Gálatas
Carta a los Gálatas
Videos por el Fr Claudio Doglio
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Carta a los Gálatas
En la misma época en la que escribía a los filipenses, el apóstol Pablo escribió también la espléndida carta a los gálatas. Pablo se encontraba en Éfeso, entre los años 56 y 57, en un período bastante turbulento de su vida, y recibió noticias sobre comportamiento impropio de los cristianos que vivían en la región de Galacia. Esta ciudad estaba situada en el centro de Anatolia, lo que ahora llamamos Turquía, y probablemente eran los cristianos que formaban parte de las comunidades fundadas al principio de la misión paulina.
Por los Hechos de los Apóstoles conocemos las comunidades cristianas nacidas en Antioquia de Pisidia, en Iconio, Listra, Derbe… son todas ciudades que estaban situadas administrativamente en la región de Galacia y por lo tanto podían llamarse gálatas. Por lo tanto, no es una carta dirigida a una comunidad específica, sino a muchas iglesias que estaban ubicadas en la misma región porque evidentemente, en varias de estas comunidades, había surgido un problema debido a predicadores cristianos judaizantes, es decir, alguien que estaba muy apegado a las prácticas de la tradición judía y creía que, para ser cristiano, era necesario ser primero judío.
Este argumento se trata también en la Carta a los Romanos, escrita al año siguiente, de manera sistemática. Mientras que cuando escribe a los gálatas, Pablo reacciona rápidamente al problema y con la fiereza de su carácter, reacciona escribiendo una carta ardiente. Efectivamente, la Carta a los Gálatas es un tratado vivo que también está llena de invectivas hacia los destinatarios, muchos de los cuales Pablo conoce bien personalmente, los ha formado, los ha introducido en la predicación del Evangelio y ahora se sorprende por su cambio.
La carta no comienza como de costumbre, con una oración, una acción de gracias, sino con una invectiva: “Me maravilla que tan pronto hayan dejado al que los llamó por la gracia de Cristo, para pasarse a una Buena Noticia diversa”. ‘Me maravilla’… Pablo subraya la extrañeza de este cambio. Han pasado a otro evangelio. Pongan atención porque cuando Pablo escribe la palabra ‘evangelio’, no se refiere a un libro como estamos acostumbrados a entenderlo, sino a la predicación, al mensaje global. ‘Otro evangelio’, por lo tanto, significa otra forma de entender el mensaje de Cristo, de evaluar a la misma persona de Cristo. En realidad, sin embargo: “No es que haya otra, sino que algunos los están turbando para reformar la Buena Noticia de Cristo”. Tienen la impresión de que hay otro, pero no es cierto.
Pablo inmediatamente destaca el problema de estos predicadores que han perturbado a la comunidad y están tratando de subvertir el Evangelio de Cristo. ¿Por qué escribe? Para defender su propio Evangelio, es decir, su propia manera de presentar el Evangelio de Cristo. Pablo cree que esta es la única manera correcta. Por lo tanto, toda la Carta a los Gálatas, puede ser considerada como una apología del Evangelio, es decir, un discurso en defensa de la predicación cristiana; y Pablo lo hace sobre todo con dos argumentos.
En primer lugar, con argumentos personales, autobiográficos, defiende el contenido de su predicación contando su propia experiencia. Luego con argumentos doctrinales; finalmente, en los capítulos 5 y 6 encontramos las aplicaciones prácticas, las consecuencias morales de esta doctrina. Precisamente porque utiliza argumentos personales en la defensa del Evangelio, en esta carta a los gálatas encontramos prácticamente el único escrito autobiográfico del apóstol.
