Timoteo & Tito
Cartas pastorales
Videos por el Fr Claudio Doglio
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Cartas pastorales
En la colección de las cartas de San Pablo, después de los escritos enviados a la comunidad, hay cartas enviadas a personas concretas; además de la carta a Filemón, que ya hemos considerado, junto con Colosenses, hay tres cartas al final de la colección enviadas a los discípulos de Pablo, dos a Timoteo, y una a Tito.
Estas cartas han sido denominadas Cartas Pastorales en la época moderna, y seguimos utilizando este título para describir estas tres obras en las que el apóstol Pablo da a los discípulos indicaciones concretas para organizar la vida pastoral en las comunidades cristianas. Intentemos situarlas en la vida del apóstol; estos son los últimos escritos de Pablo.
Recordemos que el apóstol fue detenido en Jerusalén en el año 58 y recluido en la cárcel de Cesarea Marítima durante dos años, para luego ser trasladado a Roma en espera de juicio. Tuvo un naufragio durante el traslado por mar, pero se salvó junto con todos los pasajeros y llegaron a la isla de Malta. Desde allí fue trasladado a la capital del imperio, donde llegó en la primavera del año 61. Aquí permaneció hasta el año 63, otros dos años de residencia forzosa mientras esperaba el juicio. El juicio no se celebró por falta de acusadores y Pablo fue puesto en libertad.
Aquí termina el relato de los Hechos de los Apóstoles y, a partir de este momento, no tenemos más noticias directas del apóstol. Sabemos que murió mártir en Roma después de un segundo encarcelamiento en el año 67, pero lo que hizo del 63 al 67 no tenemos suficientes datos para poder afirmar; sólo unas pequeñas referencias en las Cartas Pastorales.
Nos imaginamos que el apóstol ha reanudado sus viajes, sobre todo en Grecia y oriente donde organizó la sucesión; es decir, dándose cuenta de que estaba envejeciendo y que la situación era muy arriesgada, Pablo empezó a planificar el relevo. Si bien en la primera fase de su apostolado pudo tener la idea de que seguiría vivo en la gloriosa venida de Cristo, con el tiempo maduró la convicción de que moriría antes de la parusía.
La idea de una iglesia organizada para perdurar en el tiempo no cuajó inmediatamente. La primera comunidad cristiana pensó que eran un grupo escatológico. O sea, el grupo escogido por el Señor para el final de la historia. No pensaban en tener una historia y la necesidad de organizarse para vivir durante siglos. Pensaban vivir hasta el próximo final.
En los años siguientes, maduró la certeza que tenía que haber una historia de la Iglesia; que el grupo cristiano tendría que influenciar en la historia de la humanidad y acompañar los acontecimientos a lo largo de los siglos sin una indicación precisa de cuándo llegaría el final. Así, en los años 60, 70 y 80 del siglo I, la estructura eclesial llegó a organizarse para perdurar en el tiempo y Pablo, en los últimos años de su vida, se ocupó de esta organización. Pensó en dar la tarea de apóstoles a sus discípulos que habrían continuado su obra, dando instrucciones para que los discípulos formaran a otros discípulos que continuaran la obra del Evangelio en el tiempo.
Así nacieron la primera carta a Timoteo y la carta a Tito. Son dos textos muy similares que contienen esencialmente el mismo tipo de enseñanza. Son instrucciones, consejos, indicaciones prácticas para la organización de las comunidades cristianas. Las mismas indicaciones se dirigen a Timoteo que quedó a cargo de la comunidad de Éfeso, diríamos obispo de Éfeso; y a Tito que quedó como obispo de Creta. Los obispos se convierten en los herederos de los apóstoles; continúan la obra apostólica como líderes de las diversas comunidades.
Entre los diversos términos que se utilizaron al principio, surgieron tres que se utilizaron específicamente para indicar el ministerio ordenado como una continuación de la obra apostólica. Se utilizaron palabras muy usadas en la lengua griega: diáconos, presbíteros, epíscopus. Ni siquiera los hemos traducido; los hemos mantenido tal cual, tal vez deformándolos ligeramente. Diácono significa siervo, ministro; presbítero significa anciano, pero en el sentido técnico de ‘cabeza de familia’; epíscopus significa inspector, supervisor, el que mira desde arriba, el que controla y supervisa.
A medida que las diversas comunidades se organizaban, crecían en número y se hizo necesario darles una estructura orgánica para que el patrimonio apostólico vinculado al evangelio y al testimonio directo de los testigos oculares no sea alterado. Por eso en estas cartas Pablo insiste en el concepto de depósito. Existe un depósito de fe. Es una terminología bancaria, corresponde al patrimonio depositado a Timoteo y a Tito, a quienes se les encomienda la tarea de salvaguardar el depósito de la fe porque hay muchos que toman ciertas ideas cristianas y las adaptan a sus propias necesidades.
Por lo tanto, la tarea fundamental que Pablo atribuye a los discípulos, que se convierten en ‘epíscopoi’, es la de supervisar la doctrina, de custodiar la verdad del Evangelio en la fidelidad a la enseñanza de los Apóstoles. Son textos importantes para la tradición apostólica, para resaltar cómo es este vínculo vital con los apóstoles que da origen a nuestra fe cristiana.
