Quinto Domingo de Cuaresma – Año A
EL SEPULCRO: UN VIENTRE, NO MÁS UNA TUMBA
Introducción
“Cuando los dioses formaron la humanidad, dieron a ésta la muerte y ellos se quedaron con la vida”. Así habla Gilgamesh, el héroe que le da nombre a la célebre epopeya mesopotámica, a la tabernera Siduri. Gilgamesh está buscando desesperadamente el árbol de la vida. Pero no lo encuentra. Desconsolado, comprende que debe resignarse a morir, a partir hacia el “País sin retorno”. También para los hebreos las tinieblas, el silencio y el olvido envuelven la morada de los muertos. Es difícil encontrar en el Antiguo Testamento referencias a la inmortalidad del alma y a la resurrección de los muertos y los pocos textos que existen han sido escritos a partir del segundo siglo a.C.
Job afirmaba: “Un árbol tiene esperanza: aunque lo corten, vuelve a brotar y no deja de echar retoños. Pero el varón muere y queda inmóvil. Falta el agua de los lagos, los ríos se secan y aridecen; así el hombre se acuesta y no se levanta; pasará el cielo y él no despertará ni se levantará de su sueño” (Job 14,7-12). Esta angustia se reflejaba en la elegía (lamentación) del salmista: “Me concediste unos palmos de vida, mis días son como nada ante ti: El hombre no dura más que un soplo; es como una sombra que pasa. ¡Aparta de mí tu mirada, y me alegraré antes de que me vaya y ya no exista!” (Sal 39,6-7.14).
Así expresaban su desconcierto, angustia y desorientación frente a la caducidad de la vida, las personas más iluminadas de la antigüedad. La Biblia ha conservado el recuerdo de su desorientación y de sus inquietudes para que sepamos cuán densas eran las tinieblas de la tumba antes de que en el mundo resplandeciera la luz de la Pascua.
“Cuando cruce el valle oscuro, no temeré ningún mal
porque tú, Señor de la Vida, estás conmigo”.
Primera Lectura: Ezequiel 37,12-14
Esto dice el Señor: 12“Yo mismo voy a abrir sus sepulcros, los voy a sacar de sus sepulcros, pueblo mío, y los voy a llevar a la tierra de Israel. 13Sabrán que yo soy el Señor cuando abra sus sepulcros, cuando los saque de sus sepulcros, pueblo mío. 14Infundiré mi espíritu en ustedes para que revivan, los estableceré en su tierra y sabrán que yo, el Señor, lo digo y lo hago –oráculo del Señor”.
Entre los israelitas deportados a Babilonia en el 597 a.C. hay también un sacerdote, Ezequiel, destinado a convertirse en el profeta del exilio. “El año duodécimo de nuestra deportación, el día cinco del mes décimo”, llega sin aliento un fugitivo de Jerusalén y le dice: “La ciudad ha caído” (Ez 33,21). Cuatro meses antes, los soldados de Nabucodonosor la habían conquistado e incendiado, capturando un nuevo grupo de prisioneros más numeroso que el anterior, destinado a engrosar las filas de los cautivos que ya se encontraban en Mesopotamia. Ezequiel desarrolla su actividad de profeta entre estos deportados quienes, derrotados y deprimidos, van repitiendo: “Nuestros huesos están secos, nuestra esperanza se ha desvanecido; estamos perdidos” (Ez 37,11). Se sienten como cadáveres sin vida; peor aún, como esqueletos resecos, corroídos, desgastados por los muchos años transcurridos en la tumba del exilio.
¿Ha terminado todo? ¿Se han desvanecido a causa de los pecados del pueblo las bendiciones hechas a Abraham? Nadie podrá ya devolver la vida a Israel, reducido a una inmensa extensión de huesos áridos, esparcidos en la llanura y en los valles del País de los dos ríos (cf. Ez 37,1-3). Es en este contexto histórico donde Ezequiel anuncia el prodigio inaudito que el Señor está a punto de cumplir: Dios devolverá la vida a aquellos huesos disecados, resucitará a los israelitas a una nueva vida, abrirá los sepulcros en que fueron enterrados, los hará salir de sus tumbas y los reconducirá a su tierra (vv. 12-13).
