Ascención del Señor - Año C
ESTÁ JUNTO A CADA PERSONA PARA SIEMPRE
Introducción
¿Ha cambiado algo en la Tierra con la entrada de Jesús en la gloria del Padre? Exteriormente, nada. La vida sigue igual: Tiempo de sembrar y de cosechar, de comerciar, de construir casas, de viajar, de llorar y reír… todo como antes. Ni siquiera los Apóstoles han salido favorecidos a la hora de experimentar, como todas las demás personas, dramas y angustias. Sin embargo, algo increíblemente nuevo ha sucedido: una luz nueva se proyecta sobre la existencia humana.
El Sol aparece de repente en un día de niebla; las montañas, el mar, los árboles del bosque, el perfume de las flores, los trinos de los pájaros siguen siendo los mismos, pero es distinto el modo de verlos y percibirlos. Sucede lo mismo al que ha sido iluminado por la fe en Jesús ascendido al cielo: ve el mundo con nuevos ojos. Todo está impregnado de sentido; nada entristece, nada asusta.
Más allá de las desgracias, la fatalidad, la miseria, los errores del hombre se vislumbra siempre al Señor que construye su reino. Un ejemplo de esta perspectiva completamente nueva podría ser el modo de considerar los años de la vida. Todos conocemos, y quizás sonreímos, a ancianos que envidian a los más jóvenes que ellos, que se avergüenzan de su edad, que tienden a mirar al pasado más que al futuro. La certeza de la Ascensión destruye esta perspectiva. Mientras trascurren los años el cristiano respira satisfecho porque ve acercarse el día del encuentro definitivo con Cristo; se alegra de haber vivido, no envidia a los más jóvenes, los mira con ternura.
- Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Los sufrimientos del momento presente no tienen paragón
con la gloria futura, que será revelada en nosotros”.
Primera Lectura: Hechos 1,1-11
1En mi primer libro, querido Teófilo, conté todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio 2hasta el día que fue llevado al cielo, después de haber dado instrucciones, por medio del Espíritu Santo, a los apóstoles que había elegido. 3Después de su pasión, se les había presentado vivo durante cuarenta días, dándoles muchas pruebas, mostrándose y hablando del reino de Dios. 4Mientras comía con ellos, les encargó que no se alejaran de Jerusalén, sino que esperaran lo prometido por el Padre: “La promesa que yo les he anunciado –les dijo–: 5que Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados dentro de poco con Espíritu Santo”. 6Estando ya reunidos le preguntaban: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?”. 7Él les contestó: “No les toca a ustedes saber los tiempos y circunstancias que el Padre ha fijado con su propia autoridad. 8Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre ustedes, y serán testigos míos en Jerusalén, Judea y Samaría y hasta el confín del mundo”. 9Dicho esto, los apóstoles lo vieron elevarse, y una nube lo ocultó de la vista. 10Seguían con los ojos fijos en el cielo mientras él se marchaba, cuando dos personas vestidas de blanco se les presentaron 11y les dijeron: “Hombres de Galilea, ¿qué hacen ahí mirando al cielo? Este Jesús, que les ha sido quitado y elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir”.
Los cruzados construyeron sobre el Monte de los Olivos un pequeño santuario octogonal, convertido en mezquita por los musulmanes en el 1200. Un día explicaba yo a los peregrinos que este pequeño edificio tiene hoy techo, pero que originariamente fue construido sin él como recuerdo de la Ascensión. Un gracioso del grupo comentó: “No lo tenía porque, de lo contrario, Jesús, subiendo al cielo se hubiera dado un golpe en la cabeza”. Este comentario un poco irreverente no fue del agrado de algunos de los presentes; para otros, en cambio, significó una oportunidad para profundizar en el significado de la Ascensión.
A primera vista, el relato de la Ascensión corre con fluidez, pero cuando nos fijamos en los detalles, surge la perplejidad. Parece un tanto inverosímil que Jesús se haya comportado como un astronauta que despega de la tierra y se eleva al cielo para desaparecer entre las nubes. Nos encontramos, además, con algunas incongruencias difíciles de explicar.
