Transfiguración del Señor
CONTEMPLAR SU ROSTRO TRANSFIGURADO:
UNA EXPERIENCIA QUE TODO DISCÍPULO DEBE HACER
Introducción
Inmediatamente después de la historia de la Transfiguración, los tres evangelios sinópticos cuentan la historia de la curación de un niño epiléptico. Jesús baja de la montaña con Pedro, Santiago y Juan. Ven a un hombre separarse de la multitud, correr hacia Él y pedirle ayuda por su hijo, su único hijo: "Un espíritu lo agarra, de repente grita, lo retuerce, lo hace echar espuma por la boca y a duras penas se aparta dejándolo molido… Le supliqué a sus discípulos que lo expulsaran, pero no pudieron” (Lc 9,38-40).
Jesús les había dado “poder y autoridad para expulsar a todos los espíritus malignos y curar enfermedades” (Lc 9,1). ¿Por qué no pudieron cumplir su misión? Pronto se encuentra la razón: porque no han estado en la montaña con el Maestro. Aquellos que no han visto su rostro glorioso no pueden combatir eficazmente las fuerzas del mal que afligen a la humanidad.
La tradición sitúa la Transfiguración de Jesús en el Monte Tabor, una montaña que se eleva, aislada, en medio de la fértil llanura de Esdrelón. Cubierto con encinas, algarrobos y pinos desde la antigüedad, la llamaban «la montaña sagrada» y, en su cima, se ofrecían cultos a los dioses paganos. Hoy el lugar invita a la meditación y a la oración. Allí es natural elevar nuestra mirada al cielo y nuestro pensamiento a Dios.
No importa cuán impresionante sea esta experiencia; debe notarse que el Evangelio no habla de Tabor sino de una montaña alta. En el lenguaje bíblico, la montaña no indica un lugar material sino la experiencia interna de una manifestación de Dios, cuando culmina la intimidad con el Señor. Recurriendo al lenguaje de los místicos, podríamos llamarlo la condición espiritual del alma que se siente disuelta en Dios, llegando casi a identificarse con sus pensamientos y sus sentimientos.
Jesús abandona la llanura y lleva a algunos discípulos a las alturas; los aleja del razonamiento humano y de los cálculos para introducirlos en los planes inescrutables del Padre. Los hace subir para traerlos de vuelta, transformados, a la tierra donde están llamados a trabajar. Los que verdaderamente aman a la humanidad y quieren comprometerse en la construcción del Reino de Dios en el mundo, primero deben levantar la vista hacia el cielo, sintonizar sus pensamientos y proyectos con los del Señor. Deben, sobre, haber ‘visto’ al que hace de la vida un regalo, no cubierto con la oscuridad del perdedor sino envuelto en una luz deslumbrante y gloriosa.
En la ‘montaña’, Jesús se ve diferente de cómo la gente lo juzgó. Allí experimenta una metamorfosis: su rostro desfigurado se transfigura, la oscuridad del fracaso se ilumina, el traje gastado del sirviente se convierte en una hermosa túnica real, la oscuridad de la muerte se disuelve en los albores de la Pascua.
- Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Señor, concédenos contemplar el rostro de Cristo transfigurado
en el rostro desfigurado de nuestros hermanos”.
Primera Lectura: Daniel 7,9-10.13-14
9Durante la visión vi que colocaban unos tronos, y un anciano se sentó: Su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas. 10Un río impetuoso de fuego brotaba delante de él. Miles y miles lo servían, millones estaban a sus órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros. 13Seguí mirando, y en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo una figura humana, que se acercó al anciano y fue presentada ante él. 14Le dieron poder real y dominio: todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa; su reino no tendrá fin.
El capítulo del cual se toma la lectura se abre con una visión nocturna dramática. Daniel ve emerger del océano –era el símbolo del mundo hostil y el caos en el antiguo Medio Oriente– cuatro bestias enormes: un león, un oso, un leopardo y una cuarta bestia terrible, aterradora por su fuerza excepcional, capaz de aplastar todo con sus dientes de hierro (Dn 7,2-8).
El lenguaje y las imágenes son apocalípticos. Aluden a la historia de los pueblos simbolizados, que no son difíciles de decodificar porque es el mismo profeta, en la continuación de la historia, quien aclara su significado (Dn 7,17-27). Los animales feroces son los cuatro grandes imperios que han tenido lugar en el mundo y han oprimido al pueblo de Dios.
