TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR
(6 de agosto)
CONTEMPLAR SU ROSTRO TRANSFIGURADO:
UNA EXPERIENCIA QUE TODO DISCÍPULO DEBE HACER
Inmediatamente después de la historia de la Transfiguración, los tres evangelios sinópticos cuentan la historia de la curación de un niño epiléptico. Jesús baja de la montaña con Pedro, Santiago y Juan. Ven a un hombre separarse de la multitud, correr hacia Él y pedirle ayuda por su hijo, su único hijo: "Un espíritu lo agarra, de repente grita, lo retuerce, lo hace echar espuma por la boca y a duras penas se aparta dejándolo molido… Le supliqué a sus discípulos que lo expulsaran, pero no pudieron” (Lc 9,38-40).
Jesús les había dado “poder y autoridad para expulsar a todos los espíritus malignos y curar enfermedades” (Lc 9,1). ¿Por qué no pudieron cumplir su misión? Pronto se encuentra la razón: porque no han estado en la montaña con el Maestro. Aquellos que no han visto su rostro glorioso no pueden combatir eficazmente las fuerzas del mal que afligen a la humanidad.
La tradición sitúa la Transfiguración de Jesús en el Monte Tabor, una montaña que se eleva, aislada, en medio de la fértil llanura de Esdrelón. Cubierto con encinas, algarrobos y pinos desde la antigüedad, la llamaban «la montaña sagrada» y, en su cima, se ofrecían cultos a los dioses paganos. Hoy el lugar invita a la meditación y a la oración. Allí es natural elevar nuestra mirada al cielo y nuestro pensamiento a Dios.
No importa cuán impresionante sea esta experiencia; debe notarse que el Evangelio no habla de Tabor sino de una montaña alta. En el lenguaje bíblico, la montaña no indica un lugar materialsino la experiencia interna de una manifestación de Dios, cuando culmina la intimidad con el Señor. Recurriendo al lenguaje de los místicos, podríamos llamarlo la condición espiritual del alma que se siente disuelta en Dios, llegando casi a identificarse con sus pensamientos y sus sentimientos.
Jesús abandona la llanura y lleva a algunos discípulos a las alturas; los aleja del razonamiento humano y de los cálculos para introducirlos en los planes inescrutables del Padre. Los hace subir para traerlos de vuelta, transformados, a la tierra donde están llamados a trabajar.
Los que verdaderamente aman a la humanidad y quieren comprometerse en la construcción del Reino de Dios en el mundo, primero deben levantar la vista hacia el cielo, sintonizar sus pensamientos y proyectos con los del Señor. Deben, sobre, haber ‘visto’ al que hace de la vida un regalo, no cubierto con la oscuridad del perdedor sino envuelto en una luz deslumbrante y gloriosa.
En la ‘montaña’, Jesús se ve diferente de cómo la gente lo juzgó. Allí experimenta una metamorfosis: su rostro desfigurado se transfigura, la oscuridad del fracaso se ilumina, el traje gastado del sirviente se convierte en una hermosa túnica real, la oscuridad de la muerte se disuelve en los albores de la Pascua.
“Señor, concédenos contemplar el rostro de Cristo transfigurado en el rostro desfigurado de nuestros hermanos.”
Primera Lectura: Daniel 7,9-10.13-14
9Durante la visión vi que colocaban unos tronos, y un anciano se sentó: Su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas. 10Un río impetuoso de fuego brotaba delante de él. Miles y miles lo servían,millones estaban a sus órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros... 13Seguí mirando, y en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo una figura humana, que se acercó al anciano y fue presentada ante él. 14Le dieron poder real y dominio: todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa; su reino no tendrá fin.
El capítulo del cual se toma la lectura se abre con una visión nocturna dramática. Daniel ve emerger del océano –era el símbolo del mundo hostil y el caos en el antiguo Medio Oriente–cuatro bestias enormes: un león, un oso, un leopardo y una cuarta bestia terrible, aterradora por su fuerza excepcional, capaz de aplastar todo con sus dientes de hierro (Dn 7,2-8).
El lenguaje y las imágenes son apocalípticos. Aluden a la historia de los pueblos simbolizados, que no son difíciles de decodificar porque es el mismo profeta, en la continuación de la historia, quien aclara su significado (Dn 7,17-27). Los animales feroces son los cuatro grandes imperios que han tenido lugar en el mundo y han oprimido al pueblo de Dios.
