Segunda carta a los Tesalonicenses
1,1-4 Saludo y acción de gracias. El saludo es semejante al de la carta precedente, dirigida a la misma comunidad por el mismo equipo misionero (cfr. 1 Tes 1). La acción de gracias, sin embargo, tiene un tono más solemne: «tenemos que dar gracias por ustedes... es justo que lo hagamos» (3), como si los tesalonicenses se hubieran ganado a pulso el reconocimiento de Pablo y el de sus compañeros por su crecimiento en el amor mutuo y, sobre todo, por la fe con que soportan con entereza la persecución, motivo de orgullo para el Apóstol ante las demás Iglesias. ¿Se está refiriendo a la persecución desencadenada por Nerón a principios de los años 60 o a la de la época del emperador Domiciano que tuvo lugar a finales del s. I? No lo sabemos. Según se trate de una u otra, el autor de la carta sería, o bien el mismo Pablo o bien un discípulo posterior que habría tomado como modelo la primera carta a los Tesalonicenses y que asume el nombre de Pablo para dar autoridad a sus palabras, como sucede con otros escritos del Nuevo Testamento. Sea quien fuese el la que escribe, se está dirigiendo a una comunidad que atraviesa momentos de especial dramatismo.
1,5-12 Sentido cristiano de la persecución. Una vez terminada la presentación tradicional, el autor comienza a desarrollar el tema que le interesa y que, como de costumbre, ha sido ya insinuado en la acción de gracias: ¿Cómo interpretar cristianamente la persecución?
La clave de interpretación es el juicio escatológico, es decir, la diferente retribución final que recibirán perseguidores y perseguidos cuando comparezcan ante el tribunal de Dios.
Seguramente, el lector de hoy que no está familiarizado con el género literario llamado «apocalíptico», de uso tan frecuente en el Antiguo Testamento y que inspira muchos textos del Nuevo, leerá estas líneas con estupor y perplejidad. Primero, y refiriéndose a los perseguidos, el sufrimiento de los inocentes aparece como «justo juicio de Dios» (5), como si Dios mismo enviara los padecimientos a los que permanecen fieles a Él, como prueba y purificación. Y segundo, el castigo a los perseguidores suena a venganza, a justicia retributiva de acuerdo con la «la ley del Talión», ignorando aparentemente la misericordia y el perdón: «es justo que Dios pague con sufrimientos a los que los hacen sufrir a ustedes» (6), en contraste con el consejo a los cristianos de 1 Tes 5,15: «Cuidado, que nadie devuelva mal por mal». Así pues, en ese día de la cuenta final, cuando Cristo «venga aquel día a revelar su gloria... a los creyentes» (10), habrá una doble retribución: de salvación a los perseguidos y de castigo «a los que no reconocen a Dios ni obedecen a la Buena Noticia de nuestro Señor Jesús» (8), como señalando en el grupo de perseguidores no sólo a paganos, sino también a judíos.
¿Qué decir de todo esto? En primer lugar, que el lenguaje apocalíptico es hiperbólico y lleno de símbolos e imágenes atrevidas de destrucciones cósmicas; contrasta la condenación final, dura y sin paliativos de los malvados y el rescate definitivo de los que han permanecido fieles a Dios. Este lenguaje no pretende ser tomado «al pie de la letra», pero sí comunicar un mensaje de suprema importancia a los perseguidos, a los pisoteados por la injusticia y la opresión, con el fin de animarlos en el compromiso y confortarlos en la tribulación: «Dios es justo». Su aparente silencio ante instituciones e individuos que siembran en el mundo realidades de muerte como el hambre, la violencia o la desigualdad no es indiferencia ni pasividad, sino rechazo e indignación presentes, que un día se revelarán con toda la fuerza de la majestad de su justicia.