El león indica el reinado sangriento de Babilonia, la maldita, la ciudad cruel que destruyó Jerusalén y su templo. El oso es el pueblo de los Medas, codicioso y siempre dispuesto a atacar. El leopardo con cuatro cabezas es el símbolo del reino persa mirando en todas direcciones a sus presas. La cuarta bestia, la más aterradora, representa el reinado de Alejandro Magno y sus sucesores, el Diadochi o los seis generales macedonios.
De estos, uno es particularmente siniestro –Antíoco IV–, el perseguidor de los santos fieles a la Ley de Dios. Él tiene el poder cuando Daniel escribe su libro. En la historia, los reinos que fueron crueles y despiadados con los débiles siempre tuvieron éxito. Eran imperios que violaron los derechos de los pueblos, se impusieron con violencia y abuso de poder y se comportaron como bestias salvajes.
¿El mundo siempre será víctima de gobernantes arrogantes cuyo dios es su fuerza? ¿Será indiferente el Señor a la opresión de su pueblo? Estas son las preguntas angustiosas que Daniel, en nombre de Dios, quiere responder. Aquí se presenta la gran escena tomada de la primera parte de nuestra lectura (vv. 9-12).
Los tronos están en el cielo. Un anciano, que representa al Señor mismo, está sentado para el juicio y pronuncia la sentencia: las bestias están privadas de poder y la última es asesinada, desgarrada y arrojada al fuego (Dn 7,9-12). Entonces pasa el vidente, continúa informando su revelación: “Seguí observando la visión nocturna. Uno como un hijo de hombre vino sobre las nubes del cielo. Se enfrentó al de gran edad... Se le dieron dominio, honor y reinado” (vv. 13-14).
«Hijo de hombre» es una expresión hebrea que simplemente significa hombre. Las personas impulsadas por instintos animales siempre han manejado el mundo; ahora viene uno con un corazón humano. ¿Quién es este personaje? Él no viene del mar como los cuatro monstruos, sino del cielo; viene de Dios. El autor del libro de Daniel no pensaba en un individuo; se refería a Israel que, después de la gran tribulación que soportó bajo Antíoco IV, habría recibido de Dios un reino eterno que nunca se acabaría. Todos los pueblos serían sometidos a él sin ser oprimidos porque su rey habría tenido el corazón de un hombre.
Con esta profecía, escrita durante la persecución del malvado Antíoco IV (167-164 a.C.), el autor quiso infundir valor y esperanza en su pueblo. La opresión, aseguró, estaba llegando a su fin; aun así, unos pocos años más y Dios le daría a Israel la dominación del mundo. ¿Cuándo se cumple esta profecía? Después de dos o tres años, Israel logró ganar independencia política y muchos sintieron que finalmente fue el reinado del hijo del hombre prometido por Daniel. Los hechos, desafortunadamente, desmentían estas expectativas. Los macabeos, líderes heroicos de la resistencia judía, conquistaron el trono, y pronto olvidaron el pacto con el Señor y se convirtieron en opresores. Continuaron recitando el guión de las bestias: disputas familiares, intrigas por el poder, crueldad y la vida refinada de la corte; la corrupción religiosa y moral.
La profecía, ahora lo sabemos, no se cumple con ellos sino con el advenimiento de Jesús, el Hijo del Hombre, que comenzó el reinado de los santos del Altísimo (Mc 14,62). Ha reconocido a nuevos actores para recitar el guión antiguo. Cambió el guión, introdujo una nueva política, opuesta a lo que, en cada época, dio origen a los reinos de los animales salvajes: ya no es necesario escalar para dominar sino bajar para recibir órdenes; no la esclavitud de los débiles, sino el servicio prestado a los débiles.
Su reinado no comenzó con una victoria sino con una derrota. Los poderes políticos, económicos y religiosos de su época se unieron para eliminarlo y lo mataron, seguros de que habían terminado con su propuesta. En cambio, su derrota marcó el comienzo del nuevo mundo.
Teniendo en sí mismo un poder divino, este reino del Hijo del Hombre, a pesar de la oposición enojada con la que siempre tendrá que lidiar, pretende expandirse y tomar posesión de todos los corazones. Será “como el amanecer que se vuelve más brillante hasta la plenitud del día” (Pro 4,18).
