Evangelio es palabra humana, pronunciada por Pablo; pero es también «Palabra de Dios» y, como tal, activa por sí, independiente de cualquier resorte humano de persuasión.
En cuanto a las penalidades sufridas, éstas vinieron de los paganos que ponían trabas e incluso perseguían a sus paisanos conversos. Pero a Pablo parece dolerle más la hostilidad de los judíos (cfr. Sal 55,14s). Las duras expresiones que usa se han de entender a la luz de los acontecimientos narrados en Hch 17 que ocasionaron su huida precipitada de Tesalónica. Se refiere a aquellos judíos que se resisten a aceptar el Evangelio y luchan contra su difusión. Ellos, a quienes equipara a Satanás, le están impidiendo regresar a la ciudad. Pero aunque esté separado físicamente de los tesalonicenses, los lleva en el corazón y esta comunión mutua se manifestará como su gloria y su corona el día de la venida del Señor.
3,1-5 Preocupaciones apostólicas de Pablo. La ansiedad y preocupación del Apóstol por los tesalonicenses son evidentes en toda la carta. La situación no era para menos, pues desde que puso su pie en Grecia fue constantemente perseguido, lo cual le mantuvo apartado de ellos. En Filipos, las autoridades le invitaron a abandonar la ciudad (cfr. Hch 16,39); tuvo que escaparse de Tesalónica con la ayuda de los hermanos (cfr. Hch 17,10); tuvo que huir también de Berea (cfr. Hch 17,14s) hacia Atenas, donde su predicación no dio los resultados que él probablemente esperaba (cfr. Hch 17,32). Mientras tanto, la pequeña comunidad cristiana de Tesalónica estaba en peligro a causa de la presión y agresividad de sus mismos conciudadanos paganos.
¿Se mantendrían firmes en la fe? ¿Había fracasado toda su misión en Europa?
Solo e impotente en Atenas, Pablo decide enviar a Timoteo a Tesalónica, quizás portando una carta de ánimo. Su fiel colaborador no es conocido en la ciudad, pues no participó en la evangelización de los tesalonicenses, habiéndose quedado en Filipos (cfr. Hch 17,14). Esto hará que pueda pasar desapercibido y no despertar sospechas. Y como los tesalonicenses no conocen a Timoteo, Pablo lo presenta y lo recomienda: es un «hermano nuestro, ministro de Dios para la Buena Noticia de Cristo» (2), capaz de exhortar, animar y consolidar a los hermanos. El Apóstol está aludiendo a la tribulación que le afecta tanto a él como a su comunidad, afirmando que «tienen que sufrir estas cosas» (3), como si les dijera que sólo cargando la cruz pueden ser seguidores del Señor crucificado.
En su iniciación cristiana, los tesalonicenses ya han sido preparados para las tribulaciones, de ahí que la situación presente puede describirse con un lacónico: «y así ha sucedido, como ustedes pudieron comprobarlo» (4b).
3,6-13 Buenas noticias de Tesalónica. El regreso de Timoteo con las buenas noticias que le trae de Tesalónica hace irrumpir a Pablo en una emocionada acción de gracias. Su aprehensión y ansiedad acerca de la fuerza de la fe de los tesalonicenses y de la dudosa opinión que podrían tener de él, su evangelizador, carecían de fundamento. De evangelizador, Pablo pasa a sentirse evangelizado: «nos sentimos revivir por su fidelidad al Señor» (8) y «por el gozo que nos hacen sentir ante nuestro Dios» (9).
Su comunidad, de la que el Apóstol dudaba, es la que da consuelo, nueva vida y gozo a un apóstol que atravesaba un período de soledad y desaliento. El amor que le une a los tesalonicenses es al mismo tiempo capaz de comunicarse a todos. Semejante amor, no por interés egoísta, es don de Dios. A este amor universal les exhorta el Apóstol, que no es sino la respuesta cristiana y misionera a aquellos que les causan dolor y tribulación.
Pablo termina esta primera parte de la carta como ha terminado los capítulos precedentes (1,10; 2,19), es decir, abriendo a la comunidad el horizonte último de la historia «cuando venga nuestro Señor Jesús con todos sus santos» (13), cuya esperanza los mantendrá firmes en la tribulación presente.
4,1-12 Vida cristiana. La relación de fraternidad que existe entre los tesalonicenses hace que las exhortaciones con que Pablo se dirige a ellos sean, ante todo, un ruego. Pero este ruego incluye mandatos e instrucciones que, aunque son del Apóstol, «como les recomendamos» (11), no son propias de él, sino dadas «en nombre del Señor Jesús» (2). El fundamento de las instrucciones morales que les va a dar es la voluntad de Dios de que «sean santos» (3), lo cual implica un progreso de trasformación personal y comunitaria, siguiendo el camino de conducta cristiana que «ya conocen» (2).
