Apocalipsis de Juan 8
La “Nueva” Jerusalén
Videos por el Fr Claudio Doglio
Voz original en italiano, con subtítulos en Inglés, Español, Portugués & Cantonés
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La “Nueva” Jerusalén
La última parte del Apocalipsis muestra el paso de Babilonia a Jerusalén. Con una serie de escenas fantasmagóricas, Juan representa la gran transformación de la humanidad, de prostituta a esposa. Desde el capítulo 17, donde se describe simbólicamente a la humanidad corrupta, hasta el capítulo 21, donde se describe simbólicamente la humanidad redimida, el profeta cristiano presenta una serie de imágenes de transformación.
En el centro, en el capítulo 19, muestra el símbolo decisivo de este cambio: es el Cristo Resucitado, representado como uno que cabalga un caballo blanco. Recuerden que la serie de los sellos comenzó con un caballo blanco. Se dijo que fue la imagen de la humanidad creada buena al principio. El blanco es el color de la vida, de la luz, el caballo es un símbolo de fuerza cósmica. El caballo blanco es la potencia de la resurrección, es la novedad de Dios. El jinete que monta en el caballo blanco se llama “Fiel y Verdadero, Justo en el gobierno y en la guerra… su nombre es la palabra (Logos) de Dios”.
Es la misma palabra de Dios. Es el Cristo Resucitado presentado como héroe victorioso. La palabra de Dios que cabalga en los cielos seguido por un ejército vestido de blanco sobre caballos blancos. Una imagen mítica fabulosa para evocar el poder de Cristo Resucitado que atraviesa la historia. Y en esta galopada transforma el mundo. Al ejército negativo que está a punto de invadir el mundo destruyendo todo, se contrapone un ejército positivo y beneficioso que atraviesa la historia de la humanidad para salvar.
“Se envuelve en un manto empapado en sangre” pero no es el manto de los enemigos, no es la sangre de los enemigos que ha empapado su manto. Es su propia sangre, Él es quien dio su vida para salvar a los enemigos. Lo que se representa es un ejército extraño, lo opuesto de la mentalidad actual. Este es un general que murió para salvar a los enemigos y el efecto de su intervención es la transformación de Babilonia en Jerusalén, la ciudad corrupta en la ciudad de Dios.
El efecto es la transformación de la prostituta en esposa, el cambio de la humanidad corrupta marcada por el mal, en la humanidad redimida. Un poco antes de la imagen del Logos de Dios montado en el caballo blanco, Juan propone un cántico celestial; es el cántico del Apocalipsis. La liturgia nos lo propone para la víspera del domingo. Se convierte en nuestra canción de iglesia; es la canción del aleluya, la boda del cordero ha llegado, su esposa está lista; pero antes habla de la condena de Babilonia, la prostituta. Es la ruina de un mundo y la construcción de un nuevo mundo.
San Pablo adopta la imagen del hombre viejo y el hombre nuevo. Cuando habla sobre el bautismo dice que nos despojemos del hombre viejo para revestirnos del hombre nuevo. Contrapone a Adán y Cristo; el primer Adán y el último Adán. Adán desobediente y Cristo obediente. Esta contraposición es análoga en el Apocalipsis, donde, sin embargo, Juan usa una imaginación femenina; en lugar de un hombre viejo y un hombre nuevo, habla de una mujer prostituta y una mujer esposa. Utiliza otro tipo de lenguaje para comunicar un mensaje idéntico.
Y aquí estamos llegando al gran final cuando el profeta cristiano presenta la esposa del Cordero, es la nueva Jerusalén. No diría la Jerusalén celestial porque Juan dice que la vio descender del cielo, pero en la tierra no es una Jerusalén que está en el cielo, es una ciudad que descendió del cielo; extraño, pero sirve para decir que es una humanidad no construida con el poder del hombre, sino que es donada gratuitamente por Dios.
Es la intervención del cielo que hizo de esta ciudad, esta posible convivencia de personas, es la comunión de la humanidad; es la redención de la persona que se convierte capaz de construir buenas relaciones sociales. Esta es la morada de Dios con los hombres. “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva. El primer cielo y la primera tierra habían desaparecido, el mar ya no existe”.