Es esta manifestación del justo juicio de Dios (5) la que anuncia Pablo a los tesalonicenses, y que, si bien se manifestará plenamente el «día final», ya «está actuando ahora». Por una parte, trasforma –que no causa– los sufrimientos de la comunidad perseguida en frutos de salvación y en sufrimientos por el Evangelio, «para que ustedes sean encontrados dignos del reino de Dios» (5); por otra, anuncia el Evangelio de la ira que se revela «contra toda clase de hombres impíos e injustos que por su injusticia esconden la verdad» (Rom 1,18). El anuncio del Evangelio es también denuncia y condenación.
¿Cuál será la manifestación final de esta justicia de Dios ya en acción? ¿Sufrirán los malos «una condena perpetua, lejos de la presencia del Señor...» (9)? Éste sigue siendo un gran secreto. Pero sólo Dios es a la vez justo y misericordioso, y su infinita misericordia, manifestada en Jesucristo, abarca en su abrazo salvador a toda la humanidad.
2,1-12 La parusía o segunda venida del Señor. Entramos en la parte central de esta breve carta: la venida definitiva del Señor de la que ha venido hablando hasta ahora. ¿Cuándo se realizará? Es éste un problema que parece no preocupar demasiado a la mayoría de los cristianos de hoy, pero que era de candente actualidad en las primeras comunidades de creyentes como la de Tesalónica, dando lugar a un clima de ansiedad y a veces de histeria colectiva, debido a rumores de los profetas de turno o a la difusión de «cartas falsamente atribuidas a nosotros» (2) con fechas precisas de la inminencia del gran acontecimiento.
Es comprensible que una comunidad pequeña que vivía bajo la extrema presión de poderes opresivos no viera otra salida a su situación sino en una huida hacia adelante, en la esperanza de la venida final de un poder superior que desenmascarara y derrotara definitivamente a las fuerzas del mal del orden establecido. Esta histeria religiosa de «final del mundo» se ha venido repitiendo a lo largo de la historia cristiana en períodos de máxima tensión producidos por guerras o catástrofes naturales.
Quizás hoy tampoco falten quienes vean en los males que afectan globalmente a nuestro mundo y que escapan a nuestra capacidad de comprensión, como el hambre, la violencia generalizada o las fuerzas desencadenadas de la naturaleza, signos premonitorios de un final inminente y que busquen en la Biblia fechas precisas y concretas.
El asunto se complicaba en la comunidad de los tesalonicenses con la difusión de falsas doctrinas que aseguraban que el Señor había venido ya definitivamente y que la supuesta resurrección final no era otra cosa sino la nueva realidad espiritual que estaban viviendo (cfr. 1 Cor 15,15). En este contexto de confusión e histeria, Pablo afirma que la parusía ciertamente vendrá y que la futura resurrección será una realidad, pero niega que esta segunda venida del Señor esté llamando a las puertas. Simplemente, ni el Apóstol ni nadie sabe el día ni la hora (cfr. Mt 24,43s; 1 Tes 5,2). Por eso les pide que «no pierdan fácilmente la cabeza ni se asusten... como si el día del Señor fuera inminente» (2).
A continuación, en un mensaje enigmático (3-12) y difícil de comprender para el lector de hoy a causa del lenguaje apocalíptico en que viene expresado, Pablo hace una lectura cristiana, a la luz de la prometida venida del Señor, de las circunstancias traumáticas que vivía la comunidad: persecución, apostasía de algunos, diseminación de falsas doctrinas, división interna.
Seguramente los tesalonicenses sabían identificar quiénes eran esos personajes de dentro o de fuera del grupo cristiano, ese sistema político o ese emperador «que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto» (4), o esas doctrinas que estaban causando tanta maldad, a lo que el Apóstol se refiere misteriosamente con títulos tales como «el Hombre sin ley, el destinado a la perdición» (3), «el Rival» (4), «el Impío» (9), títulos todos sacados del vocabulario apocalíptico.
¿Cuál es, realmente, su verdadero protagonismo en el mundo?