Es la única ocasión, un poco amplia, en la que san Pablo cuenta su propia experiencia. “Sin duda han oído hablar de mi anterior conducta en el judaísmo: Violentamente perseguía a la Iglesia de Dios intentando destruirla”. Probablemente, los adversarios de Pablo habían dicho que era un predicador libre; no era un apóstol, por lo tanto, Pablo debe defender su propia persona, su propia vocación, su propio ministerio apostólico. Pablo debe, por tanto, defender su propia persona, su propia vocación, su propio ministerio apostólico y relata el cambio radical que marcó su vida, destacando cómo ese cambio no se debió a una simple reflexión por su parte, sino a una extraordinaria intervención de Dios que le cambió en profundidad.
Fui –dice– un feroz opositor al cristianismo. Desde el principio, precisamente porque estaba apegado a las normas de la ley judía “en el judaísmo superaba a todos los compatriotas de mi generación en mi celo ferviente por las tradiciones de mis antepasados”. Fui un feroz defensor de las tradiciones judías. Luego sucedió algo en mi vida. “Pero cuando Dios, quien me apartó desde el vientre materno y me llamó por su mucho amor, quiso revelarme a su Hijo…”.
Así es como describe su propia vocación. Sabemos por el libro de los Hechos la historia en el camino a Damasco, de la aparición, del trauma de Pablo y luego de su bautismo. Aquí el apóstol no da detalles, pero lo esencial es que en esa ocasión Dios le reveló a su Hijo. Fue un apocalipsis. Ya sabemos que la palabra ‘apocalipsis’ significa revelación, y aquí se utiliza precisamente el verbo ‘apocalipto’. Dios me ha revelado a su Hijo, me ha abierto los ojos, me ha hecho comprender que Jesús es verdadero su Hijo. Dios se complació, tuvo la bondad de revelarme a su Hijo y lo hizo para que lo anunciara entre los paganos. Dios me ha hecho entender que Jesús es su Hijo para poder hacerlo entender a los demás.
En ese momento, “inmediatamente, en vez de consultar a hombre alguno” … Dice, literalmente, sin obedecer a la carne y la sangre, es decir, sin seguir las indicaciones instintivas humanas, ligadas a la dimensión humana, “o de subir a Jerusalén a visitar a los apóstoles más antiguos que yo, me alejé a Arabia y después volví a Damasco. Pasados tres años, subí a Jerusalén para conocer a Cefas”. Pablo siempre llama al apóstol Pedro con su nombre arameo que es un sobrenombre que el mismo Jesús le había dado. En el año 39, tres años después de su vocación, Pablo está en Jerusalén, consulta a Cefas, se queda con él 15 días, encuentra también a los otros responsables de la comunidad. Luego regresó a las regiones de Siria y Cilicia.
Volvió a Jerusalén 14 años después para lo que llamamos el Concilio de Jerusalén y en el relato de Pablo aclara que los apóstoles, garantes oficiales del Evangelio de Cristo, extendieron sus manos a Pablo y Bernabé, reconociéndolos como auténticos apóstoles. Simplemente se repartieron el campo. Ellos se habrían quedado a predicar a los judíos. Pablo y Bernabé se encargaron de llevar el Evangelio a los no judíos y a todos los demás. Por lo tanto, no se puede acusar a la predicación de Pablo de ser diferente a la de Pedro.
Hay una unidad sustancial, por lo que se equivocan los predicadores que impugnan a Pablo apoyándose en Pedro. Esos son los que crean confusión, los impostores. Efectivamente, Pablo recuerda que en una ocasión en Antioquia en la que Pedro vaciló, y dio un paso atrás, es decir, no tuvo el valor de mantener la opción elegida y no tuvo el valor de comer con los griegos porque los judíos tenían estas distinciones en la mesa y un judío observante no compartía la mesa con un extranjero. Estas ideas habían entrado en la comunidad cristiana y era difícil superarlas.