Al final de su evangelio, Lucas –el mismo autor del libro de los Hechos– afirma que el Resucitado condujo a sus discípulos hacia Betania y “alzando las manos los bendijo y, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos se postraron ante él y regresaron a Jerusalén muy contentos” (Lc 24,50-53). Pasemos por alto la extraña anotación de “muy contentos” (¿quién de nosotros es feliz cuando un amigo se va?) y el problema de la localidad (Betania está un poco a trasmano del Monte de los Olivos). Lo que de verdad sorprende es el patente desacuerdo sobre la fecha: según Lucas 24 la Ascensión tuvo lugar en el mismo día de Pascua, mientras que en los Hechos ocurrió “cuarenta días después” (cf. Hch 1,3). Es extraño que el mismo autor nos ofrezca dos informaciones contrastantes.
Si tomamos por buena la segunda versión (la de los cuarenta días), surge natural la pregunta: ¿Qué ha hecho Jesús durante todo ese tiempo? ¿No había prometido en el Calvario al ladrón: hoy estarás conmigo en al paraíso? ¿Por qué no ha “ascendido” inmediatamente? Las dificultades enumeradas son suficientes como para sospechar que, quizás, la intención de Lucas no sea la de informarnos acerca de cuándo y desde dónde subió Jesús al cielo. Probablemente su preocupación sea otra: quiere responder a los problemas y desvanecer las dudas que surgían en su comunidad e iluminar a los cristianos de su tiempo sobre el misterio inefable de la Pascua. Por esto, como buen literato que es, compone una página de teología, utilizando un género literario con imágenes accesibles a sus contemporáneos. El primer paso a dar es comprender el género literario en cuestión.
En tiempos de Jesús, la espera del reino de Dios era vivísima y los escritores apocalípticos la anunciaban como inminente. Se esperaba un diluvio purificador desde el cielo, la resurrección de los justos y el comienzo de un mundo nuevo. En la mente de no pocos discípulos se había creado un clima de exaltación, alimentado por algunas expresiones de Jesús que podían fácilmente ser malentendidas: “les aseguro que no habrán recorrido todas las ciudades de Israel antes de que venga el Hijo del Hombre” (Mt 10,23). “Hay algunos de los que están aquí que no morirán antes de ver al Hijo del Hombre venir en su reino” (Mt 16,28).
Con la muerte del Maestro, sin embargo, todas las esperanzas se esfumaron: “¡Nosotros esperábamos que él fuera el liberador de Israel!”, dirán los dos de Emaús (Lc 24,21). La Resurrección reaviva las esperanzas y se difunde entre los discípulos la convicción de un inmediato regreso de Cristo. Algunos fanáticos, basándose en presuntas revelaciones, comenzaron hasta anunciar la fecha. En todas las comunidades se repetía la invocación: “¡Marana tha, ven Señor Jesús!”
Los años pasan y el Señor no viene. Muchos comentan con ironía: “¿Qué ha sido de su venida prometida? Desde que murieron nuestros padres, todo sigue igual que desde el principio del mundo” (2 Pe 3,4). Lucas escribe en este contexto de crisis. Se da cuenta del equívoco que ha provocado la amarga desilusión de muchos cristianos: la Resurrección de Jesús ha marcado, sí, el comienzo del reino de Dios, pero no el fin de la historia. La construcción del mundo nuevo acaba de comenzar y requerirá largos tiempos y el compromiso constante de los creyentes.
¿Cómo corregir las falsas esperanzas? Lucas introduce en la primera página del libro de los Hechos un diálogo entre Jesús y los apóstoles. Consideremos la pregunta que estos le dirigen: “¿Cuándo vas a restaurar la soberanía de Israel?” (v. 6). Era ésta la pregunta que, hacia finales del siglo l, todos los cristianos hubieran querido hacer al Maestro. La respuesta del Resucitado, más que a los Doce, va dirigida a los miembros de las comunidades de Lucas: ¡Dejen de especular sobre los tiempos y circunstancias del fin del mundo! Esto solo lo conoce el Padre. Es mejor que se empeñen en cumplir la misión que les ha sido encomendada: ser “testigos míos en Jerusalén, Judea y Samaria y hasta el confín del mundo” (vv. 7-8). A este diálogo le sigue la escena de la Ascensión (vv. 9-11).