Esta profecía no se refería a la resurrección de los muertos tal y como hoy la entendemos nosotros sino al regreso de los deportados a la patria. No obstante, en siglos sucesivos, la profecía fue objeto de estudio y reflexión por parte de los rabinos, adquiriendo granimportancia y dando origen a la creencia de que, a la llegada del Mesías, todos los justos regresarían a la vida para participar en la alegría del nuevo Reino. Donde penetra el espíritu del Señor, allí llega la vida. Sucedió al principio del mundo cuando Dios, después de haber plasmado al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un halito de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente (Gén 2,7).
Este Espíritu de vida sigue también hoy interviniendo en toda situación de muerte: odios y rencores atávicos entre los pueblos, incomprensiones y disgustos familiares, divisiones en la comunidad. Nada es irrecuperable para el espíritu del Señor. Él puede recomponer y dar vida incluso a huesos resecos.
Segunda lectura: Romanos 8,8-11
Hermanos, 8los que viven de acuerdo con la carne no pueden agradar a Dios. 9Pero ustedes no están animados por los bajos instintos sino por el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece. 10Pero si Cristo está en ustedes, aunque el cuerpo muera por el pecado, el espíritu vivirá por la justicia. 11Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de la muerte habita en ustedes, el que resucitó a Cristo de la muerte dará vida a sus cuerpos mortales, por el Espíritu que habita en ustedes.
Todas las personas mueren. La vida biológica que tienen en común con los animales no dura para siempre. También Jesús, siendo hombre como nosotros, ha muerto, tenía que morir. Pero ha resucitado. ¿Cómo ha sucedido esto? ¿Qué lo ha hecho resucitar? Pablo responde a la pregunta en la lectura de hoy: Jesús tenía en plenitud el espíritu de Dios, es decir, tenía en sí la vida de Dios que no puede morir. La vida del hombre tiene un principio y tiene un fin; la de Dios no; él no ha nacido ni muere. Jesús tenía en sí esta vida divina y cuando un día su vida material concluyó, el espíritu de Dios lo resucitó y lo introdujo en la gloria del Padre.
Pablo continúa: También nosotros hemos recibido en el bautismo su mismo Espíritu, su misma vida; ya no podemos morir. Terminará nuestra vida aquí en el mundo, pero no será el fin de todo. El Espíritu que resucitó y que habita en nosotros dará vida eterna a nuestros cuerpos mortales.
Evangelio: Juan 11,1-45
1Había un enfermo llamado Lázaro, de Betania, el pueblo de María y su hermana Marta.2María era la que había ungido al Señor con perfumes y le había secado los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro estaba enfermo. 3Las hermanas le enviaron un mensaje: “Señor, tu amigo está enfermo”. 4Al oírlo, Jesús comentó: “Esta enfermedad no ha de terminar en la muerte; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”. 5Jesús era amigo de Marta, de su hermana y de Lázaro. 6Sin embargo, cuando oyó que estaba enfermo, prolongó su estadía dos días en el lugar. 7Después dijo a los discípulos: “Vamos a volver a Judea”. 8Le respondieron los discípulos: “Maestro, hace poco intentaban apedrearte los judíos, ¿y quieres volver allá?”. 9Jesús les contestó: “¿No tiene el día doce horas? Quien camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; 10quien camina de noche tropieza, porque no tiene luz”. 11Dicho esto, añadió: “Nuestro amigo Lázaro está dormido; voy a despertarlo”. 12Replicaron los discípulos: “Señor, si está dormido, se sanará”. 13Pero Jesús se refería a su muerte, mientras que ellos creyeron que se refería al sueño. 14Entonces Jesús les dijo abiertamente: “Lázaro ha muerto. 15Y me alegro por ustedes de no haber estado allí, para que crean. Vayamos a verlo”. 16Tomás, que significa mellizo, dijo a los demás discípulos: “Vamos también nosotros a morir con él”. 17Cuando Jesús llegó, encontró queLázaro llevaba cuatro días en el sepulcro. 18Betania queda cerca de Jerusalén, a unos tres kilómetros. 19Muchos judíos habían ido a visitar a Marta y María para darles el pésame por la muerte de su hermano. 