Carta a los Hebreos – Primera Parte
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Carta a los Hebreos – Primera Parte
La última carta de la colección de escritos de Pablo es la Carta a los Hebreos. Se trata de una carta muy especial, muy diferente a las demás y muy larga y, sin embargo, aparece al final. El que recopiló la colección del Nuevo Testamento, juntó 14 escritos relacionados con Pablo y los dispuso en orden de longitud, empezando por la carta a los Romanos, que es la más larga.
La carta a los Hebreos, que es tan larga como la primera, ¿por qué la coloca al final de la colección? Porque no aparece el nombre de Pablo en ella y, de hecho, es muy probable que no sea una obra de Pablo, tanto que la propia liturgia ha conservado la fórmula Carta a los Hebreos. Mi profesor en la escuela bíblica de Roma, que llegó a ser cardenal, el padre Albert Vanhoye, cuando empezaba su curso, decía irónicamente: "Vamos a tratar la Carta de San Pablo a los Hebreos, que no es una carta, no es de San Pablo y no es a los Hebreos”. A partir de esto podemos entender la utilidad de los títulos.
Reflexionemos sobre estos tres elementos: No es una carta, entonces, ¿qué es? Es una homilía teológica, una especie de conferencia pronunciada en un momento importante y solemne con una reflexión teológica sobre el papel de Jesucristo. No es de san Pablo sino de alguien vinculado al entorno de Pablo. Uno de los muchos nombres que se han utilizado como autor, es Bernabé y, según mi opinión, es el más probable de los muchos que se mencionan. Bernabé no fue un discípulo de Pablo sino un maestro de Pablo; fue el que lo apoyó y lo introdujo. Bernabé era un levita, por lo tanto, una persona formada en la mentalidad litúrgica del sacerdocio del Antiguo Testamento.
Bernabé fue un gran predicador, tanto que se le dio este apodo; su verdadero nombre era José, conocido como ‘bar navá’, término arameo que significa ‘hijo de la exhortación’, que en nuestra lengua correspondería a un buen predicador; y de hecho esta obra se define como ‘logos paracleseos’, es decir, discurso de exhortación. No una carta sino un discurso de exhortación, de aliento, de instrucción sobre Cristo. Finalmente, no es a los hebreos, entendidos como una nación o una comunidad alternativa a la cristiana. La obra se dirige a los cristianos, de los cuales muchos venían del judaísmo, por lo tanto, judeocristianos, quizás nostálgicos de la solemnidad del templo de Jerusalén y de los ritos de la antigua liturgia.
De frente a una comunidad un poco en crisis el autor reflexiona sobre los elementos esenciales de la obra de Cristo, y quiere mostrar cómo en la simplicidad sacramental de la liturgia cristiana está todo el cumplimiento perfecto de la historia de la salvación, mucho más que en la solemnidad de los ritos del antiguo templo de Jerusalén, que tenía mucha apariencia, pero poca sustancia.
Esta obra fue escrita probablemente en Roma, en la comunidad de Roma en los años ‘60, cuando Pablo se vio obligado a permanecer allí. Probablemente fue Pablo quien, habiendo encontrado este texto escrito por alguien de su entorno, como hemos dicho quizás Bernabé, lo aprobó y lo hizo copiar y enviar a las comunidades, tanto que en la parte final hay una especie de nota añadida; podríamos hablar de una nota de recomendación con la que Pablo presentó este texto a sus comunidades, recomendando que lo leyeran y lo distribuyeran.
El texto no comienza como una carta, con el nombre del remitente, el nombre del destinatario, saludos y buenos deseos, sino como un discurso solemne. “En el pasado muchas veces y de muchas formas habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien nombró heredero de todo, y por quien creó el universo”. El centro de interés de este texto es la obra de Cristo, la palabra definitiva de Dios.