Segunda Lectura: 2 Pedro 1,16-19
16Cuando les anunciamos el poder y la venida del Señor nuestro Jesucristo, no nos guiábamos por fábulas ingeniosas, sino que habíamos sido testigos oculares de su grandeza. 17En efecto, él recibió de Dios Padre honor y gloria, por una voz que le llegó desde la sublime Majestad que dijo: “Éste es mi Hijo querido, mi predilecto”. 18Esa voz llegada del cielo la oímos nosotros cuando estábamos con él en la montaña santa. 19Con ello se nos confirma el mensaje profético, y ustedes harán bien en prestarle atención, como a una lámpara que alumbra en la oscuridad, hasta que amanezca el día y el astro matutino amanezca en sus mentes.
Los primeros cristianos, y el mismo Pablo, estaban convencidos de que el Señor pronto se manifestaría en su gloria y presentaría a sus fieles en su reino. Sin embargo, hacia fines del siglo I d.C., comenzó a extenderse una desilusión entre los discípulos por la no venida del Señor, mientras los incrédulos preguntaban burlonamente: “¿Qué ha sido con su venida prometida? Desde que murieron nuestros padres, todo sigue igual como desde el principio del mundo” (2 P 3,4). Para socavar la fe de los discípulos, algunos escépticos diseminaron incluso la sospecha de que la profecía de la venida del Señor no era más que un mito desarrollado por personas inteligentes para controlar a las personas ingenuas y crédulas.
Un discípulo de Pedro responde a estas insinuaciones malévolas. Escribiendo en nombre del maestro, sostiene, como evidencia irrefutable de la verdad del mensaje anunciado, la experiencia personal de Pedro ‘en la montaña sagrada’ y el testimonio dado por los apóstoles que ‘vieron’ la grandeza del Señor Jesús. Envueltos en la gloria de una epifanía divina, han ‘oído’ la voz del Cielo: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (v. 17).
No fue un cuento de hadas inventado. Fue una revelación recibida por aquellos que vivieron con Jesús de Nazaret. Ellos, iluminados desde lo alto, contemplaron su rostro brillante y glorioso. Continúa: Somos como centinelas que vigilan por la noche y miran el horizonte, esperando ansiosamente que aparezca la brillante “Estrella de la mañana” (Ap 2,28; 22,16), para que aparezca el portador de un nuevo día. Anticipándose a este alegre amanecer, los rostros de los creyentes están iluminados y sus pasos guiados por una lámpara que brilla en un mundo aun envuelto en una densa oscuridad. La lámpara es la Palabra de Dios transmitida por las Sagradas Escrituras (v. 19).
Evangelio: Lucas 9,28b-36
28Ocho días después de estos discursos, Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago y subió a una montaña a orar. 29Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y su ropa resplandecía de blancura. 30De pronto dos hombres hablaban con él: eran Moisés y Elías, 31que aparecieron gloriosos y comentaban la partida de Jesús que se iba a consumar en Jerusalén. 32Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño. Al despertar, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. 33Cuando éstos se retiraron, dijo Pedro a Jesús: “Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a armar tres chozas: una para ti, una para Moisés y una para Elías”; –no sabía lo que decía–. 34Apenas lo dijo, vino una nube que les hizo sombra. Al entrar en la nube, se asustaron. 35Y se escuchó una voz que decía desde la nube: “Éste es mi Hijo elegido. Escúchenlo”. 36Al escucharse la voz, se encontraba Jesús solo. Ellos guardaron silencio y por entonces no contaron a nadie lo que habían visto.
Este pasaje ha sido interpretado por algunos como una breve anticipación de la experiencia del paraíso, concedida por Jesús a un número restringido de amigos para prepararlos a soportar la dura prueba de su Pasión y muerte. Hay que estar siempre muy atentos cuando nos acercamos a un texto evangélico porque lo que a primera vista parece el relato de crónica de un acontecimiento, puede revelarse, después de un examen más detenido, un texto denso de teología redactado según los cánones del lenguaje bíblico. El relato de la transfiguración, referido de manera casi idéntica por Mateo, Marcos y Lucas, es un ejemplo esclarecedor.
Hoy nos detendremos sobre algunos detalles significativos que solamente se encuentran en la versión de Lucas. Solo este evangelista especifica la razón por la que Jesús sube a la montaña: “para orar” (v. 28). Jesús solía dedicar mucho tiempo a la oración. No sabía desde el principio cómo se desarrollaría su vida, no conocía el destino que le esperaba; lo fue descubriendo gradualmente a través de las iluminaciones que recibía durante la oración.