Jesús y sus discípulos están sentados, comiendo (Hch 1,4), es decir, están en casa. ¿Por qué no se han despedido allí, después de cenar? ¿Qué necesidad había de dirigirse al Monte de los Olivos? Los otros detalles: la nube, las miradas dirigidas al cielo, los dos hombres vestidos de blanco: ¿son datos de crónica o artificios literarios? Hay en el Antiguo Testamento un relato que se asemeja mucho al nuestro: se trata del ‘rapto’ de Elías (cf. 2 Re 2,9-15). Un día, el gran profeta se encontraba con su discípulo Eliseo junto al Jordán. Éste, sabiendo que su maestro estaba a punto de partir, se atreve a pedirle en herencia dos tercios de su espíritu. Elías se lo promete, pero con una condición: si me ves cuando sea arrebatado al cielo. De pronto, aparece un carro tirado por caballos de fuego y, mientras Eliseo mira al cielo, Elías es arrebatado hacia lo alto en un torbellino. Desde ese momento, Eliseo recibe el espíritu del maestro y es habilitado para continuar su misión en este mundo. El libro de los Reyes contará después las obras de Eliseo: serán las mismas que ha realizado Elías.
Es fácil señalar los elementos comunes con el relato de los Hechos, lo cual nos lleva a la siguiente conclusión: Lucas se ha servido de la escenografía grandiosa y solemne del rapto de Elías para expresar una realidad que no puede ser verificada por los sentidos ni adecuadamente descrita con palabras, a saber, la Pascua de Jesús, su Resurrección y su entrada en la gloria del Padre. La nube indica en el Antiguo Testamento la presencia de Dios en un cierto lugar (cf. Éx 13,22). Lucas la emplea para afirmar que Jesús, el derrotado, la piedra desechada por los constructores, aquel cuyos enemigos hubieran preferido que quedara para siempre prisionero de la muerte, ha sido acogido por Dios y proclamado Señor. Los dos hombresvestidos de blanco son los mismos que aparecen junto al sepulcro el día de Pascua (cf. Lc 24,4). El color blanco representa, según la simbología bíblica, el mundo de Dios. Las palabras puestas en boca de los ‘dos hombres’ son la explicación dada por Dios acerca de los acontecimientos de la Pascua: Jesús, el Siervo fiel, que los hombres crucificaron, ha sido glorificado. Sus palabras son verdaderas (siendo dos, su testimonio es digno de fe).
Finalmente: la mirada dirigida al cielo. Como Eliseo, también los apóstoles y los cristianos del tiempo de Lucas se quedan contemplando al Maestro que se aleja. Su mirada indica el deseo de su regreso inmediato para que, después de un breve intervalo, continúe su obra interrumpida. Pero la voz del cielo aclara: no será Él el que la lleve a cumplimiento; serán ustedes. Lo harán, están capacitados para ello porque han pasado con Él cuarenta días (en el lenguaje del judaísmo era el tiempo necesario para la preparación del discípulo) y han recibido el Espíritu. Para los apóstoles, como para Eliseo, la imagen del ‘rapto del maestro’ indica el traspaso de poderes.
Ya en tiempos de Lucas había cristianos que ‘miraban al cielo’, es decir, que consideraban la religión como una evasión, no como un estímulo a comprometerse concretamente para mejorar la vida de los hombres. A éstos, Dios les dice: “¿Qué hacen ahí mirando al cielo?”. Es en la tierra donde tienen que dar prueba de la autenticidad de su fe. Jesús regresará, sí, pero esta esperanza no debe ser una razón para que se desentiendan de los problemas de este mundo. Bienaventurados serán aquellos siervos a quienes el Señor encuentre, a su regreso, comprometidos en el trabajo por los hermanos (cf. Lc 13,27).
