Asunción de la Virgen María
(15 de agosto)
EL SEÑOR DE LA VIDA HA HECHO GRANDES COSAS POR NOSOTROS
María es recordada por última vez en el Nuevo Testamento al comienzo del libro de Hechos: en la oración, rodeada por los apóstoles y la primera comunidad cristiana (Hch 1,14). Entonces esta dulce y reservada mujer abandona la escena, silenciosa y discretamente lo mismo que al entrar. Desde entonces no sabemos nada de ella. Dónde pasó los últimos años de su vida y cómo dejó esta tierra no se menciona en los textos canónicos. Muchas versiones de un solo tema –la Dormición de la Virgen María– se difundieron entre los cristianos a partir del siglo VI.
Estos textos apócrifos transmitieron una serie de noticias sobre los últimos días de María y sobre su muerte. Se trata de cuentos populares, en gran parte ficticios, cuyo núcleo original, sin embargo, se remonta al siglo II en torno a la Iglesia madre de Jerusalén, pero donde encontramos información más confiable.
Después de la Pascua, María, con toda probabilidad, vivió en Jerusalén, en el Monte Sión, tal vez en la misma casa donde su hijo había celebrado la Última Cena con sus apóstoles. Cuando llegó su hora de salir de este mundo –y aquí comienza el aspecto legendario de las historias apócrifas– apareció un mensajero celestial y le anunció su próxima salida. Desde las tierras más remotas, los apóstoles, milagrosamente transportados sobre las nubes, llegaron a su lecho, conversaron con ella tiernamente permaneciendo a su lado hasta el momento en que Jesús, con una multitud de ángeles, vino a llevar su alma.
Acompañaron su cuerpo en procesión al arroyo de Cedrón, y allí lo colocaron en una tumba cortada en la roca. Este es probablemente un detalle histórico. Desde el siglo I, de hecho, su tumba, cerca de la gruta de Getsemaní, ha sido continuamente venerada. En el siglo IV, este sitio fue aislado de los demás y en este lugar se construyó una iglesia.
Tres días después de su entierro –y aquí las noticias legendarias se reanudan– Jesús aparece de nuevo para tomar también su cuerpo, que los apóstoles habían seguido observando. Dio órdenes a los ángeles para que la elevaran sobre las nubes y los apóstoles la acompañaran. Las nubes se dirigían al este, al arco del paraíso y llegaban al reino de la luz. Entre las canciones de los ángeles y los aromas más deliciosos, la pusieron al lado del árbol de la vida.
Estos detalles ficticios, evidentemente, no tienen valor histórico; sin embargo, dan testimonio, a través de imágenes y símbolos, de la incipiente devoción del pueblo cristiano por la Madre del Señor. La reflexión de los creyentes sobre el destino de María después de la muerte siguió creciendo a lo largo de los siglos. Llevó a la creencia en su Asunción y, el 1 de noviembre de 1950, vino la definición papal: “La Inmaculada Concepción Madre de Dios siempre Virgen terminó el curso de su vida terrenal, fue asunta cuerpo y alma en la gloria celestial”.
¿Qué significa este dogma? ¿Acaso es que el cuerpo de María no sufrió corrupción o que solo ella y Jesús estarían en el cielo en carne y hueso mientras que los demás estarían muertos y sólo con sus almas en el cielo esperando la reunificación con sus cuerpos? Esta visión ingenua de la Ascensión de Jesús y de la Asunción de María, además de ser un legado de la filosofía dualista griega –que contradice a la Biblia en la que el ser humano se entiende como una unidad inseparable– es positivamente excluida por Pablo. Escribiendo a los Corintios, Pablo aclara que no es el cuerpo material el que resucita sino "un cuerpo espiritual" (1 Cor 15,44).