Aunque parezca que acampan a sus anchas, «por acción de Satanás», con todo el despliegue de su poder seductor, «con toda clase de milagros, señales y falsos prodigios» (9), «con toda clase de engaños perversos» (10) que hacen que se pierdan «los que no aceptaron para salvarse el amor a la verdad» (10), todos serán destruidos y anulados por «el Señor Jesús, con el aliento de su boca... en la manifestación de su venida» (8).
He aquí el mensaje de esperanza de Pablo a los tesalonicenses, que es también una invitación a los creyentes de hoy a hacer nuestra lectura cristiana de las realidades de muerte que afectan a la sociedad global en que vivimos, no para dejar, como si fuéramos impotentes, la solución de nuestros problemas para la futura venida del Señor, sino para hacer que esa victoria futura y total se vaya haciendo ya realidad en nuestro comportamiento de cada día.
El cristiano lucha y se compromete con la ventaja de saber que, al final, la victoria será completa.
2,13–3,5 Oraciones mutuas. El Apóstol, dirigiéndose ahora a la comunidad fiel, comienza a sacar las consecuencias prácticas de todo lo anterior, en un clima de oración agradecida. Da gracias a Dios por los tesalonicenses, a quienes llama «los primeros en alcanzar la salvación» (2,13) por haber permanecido firmes en el Evangelio «que los llamó a poseer la gloria de nuestro Señor Jesucristo» (2,14). Y esta «esperanza magnífica» (2,16) debe darles ánimos y fortaleza, tanto para anunciar ellos mismos la Palabra de salvación que han recibido, como para testimoniarla con sus vidas, es decir, con toda clase de palabras y buenas obras (2,17).
Pablo pide también oraciones para el grupo apostólico, para que la Palabra del Señor se difunda y corra como un ser vivo: «envía su mensaje a la tierra y su palabra corre velozmente» (Sal 147,15). Y así, rogando a Dios los unos por los otros –evangelizadores y evangelizados–, sabrán resistir las acometidas de los malvados y esperar con paciencia y aguante la venida de Cristo (cfr. Rom 8,25; 15,4).
3,6-18 Contra la ociosidad. La exhortación se abre con gran solemnidad, como asunto grave, apelando a instrucciones precedentes.
Si antes les habló de las fuerzas del mal que han inducido a algunos a la apostasía y sembrado la confusión, el punto de mira del autor de la carta se centra ahora en el desorden que causan ciertos individuos en la comunidad con su conducta irresponsable. Una consecuencia absurda y peligrosa de pensar que la parusía era inminente –ya apuntada en 1 Tes 4,11– consistía en la ociosidad, en el cruzarse de brazos esperando «el santo advenimiento», como se dice en nuestro lenguaje popular. Su amonestación es dura y realista: «el que no quiera trabajar, que no coma» (10), o lo que es lo mismo, si creen que la inminente venida del Señor les exime de trabajar, también les debe eximir del comer.
Pablo les pone por delante su testimonio personal, el de un trabajador que se gana la vida con el sudor de su frente. Es probable que para las fechas en que se escribió la carta el ejemplo de laboriosidad del Apóstol, humilde tejedor de toldos y tiendas de campaña (cfr. Hch 18,3), fuera ya legendario entre los cristianos de una sociedad como la griega que despreciaba el trabajo manual como cosa de esclavos y que, por tanto, producía gran cantidad de parásitos sociales. Es, pues, a los «parásitos cristianos» a los que pide «que trabajen tranquilamente y se ganen el pan que comen» (12) y que se dejen de dar vueltas «muy atareados en no hacer nada» (11), a no llevar rumores de un sitio a otro. Es más, aconseja a la comunidad que los amonesten como a hermanos, pero que si no cambian de conducta, que no se junten con ellos.
El saludo final pone una nota de paz en una carta necesariamente dura: el deseo de que la gracia del Señor les acompañe.