No está describiendo el otro mundo; no está describiendo cómo será el futuro escatológico. Está utilizando el lenguaje profético para indicar la transformación de este mundo. ¿Cómo es que el mar ya no está? Porque es un símbolo, es el símbolo del mal. El cielo y la tierra son recreados, se hacen nuevos. Y el elemento simbólico del mal desaparece. “Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, bajando del cielo, de Dios, preparada como novia que se arregla para el novio”.
Ciudad – mujer. Es la misma figura de Babilonia, es la misma figura de la mujer vestida de sol, del proyecto de la humanidad como el Señor la había concebido al principio. A la realidad histórica de la corrupción, ahora se agrega la novedad histórica de la redención. Existe una nueva posibilidad, una nueva ciudad, una nueva humanidad, una nueva creación, la esposa del Cordero es el resultado del trabajo del Cordero, es su muerte y resurrección la que preparó a la esposa, la preparó para la boda y el encuentro.
Luego viene uno de los siete ángeles que tenían las siete copas o cuencos. Uno de los siete que derramó los cuencos de la redención, se le presenta Juan y le dice: “Ven que te enseñaré la novia, la esposa del Cordero”. El ángel “me trasladó en éxtasis a una montaña alta y elevada y me mostró la Ciudad Santa, Jerusalén que bajaba del cielo, de Dios, resplandeciente con la gloria de Dios”. Juan contempla el descenso de una nueva humanidad. “Brillaba como piedra preciosa, como jaspe cristalino. Tenía una muralla grande y alta”.
Todas las ciudades antiguas estaban rodeadas por murallas. Juan no puede imaginar una ciudad de manera diferente. Y en este muro había doce puertas. Es importante la insistencia en el número 12. Es el número típico de Israel, pero es también el número de los meses; es el número del tiempo, de la historia y la humanidad. “Tenía doce puertas y doce ángeles en las puertas, y grabados los nombres de las doce tribus de Israel”. ¿Cómo están ubicadas estas puertas? “A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, a occidente tres puertas”. Es decir, hay aberturas en todas las direcciones cósmicas. “La muralla de la ciudad tienen doce piedras de cimiento, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero”. Doce tribus – doce apóstoles.
Esta nueva realidad se caracteriza por el número doce. Luego el ángel que está describiendo a Juan la nueva realidad toma medidas. Estamos siempre en un juego simbólico. “La ciudad tiene un trazado cuadrangular” – o mejor de cubo. Es extraño una ciudad en forma de cubo. “Su longitud es igual de ancho que de largo”. El ángel “midió con la caña la ciudad: doce mil estadios”. Siempre el doce, esta vez por mil. Un estadio correspondía en nuestro sistema métrico decimal a 185 metros. Intenten multiplicar 12.000 por 185 y nos da una cifra de alrededor de 2220 kilómetros. El lado de esta ciudad es bastante grande, es más de dos mil kilómetros, pero tiene forma de cubo, por lo que no solo el largo y ancho tienen 2220 kilómetros, sino también tiene 2220 kilómetros de alto.
El pobre Everest tiene solo 8 kilómetros de altura y esta ciudad es alta 2220 kilómetros. Una altura imposible. No es una realidad concreta; no está describiendo un hecho histórico; está usando un símbolo para indicar otra cosa. Es una ciudad imaginaria, no es una ciudad verdadera que está en el atlas geográfico; es la nueva realidad de la humanidad. También mide las murallas. Son 144 codos. 144 = 12 X 12. El codo es un submúltiplo del estadio, y por tanto corresponde a 1.85 centímetros. Multiplicando 144 x 1.85 de por resultado 266 metros. No era la longitud de las murallas, era es espesor.
Nuevamente es un espesor inimaginable, pero no debemos tener en cuenta la reconstrucción realista. Aquí Juan está jugando con números e imágenes. ¿Qué es lo que tenía forma cúbica? En la antigua tradición de Israel era ‘el santo de los santos', el santuario tenía forma de cubo: el largo, el ancho y la altura eran iguales. La nueva ciudad es el santuario de Dios; es la presencia de Dios en la historia.
Los cimientos de la muralla de la ciudad están adornados con doce piedras preciosas: jaspe, zafiro, calcedonia, esmeralda, ónice, cornalina, crisólido, berilo, topacio, crisopaso, turqueza, amatista. No son 12 piedras preciosas al azar; son las que figuran en la tradición bíblica presente en el pectoral del sumo sacerdote, que representaba la unidad de Israel, la preciosidad en la diversidad.