El Apóstol llama la atención de los tesalonicenses sobre dos conductas viciosas que se deben evitar: el desenfreno sexual –en griego «porneia», de donde viene «pornografía»– y la codicia, vicios que va a fustigar de nuevo en Rom 1,29-31 y en 1 Cor 6,9s. No es que Pablo reduzca toda la moralidad cristiana a la moral sexual, pero sí es cierto que en la sociedad decadente de su tiempo, sobre todo en las ciudades, el desenfreno y la promiscuidad sexual eran la señal más evidente y notoria de una corrupción generalizada. De ahí que la práctica cristiana de una conducta sexual exigente e intachable fuera tan importante como signo de la sociedad alternativa y contracorriente que el Evangelio había inaugurado.
Para Pablo, la vivencia cristiana de la sexualidad tiene un marco, el matrimonio, y un fundamento: el conocimiento de Dios que se traduce en el amor fraterno que confiere una dignidad sagrada a ambos esposos. Y como el cónyuge más necesitado de respeto y dignidad es la mujer, el Apóstol exhorta al esposo a «usar de su cuerpo (esposa) con respeto sagrado» (4). Quizás la frase «usar de su cuerpo» –literalmente, de su «vaso», término eufemístico judío para expresar «cuerpo» o «esposa»– no sea tan afortunada para nuestra sensibilidad de hoy. El Apóstol se expresa según la cultura de su tiempo, lo cual no afecta para nada a su defensa continua de la dignidad de la mujer, que es consecuencia del Evangelio que él anunciaba.
Otro vicio que se debe evitar es la «codicia», que el Apóstol expresa en el versículo 6 con la palabra griega «pragma» y que puede significar, o bien «asunto» –referencia eufemística a «adulterio»–, o «negocio sucio» –explotación económica del prójimo–. Sea cual fuere su significado, tanto la injusticia como el adulterio son una agresión contra la dignidad del hermano o de la hermana, e irán siempre unidas en la condena de Pablo (cfr. 1 Cor 6,9s).
El Apóstol hace todavía dos recomendaciones más, una respecto al amor mutuo y otra a una vida laboriosa y ordenada. Como indica la carta segunda a los tesalonicenses, parece que la expectación de la «venida del Señor» inducía a algunos a despreocuparse de los asuntos de cada día, incluso del trabajo, lo cual desacreditaba al pequeño grupo cristiano ante los paganos y los hacía padecer necesidad sin razón.
4,13-18 La venida del Señor. Este pequeño pasaje de la carta sobre el tema de la venida del Señor quizás sea la parte más importante. Lo ha venido anunciando en los capítulos anteriores y ahora quiere precisar y responder a una duda concreta de los tesalonicenses. Todo el Evangelio que Pablo anuncia está transido de la urgencia inminente de la venida del Señor. Más que inminencia temporal de días o de años, el Apóstol se ha referido siempre al dinamismo trasformador de la «esperanza cristiana» que se traduce en actitud de expectación, firmeza y vigilancia, como si el Señor estuviera ya llegando de un momento a otro.
Parece que el entusiasmo de Pablo daba alas a su esperanza y se veía a sí mismo vivo aún, participando en el triunfo definitivo de Cristo (cfr. 1 Cor 15,51; Flp 3,21; Rom 13,11). También sus comunidades, por lo visto, se habían contagiado del entusiasmo del Apóstol. A los veinte años aproximadamente de la muerte de Jesús, los cristianos vivían expectantes, aguardando el «día del Señor» de un momento a otro. Pero, ¿qué será de los cristianos que han muerto en esos dos decenios?, se preguntan ahora los tesalonicenses, quizás lamentando anticipadamente la ausencia de sus hermanos y hermanas difuntos en ese «día» de la gran fiesta.
Pablo comienza por rechazar la tristeza como incompatible con la esperanza cristiana, y a continuación explica el motivo: también los que han muerto irán al encuentro glorioso con el Señor. El Padre que resucitó a Cristo –la gran confesión de fe cristiana– hará otro tanto con los que han muerto en Él. Así, los vivos en compañía de los resucitados «seremos llevados juntamente con ellos al cielo sobre las nubes, al encuentro del Señor» (17).
Los datos descriptivos están tomados del repertorio imaginativo de la literatura apocalíptica: ángel y trompeta (cfr. Mt 24,31; Is 27,13), bajada del cielo y arrebato en nubes (cfr. Dn 7,13). Este párrafo se puede comparar con un texto posterior de la primera carta a los Corintios (1 Cor 15).
El objeto de la esperanza es vivir para siempre con Dios, quien «llevará con Jesús a los que murieron con él» (14). Más adelante lo repite: «y así estaremos siempre con el Señor» (17). Esta esperanza ya se apuntaba en el Antiguo Testamento: «me colmarás de gozo en tu presencia, de delicias perpetuas a tu derecha» (Sal 16,11); ahora se revela en Jesucristo y sostiene a la comunidad cristiana en su peregrinación terrena.