El texto de la definición papal no habla de “asunta al cielo” –como si hubiera habido un cambio en el espacio o un ‘rapto’ de su cuerpo de la tumba a la morada de Dios– sino que dice: “asunta a la gloria celestial”. La gloria celestial no es un lugar sino una nueva condición. María no fue a otro lugar, llevando con ella los frágiles restos que están destinados a volver al polvo. Ella no ha abandonado la comunidad de discípulos que continúan caminando como peregrinos en este mundo. Ella ha cambiado la manera de estar con ellos, como lo hizo su Hijo el día de Pascua.
María, “la sierva del Señor”, se presenta hoy a todos los creyentes no como una privilegiada sino como el modelo más excelente, como el signo del destino que espera a toda persona que cree “que la Palabra del Señor se hará realidad” (Lc 1,45).
Las fuerzas de la vida y de la muerte se enfrentan en un duelo dramático en el mundo. El dolor, la enfermedad, las debilidades de la vejez son las escaramuzas que anuncian el asalto final del temible dragón. Eventualmente, la lucha se convierte en unilateral y la muerte siempre atrapa a su presa. ¿Acaso Dios, amante de la vida, ve impasiblemente esta derrota de las criaturas en cuyo rostro se imprime su imagen? La respuesta a esta pregunta se nos ofrece hoy en María. En ella estamos invitados a contemplar el triunfo del Dios de la Vida. ·
Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Oh Dios, amante de la vida, no abandonas a nadie en la tumba”.
Primera Lectura: Apocalipsis 11,19; 12,1-6.10
19En ese momento se abrió el templo de Dios que está en el cielo y apareció en el templo el arca de su alianza. Hubo relámpagos, estampidos, truenos, un terremoto y una fuerte granizada…. 12.1Una gran señal apareció en el cielo: una mujer revestida del sol, la luna bajo los pies y en la cabeza una corona de doce estrellas. 2Estaba encinta y gritaba de dolor en el trance del parto. 3Apareció otra señal en el cielo: un dragón rojo enorme, con siete cabezas y diez cuernos y siete turbantes en las cabezas. 4Con la cola arrastraba la tercera parte de los astros del cielo y los arrojaba a la tierra. El dragón estaba frente a la mujer que iba a dar a luz, dispuesto a devorar la criatura en cuanto naciera. 5Dio a luz a un hijo varón, que ha de apacentar a todas las naciones con vara de hierro. El hijo fue arrebatado hacia Dios y hacia su trono. 6La mujer huyó al desierto, donde tenía un lugar preparado por Dios para sustentarla mil doscientos sesenta días. 10Escuché en el cielo una voz potente que decía: “Ha llegado la victoria, el poder y el reinado de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo; porque ha sido expulsado el que acusaba a nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche ante nuestro Dios”.
La escena que se abre ante los ojos del vidente del Apocalipsis es grande y hoy estamos invitados a contemplarla y a interpretarla. En el cielo, es decir, en el mundo de Dios, hay dos signos. El primero se describe como ‘grande’: “una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza”. Ella está embarazada y grita de dolor, esperando dar a luz. El segundo signo es “un enorme dragón rojo”, una serpiente gigante enrojecida de sangre, con una fuerza aterradora, simbolizada por las siete cabezas, diez cuernos y siete coronas. Lleva una tercera parte de las estrellas del cielo con su cola, arrojándolas a la tierra. El dragón se encuentra frente a la mujer que está a punto de dar a luz y trata de devorar al niño tan pronto como nace. Está apurado porque sabe que este niño “está destinado a gobernar a todas las naciones con un cetro de hierro”.
Dios interviene; lleva al hijo al cielo, mientras que la mujer busca refugio en el desierto donde permanece durante tres años y medio alimentada por el Señor. Entonces comienza una batalla titánica. En el cielo se enfrentan Miguel y sus ángeles, por un lado, el dragón y sus ángeles en el otro. El dragón enorme, la serpiente antigua, que se llama el diablo, Satanás, seductor del mundo entero, junto con sus ángeles, es lanzado a la tierra (vv. 7-9). La escena de esta lucha no se reporta en nuestra lectura, que termina con la canción de la victoria, cantada en el cielo por una voz misteriosa al final del terrible enfrentamiento: “Ahora ha llegado la salvación, con el poder y el reino de nuestro Dios”.