Es en uno de esos momentos particularmente intensos que Jesús se da cuenta que ha sido llamado a salvar a los hombres no a través del triunfo sino de la derrota. Hacia la mitad de su evangelio, Lucas comienza a revelar las primeras señales de fracaso: las multitudes, primero entusiastas, abandonan a Jesús; hay quienes lo toman por un exaltado, como un subversivo; sus enemigos comienzan a tramar su muerte. Es comprensible, pues, que Él se interrogue sobre el camino que el Padre quiere que recorra. Por esto “subió a una montaña para orar”.
Durante la oración su rostro “cambió de aspecto” (v. 29). Este esplendor es signo de la gloria que envuelve a quien está unido a Dios. También el rostro de Moisés resplandecía cuando entraba en diálogo con el Señor (cf. Éx 34,29-35). Todo auténtico encuentro con Dios deja alguna huella visible en el rostro humano. Después de una celebración de la Palabra vivida intensamente, todos regresamos a casa más felices, más serenos, más buenos, más sonrientes, más dispuestos a ser tolerantes, comprensivos, generosos; salimos con caras más relajadas que parecen reflejar una luz interior.
La luz sobre el rostro de Jesús indica que, durante la oración, ha comprendido y hecho suyo el proyecto del Padre; ha comprendido que su sacrificio no terminaría con la derrota sino con la gloria de la Resurrección.
Durante la experiencia espiritual de Jesús, aparecen dos personajes: Moisés y Elías (vv. 30-31). Son el símbolo de la Ley y de los Profetas y representan al Antiguo Testamento. Todos los libros sagrados de Israel tienen como objetivo conducirnos a dialogar con Jesús, están orientados hacia Él. Sin Jesús, el Antiguo Testamento es incomprensible, pero también Jesús, sin el Antiguo Testamento, es un misterio. En el día de Pascua, para hacer comprender a sus discípulos el significado de su muerte y Resurrección, Jesús recurrirá al Antiguo Testamento: “Comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que toda la Escritura se refería a él” (Lc 24,27).
También Marcos y Mateo introducen a Moisés y Elías, pero solamente Lucas recuerda el tema de su diálogo con Jesús: “hablaban de su éxodo”, es decir del paso de este mundo al Padre. La luz que le ha develado a Jesús su misión ha venido de la Palabra de Dios contenida en el Antiguo Testamento. Es allí que Él ha descubierto que el Mesías no estaba destinado al triunfo sino a la derrota; que tenía que sufrir mucho, ser humillado, rechazado por los hombres, como se dice del Siervo del Señor (cf. Is 53).
Los tres discípulos, Pedro Santiago y Juan, no comprenden nada de lo que está sucediendo (vv. 32-33). Son invadidos por el sueño. Es difícil pensar, aunque alguno así lo haya hecho, que los discípulos se quedaran dormidos por la subida fatigosa a la montaña o porque la escena se desarrollara de noche (v. 37). No lo pide el contexto.
Caigamos en la cuenta de un detalle: en los pasajes del Evangelio que hacen alguna referencia a la Pasión y muerte de Jesús, estos tres discípulos son siempre víctimas del sueño. También en el huerto de los Olivos se dejan vencer por el sueño (cf. Mc 14,32-42; Lc 22,45). Es extraño que siempre en los momentos cruciales sientan esa irresistible necesidad de dormir.
El sueño es frecuentemente usado por los autores bíblicos en sentido simbólico. Pablo, por ejemplo, escribe a los romanos: “Ya es hora de despertar del sueño…la noche está avanzada, el día se acerca” (Rom 13,11-12). Con esta llamada urgente, el Apóstol quiere sacudir a los cristianos del sopor espiritual, invitándolos a abrir la mente para comprender y asimilar la propuesta moral del Evangelio.
En nuestro relato, el sueño indica la incapacidad de los discípulos de entender y aceptar que el Mesías de Dios deba pasar a través de la muerte para entrar en su gloria. Cuando Jesús realiza prodigios, cuando la multitud lo aclama, los tres apóstoles se muestran bien despiertos; pero cuando Jesús comienza a hablar del don de la vida, de la necesidad de ocupar el último puesto, de convertirse en siervos, no quieren entender, lentamente cierran los ojos y se quedan dormidos…para continuar soñando con aplausos y triunfos.
Las tres tiendas son el detalle más difícil de explicar (incluso el evangelista anota que ni siquiera Pedro, que es el que ha hablado, sabía lo que estaba diciendo). Quien construye una tienda o cabaña en un lugar lo hace con la intención de quedarse allí, al menos por un tiempo. Jesús, por el contrario, está siempre en camino: debe realizar un ‘éxodo’ –dice el Evangelio de hoy– y los discípulos son invitados a seguirlo. Las tres tiendas quizás indiquen el deseo de Pedro de quedarse para perpetuar la alegría experimentada en un momento de intensa oración con el Maestro.