¿Ha subido Jesús al cielo? Ciertamente sí, pero decir que ha subido al cielo es lo mismo que decir que ha resucitado, que ha sido glorificado, que ha entrado en la gloria de Dios. Su cuerpo, es verdad, ha sido colocado en el sepulcro, pero Dios no ha tenido necesidad de los átomos de su cadáver para formar aquel “cuerpo de Resucitado” que Pablo llama: “cuerpo espiritual” (1 Cor 15,35-50).
Cuarenta días después de la Pascua no ha tenido lugar ninguna ascensión espacial, no ha habido ningún ‘rapto’ hacia el cielo desde el Monte de los Olivos. La Ascensión ha tenido lugar en el instante mismo de la muerte, aunque los discípulos hayan comenzado a entender y a creer solamente a partir del ‘tercer día’.
El relato de Lucas es una página de teología, no el reportaje de un cronista. El evangelista nos quiere decir que Jesús ha atravesado, el primero, el ‘velo del templo’ que separaba el mundo de los hombres del mundo de Dios y ha mostrado cómo todo lo que acontece en la tierra –éxitos y fracasos, injusticias, sufrimientos e incluso los acontecimientos más absurdos, como una muerte ignominiosa– no están fuera del proyecto de Dios. La Ascensión del Señor significa todo eso. No debemos extrañarnos, entonces, de que haya sido saludada por los apóstoles con gran alegría (Lc 25,52).
Segunda Lectura: Carta a los Hebreos 9,24-28; 10,19-23
24Cristo entró, no en un santuario hecho por los hombres, copia del auténtico, sino en el cielo mismo; y ahora se presenta ante Dios a favor nuestro. 25No es que tenga que ofrecerse repetidas veces, como el sumo sacerdote, que entra todos los años en el santuario con sangre ajena; 26en tal caso tendría que haber padecido muchas veces desde la creación del mundo. Ahora en cambio, al final de los tiempos, ha aparecido para destruir de una sola vez con su sacrificio los pecados. 27Y así como el destino de los hombres es morir una vez y después ser juzgados, 28así también Cristo se ofreció una vez para quitar los pecados de todos y aparecerá por segunda vez, ya no en relación con el pecado, sino para salvar a los que lo esperan…19Por la sangre de Jesús, hermanos, tenemos libre acceso al santuario; 20por el camino nuevo y vivo que inauguró para nosotros a través del velo del templo, a saber, de su cuerpo. 21Tenemos un sacerdote ilustre a cargo de la casa de Dios. 22Por tanto, acerquémonos con corazón sincero, llenos de fe, purificados por dentro de la mala conciencia y lavados por fuera con agua pura. 23Mantengamos sin desviaciones la confesión de nuestra esperanza, porque el que ha hecho la promesa es fiel.
Hoy se sigue hablando de sacerdotes para indicar a los presbíteros, a los ministros de la Eucaristía y la Reconciliación. El Concilio Vaticano II, sin embargo, ha evitado cuidadosamente hacerlo, reservando exclusivamente el término sacerdote, como justamente hace todo el Nuevo Testamento, para Cristo y para el pueblo de Dios unido a Cristo en el ofrecimiento de sacrificios espirituales agradables al Padre.
El pasaje de la Carta a los Hebreos que hoy se nos propone comienza indicando dos razones por las que Jesús es el único y verdadero sacerdote. La primera es que los sacerdotes antiguos ofrecían holocaustos en un templo material, hecho de piedra, mientras que Jesús desarrolla su ministerio en el cielo, en un santuario no construido por manos de hombre (cf. Heb 9,24). El sacerdocio de la Antigua Alianza, además, tenía como objetivo la purificación del pueblo de sus culpas. Para expiar los pecados el sumo sacerdote entraba, solo y con temor, en la parte más sagrada del templo, en el Santo de los Santos, y derramaba la sangre de los animales sacrificados sobre la piedra que se creía haber sido colocada por Dios como fundamento del mundo. Se decía también que esta piedra era como un tapón que bloqueaba las aguas del abismo. Se creía que si, en el día del Yom Kippur, los pecados del pueblo no hubieran sido expiados a través de la ejecución minuciosa y exacta de todos los ritos purificatorios, las aguas infernales se desparramarían de nuevo sobre el mundo. El sumo sacerdote repetía cada año estos gestos litúrgicos, pero no obtenía ninguna remisión de los pecados. Los hombres continuaban siendo malvados y teniendo necesidad de expiación.