Pablo, en virtud de su inteligencia, pudo ir más allá de los esquemas raciales y Pedro, en cambio, luchó mucho y a menudo se vio arrastrado hacia de un lado u otro: por un lado, los conservadores que querían mantener el rigor judío y, por otro, los que, como Pablo, querían abrirse decididamente a la novedad de Cristo. En aquella ocasión –dice Pablo– él se enfrentó a Pedro, es decir, se impuso diciéndole que estaba cometiendo un error. Este es un tipo de discurso directo que Pedro escuchó directamente de Pablo. ‘Nosotros, tú Pedro y yo Pablo, somos judíos de nacimiento y no paganos. Y también reconocemos que somos pecadores ¿verdad Pedro que eres un pecador… y también yo? Y, sin embargo, nosotros no hemos nacido griegos, sino judíos, y sin embargo reconocemos que también nosotros hemos sido pecadores, y nosotros mismos, sabemos que el hombre no se justifica por las obras de la ley, sino sólo por la fe de Jesucristo. Tú, Pedro, y yo, Pablo, creímos en Jesucristo para ser justificados por la fe en Jesucristo’.
El problema es el siguiente: guardamos la ley, por lo que podíamos estar satisfechos con eso, ¿por qué hemos creído en Cristo? Porque creíamos que sólo él podía salvarnos. En diferentes momentos de diferentes maneras, pero ambos superamos la mentalidad judía y nos adherimos a Jesucristo; y en este punto no podemos volver atrás. Si nosotros, que buscamos la justificación en Cristo, somos encontrados pecadores, como los otros, quizás Cristo es el ministro del pecado, pero esto es imposible.
Parece un poco difícil. Pablo quiere decir: Tu Pedro y a yo Pablo, creímos en Jesucristo, convencidos de que podía traernos la salvación, la plena justicia. Ahora, Jesucristo nos ha enseñado que no hay diferencias entre los hombres, que debemos estar abiertos a todos, acoger a todos y también comer con los griegos porque no son impuros. ¿Cuántas veces Jesucristo tuvo contacto con paganos y dijo que hasta un centurión tenía más fe que muchos en Israel?
Entonces, si creemos que este comportamiento enseñado por Jesucristo sea un pecado, significa que Jesús nos enseña a pecar… pero ¿te parece esto posible que siguiendo a Cristo aprendamos a pecar? Esto es imposible; “porque si me pongo a reconstruir lo que había destruido, muestro que soy transgresor”. Hemos demolido y si ahora reconstruimos lo que demolimos demostramos de habernos equivocado. Primero hicimos desaparecer esas divisiones raciales, pensando que eran obsoletas, si ahora las re-introducimos, afirmamos que la elección que hicimos antes fue errónea. Si uno derribó un muro mientras los vecinos le decían que no le convenía porque era necesario, y en un momento dado lo reconstruyó, es lógico que los vecinos le digan ‘te lo dijimos que te servía y que no había que demolerlo’.
Hemos renunciado a ciertas cosas, no porque estuviéramos equivocados, sino porque estamos convencidos de ello, y por eso debemos seguir en esta coherencia. “Por medio de la ley he muerto a la ley para vivir para Dios. He quedado crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”. Estamos ante uno de los puntos álgidos del epistolario paulino. Aquí el apóstol habla de sí mismo en una comunión mística con Cristo.
El apóstol se identifica tanto con Cristo que él personalmente, murió. Murió cuando fue bautizado, cuando fue puesto en comunión con la muerte de Cristo. Los dos murieron: Cristo en la cruz y Pablo en el bautismo y solo uno fue resucitado: Cristo. “Cristo vive en mi”. De acuerdo a la ley, Jesús fue condenado a muerte; Pablo también se considera muerto a la ley y por lo tanto si murió, murió para la ley. Basta; la ley me condenó a muerte y yo estoy muerto. La ley ya no existe más. Yo morí para la ley, pero estoy vivo por Dios. El Cristo resucitado vive por Dios. Piensen en la expresión: “fui crucificado con Cristo”.