El león indica el reinado sangriento de Babilonia, la maldita, la ciudad cruel que destruyó Jerusalén y su templo. El oso es el pueblo de los Medas, codicioso y siempre dispuesto a atacar. El leopardo con cuatro cabezas es el símbolo del reino persa mirando en todas direcciones a sus presas. La cuarta bestia, la más aterradora, representa el reinado de Alejandro Magno y sus sucesores, el Diadochi o los seis generales macedonios.
De estos, uno es particularmente siniestro –Antíoco IV–, el perseguidor de los santos fieles a la Ley de Dios. Él tiene el poder cuando Daniel escribe su libro. En la historia, los reinos que fueron crueles y despiadados con los débiles siempre tuvieron éxito. Eran imperios que violaron los derechos de los pueblos, se impusieron con violencia y abuso de poder y se comportaron como bestias salvajes.
¿El mundo siempre será víctima de gobernantes arrogantes cuyo dios es su fuerza? ¿Será indiferente el Señor a la opresión de su pueblo? Estas son las preguntas angustiosas que Daniel, en nombre de Dios, quiere responder. Aquí se presenta la gran escena tomada de la primera parte de nuestra lectura (vv. 9-12).
Los tronos están en el cielo. Un anciano, que representa al Señor mismo, está sentado para el juicio y pronuncia la sentencia: las bestias están privadas de poder y la última es asesinada, desgarrada y arrojada al fuego (Dn 7,9-12). Entonces pasa el vidente, continúa informando su revelación: “Seguí observando la visión nocturna. Uno como un hijo de hombre vino sobre las nubes del cielo. Se enfrentó al de gran edad... Se le dieron dominio, honor y reinado” (vv. 13-14).
«Hijo de hombre» es una expresión hebrea que simplemente significa hombre. Las personas impulsadas por instintos animales siempre han manejado el mundo; ahora viene uno con un corazón humano. ¿Quién es este personaje? Él no viene del mar como los cuatro monstruos, sino del cielo; viene de Dios.
El autor del libro de Daniel no pensaba en un individuo; se refería a Israel que, después de la gran tribulación que soportó bajo Antíoco IV, habría recibido de Dios un reino eterno que nunca se acabaría. Todos los pueblos serían sometidos a él sin ser oprimidos porque su rey habría tenido el corazón de un hombre.
Con esta profecía, escrita durante la persecución del malvado Antíoco IV (167-164 a. C.), el autor quiso infundir valor y esperanza en su pueblo. La opresión, aseguró, estaba llegando a su fin; aun así, unos pocos años más y Dios le daría a Israel la dominación del mundo.
¿Cuándo se cumple esta profecía? Después de dos o tres años, Israel logró ganar independencia política y muchos sintieron que finalmente fue el reinado del hijo del hombre prometido por Daniel. Los hechos, desafortunadamente, desmentían estas expectativas. Los macabeos, líderes heroicos de la resistencia judía, conquistaron el trono, y pronto olvidaron el pacto con el Señor y se convirtieron en opresores. Continuaron recitando el guión de las bestias: disputas familiares, intrigas por el poder, crueldad y la vida refinada de la corte; la corrupción religiosa y moral.
La profecía, ahora lo sabemos, no se cumple con ellos sino con el advenimiento de Jesús, el Hijo del Hombre, que comenzó el reinado de los santos del Altísimo (Mc 14,62). Ha reconocido a nuevos actores para recitar el guión antiguo. Cambió el guión, introdujo una nueva política, opuesta a lo que, en cada época, dio origen a los reinos de los animales salvajes: ya no esnecesario escalar para dominar sino bajar para recibir órdenes; no la esclavitud de los débiles, sino el servicio prestado a los débiles.
Su reinado no comenzó con una victoria sino con una derrota. Los poderes políticos, económicos y religiosos de su época se unieron para eliminarlo y lo mataron, seguros de que habían terminado con su propuesta. En cambio, su derrota marcó el comienzo del nuevo mundo.
Teniendo en sí mismo un poder divino, este reino del Hijo del Hombre, a pesar de la oposición enojada con la que siempre tendrá que lidiar, pretende expandirse y tomar posesión de todos los corazones. Será “como el amanecer que se vuelve más brillante hasta la plenitud del día” (Pro 4,18).