20Cuando Marta oyó que Jesús llegaba, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. 21Marta dijo a Jesús: “Si hubieras estado aquí, Señor, mi hermano no habría muerto. 22Pero yo sé que lo que pidas, Dios te lo concederá”. 23Le dijoJesús: “Tu hermano resucitará”. 24Le respondió Marta: “Sé que resucitará en la resurrección del último día”. 25Jesús le contestó: “Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá; 26y quien vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Lo crees?” 27Ella le contestó: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que había de venir al mundo”. 28Dicho esto, se fue, llamó en privado a su hermana María y le dijo: “El Maestro está aquí y te llama. 29Al oírlo, se levantó rápidamente y se dirigió hacia él. 30Jesús no había llegado aún al pueblo, sino que estaba en el lugar donde lo encontró Marta. 31Los judíos que estaban con ella en la casa consolándola, al ver que María se levantaba de repente y salía, fueron detrás de ella, pensando que iba al sepulcro a llorar allí. 32Cuando María llegó a donde estaba Jesús, al verlo, cayó a sus pies y le dijo: “Si hubieras estado aquí, Señor, mi hermano no habría muerto”. 33Jesús al ver llorar a María y también a los judíos que la acompañaban, se estremeció por dentro 34y dijo muy conmovido: “¿Dónde lo han puesto?” Le dijeron: “Ven, Señor, y lo verás”. 35Jesús lloró. 36Los judíos comentaban: “¡Cómo lo quería!” 37Pero algunos decían: “El que abrió los ojos al ciego, ¿no pudo impedir que éste muriera?” 38Jesús, estremeciéndose de nuevo, se dirigió al sepulcro. Era una caverna con una piedra adelante. 39Jesús dijo: “Retiren la piedra”. Le dijo Marta, la hermana del difunto: “Señor, huele mal, ya lleva cuatro días muerto”. 40Le contestó Jesús: “¿No te dije que, si crees, verás la gloria de Dios?” 41Retiraron la piedra. Jesús alzó la vista al cielo y dijo: “Te doy gracias, Padre, porque me has escuchado. 42Yo sé que siempre me escuchas, pero lo he dicho por la gente que me rodea, para que crean que tú me enviaste. 43Dicho esto, gritó con fuerte voz: “¡Lázaro, sal afuera!” 44Salió el muerto con los pies y las manos sujetos con vendas y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: “Desátenlo para que pueda caminar”.
45Muchos judíos que habían ido a visitar a María y vieron lo que hizo creyeron en él.
El relato de la reanimación de Lázaro es muy largo; sin embargo, la parte dedicada al milagro propiamente dicho es brevísima, tiene dos versículos solamente (vv. 43-44); todo lo demás es una serie de diálogos cuyo objetivo conducir al lector al nivel más profundo del texto, allí donde se puede captar el verdadero significado del signo realizado por Jesús. He hablado de reanimación de Lázaro y no de resurrección porque una cosa es regresar a este mundo, retomar la vida material todavía marcada por la muerte y otra cosa es dejar esta vida definitivamente, como ha sucedido con Jesús en la Pascua, ser introducidos en el mundo de Dios donde la muerte –ningún tipo de muerte– tiene acceso. Traer de nuevo hacia aquí es reanimar; llevar hacia allá es resucitar.
Hecha esta observación, acerquémonos al relato. Si la noticia de la muerte de Lázaro hubiera hipotéticamente aparecido en la crónica de un periódico, donde la fidelidad a los hechos es de rigor, nos hubieran sorprendido ciertas incongruencias y detalles inverosímiles. En el evangelio de Juan, sin embargo, constituyen indicios y referencias preciosas que nos orientan hacia el mensaje teológico del relato, pues de eso se trata, como la afirmamos en otras ocasiones: de una página de teología y no de una crónica social. Trataré de enumerarlas.
Resulta también extraño que un milagro tan clamoroso no se mencione en los otros evangelios. Todos estos detalles prueban sin lugar a duda que Juan ha querido ofrecer a sus lectores no el frío relato de un acontecimiento sino una densa página de teología narrativa. Con ocasión de una curación que había suscitado una gran impresión porque el enfermo había muerto, el evangelista ha tocado el tema central del mensaje cristiano: Jesús, el Resucitado, es el Señor de la Vida.