Después de esta visión general, podemos hacer un análisis más detallado del pasaje. Esta página fue compuesta hacia finales del siglo I. Fue un momento difícil para las comunidades cristianas tentadas de apostasía debido a los abusos, el hostigamiento y la persecución a las que fueron sometidos. El autor se dirige a ellos de una manera deliberadamente oculta para evitar incurrir en las represalias de los que están en el poder. Utiliza imágenes y símbolos que sus lectores –que conocen el Antiguo Testamento– pueden decodificar fácilmente.
Primero preguntamos quién es el hijo que nace. El destino que lo espera y el hecho que está relacionado con la cita del Salmo 2,9 no deja ninguna duda sobre su identidad. A lo largo del Nuevo Testamento, el que es llamado “para pastorear a todas las naciones con una vara de hierro” es siempre Cristo. Si es el niño que va a nacer, entonces la mujer solo puede ser María. Esta es la interpretación más simple e inmediata y, de hecho, la Virgen se representa a menudo tan brillante como el sol, con la luna debajo de sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza.
De hecho, las comunidades cristianas –que descifraron el simbolismo del texto a la luz del Antiguo Testamento– no pensaron en María sino en el pueblo de Dios que, en la Biblia, está personificado por la mujer, fértil esposa del Señor, madre del Mesías. Aquí la mujer representa a la comunidad cristiana; ella encarna al remanente fiel de Israel. Ella está vestida de sol, y con estrellas rodeando su cabeza. Por su esplendor y su magnificencia, fue considerada el símbolo de todo lo bello (Can 6,10) y de Dios mismo (Sal 84,12).
La comunidad cristiana, amada por el Señor y llena de sus más preciosos dones, es hermosa porque una luz divina brilla en ella. La Luna era, entre los pueblos del antiguo Medio Oriente, el dios que, por sus etapas de crecimiento y decadencia, estaba en relación con los cambios del tiempo.
En nuestro texto, esta dios-luna es aplastada por la comunidad de creyentes. Esta comunidad no está sujeta a restricciones de tiempo; no está a merced de las vicisitudes de este mundo transitorio porque ya está en el mundo Eterno. La corona de la cabeza indica el triunfo. En la perspectiva de Dios, la Iglesia ya ha obtenido la victoria final sobre el mal. Las doce estrellas hacen hincapié en su identidad: ella es el verdadero Israel que lleva a cumplimiento las promesas hechas a Abrahán.
El segundo signo también aparece en el cielo, es decir, en el mundo de Dios. Es un enorme dragón rojo que se opone al nacimiento del niño. Es el símbolo de todas las fuerzas hostiles a Dios que se encarnan en centros de poder. Tienen tres características: son perfectos en el diseño del mal (tienen siete cabezas); son monstruosos en términos de fuerza, pero no invencibles (tienen diez cuernos); triunfan, reciben todos los honores y premios (tienen siete coronas). Estas estructuras malignas se oponen al niño desde el día de su nacimiento.
Pero debe quedar claro que el nacimiento de Cristo, al cual se refiere el vidente del Apocalipsis, no se refiere al nacimiento de Jesús en Belén, sino a la Pascua. Este es el momento en que Cristo, nacido de la tumba, apareció al mundo como el Mesías de Dios. Inmediatamente, los poderes del mal se lanzaron contra Él, pero sin poder alcanzarlo: el Padre le dio la bienvenida en su gloria. La cabeza del dragón es aplastada, asesinada por el poder divino del Resucitado (Miguel no es otro que Dios mismo). Finalmente es derrotado, pero todavía lucha y con su cola barre un tercio de las estrellas del cielo a la tierra. Estos no son los ángeles, sino los cristianos de Asia Menor que, sorprendidos y desorientados, no pueden resistir las tentaciones del maligno, niegan su fe y abandonan sus comunidades en gran número.