Para comprenderlo mejor, podemos recurrir a nuestra experiencia: después de haber dialogado largamente con el Señor nos cuesta regresar a la vida ordinaria. Los problemas y dramas concretos que debemos afrontar nos asustan. Sabemos, sin embargo, que la escucha de la Palabra de Dios no lo es todo. No se puede uno pasar toda la vida en la Iglesia o en la casa de retiros espirituales; es necesario salir para encontrarse y servir a los hermanos, ayudar a quien sufre, acercarnos a quienes tienen necesidad de amor. Después de haber descubierto en la oración la senda a recorrer, hay que ponerse a caminar con Jesús que sube a Jerusalén para dar la vida.
La nube (v. 34), especialmente cuando se posa sobre la cima de un monte, indica según el lenguaje bíblico, la presencia invisible de Dios. La referencia a la nube es frecuente en el Antiguo Testamento, sobre todo en el Éxodo: Moisés entra en la nube que cubre el monte (cf. Éx 24,15-18), la nube desciende sobre la tienda del encuentro y Moisés no puede entrar porque en ella está presente el Señor (cf. Éx 40,34).
Pedro, Santiago y Juan son introducidos en el mundo de Dios y allí reciben la iluminación que les hará comprender el camino del Maestro: el conflicto con el poder religioso, la persecución, la Pasión y la muerte. Intuyen al mismo tiempo que ese será también su destino… y tienen miedo. De la nube sale una voz (v. 35): es la interpretación de Dios de todo lo que le ocurrirá a Jesús. Para los hombres será un derrotado, para el Padre será el ‘elegido’, el Siervo Fiel en quien se complace. Agradable al Señor es quien sigue las huellas de este Siervo Fiel. “Escúchenlo” –dice la voz del cielo– aun cuando parezca proponer caminos demasiado difíciles, sendas demasiado estrechas, elecciones paradójicas y humanamente absurdas.
Al término del episodio (v. 36), Jesús se queda solo. Moisés y Elías desaparecen. Este detalle indica la función del Antiguo Testamento: llevar a Jesús, hacer comprender a Jesús. Al final, todos los ojos deben fijarse solo en Él.
No es fácil creer en la revelación de Jesús y aceptar su propuesta de vida. No es fácil seguirlo en su ‘éxodo’. Fiarse de Él es muy arriesgado: es verdad que promete una gloria futura, pero lo que el hombre experimenta aquí y ahora es la renuncia, el don gratuito de sí mismo. La semilla arrojada en tierra está destinada a producir mucho fruto, pero hoy, lo que le espera es la muerte. ¿Cuándo y cómo podrá ser asimilada esta sabiduría de Dios tan contraria a la lógica del hombre?
La respuesta viene dada en el detalle, aparentemente superfluo, con que se inicia el evangelio de hoy. El episodio de la Transfiguración es ubicado por Lucas “ocho días después de que Jesús haya hecho el dramático anuncio de su Pasión, muerte y Resurrección, “ocho días después” de haber presentado las condiciones para quien quiera seguirlo: “niéguese a sí mismo, cargue con su cruz cada día” (Lc 9,22-27).
El octavo día tiene para los cristianos un significado preciso: es el día después del sábado, el día del Señor, el día en que la comunidad se reúne para escuchar la Palabra y partir el Pan (cf. Lc 24,13). Y esto es lo que quiere decir Lucas con la referencia al octavo día: cada Domingo los discípulos que se reúnen para celebrar la Eucaristía suben “a la montaña”, ven el rostro transfigurado del Señor, es decir Resucitado, comprenden en la fe que su ‘éxodo’ no ha concluido con la muerte y oyen de nuevo la voz del cielo que les dirige la invitación: “¡Escúchenlo!”.
Pedro, Santiago y Juan, después de bajar de la montaña, “guardaron silencio y por entonces no contaron a nadie lo que habían visto” (v. 27). No podían hablar de lo que no habían comprendido: el éxodo de Jesús no se había cumplido todavía. Nosotros hoy, saliendo de nuestras iglesias, podemos, por el contrario, anunciar a todos lo que la fe nos ha hecho comprender: quien da la vida por amor entra en la gloria de Dios.