Comencemos por el significado que Juan intenta atribuir a la familia de Betania,compuesta solamente de hermanos y hermanas. Representa a la comunidad cristiana donde no hay ni superiores ni inferiores sino solamente hermanos y hermanas. Un intenso lazo afectivo une a estas personas a Jesús. El evangelio acentúa con insistencia la amistad del Maestro con Lázaro (vv. 3.5.11.36). Es el símbolo de la profunda unión de Jesús con cada uno de sus discípulos: “Ya no los llamo sirvientes –dirá durante la última Cena– sino amigos” (Jn 15,15).
En esta comunidad sucede un hecho que desconcierta, que confronta a los demás con un enigma insoluble: la muerte de un hermano. ¿Qué respuesta puede dar Jesús al discípulo que le pregunta por el sentido de este hecho trágico? Quien quiere bien a un amigo, no lo deja morir. Si Jesús era amigo de Lázaro y amigo nuestro ¿por qué no impide la muerte? Al igual que María y Marta, tampoco nosotros comprendemos por qué “deja pasar dos días”. Como signo de afecto al amigo, hubiéramos esperado de él una intervención inmediata. La queja velada que le dirigen las dos hermanas podría ser también la nuestra: “Si hubieras estado aquí, Señor, mi hermano no hubiera muerto” (vv. 21)
La muerte de una persona querida, nuestra muerte, pone la fe a dura prueba, hace surgir la duda de que él “no esté aquí”, de que no nos acompañe con su amor. Dejando morir a Lázaro, Jesús responde a estos interrogantes: no es su intención impedir la muerte biológica, no quiere intervenir en el curso natural de la vida. No ha venido para convertir en eterna esta forma de vida sino para introducirnos en aquella que no tiene fin. La vida en este mundo está destinada a terminarse y es bueno que así sea.
En esta perspectiva tendríamos que reconsiderar la validez de la relación personal que tantos cristianos han instaurado con Cristo y con la religión. Cuando ésta se reduce a urgentes requerimientos de intervenciones prodigiosas, desemboca inevitablemente en crisis de fe y en la duda de que él “no esté aquí” donde desearíamos que estuviese, donde tenemos más necesidad de él: en el dolor, en la enfermedad, en las desgracias.
El diálogo con los discípulos (vv. 7-16) sirve al evangelista para poner de manifiesto nuestras incertidumbres y nuestros miedos frente a la muerte. Es la reacción natural del hombre ante el temor de que la muerte señale el fin de todo. Se trata del miedo más sutil del discípulo. Quien teme a la muerte no puede vivir como cristiano. Ser discípulos significa aceptar perder la vida, darla por amor, y morir como el grano de trigo que, caído en tierra, produce mucho fruto (cf. Jn 12,24-28).
En las palabras de Jesús, la muerte es presentada en su justa perspectiva. El Maestro manifiesta su satisfacción por no haber impedido que su amigo Lázaro haya muerto (v.15) pues para él la muerte no es un acontecimiento destructivo, irreparable, sino que marca el inicio de una condición infinitamente mejor que la precedente.
Llegamos así a la parte central del pasaje: el diálogo con Marta (vv. 17-27). Hace ya cuatro días que Lázaro está en el sepulcro. En tiempos de Jesús se creía que la persona no estaba realmente muerta durante los primeros tres días. Solamente al cuarto día la vida abandonaba al muerto en forma definitiva. Juan no quiere informarnos de la fecha exacta del fallecimiento de Lázaro; solo dice que estaba muerto y basta. Es la premisa necesaria a la pregunta que quiere responder: ¿Qué puede hacer Jesús por quien está real y definitivamente muerto?