La mujer que escapa y busca refugio en el desierto es el pueblo de Dios que no ha sucumbido a la seducción y poder del dragón. El Señor la pone a prueba, como lo hizo con Israel. Él la coloca en una posición en la que puede mostrar a Dios la autenticidad de su amor y no la abandona. Él la ayuda con su maná: el pan de la Palabra y de la Eucaristía.
Mil doscientos sesenta días corresponden a tres años y medio, el tiempo que, según el profeta Daniel (Dn 7,25) es la duración de una persecución muy dolorosa pero breve.
En este punto una conclusión es inevitable: si el niño es Cristo, y la mujer no es María sino la comunidad de creyentes, entonces el hijo-Cristo nace en la Iglesia. Así es, y este es el mensaje emocionante que el autor quiere transmitir a los cristianos desanimados de su comunidad. Los invita a tomar conciencia de su sublime identidad. Día tras día, con fatiga, dolor y en medio de pruebas de todo tipo, están dando a luz al nuevo Hombre, Cristo, en la historia del mundo.
Pablo se dio cuenta de esta misión maternal cuando escribió a los Gálatas: “Hijos míos, sigo sufriendo los dolores del parto hasta que Cristo sea formado en ustedes” (Gál 4,19). La violencia, las mentiras, las crueldades los hacen sufrir, pero no pueden asustar al creyente porque no son presagios de la muerte sino dolor inevitable de un parto difícil.
Si la mujer no es María sino la comunidad, ¿por qué la liturgia propone este pasaje en la Fiesta de la Asunción? Todos los textos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que hablan de la gente fiel a Dios, pueden ser correctamente referidos a María porque de ella nació el Mesías; ella es la mujer-Israel.
La invitación que se nos hace hoy es a mirar cómo ella cumplió su misión como Madre. Contemplar cómo se refleja en ella a la Iglesia y descubrir la propia identidad como generadores de Aquel que resumirá en sí mismo toda la Creación.
El pasaje final –“Ahora ha llegado la salvación”– es una invitación a la esperanza. A pesar del poder abrumador que las fuerzas del mal todavía exhiben, el creyente sabe que el dragón ya ha sido derrotado por el poder de Cristo; su reacción será incluso aterradora, pero la cabeza fue aplastada, como Dios había predicho desde el principio del mundo (Gén 3,15).
Segunda Lectura: 1 Corintios 15,20-26
20Cristo ha resucitado de entre los muertos, y resucitó como primer fruto ofrecido a Dios, el primero de los que han muerto. 21Porque, si por un hombre vino la muerte, por un hombre viene la resurrección de los muertos. 22Como todos mueren por Adán, todos recobrarán la vida por Cristo. 23Cada uno en su turno: el primero es Cristo, después, cuando él vuelva, los cristianos; 24luego vendrá el fin, cuando entregue el reino a Dios Padre y termine con todo principiado, autoridad y poder. 25Porque él tiene que reinar hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies; 26 el último enemigo que será destruido es la muerte.
Los cristianos de Corinto estaban firmemente convencidos de que Cristo resucitó. Sin embargo, algunos de ellos encontraron serias dificultades para admitir la resurrección de todos los muertos. El de Jesús –pensaron– constituyó un caso especial y único; era una especie de excepción al destino de la muerte que une a toda la gente.
En la última parte de su carta, Pablo se dirige a estas personas dudosas: "Si no hay resurrección de los muertos –dice–, entonces Cristo no ha resucitado" (1 Cor 15,13). Su razonamiento es simple: si Cristo no ha logrado derrotar por completo al más terrible de sus oponentes, entonces no es el Señor del universo sino su enemigo, la muerte. Ella es la dominadora.