Segunda Lectura: 2 Pedro 1,16-19
16Cuando les anunciamos el poder y la venida del Señor nuestro Jesucristo, no nos guiábamos por fábulas ingeniosas, sino que habíamos sido testigos oculares de su grandeza. 17En efecto, él recibió de Dios Padre honor y gloria, por una voz que le llegó desde la sublime Majestad que dijo: “Éste es mi Hijo querido, mi predilecto.” 18Esa voz llegada del cielo la oímos nosotros cuando estábamos con él en la montaña santa. 19Con ello se nos confirma el mensaje profético, y ustedes harán bien en prestarle atención, como a una lámpara que alumbra en la oscuridad, hasta que amanezca el día y el astro matutino amanezca en sus mentes.
Los primeros cristianos, y el mismo Pablo, estaban convencidos de que el Señor pronto se manifestaría en su gloria y presentaría a sus fieles en su reino. Sin embargo, hacia fines del siglo I d.C., comenzó a extenderse una desilusión entre los discípulos por la no venida del Señor, mientras los incrédulos preguntaban burlonamente: “¿Qué ha sido con su venida prometida? Desde que murieron nuestros padres, todo sigue igual como desde el principio del mundo” (2 P 3,4).
Para socavar la fe de los discípulos, algunos escépticos diseminaron incluso la sospecha de que la profecía de la venida del Señor no era más que un mito desarrollado por personas inteligentes para controlar a las personas ingenuas y crédulas.
Un discípulo de Pedro responde a estas insinuaciones malévolas. Escribiendo en nombre del maestro, sostiene, como evidencia irrefutable de la verdad del mensaje anunciado, la experiencia personal de Pedro ‘en la montaña sagrada’ y el testimonio dado por los apóstoles que ‘vieron’ la grandeza del Señor Jesús. Envueltos en la gloria de una epifanía divina, han ‘oído’ la voz del Cielo: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (v. 17).
No fue un cuento de hadas inventado. Fue una revelación recibida por aquellos que vivieroncon Jesús de Nazaret. Ellos, iluminados desde lo alto, contemplaron su rostro brillante y glorioso.
Continúa: Somos como centinelas que vigilan por la noche y miran el horizonte, esperando ansiosamente que aparezca la brillante “Estrella de la mañana” (Ap 2,28; 22,16), para que aparezca el portador de un nuevo día.
Anticipándose a este alegre amanecer, los rostros de los creyentes están iluminados y sus pasos guiados por una lámpara que brilla en un mundo aun envuelto en una densa oscuridad. La lámpara es la Palabra de Dios transmitida por las Sagradas Escrituras (v. 19).
Evangelio: Marcos 9,2-10
2Seis días más tarde tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan y se los llevó aparte a una montaña elevada. Delante de ellos se transfiguró: 3su ropa se volvió de una blancura resplandeciente, tan blanca como nadie en el mundo sería capaz de blanquearla. 4Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús. 5Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús:“Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a armar tres carpas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. 6No sabía lo que decía, porque estaban llenos de miedo. 7Entonces vino una nube que les hizo sombra, y salió de ella una voz: “Éste es mi Hijo querido. Escúchenlo.” 8De pronto miraron a su alrededor y no vieron más que a Jesús solo con ellos. 9Mientras bajaban de la montaña les encargó que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos. 10Ellos cumplieron aquel encargo pero se preguntaban qué significaría resucitar de entre los muertos.
Cada año, en el segundo domingo de Cuaresma, se nos propone la Transfiguración del Señor. El mensaje de este pasaje no es claro ni fácil de captar a primera vista porque se nos transmite en un lenguaje lleno de imágenes simbólicas que requieren una explicación.
La escena está ambientada en un lugar apartado, en un monte alto, adonde Jesús ha subido con tres de sus discípulos (v. 2), los mismos que serán testigos de su agonía en el Getsemaní (cf. Mc 14,33). Marcos subraya el hecho de que están solos.
Jesús se comporta como los rabinos quienes, cuando querían revelar su secreto o transmitir una enseñanza verdaderamente importante, se retiraban con sus discípulos a un lugar solitario, alejado de oídos indiscretos, para evitar ser escuchados por quienes no eran capaces de entender o hubieran podido malentender lo escuchado.