Pablo se considera crucificado junto con Cristo, solidario con él, partícipe de su cruz. Un crucificado muere; Pablo murió con Cristo: ‘Ya no soy yo el que vive, Cristo vive en mí”. Pablo murió para que Cristo pudiera vivir en él. “Y mientras vivo en carne mortal, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí”. Es la única vez en todo el Nuevo Testamento que esta afirmación se hace en singular; generalmente se dice que Cristo murió por todos, por los hombres, por nosotros. Sólo aquí Pablo lo personaliza: ‘murió por mí’. Si es cierto que murió por todos, también es cierto en singular, ‘murió por mí’, es un discurso mucho más cautivador y envolvente porque no es un discurso genérico, es un discurso personal que vale para el apóstol; demuestra esta profunda convicción.
‘Sigo viviendo una vida en la carne, pero la vivo fundado en la fe del Hijo de Dios’. O sea, basado en su solidez y ese Hijo de Dios ‘me amó y se entregó precisamente por mí’. “No anulo la gracia de Dios”. El riesgo es el de vanagloria por ese amor transformador de Dios. “Porque si la justicia se alcanzara por la ley, Cristo habría muerto inútilmente”. Esta es una expresión muy importante, que también es válida para nosotros. Si la justificación, la buena relación con Dios, la salvación, depende de la observancia de la ley, Cristo murió en vano.
Si es suficiente observar la ley, la ley existía antes de Cristo. Si es suficiente decir: ama a tu prójimo como a ti mismo y eso es suficiente, Cristo murió en vano. Si hay alguien que es capaz de amar a su prójimo con sus propias fuerzas porque observa la ley, Cristo murió en vano. Pero afirmar tal cosa significa anular la gracia de Dios. Hay predicadores que corren el riesgo de hacerlo al enfatizar demasiado el compromiso de la persona, la voluntad, el hacer el bien, un comportamiento que observa la ley. La justicia no viene de ahí, sino que viene de la gracia, es decir, de la transformación del corazón.
Pablo no era capaz de amar a su prójimo y tampoco lo era Pedro. Si ahora son capaces de amar, no lo son porque observan la ley, sino porque han obtenido la gracia. Cristo no murió en vano porque obtuvo con su muerte la capacidad de observar la ley. Por lo tanto, la salvación viene sólo de Cristo y es válida para todos, y es una salvación que deriva de la fe de Cristo, de la gracia de Cristo, no de la ley.
Así Pablo, partiendo del relato de su propia experiencia, llegó a esta gran síntesis teológica y a partir del capítulo 3 retomará su tratamiento de forma más sistemática: “¡Gálatas insensatos! ¿Quién los ha seducido a ustedes?” … ¿Quién les ha enseñado tal cosa… quién les comió los sesos? Es un discurso fuerte, provocador. “¿Tan insensatos son que habiendo empezado con el Espíritu han acabado en el instinto? ¿Han experimentado en vano cosas tan importantes?”.
Con dos reflexiones bíblicas, sobre Abrahán y sus hijos, el apóstol trata de mostrar cómo la salvación se basa en la gracia de Cristo. Y llega a un punto, en el capítulo 4, a un vértice que leemos con frecuencia en la liturgia porque es un excelente resumen: “Cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para que rescatase a los que estaban sometidos a la ley y nosotros recibiéramos la condición de hijos. Y como son hijos, Dios infundió en sus corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: Abba, es decir, Padre”. Es el espíritu del Hijo que se nos ha dado, “de modo que no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres heredero por voluntad de Dios”, no por tu propio mérito, no porque hayas vencido sino porque se te ha dado. Dios envió a su Hijo para que nosotros, los esclavos, nos convirtiéramos en hijos.
Este es el gran mensaje de la gracia. Este es el evangelio de la liberación: hemos sido liberados para seguir siendo libres. Libres de la carne, libres del pecado, libres de la ley, transformados por la gracia para vivir lo que el Señor nos ha dado.