Nuestra lectura comienza en este punto con una afirmación solemne: la resurrección de Cristo no es única, sino el primer fruto, que sigue a la abundante cosecha, representada por toda la humanidad. Cristo no eliminó la muerte biológica: el cuerpo humano, como el de cada ser vivo, se desgasta y termina siendo consumido. Él ganó a la muerte privándola de su picadura letal (1 Cor 15,55), transformándola en un nacimiento. Esta es la victoria que cantamos en la Vigilia Pascual.
Hoy celebramos la liberación de los muertos forjada por Dios en María. Celebremos porque en ella contemplamos el amanecer de la nueva humanidad, porque lo que Dios ha hecho en ella es el destino que nos espera a todos.
Evangelio: Lucas 1,39-56
39María se levantó y se dirigió apresuradamente a la serranía, a un pueblo de Judea. 40Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. 41Cuando Isabel oyó el saludo de María, la criatura dio un salto en su vientre; Isabel, llena de Espíritu Santo, 42exclamó con voz fuerte: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. 43¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? 44Mira, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura dio un salto de gozo en mi vientre. 45¡Dichosa tú que creíste! Porque se cumplirá lo que el Señor te anunció”. 46María dijo: “Mi alma canta la grandeza del Señor, 47mi espíritu festeja a Dios mi salvador, 48porque se ha fijado en la humildad de su sierva y en adelante me felicitarán todas las generaciones. 49Porque el Poderoso ha hecho grandes cosas por mí, su nombre es santo. 50Su misericordia con sus fieles se extiende de generación en generación. 51Despliega la fuerza de su brazo, dispersa a los soberbios en sus planes, 52derriba del trono a los poderosos y eleva a los humildes, 53colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos. 54Socorre a Israel, su siervo, recordando la lealtad, 55prometida a nuestros antepasados, en favor de Abrahán y su descendencia para siempre”. 56María se quedó con ella tres meses y después se volvió a casa.
Ante la evidencia de la muerte y corrupción de un cuerpo en la tumba, se necesita mucho valor para creer que el Señor es el Dios de la vida y la esperanza de una vida más allá de la vida. En la fiesta de hoy, se nos ofrece como modelo a aquel que siempre ha confiado en Dios.
Isabel proclama su bendición porque “ella creía que la palabra del Señor se haría realidad” (v. 45). María le responde con un himno de alabanza al Señor. Cada noche la comunidad cristiana lo canta al final de las vísperas. Es para mantener viva en los fieles, quizás perturbados por las vicisitudes del día, la mirada de fe en la que María ha podido leer los acontecimientos de su vida y la historia de su pueblo.
Comienza con un grito de alegría: “Mi alma proclama la grandeza del Señor” (v. 47). Literalmente, la frase dice: “Yo me rindo ante el Señor, que es grande”. Nuestro corazón tiende a imaginarlo pequeño, modelándolo adaptado a nuestra mezquindad: un Dios generoso con el vencedor bueno y enojado, implacable, con aquellos que transgreden sus órdenes, como nosotros. María tiene una mirada pura; ella ha experimentado la inmensidad del amor de Dios. Ella comprendió que Él hace que su sol salga sobre los malos y sobre los buenos; para esto, ella siente la necesidad irreprimible de proclamar su grandeza.
Quien asimile la mirada de María y descubra que el Señor ama a la gente sin condiciones, exultará –como ella– en Dios su Salvador. Estará complacido porque la Salvación no depende de sus habilidades y buenas obras sino que está anclada en la fidelidad infalible de Dios. Esta certeza pone fin a las angustias, que surgen del deseo de construir la propia perfección, y es la fuente de la serenidad interior, de la paz, de la alegría sin límites.
Después de haber engrandecido al Señor, María aclara el motivo por el que le hace un himno de alabanza: “Ha visto la humildad de su sierva” (v. 48). La mirada de Dios no es atraída por las virtudes morales y las cualidades de una persona sino por su pobreza, su necesidad de ser enriquecida por los dones del cielo. María sabe que es una mujer estupenda, pero no tiene motivos para jactarse. Ella es consciente de no tener ningún mérito y reconoce que todo en ella es un regalo gratuito del Señor.