El sacerdocio de Jesús es completamente diverso: Él ha ofrecido un único y perfecto sacrificio y no ha derramado sangre de animales sino que ha donado su propia sangre y, con su gesto de amor, ha borrado para siempre el pecado (cf. Heb 9,28).
En la segunda parte de la lectura (Hech 10,19-23) el autor pone en evidencia el resultado del sacrificio ofrecido por Cristo y presenta, con un lenguaje teológico, la Ascensión al cielo que hoy festejamos. Se dirige a los destinatarios de su Carta llamándolos hermanos y les anuncia que el culto antiguo ha terminado, que Cristo ha inaugurado el nuevo culto. En los Hechos de los Apóstoles, Lucas presenta esta verdad sirviéndose de una imagen espacial: invita a contemplar a Jesús que sube al cielo.
El autor de la Carta a los Hebreos introduce el mismo acontecimiento con un lenguaje teológico, refiriéndose a la liturgia del templo de Jerusalén: Jesús es el verdadero y único sumo sacerdote quien, atravesando el velo que separaba el mundo de los hombres del mundo de Dios, ha entrado en el santuario eterno del cielo. Ha entrado y ha presentado al Padre su sacrificio: no el ofrecimiento de animales que nunca han interesado a Dios sino la propia vida entregada a los hombres por Amor. Así ha abierto para todos, de para en par, el ingreso a la casa del Padre. La exhortación final al discípulo, que ahora tiene el corazón purificado por su sangre y el cuerpo lavado por el agua del Bautismo, es a ser fiel, a no vacilar en la profesión de esta esperanza (vv. 21-23).
Evangelio: Lucas 24,46-53
46En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Así está escrito: que el Mesías tenía que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día; 47que en su nombre se predicaría penitencia y perdón de pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén. 48Ustedes son testigos de todo esto. 49Yo les enviaré lo que el Padre prometió. Por eso quédense en la ciudad hasta que sean revestidos con la fuerza que viene desde el cielo”. 50Después los condujo fuera, hacia Betania y, alzando las manos, los bendijo. 51Y, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. 52Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén muy contentos. 53Y pasaban el tiempo en el templo bendiciendo a Dios.
Nosotros somos capaces de estudiar y conocer las realidades materiales. Basta aplicar a la tarea perspicacia e inteligencia. Los secretos de Dios, sin embargo, se nos escapan, son inescrutables; solo Él puede revelarlos. Si nos acercamos a Jesús recorriendo las etapas de su vida guiados solamente por la sabiduría humana nos toparemos con un denso misterio, buscando a tientas en la oscuridad. Todo lo que le ocurre, desde el principio hasta el fin, es un enigma. Su propia madre, María, se queda sorprendida y desbordada cuando el proyecto de Dios comienza a actuarse en su Hijo (cf. Lc 2,33.50). También ella tiene que poner juntos, como las piezas de un mosaico, los diferentes acontecimientos (cf. Lc 2,19) para descubrir el rompecabezas del Señor. ¿Cómo descubrir su sentido?
A esta pregunta responde el Resucitado en los primeros versículos del evangelio de hoy (vv. 46-47). Él, refiere Lucas, abrió la inteligencia de los discípulos a la comprensión de las Escrituras: “Así está escrito…”. Solo de la Palabra de Dios anunciada por los profetas puede venir la luz que esclarezca los acontecimientos de la Pascua. En la Biblia, dice Jesús, estaba ya predicho que el Mesías tendría que sufrir, morir y resucitar.
Es difícil encontrar en el Antiguo Testamento afirmaciones tan explícitas. Sin embargo, no hay duda de que el cambio radical de mente de los discípulos y su comprensión de que el Mesías de Dios era muy diverso del que ellos esperaban, se han debido a los textos del profeta Isaías que hablan del Siervo del Señor: “Despreciado y evitado por la gente, un hombre habituado a sufrir y curtido en el dolor…Verá su descendencia, prolongará sus años…Por sus trabajos soportados verá la luz” (Is 53,3.10.11.).