Tampoco en el Monte Sinaí la Palabra de Dios se había dirigido directamente a todo el pueblo. Moisés había subido hacia Dios, la primera vez, solo (cf. Éx 19,2ss); después había llevado consigo a tres personas: Aarón, Nadab y Abihú (cf. Éx 24,1). El lugar de las manifestaciones del Señor no era accesible a todos: para acercarse eran necesarias disposiciones particulares y una gran santidad.
El hecho de que Jesús haya reservado la revelación a algunos discípulos y que, al final, les haya recomendado no divulgarla, indica que los ha hecho partícipes de una experiencia muy significativa, pero todavía muy elevada como para ser comprendida por todos.
La revelación ha tenido lugar en un monte alto (v. 2) que la tradición cristiana ha identificado como el Tabor, la montaña cubierta de pinos, encinas y terebintos que surge, solitaria, en el centro de la extensa llanura de Esdrelón. Desde los tiempos más remotos, había en la cima un altar donde se ofrecían sacrificios a las divinidades paganas. Hoy el lugar invita al recogimiento, a la reflexión, a la oración y los peregrinos que lo visitan se sienten casi naturalmente impulsados a elevar la mirada al cielo y el pensamiento a Dios.
Por cuanto parezca sugestiva esta experiencia, hay que recordar que el texto evangélico no habla del Tabor, sino de “un monte elevado” y esta expresión tiene claras resonancias bíblicas. El monte en la Biblia es el lugar donde tienen lugar las manifestaciones del Señor y los grandes encuentros del hombre con Dios. Moisés (cf. Éx 24,15ss) y Elías (1 Re 19,8), los mismos personajes que aparecen durante la Transfiguración, han recibido sus revelaciones en un Monte. Más que un lugar material, el monte indica el momento en que la intimidad con Dios llega a su punto culminante. Se trata de esa experiencia sublime que los místicos llaman la unión del alma con Dios, aquella en que la persona, disolviéndose casi en su Señor, siente que se identifica con los divinos pensamientos, sentimientos, palabras y acciones.
Jesús se aleja de la llanura donde los hombres se dejan conducir por principios que frecuentemente van en contra a los de Dios y conduce hacia lo alto a algunos discípulos; los quiere ajenos a los razonamientos y convicciones de los hombres, para introducirlos en los pensamientos más recónditos del Padre, en sus inescrutables designios sobre el Mesías. Lucas es todavía más explícito cuando refiere el tema del diálogo de Jesús con Moisés y Elías. Afirma que éstos, aparecidos en su gloria, hablaban con Él del don de la vida; que Jesús estaba para ofrecer (cf. Lc 9,31). Es ésta la revelación desconcertante que algunos discípulos, no todos, recibieron del cielo aquel día.
Las vestiduras blancas (v. 3) manifiestan exteriormente la identidad de Jesús. El color blanco era el símbolo del mundo de Dios, el signo de la fiesta y de la alegría. Se decía que en el reino de Dios los elegidos llevarían cándidas vestiduras que emitirían destellos como rayos del sol. La imagen es retomada en el Apocalipsis: a los ojos del vidente los elegidos aparecen en el cielo llevando “vestiduras blancas” (cf. Ap 7,13).
Moisés y Elías son dos célebres personajes de la historia de Israel. El primero es el mediador de quien Dios se ha servido para liberar a su pueblo y darle la Toráh, es decir la Ley. Se introduce en la escena de la Transfiguración para dar testimonio de que Jesús es el Profeta anunciado por él cuando, antes de morir, ha prometido a los israelitas: “El Señor, tu Dios te suscitará un profeta como yo, lo hará surgir de entre ustedes, de entre tus hermanos, y es a él a quien escucharán” (Dt 18,15).
La invitación a escucharlo que se encuentra al final del relato, es una confirmación de ello. Elías, a su vez, es el primero de los profetas, es aquel que ha sido arrebatado al cielo (cf. 2 Re 2,11-12) y que se pensaba regresaría antes de la venida del Mesías. En la escena de la Transfiguración entra también él como testigo: declara, en nombre de todos los profetas, que Jesús es el esperado Mesías.