Ella dijo al ángel de la Anunciación: “He aquí la sierva del Señor”. En su canto de alabanza se repite la auto-presentación: “Yo soy la sierva”. Es el título de honor que la Biblia reserva a aquellos que han puesto sus vidas a disposición de Dios. La proclamarán ‘bienaventurada’ porque, al mirarla, aquellos que son despreciados por su condición angustiosa, física o moral, dejarán de sentirse derrotados y rechazados por Dios. Se darán cuenta de estar en la posición única de convertirse en los destinatarios de la ternura del Señor.
“El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí” (v. 49). “Grandes cosas” es la expresión con la que la Biblia presenta las intervenciones extraordinarias de Dios: "Él hace prodigios incomprensibles, maravillas innumerables” (Job 5,9). Él no es el Todopoderoso que puede hacer lo que quiere. Es el poderoso que, respetuoso de las leyes de la Creación y de la libertad humana, logra siempre hacer prodigios inesperados y sorprendentes de amor.
La segunda parte del pasaje comienza (vv. 50-55) donde María revisa las maravillosas obras de Amor del Señor. Ella explica primero por qué es tan atento y cariñoso. Distribuye generosamente sus beneficios porque es misericordioso: de tiempo en tiempo su misericordia se extiende a los que viven en su presencia (v. 50). Misericordioso para nosotros es el que se mueve ante la desgracia, el dolor, la condición de los pobres y los afectados por los desastres. Sin embargo, este sentimiento sería en vano si no nos intercedemos en nombre de aquellos que necesitan ayuda.
En la Biblia, Dios se presenta a sí mismo como “compasivo y misericordioso” (Éx 34,6) y las palabras hebreas que se usan, no sólo expresan una emoción intensa y profunda –la que la madre siente por el niño que lleva– sino también la acción que este sentimiento causa: el irresistible impulso de rescatar al ser amado. A lo largo de los siglos, aquellos que temen al Señor, es decir, los que confiaron en Él y en su Palabra, siempre han experimentado su ternura y su cuidado.
El texto continúa enumerando siete de las intervenciones salvadoras de Dios. Él ha actuado con el poder de su brazo y ha hecho maravillas (v. 51). La Biblia a menudo menciona el brazo de Dios, símbolo de la fuerza con la que interviene para liberar a los oprimidos, proteger a los débiles, defender a los que sufren injusticia. María conoce la historia de su pueblo y recuerda que el Señor fue a Egipto a elegir a Israel “por la fuerza de pruebas y señales, por maravillas y por guerras, con mano firme y brazo extendido” (Deut 4,34). Ella ni siquiera es tocada por la duda de que el mal prevalecerá sobre el bien, la mentira sobre la verdad, la prevaricación sobre la justicia, la arrogancia sobre la mansedumbre. Ella sabe que el brazo del Señor mantiene un firme control sobre los destinos del mundo y la vida de cada persona.
“Él ha esparcido a los soberbios” (v. 51). Con este término la Biblia indica a los insolentes, aquellos que no están interesados en Dios; hablan con orgullo y miran hacia abajo a todos. El Señor, dice María, los dispersa. No es una invitación a esperar pacientemente que Dios intervenga para derribar y reducir al ridículo a los que prevalecen. El Señor no triunfa humillando a los que se burlan de él, sino que vuelve su palabra paternal y los convierte con su Amor. Es el mundo nuevo el que anuncia María, el mundo en el cual los arrogantes y los dominadores se dispersan y desaparecen. Todos son convertidos en humildes siervos de sus hermanos.
“Él ha derribado a los poderosos de sus tronos y levantado a los oprimidos” (v. 52). La historia enseña que los fuertes siempre han dominado, y los débiles estuvieron subyugados. María lo sabe. Ella pertenece a un pueblo tiranizado por los grandes imperios. Ahora –asegura– Dios está del lado de los pobres y ha puesto en acción una revolución; volcó el equilibrio de poder: los poderosos fueron derrotados y los miserables levantados.