En el diálogo que sigue, Jesús lleva a Marta a comprender qué sentido tiene la muerte de un discípulo (de un hermano de la comunidad cristiana). “Si hubieras estado aquí” constituye la declaración de derrota del hombre frente a un acontecimiento que lo supera; la muerte se ríe de los esfuerzos del hombre para negarla, evitarla, enmascararla. La muerte induce a sospechar la ausencia de Dios. Si Dios existe, ¿por qué la muerte? Marta pertenece al grupo que, a diferencia de los saduceos, cree en la resurrección de los muertos. Está convencida de que, al final del mundo, su hermano Lázaro regresará a la vida juntamente con todos los justos y tomará parte en el reino de Dios.
Este modo de entender la resurrección (semejante quizás a como la entienden hoy muchos cristianos) no consuela a nadie. No tiene sentido. Una tal resurrección al final del mundo está demasiado lejos. ¿Por qué nos haría morir para traernos de nuevo a la vida? ¿Por qué hacernos esperar tanto? ¿Cómo puede el alma existir sin el cuerpo? En resumidas cuentas, una resurrección así es poco creíble. Si una persona muere, Dios ciertamente puede recrearla, pero en ese caso, crearía una clonación, no la misma persona, que es irrepetible. El cristiano no cree en una muerte y después en una resurrección que tendría lugar al final del mundo. Cree que el hombre redimido no muere.
Tratemos de entender este mensaje nuevo y extraordinario que Jesús anuncia a Marta. Él declara: “Quien cree en mí no muere”. ¿Qué significa? ¿Cómo puede no morir una persona a la que vemos expirar y después convertirse en un cadáver? Para explicarlo, es necesario recurrir a comparaciones. Toda nuestra existencia está caracterizada por salidas y entradas: salimos de la nada y entramos en el vientre de nuestra madre. Concluida la gestación, salimos para entrar en este mundo caracterizado por tantos signos de muerte. Son formas de muerte la soledad, el abandono, la lejanía, la traición, la ignorancia, la enfermedad, el dolor. Nuestra vida nunca está completa aquí, está siempre sometida a límites. No puede ser éste el mundo definitivo, nuestro último destino. Para vivir en plenitud y sin muerte, tenemos que salir de aquí.
Supongamos que en el vientre de la madre se encuentren dos gemelos que pueden ver, entender y hablarse durante los nueve meses de la gestación. Ellos conocen solamente su pequeño mundo y no se imaginan cómo es la vida afuera. No saben que las personas se casan, trabajan, viajan; no tienen idea de que existan animales, plantas, flores, playas. Conocen solamente la forma de vida en la que se ven sumergidos.
Pasados nueve meses, los gemelos nacen por turno. Aquel que ha permanecido, aun por breve tiempo, en el vientre de la madre antes de que le llegue también el tiempo de nacer, ciertamente pensaría: “Mi hermano ha muerto, no existe más, ha desaparecido, me ha dejado…” y llora. Pero el hermano no ha muerto. Solamente ha dejado una vida estrecha, breve, limitada y ha entrado en otra forma de vida.
El discípulo, explica Jesús a Marta, no experimenta de hecho la muerte, sino que nace a otra nueva forma de vida, entra en el mundo de Dios, entra a formar parte de una existencia que no está sometida a límites ni a ninguna clase de muerte, como acontece aquí en la tierra. Es una vida sin fin. No podemos decir más porque, si tratáramos de describirla, no haríamos otra cosa que proyectar formas e imágenes de esta vida. “Ningún ojo vio, ni oído oyó, ni mente humana concibió lo que Dios preparó para los que lo aman” (1 Cor 2,9).
En la perspectiva cristiana, por tanto, la vida de este mundo es una gestación, y quien muere no se ve afectado por la muerte sino más bien quien se queda aquí un poco más de tiempo. A este punto, quizás hayamos comprendido la razón por la que Jesús se alegra de no haber impedido la muerte de Lázaro. Él ve la muerte desde la óptica de Dios: como el momento más importante y gozoso del hombre. Justamente los primeros cristianos llamaban “el día del nacimiento” aquel que para otros hombres es el día funesto de diluirse en la nada. Es célebre la sentencia de Lao-Tsé: “Lo que para la larva es el fin del mundo, para el resto del mundo es una mariposa”. La larva no muere, desaparece como larva, pero empieza a vivircomo mariposa. He aquí, pues, otra imagen que nos ayuda a entender la victoria de Cristo sobre la muerte.