Otro acontecimiento, dice el Resucitado, ya fue anunciado en las Escrituras: “En su nombre se predicará penitencia y perdón de pecados a todas las naciones” (47). Aquí, la referencia al texto bíblico es clara: “Te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra” (Is 49,6). Según el profeta, es tarea del Mesías llevar la Salvación a todas las gentes. ¿Cómo se realizará esta profecía si Jesús ha limitado su actividad a su pueblo, si ha ofrecido la Salvación solamente a los israelitas? (cf. Mt 15,24).
En la segunda parte del evangelio de hoy (vv. 48-49) se responde a esta pregunta: Jesús se convierte en “luz de las naciones” a través del testimonio de sus discípulos. Se trata de un encargo muy por encima de la capacidad humana. Para desarrollar la misión de Cristo no bastan la buena voluntad ni las bellas cualidades; es necesario contar con su mismo poder. Esta es la razón de la promesa: “Por eso quédense en la ciudad hasta que sean revestidos con la fuerza que viene del cielo” (v. 49). Es el anuncio del envío del Espíritu Santo, el que se convertirá en protagonista del tiempo de la Iglesia. En los Hechos de los Apóstoles se recordará frecuentemente su presencia en los momentos relevantes y su asistencia en las decisiones decisivas de los discípulos. El evangelio de Lucas concluye con el relato de la Ascensión (vv. 50-53). Antes de entrar en la gloria del padre, Jesús bendice a los discípulos.
Terminadas las celebraciones litúrgicas del templo, el sacerdote salía del lugar santo y pronunciaba una solemne bendición sobre los fieles reunidos para la oración (cf. Eclo 50,20). Después de la bendición los allí presentes regresaban a sus ocupaciones con la certeza de que el Señor conduciría a buen fin todo trabajo y toda fatiga. La bendición de Jesús acompaña a la comunidad de sus discípulos y constituye la promesa y garantía del éxito pleno de la obra que está a punto de comenzar.
La apelación final no pudo ser más que alegrarse: los discípulos “regresaron a Jerusalén llenos de alegría” (v. 52). Lucas es el evangelista de la alegría. Ya en la primera página de su evangelio, leemos que el ángel del Señor dice a Zacarías: “Él te traerá gozo y alegría, y muchos se regocijarán con su nacimiento” (Lc 1,14). Poco después, en la historia del nacimiento de Jesús, aparece de nuevo el ángel que dice a los pastores: “No tengan miedo. Estoy aquí para darles una buena noticia, una gran alegría para todas las personas” (Lc 2,10).
La primera razón por la que los discípulos se regocijan, a pesar de no tener al Maestro visiblemente presente con ellos, es el hecho de que entendieron que Él no es, como pensaban sus enemigos, un prisionero de la muerte. Han tenido la experiencia de su Resurrección; están seguros de que cruzó primero el ‘velo del templo’ que separaba el mundo de las personas del de Dios. Entonces mostró que todo lo que sucede en la tierra –éxitos y contratiempos, injusticias, sufrimientos e incluso los eventos más absurdos, como los que le han sucedido– no escapan al plan de Dios. Si este es el destino de cada persona, la muerte ya no causa temor; Jesús lo transformó en un nacimiento a la Vida con Dios. Esta es la primera razón para tratar con esperanza incluso las situaciones más dramáticas y complicadas.
La luz de las Escrituras les hizo comprender que Jesús no fue a otro lugar, no se ha desviado, sino que se ha quedado con la gente. Su forma de estar presente ya no es la misma, pero no es menos real. Antes de la Pascua, estuvo condicionado por todas las limitaciones a las que estamos sujetos. Pero ya no existen más. Él puede estar cerca de cada persona siempre. Con la Ascensión, su Presencia no ha disminuido, ¡se ha incrementado! Aquí está la segunda razón para la alegría de los discípulos y para la nuestra.