¿Ha llegado el momento de la venganza? ¿Con la ayuda de Dios, los débiles elevarán su cabeza, conquistarán a los poderosos y someterán a los que los han oprimido? Si eso fuera el resultado de la intervención divina, no veríamos un nuevo acontecimiento sino solo el reemplazo de una clase de explotadores por otra. Dios no entra en la historia para desempeñar el papel del héroe en ese guión insano que siempre las personas han puesto en escena. No interviene con fuerza para cambiar a los actores sino para introducir un guión completamente diferente: antes el juego era esforzarse para subir y gobernar al resto; ahora se compite para bajar y convertirse en sirviente por amor, para ser pan para los hambrientos. Grande y digno de honor ya no es el que está sentado en un trono sino el que se queda abajo y responde con alegría a las demandas de aquellos que lo necesitan.
Esta es la verdadera novedad: un corazón nuevo dado a todos, un corazón como el de Cristo, un corazón de sirvientes. ¿Veremos alguna vez este tipo de humanidad? María está tan segura de que Dios la edificará, que habla al pasado –"ha derrumbado, ha levantado"– como si esta prodigiosa transformación del mundo ya estuviera hecha. Ella recuerda las palabras del mensajero celestial: "Con Dios nada es imposible" (Lc 1,37).
“Él ha llenado a los hambrientos con cosas buenas, pero ha enviado a los ricos con las manos vacías” (v. 53). “La tierra y su plenitud pertenecen al Señor, al mundo y a todos los que habitan en él" (Sal 24,1). Si todo pertenece a Dios, los seres humanos no son dueños de nada; son invitados, comensales a la mesa que el generoso Padre ha tendido a sus hijos. Él concede sus dones a todos para que todos participen por igual; el que los reúne para sí, el que se niega a compartirlos tomando posesión de bienes que no son suyos, comete un robo. La codicia –la raíz de todo mal (1 Tim 6,10)– lleva a tomar más de lo necesario y a enriquecerse. La injusticia, la desigualdad, la discriminación y un mundo en desacuerdo con la voluntad de Dios son los resultados de la codicia inextinguible. María ve surgir un nuevo mundo, un mundo en el que los comensales comparten lo que el Padre pone a su disposición; un mundo donde todo el mundo está saciado de pan, libertad y amor.
María tiene un mensaje de esperanza para los ricos: Dios los deja vacíos. No es una amenaza de castigo; es una proclamación de Salvación. Los bienes que han acumulado –a menudo por extorsión y robo– han sido para ellos una fuente de placer, pero también de preocupaciones y ansiedades; se han convertido en un peso voluminoso, una carga que ha pesado en sus corazones haciéndolos insensibles a las necesidades de los hermanos.
Dios los envía vacíos, los aligera del peso de las riquezas, advirtiendo que “no hemos traído nada al mundo, y lo dejaremos con nada” (1 Tim 6,7), haciéndoles entender que "aunque tengan muchas posesiones, no es lo que les da vida" (Lc 12,15). Y convenciéndolos de que "la felicidad radica más en dar que en recibir" (Hch 20,35).
El texto cierra con una reflexión sobre la fidelidad de Dios a las promesas hechas a los patriarcas y a David (vv. 54-55). Israel es un pueblo que recuerda. El Señor a menudo lo invita a no olvidar las maravillas que ha realizado y las promesas hechas a los padres de la antigüedad (Deut 4,9; 7,18). María –hija de este pueblo– también recuerda y está segura de que Dios no olvida el juramento que juró a Abrahán ya sus descendientes. El niño que lleva en su vientre es la fiel respuesta de Dios a los compromisos que ha asumido con su pueblo.
No solo ahora, sino para siempre, por la eternidad –asegura María–, Dios permanecerá fiel. Él nunca fallará a su pacto de Amor con nosotros y, ciertamente, no nos abandonará ni siquiera en la muerte.