Después de haber hablado muchas veces y de muchas maneras a través de los profetas, Dios ha hablado ahora a través de su Hijo y ¿quién es este Hijo? Es el que ha creado el mundo; este Hijo “es reflejo de su gloria, la imagen misma de lo que Dios es, y mantiene el universo con su Palabra poderosa”. Estas son calificaciones muy solemnes del papel de Cristo. El autor está convencido de su divinidad y habla de él como una persona divina, irradiación de la sustancia divina, un rayo de la luz única, la huella de la sustancia divina.
Este Hijo, “es el que purificó al mundo de sus pecados, y tomó asiento en el cielo a la derecha del trono de Dios. Así llegó a ser tan superior a los ángeles, cuanto incomparablemente mayor es el Nombre que ha heredado”. Vemos así que el comienzo es un prólogo solemne a una conferencia sobre cristología, un tratado erudito sobre la persona de Cristo, pero, ¿que tenía que decir el autor? Algo nuevo y muy importante porque el tema central de la carta a los Hebreos es el sacerdocio de Cristo.
Ningún otro texto en el Nuevo Testamento habla de Cristo como sacerdote. Es una novedad, fruto de una profundización teológica; es una maduración que el autor, un gran teólogo, ha realizado partiendo de la tradición apostólica. Intentemos seguir un poco su razonamiento. La predicación apostólica presentaba a Jesús como el Cristo, el Hijo de Dios, el cumplimiento de toda la historia de la salvación. Todo lo que se anticipó en el Antiguo Testamento se realiza plenamente en Jesús. Por ejemplo, Jesús lleva a cabo las expectativas de la realeza mesiánica, tanto que Jesús es condenado como el rey, es reconocido como el rey de los judíos; el título de mesías es una calificación del rey.
Reconocer a Jesús como mesías significa reconocer que es el rey legítimo, el heredero del trono de David. Jesús fue rey de una manera diferente, pero era realmente rey, por lo tanto, toda la tradición real mesiánica encuentra en Jesús su cumplimiento. Esto es lo que todos decían desde el principio. Otro aspecto: los profetas eran portadores de la palabra de Dios, personas que hablaban en nombre de Dios para dar a conocer al Señor. Jesús se presentaba como el que revela a Dios, el profeta por excelencia; la gente lo reconocía como el gran profeta que iba a venir. Dios ha visitado por fin a su pueblo. Jesús es la palabra de Dios; él es el que habla de Dios y da a conocer a Dios. Mucho más que los profetas, él dice las cosas de forma definitiva, clara.
Pero había otro aspecto muy importante en la tradición judía que no fue tenido en cuenta por la primera predicación cristiana; era el sacerdocio, la liturgia del templo, todo el mundo sagrado del culto. Jesús entró en conflicto con esta realidad durante su vida terrenal y estuvo en disputa con la clase sacerdotal del templo; y fueron precisamente los sumos sacerdotes de Jerusalén los que se organizaron para eliminarlo y presionar a Pilato para que lo condenara a muerte.
Cuando hablamos del sacerdocio, debemos tener mucho cuidado de distinguir lo que era la mentalidad judía del Antiguo Testamento de lo que es nuestro concepto cristiano de sacerdocio. Por tanto, estoy hablando de la mentalidad antigua del sacerdocio, con la que se compara el autor de la carta a los Hebreos, porque sólo en virtud de este razonamiento nacerá nuestro concepto cristiano del sacerdocio. Hablaremos de ello al final; ahora veamos la mentalidad bíblica.
La tarea sacerdotal en la tradición bíblica se confía a una familia, exclusivamente a un grupo de personas vinculadas a una sola familia, la familia de Leví, de manera particular la casa de Aarón, aun más particularmente, a los descendientes de Sadoc. Por lo tanto, un grupo pequeño perteneciente a una casta cerrada. En la mentalidad bíblica, se nace sacerdote, uno es sacerdotes por familia porque pertenece a una familia sacerdotal. Si no perteneces a una familia sacerdotal, nada se puede hacer. No puedes ser sacerdote, es una tarea exclusiva de los levitas.