La ciudad tiene forma de cubo como el santuario; los cimientos son piedras preciosas como el pectoral del sumo sacerdote. Esa es la nueva realidad sagrada. “Las doce puertas son doce perlas, cada puerta está formada por una sola perla. Las calles de ciudad pavimentadas de oro puro”. Lo que sorprende es que no hay ningún templo.
En la antigua Jerusalén el elemento característico era el templo, todos iban a Jerusalén por el templo. La construcción del templo de Jerusalén fue enorme, muy llamativa; desde cualquier lugar donde se mirase a la ciudad de Jerusalén, se veía el templo. En la nueva Jerusalén –dice Juan– no existe templo. ¿Por qué no está allí? Porque “el Señor Todopoderoso y el Cordero son su templo”. Es la sustitución del santuario de mampostería, con la misma presencia de Dios. La nueva Jerusalén es el templo. El Señor vive entre su pueblo.
El templo es el Cordero. Los cristianos comprendieron que el encuentro con Dios no tiene lugar a través de lugares sagrados, sino a través del encuentro con la persona de Jesús; con el misterio pascual del Cordero muerto y resucitado. A través de Él se puede llegar a Dios. Ese es el punto de encuentro. “La ciudad no necesita que la ilumine el sol ni la luna porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero”. Es una luz diferente, es la luz de la revelación completa, traída por el Cristo Resucitado.
Pero ¿corresponde esta descripción al paraíso, al otro mundo, lo que será al final del mundo? No me parece porque continúa: “A su luz caminarás y los reyes del mundo le llevarán sus riquezas”. Si las naciones caminan a la luz de la nueva Jerusalén, significa que la historia continúa, que continúa el camino de las naciones y de sus líderes, pero se describe una especie de peregrinación cósmica.
La nueva Jerusalén arroja luz sobre el mundo y todas las diversas culturas del mundo se orientan a esta nueva Jerusalén trayendo sus riquezas. Las puertas de Jerusalén, de la nueva Jerusalén, “no se cerrarán de día. No existirá en ella la noche”. Son puertas abiertas siempre, que dan la bienvenida al honor y la gloria de las naciones. “Al centro de esta ciudad, hay un río de agua, brillante como el cristal que brotaba del trono de Dios y del Cordero”. Del trono mana la fuente de la vida, como en el paraíso de Dios, en el gran jardín primordial, “en medio de la plaza y en los márgenes del río crece el árbol de la vida”.
Aquí está el árbol de la vida al que la humanidad puede acceder, pero el árbol de la vida es la cruz de Cristo. El fruto del árbol de la vida es la Eucaristía. En el centro de la ciudad está la cruz de Cristo. Esa es la surgente de la vida; es el símbolo de los sacramentos; de la nueva posibilidad de transformación dada a la persona. Es un árbol que “da frutos doce veces: cada mes una cosecha y –no una vez al año sino continuamente– sus hojas son medicinales para las naciones. Todavía hay algunas personas enfermas que necesitan ser sanadas. Ese árbol alimenta, ese árbol cura.
Me parece ver en todo esto la imagen de la novedad de la persona redimida y de la comunidad que vive la redención, y que sabe que está abierta al mundo para poder construir en el tiempo la obra de salvación. Esta nueva Jerusalén es la redención, lograda realmente realizada ya en esta historia, pero tiende a la plena realización futura.
Y así, el Apocalipsis termina con un diálogo, tal como había comenzado. Un diálogo entre diferentes personas: la esposa, la asamblea, el Cristo, el ángel, el mismo Juan. Y, al final, juntamente con las recomendaciones rituales, hay una invocación de la esposa que le pide al Señor que venga pronto.
Y la respuesta no es ‘vendrá’, sino ‘vengo pronto’. Es una garantía de presencia, de venida inmediata. No es simplemente la espera del fin del mundo, ni la predicción del fin del mundo, sino que es la expectativa que se cumple plenamente de que la salvación que ya se ha logrado. Juan recuerda la obra de Cristo, muerto y resucitado, que celebra litúrgicamente su realización en el presente, espera con esperanza el cumplimiento definitivo. Exhorta, consuela y alienta a su Iglesia a vivir el recuerdo, la certeza presente y la expectativa del futuro. Lo que era válido para los cristianos de antes también se aplica a nosotros. Quizás no todo esté claro, pero me parece que el mensaje central puede surgir de manera conspicua como consuelo y aliento para nuestra vida redimida hoy. Gracias por su atención y hasta la próxima serie.