5,1-11 Cristianos a la espera. Pablo sigue hablando del «día del Señor», pero ahora, más que en la «inminencia» de su venida, insiste en la «sorpresa» mediante imágenes tomadas de la tradición evangélica, como la del ladrón que llega en la noche (cfr. Mt 24,43s; Lc 12,29s; Ap 3,3), o como los dolores de parto que acaecen de repente, sin avisar (cfr. Jn 16,21). La sorpresa de su venida afectará de manera radicalmente diversa a las personas, según estén preparadas o no.
Este estado de preparación lo ilustra el Apóstol con la combinación de nuevas imágenes opuestas y en contraste: luz-tinieblas, día-noche, vigilia-sueño, en las que coloca, por una parte, a «ustedes y nosotros», y por otra, a «ellos», «los otros», «los demás». «Ellos» –sin definir– son los que no están preparados para el «día del Señor», los alejados de Dios, los que confían en su seguridad, los que dicen con autocomplacencia «qué paz, qué tranquilidad» (3), sin sospechar lo que se les viene encima. Son los que pertenecen a la noche y a las tinieblas (5), los que están dormidos (6), los que al amparo de la noche se dedican a la borrachera y el desenfreno. A todos ellos, en el día del Señor, «se les vendrá encima la destrucción y no podrán escapar» (3), para ellos será el castigo (9). A «ustedes y nosotros» –los cristianos–, en cambio, no nos sorprenderá ese día el ladrón, pues no vivimos a oscuras; somos todos «ciudadanos de la luz y del día» (5); nos ha destinado «a la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo» (9).
Con la visión del «día del Señor», presentada con ese despliegue fascinante de imágenes tomadas de la literatura apocalíptica, el Apóstol no pretende hacer discriminación entre buenos y malos, ni mucho menos afirmar la predestinación de «nosotros» –los cristianos– a la salvación, y la de «ellos» –los no cristianos–, al castigo. Todo su discurso es una exhortación a permanecer alertas y vigilantes. La salvación en Jesucristo a la que Dios ha destinado a todos sin excepción –cristianos y no cristianos– es un don y, como tal, tiene que ser aceptado libremente, lo cual implica una colaboración activa que debe traducirse en una permanente actitud de vigilancia y compromiso. Pablo asemeja este estado de «vigilia» o de «ser ciudadanos de la luz» a un combate que hay que librar «revestidos con la coraza de la fe y el amor, y con el casco de la esperanza de salvación» (8).
Pablo concluye con una palabra de aliento: lo importante no es estar vivos o muertos cuando el Señor venga, lo importante es que «vivamos siempre con él» (10). Y esto quiere decir «ahora», en esperanza alerta y vigilante, y cuando llegue «el día», en un encuentro que no tendrá fin. La esperanza de la resurrección –o el cielo que esperamos– no debe sustraer al cristiano del compromiso y de la lucha por establecer en nuestro mundo una sociedad alternativa, más justa y equitativa, al servicio del amor sin fronteras y de la fraternidad. A ella se refirió al inicio de la carta: «En Dios Padre y en el Señor Jesucristo» (1,1).
5,12-28 Consejos y saludos finales. Es típico de Pablo dar algunos consejos antes de terminar sus cartas (cfr. Flp 4,8s) y, como siempre, su consejo favorito es sobre la armonía interna de las comunidades. Lo interesante de este final epistolar es que esta armonía y paz comunitaria están bajo la responsabilidad «de los que trabajan entre ustedes, los gobiernan y aconsejan en nombre del Señor» (12).
En la dirección de la Iglesia de Tesalónica, Pablo no está solo gobernando a distancia. La pequeña comunidad tiene ya sus líderes locales a quienes el Apóstol exige que se comporten como buenos pastores: que amonesten a los insumisos, que animen a los débiles y oprimidos, que socorran a los más necesitados. Por otra parte, pide a todos respeto para los líderes (12) y cariño y afecto por su trabajo (13).
No podía terminar sin recordarles de nuevo el don del Espíritu que está presente en toda la carta: la alegría, que debe caracterizar su vida de cristianos. Les recomienda mantener el ritmo de su oración y de sus asambleas de acción de gracias, refiriéndose probablemente a las celebraciones eucarísticas de la comunidad.
Es interesante su exhortación final: «No apaguen el fuego del Espíritu, no desprecien la profecía» (19s), como animando a los tesalonicenses a poner al servicio de todos la diversidad de carismas y dones que habían recibido: «busquen siempre el bien entre ustedes y con todo el mundo» (15).
En sus palabras finales, pide al Dios de la paz que los santifique totalmente: espíritu, alma y cuerpo. Es la única vez que aparece en las cartas de Pablo tal descripción del ser humano completo.
La mención del cuerpo quizás sea intencionada, como insistiendo en que el cuerpo debe ser también santificado y no considerado como algo despreciable y secundario como lo consideraba la filosofía griega. La referencia al «beso santo» puede indicar que la carta estaba destinada a leerse ante la comunidad reunida.