Después de haber escuchado las palabras de Jesús, Marta pronuncia una importante profesión de fe: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo” (v. 27). No nos detenemos en el diálogo de Jesús con Marta porque no añade nada más a lo ya dicho. Caigamos en la cuenta solamente de que Jesús no entra en Betania, donde los judíos siguen todavía consolando a las hermanas. Jesús no ha venido para dar el pésame por los que han muerto sino para darles la vida y quiere que también María salga de la casa donde todos están llorando. El llanto de María, sin embargo, estremece y conmueve a Jesús, mostrando cuán profundamente siente también él, como todo hombre, el drama de la muerte.
Es importante la última escena (vv. 34-42). Se abre con el llanto de Jesús. El cristiano no se puede llamar tal si no cree que la muerte no es otra cosa que un nacimiento; pero no es insensible, no se puede no derramar lágrimas cuando un amigo lo deja y se va. Sabe que no está muerto, que es feliz y que vive con Dios, pero está triste porque, por un tiempo, permanecerá separado de él.
Existen, sin embargo, dos clases de llanto: uno es el incontenible y desesperado de quien está convencido de que con la muerte todo se termina. El otro es el de Jesús quien, ante la tumba, no puede contener las lágrimas. Estas dos formas de llanto vienen expresadas en el texto griego con dos verbos distintos. Para el llanto de Marta, María y los judíos, se usa el término klaiein (v. 33) que indica el llanto acompañado de gestos de desesperación; para el llanto de Jesús, por el contrario, se emplea el término edákrusen, que significa: “las lágrimas comenzaron a fluir de sus ojos” (v. 35). Solamente este llanto sereno y digno es cristiano.
Al llanto sigue una orden: “¡Retiren la piedra!” Es una orden dirigida a la comunidad y a todos aquellos que todavía piensan que el mundo de los difuntos está separado y no tiene ya comunicación con el mundo de los vivos. Quien cree en el Resucitado sabe que todos están vivos, aunque estén participando en dos formas de vida diferentes. Todas las barreras han sido abatidas, todas las piedras han sido retiradas el día de la Pascua para que pasemos de un mundo al otro sin morir.
La oración que Jesús dirige al Padre (vv. 41-42) no es la petición de un milagro sino de una luz para la gente que lo rodea. Pide que todos puedan comprender el significado profundo del signo que está a punto de realizar, y que lleguen a creer en Él, en el Señor de la Vida.
El grito “¡Lázaro, sal afuera!” es el cumplimiento de su profecía: “Les aseguro que se acerca la hora, y ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán”. Todos aquellos que están en los sepulcros oirán su voz y saldrán. (Jn 5,25-29). De hecho, “el muerto” con todas las señales que caracterizan su condición, “los pies y las manos sujetados con vendas y el rostro envuelto en un sudario” (v. 44), sale. “El muerto”, dice el texto. Sí, porque es con el muerto, con quien es y permanece definitivamente muerto (en el sepulcro desde hacía cuatro días) con quien Jesús muestra su poder vivificador: no restituyéndolo al aquí terreno (ésta sería una victoria efímera, no definitiva sobre la muerte) sino llevándoselo consigo a la gloria de Dios.
“¡Desátenlo para que pueda caminar!” (v. 44), ordena finalmente. La invitación se dirige a los hermanos de la comunidad que lloran por la pérdida de una persona querida. Dejen que “el muerto” viva feliz en su nueva condición. El vidente del Apocalipsis lo describe con imágenes sugestivas: “Les enjugará las lágrimas de los ojos; ya no habrá muerte ni pena ni llanto ni dolor. Todo lo antiguo ha pasado” (Ap 21,4).
Hay muchas maneras de intentar retener al difunto: visitas obsesivas al cementerio (que es lo mismo que buscar entre los muertos al que vive), el apego morboso a efectos personales, el recurso al “médium” para establecer contactos… Es doloroso que un ser amado o un amigo nos deje, pero es egoísmo quererlo retener. Sería como impedir que un niño nazca. “Desátenlo para que pueda caminar” …repite hoy Jesús con dulzura a cada uno de sus discípulos, que no se resignan a la desaparición de un hermano o de una hermana.