Jesús pertenecía a la tribu de Judá; ligado a la familia de David pertenece a la tribu de Judá, que es otra tribu comparada con la tribu de Leví. De la de tribu de Judá nadie ejerció nunca funciones sacerdotales, por lo tanto, Jesús como hombre histórico no pertenecía a la casta sacerdotal y según los criterios antiguos nunca llegó a ser sacerdote, es decir, nunca realizó ritos de sacrificio dentro del templo de Jerusalén porque era una actividad exclusivamente reserva a los levitas. Jesús siempre permaneció fuera de la puerta que separaba a Israel del grupo sacerdotal. De hecho, en los Evangelios, no hay ningún episodio en el que Jesús oficiara un rito sacerdotal.
Entonces, si esto es así, Jesús no era un sacerdote, no hizo nada sacerdotal; por lo tanto, todo ese mundo litúrgico del que se habla en el Antiguo Testamento no ha encontrado cumplimiento en él y está desechado, se pierde. Era palabra profética de Dios, pero no se realizó en Jesús. Nuestro autor debió hacerse esta pregunta y con empeño buscó una respuesta. Su respuesta teológica demostrativa está expuesta en la carta a los Hebreos en la que el autor afirma que Jesús es sacerdote, pero de una manera diferente, como fue rey de una manera diferente, como fue profeta de manera diferente, así también es sacerdote pero de una manera diferente. No basta con decirlo, sino que hay que demostrarlo.
El autor lo demuestra según los criterios teológicos de su tiempo y del entorno judío. Es decir, va a buscar documentación bíblica. El autor encontró la prueba bíblica en el Salmo 110; es un texto muy importante que seguimos utilizando todos los domingos del año en la víspera, es el primer salmo de vísperas festivas: “Así dijo el SEÑOR a mi Señor: «Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies». El primer versículo habla de la entronización del mesías que se sienta en el trono a la derecha de Dios. La primera comunidad apostólica utilizó este versículo para decir que Jesús es rey, que Jesús es el mesías, que en la resurrección se sentó a la derecha del Padre. Seguimos repitiéndolo también en el Credo. Un poco más adelante, en el versículo 4 el mismo salmo 110 dice: “El SEÑOR ha jurado y no cambiará de parecer: «Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec».
Este versículo no había sido tomado en cuenta y nuestro autor hizo este razonamiento: Si el primer versículo se aplica a Cristo resucitado, también debemos aplicar el versículo 4. El que es el rey mesías que está sentado a la derecha del Padre, también es sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec. Este es el punto: el Cristo resucitado se convirtió en sacerdote, pero no según el orden de Leví, de Aarón, de Sadoc, esa estructura que sostenía el templo en Jerusalén, sino según el orden de Melquisedec, un personaje muy antiguo y extraño que se utiliza para indicar un sacerdocio diferente al levítico.
Cuando el autor encontró este elemento demostrativo en las Escrituras, se convenció de su elección y comenzó a elaborar un gran discurso y construyó esta homilía cristológica para explicar en qué sentido Jesús es un sacerdote. El punto de partida de esta observación es el hecho de que Cristo está ahora resucitado, vivo, en la presencia de Dios y sentado a la derecha del Padre. El autor no está pensando en la antigua fase histórica de la vida terrenal de Jesús sino en su condición actual.
¿Qué está haciendo Jesús ahora en la gloria del Padre? Está intercediendo por nosotros, pero esta es precisamente la tarea sacerdotal. ¿Qué debe hacer el sacerdote según la enseñanza bíblica? Ser un mediador entre Dios y el hombre y entre el hombre y Dios, pero el verdadero mediador, el único que podría realmente llevar a cabo una mediación, es Jesucristo. Puesto que un hombre resucitado y presente en la gloria de Dios, y puesto que Dios se hizo hombre, es el mediador perfecto. Entonces, Cristo resucitado es el mediador, que siempre está vivo para interceder por nosotros.
En este sentido, la carta a los Hebreos sostiene firmemente que Jesús es sacerdote. Y así completa el cuadro: en él se ha cumplido toda expectativa del Antiguo Testamento, incluso todas las tradiciones cultuales litúrgicas de sacrificio se han cumplido en el sacerdocio de Cristo.