También las tiendas (v. 5) que Pedro quiere construir tienen su significado simbólico. Al final del año, al término de la estación de las cosechas, se celebraba en Israel la Fiesta de las Tiendas, que duraba una entera semana. Eran construidas para recordar los años trascurridos en el desierto, para traer a la memoria las obras realizadas por el Señor en el pasado. Era una fiesta, sin embargo, que invitaba a mirar hacia el futuro. El profeta Zacarías había anunciado que, a la venida del Mesías, todos los pueblos se encontrarían en Jerusalén para celebrar juntos la Fiesta de las Tiendas (cf. Zac 14,16-19). Refiriéndose a este oráculo, los rabinos describían el tiempo del Mesías como una perenne Fiesta de las Tiendas.
Pidiendo construir tres tiendas, Pedro se refiere a este significado simbólico. Está convencido de que ha llegado el reino de Dios, la época del reposo y de la fiesta perenne anunciada por los profetas; no ha entendido el verdadero significado de la escena a que está asistiendo. Continúa cultivando la ilusión de que sea posible entrar en el reino de los cielos sin haber pasado a través del don de la propia vida. Marcos anota: “No sabían lo que decían porque estaban llenos de miedo” (v. 6).
El miedo no indica temor ante un peligro; es, de hecho, difícil imaginar a los discípulos en éxtasis por la alegría (v. 5) y, al mismo tiempo, paralizados por el terror (v. 6). Cuando la Biblia habla de terror ante una manifestación del Señor, se refiere a la maravilla, al estupor que envuelve a quien entra en contacto con el mundo de Dios.
La nube y la sombra son imágenes que aparecen frecuentemente en el Antiguo Testamento y que sirven para indicar la presencia de Dios. El Señor se manifiesta a Moisés en “una nube espesa” (cf. Éx 19,9). Una nube acompaña a los israelitas a través del desierto (cf. Éx 40,34-39) y cubre la tienda donde Moisés se encuentra con el Señor (cf. Éx 33,9-11). Es el signo de la presencia de Dios.
Al final de la escena de la Transfiguración, de la nube sale una voz: es la interpretación que Dios da a todo el episodio (v. 7).
Después de haber explicado los diversos símbolos, hagamos una síntesis del mensaje que la extraordinaria experiencia de los apóstoles quiere comunicarnos.
El relato de la Transfiguración ocupa exactamente el centro del evangelio de Marcos. Desde el comienzo, los discípulos se han estado preguntando sobre la identidad de Jesús (cf. Mc 1,27; 4,41; 6,2-3) y, a un cierto punto, han comenzado a intuir que era el Mesías. Todavía, sin embargo, no tenían las ideas claras. Compartían la opinión difundida en el pueblo de que el Mesías sería un rey capaz de instaurar, de manera prodigiosa e inmediata, el reino de Dios sobre la tierra.
Esta convicción se desprende de las palabras de Pedro que quiere construir tres tiendas: piensa que ha llegado el reino de Dios y que, para participar en él, no es necesario pasar a través de la muerte.
En un momento particularmente significativo de sus vidas, los tres privilegiados discípulos han sido introducidos por Jesús en los pensamientos de Dios; han gozado de una iluminación que les ha hecho comprender la verdadera identidad del Maestro y la meta de su camino: él no sería el rey glorioso que esperaban, sino un Mesías ultrajado, perseguido y crucificado. No obstante, su destino último no sería el sepulcro sino la plenitud de la vida.
La Transfiguración fue una experiencia espiritual extraordinaria en la que Jesús trató de convencerlos de que solo quien entrega la vida por amor la realiza plenamente.
No es posible entrar en el reino de Dios a través de atajos como Pedro hubiera querido hacer. Es necesario que todo discípulo acepte animosamente la disposición del Maestro a donar su vida. ¿Ha sido suficiente la experiencia del monte para que los tres discípulos asimilaran esta verdad?
La observación conclusiva del evangelista: “ellos cumplieron aquel encargo pero se preguntaban qué significaría resucitar de entre los muertos”, deja entender que salieron de la revelación recibida solamente trastornados, no convencidos. Es evidente que no fueron capaces de comprender que, en Jesús, que se disponía a dar la vida, Dios estaba revelando toda su gloria, todo su Amor por la humanidad. Solo la luz de la Pascua y sus experiencias con el Resucitado abrirían de par en par sus ojos.