Nunca ha habido un salto donde alguien haya cambiado toda la religión, inventando cosas nuevas, traicionando los orígenes, sino que siempre ha habido una continuidad y un crecimiento orgánico. Es lógico; podemos imaginar y constatar que en 2000 años ha habido muchos cambios, pero también en la experiencia de una persona hay cambios de niño a joven, a adulto… cuántos cambios se producen en el físico, en la mentalidad, en el carácter, en los gustos y, sin embargo, la persona siempre es la misma. Hay un crecimiento, una maduración, no siempre para bien, a veces hay incluso cambios peores que son negativos pero la persona sigue siendo la misma, por eso cuando hablamos de la tradición de la Iglesia, nos referimos al crecimiento orgánico. Sigue siendo siempre la misma persona, que madura, evoluciona, a veces mejora, a veces empeora, pero siempre es la misma persona anclada en la tradición apostólica.
Las cartas a Timoteo y Tito transmiten esta enseñanza, pero también hay otros detalles interesantes, por ejemplo en la primera carta a Timoteo, Pablo habla de sí mismo, ahora es viejo y tiene una nueva visión de sí mismo; escribe: “Este mensaje es de fiar y digno de ser aceptado sin reservas: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”.
Como joven, nunca habría dicho tal frase. Como joven fariseo, Pablo estaba convencido de que era un buen hombre, observador de la ley, muy respetuoso de las tradiciones, pero maduró. Cuando se encontró con el Señor Jesús, se dio cuenta de que toda su religiosidad estaba basada en el orgullo y en su pecado, se dio cuenta de que era el primero de los pecadores, “pero Cristo Jesús me tuvo compasión”. Si tuviéramos que traducir literalmente, tendríamos que forzar el idioma y decir que ‘he sido misericordiado’… he sido transformado “para demostrar conmigo toda su paciencia, dando un ejemplo a los que habrían de creer y conseguir la vida eterna”.
El trabajo de la salvación es un cambio en toda la persona. Pablo se ofrece, en primer lugar, como ejemplo y prueba de esta intervención salvífica de Dios que cambia y hace madurar, no en el sentido de que dé la vuelta a la situación, creando algo que antes no existía, sino madurando lo que era inmaduro. Otro texto muy interesante se encuentra en la carta a Tito.
El centro de esta carta constituye un pequeño marco teológico de tan gran importancia que la tradición de la Iglesia nos hace leerla cada año durante la misa de la noche de Navidad. Y es que, en esa noche, atraídos por el misterio del nacimiento de Jesús, casi nadie presta atención a la segunda lectura y, sin embargo, es una joya que merece ser escuchada: “La gracia de Dios que salva a todos los hombres se ha manifestado, enseñándonos vivir…" La misericordia de Dios apareció para enseñarnos a vivir… “a renunciar a la impiedad y los deseos mundanos y a vivir en esta vida con templanza, justicia y piedad, esperando la promesa dichosa y la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y salvador Jesucristo”.
Aquí también se vuelve a emplear la palabra ‘parusía’; vivir con templanza, justicia y piedad en este mundo mientras esperamos la parusía. Traten de pensar en estas tres palabras: la templanza indica la relación correcta con uno mismo o con las cosas; la justicia implica una buena relación con otras personas; la piedad, la misericordia, designa una buena relación con el Señor. La gracia de Dios nos enseña a vivir las relaciones fundamentales de nuestra vida en este mundo, mientras esperamos la parusía.
Lo que Pablo decía en las primeras cartas, lo sigue diciendo en las últimas. La perspectiva ha cambiado; ya no está tan convencido del cumplimiento inminente pero la vida cristiana sigue orientada hacia la parusía. “Cristo se entregó por nosotros, para rescatarnos de toda iniquidad, para adquirir un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras”.
Obras ‘buenas, el texto original dice: ‘obras bellas’; Pablo, en estas cartas, utiliza el adjetivo ‘bello’, insiste en las obras bellas. Lo característico de la vida cristiana son las obras bellas, es decir, una vida bella, ¿qué quiere decir? Una existencia caracterizada por la armonía y, por tanto, por la belleza. Es concretamente el fruto de la gracia de Dios que nos ha sido revelada por el Señor.
La última carta escrita por Pablo poco antes de su muerte es la segunda carta a Timoteo, un auténtico testamento espiritual. Preso en Roma, según la tradición, en la cárcel de Mamertina, bajo el mandato de Nerón, unos días antes de su decapitación, Pablo escribió estas últimas palabras a su querido discípulo Timoteo, expresando su estado de ánimo y proponiendo sus últimas recomendaciones, haciendo balance de su vida: “En cuanto a mí, ha llegado la hora del sacrificio y el momento de mi partida es inminente. He peleado el buen combate, he terminado la carrera, he mantenido la fe. Sólo me espera la corona de la justicia, que el Señor como justo juez me entregará aquel día. Y no sólo a mí, sino a cuantos desean su manifestación”.
Pablo ve ahora el puerto; está acostumbrado a las navegaciones y dice que es el momento de arriar las velas, el barco se acerca, la carrera ha terminado, pero lo que ha conservado es la fe; es decir, esa comunión personal con el Señor Jesús que le había conquistado varios años antes y ahora saborea el momento del encuentro definitivo. Derramando su sangre como mártir llega a esta comunión plena. Recibe la corona que el Señor le ha preparado y después de tantos esfuerzos disfruta de su premio.