Inmaculada Concepción de la Virgen María – 8 de diciembre
María, signo de victoria sobre la serpiente
Introducción
Hay una manera de presentar la figura de María que desalienta en lugar de animar. Se la conoce como la mujer absolutamente excepcional, exenta del pecado original y sus consecuencias trágicas –no por su propio mérito sino por un privilegio divino único que la hizo «llena de gracia», preservada de cometer errores, bendecida en todas sus obras.
Nos preguntamos qué tiene en común esta maravillosa mujer con nosotros. Nosotros, los pobres descendientes de Adán, obligados a soportar, sin ninguna culpa, un castigo por el pecado que no hemos cometido. Sentimos envidia por ella, pero poco amor. Ella está demasiado lejos de nuestra condición; ella no es nuestra compañera de viaje en el camino de la fe que, con arduo trabajo, tenemos que andar. Ella no comparte con nosotros dudas, incertidumbres, y también momentos de desconcierto ante la voluntad de Dios.
Esta imagen de la Madre de Jesús, derivada del afecto y no de la profunda meditación de los textos sagrados, divide a los hermanos en la fe en lugar de unirlos. Es una fuente de fricción en el diálogo ecuménico, especialmente con los protestantes y los ortodoxos. La fiesta de hoy nos ofrece la oportunidad de acercarnos a la auténtica figura de María. Ella brilla claramente en los relatos del Evangelio, liberándonos de continuar con una devoción no siempre sana que dio lugar a varios malentendidos.
El dogma de la Inmaculada Concepción, definido por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, se ha formulado con un lenguaje vinculado a las categorías filosóficas y teológicas de su época, en un lenguaje difícil de entender para el hombre y la mujer del siglo XXI. Si el dogma quiere tener algo que decirnos hoy, debemos releerlo a la luz de la revelación bíblica.
La María del Evangelio está muy cerca de nosotros: es una niña nacida en las montañas de la Baja Galilea, enamorada del joven José con quien planeó una familia según la tradición de su pueblo. Fue madre, mujer de fe, que cada día tuvo que enfrentar dificultades y tentaciones similares a las nuestras. Ella no es una excepción sino una persona en particular en la que Dios ha encontrado la plena disponibilidad para realizar su plan de Salvación.
Dios no otorga sus dones para despertar en el favorecido el placer narcisista de sentirse privilegiado, sino para darle una misión que cumplir. María estaba llena de gracia porque todos tenemos que crecer en gracia. En ella, el Señor ha manifestado una voluntad que es para todos nosotros: entregarnos su gracia con cada bendición.
María está perfectamente insertada en este plan. Usó todos los dones que recibió libremente de Dios para que también nosotros podamos alcanzar la Salvación. Ella aceptó con gusto la Palabra del Señor y cumplió su difícil vocación. Los evangelios nos recuerdan sus dudas, preguntas y su conmovedor viaje de fe. Al igual que nosotros, como su Hijo, ella fue tentada. Pero en todo momento siempre pudo responder, como Jesús (2 Cor 1,19), «sí» a Dios.
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“No fuiste diferente de nosotros, hermana María. Eres bendecida porque creíste y te mantuviste fiel“.
Primera Lectura Génesis 3,9-15.20
3,9: El Señor Dios llamó al hombre: “¿Dónde estás?”. 3,10: Él contestó: “Te oí en el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo, y me escondí”. 3,11: El Señor Dios le replicó: “Y, ¿quién te ha dicho que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol prohibido?”. 3,12: El hombre respondió: “La mujer que me diste por compañera me convidó el fruto y comí.” 3,13: El Señor Dios dijo a la mujer: “¿Qué has hecho?”. Ella respondió: “La serpiente me engañó y comí”. 3,14: El Señor Dios dijo a la serpiente: “Por haber hecho eso, maldita seas entre todos los animales domésticos y salvajes; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; 3,15: pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya: ella te herirá la cabeza cuando tú hieras su talón”. 3,20: El hombre llamó a su mujer Eva, por ser la madre de todos los que viven. – Palabra de Dios
María “fue preservada libre de toda mancha del pecado original”. Así lo expresó Pío IX cuando formuló el dogma de la Inmaculada Concepción. Como todos en su tiempo, este Papa creía que la historia del pecado original se refería a la desafortunada historia de dos personas: el señor Adán y la señora Eva. Estaba convencido de que su transgresión había tenido consecuencias dramáticas para sus descendientes, a quienes se transmitía.
Los estudios bíblicos ahora han establecido, más allá de toda duda, que este pasaje de Génesis no es un relato de algo que sucedió al principio del mundo sino una página de teología elaborada, con imágenes y lenguaje mítico, en respuesta a la más perturbadora pregunta del hombre: ¿Por qué existe el mal en el mundo? La narración del Génesis, con la historia del pecado de un cierto Adán y de una cierta Eva, explica cómo las personas acaban por rechazar a Dios, cometer el mal y decretar su propia caída.
No somos los desafortunados descendientes de Adán y Eva obligados a cargar con las consecuencias del pecado de nuestros primeros padres. ‘Somos’ ese Adán y esa Eva ‘responsables’ dando cuentas a Dios de las decisiones que tomamos. Si esta es la interpretación del relato del Génesis, entonces la verdad contenida en el dogma de la Inmaculada Concepción requiere que se la estudie profundamente y que se la entienda de una manera nueva.
Dios había creado todas las cosas buenas; el mundo salió ‘bien’ de sus manos. Siete veces el autor sagrado repite como un estribillo: “Y Dios vio que era bueno” el trabajo que había hecho. Había armonía entre el hombre y Dios, armonía representada en el libro de Génesis por la exquisita imagen del Señor y el hombre que paseaban por el jardín del Edén en el fresco del día (Gén 3,8). Había armonía entre las personas y la naturaleza: el mundo era amado, respetado y cuidado como un jardín. Había armonía entre el hombre y la mujer: no había dominio, ni opresión, ni manipulación egoísta; solo la alegría de sentirse cada uno un regalo para el otro.
Es en este punto que, desde el comienzo del mundo, entra en escena la serpiente. Convence al hombre de romper los límites impuestos por su condición de criatura, de dejar a un lado el plan del Creador y reemplazarlo con su propio proyecto, de seguir sus caprichos y deseos egoístas, narcisistas, para lograr ‘su’ felicidad y ‘su’ plena realización personal.
¿Quién es la serpiente? Intentemos descifrar esta figura mítica. Al contrario de lo que podríamos pensar, este misterioso personaje no vuelve a aparecer en el Antiguo Testamento. Solo en la época de Jesús, los autores judíos, influenciados por el pensamiento persa y helenístico, comenzaron a identificar a la serpiente con el diablo. Sin embargo, el texto de Génesis no apunta a esta explicación; más bien declara que la serpiente es “la más astuta” (v. 1) de las criaturas de Dios.
¿Quién puede ser? Nos desplazamos a través de los dos primeros capítulos de Génesis. Buscamos en los seres vivos creados por Dios y llegaremos a la conclusión: es el hombre, es el más inteligente y ningún otro. Sí, la serpiente es el hombre mismo que, atrapado por un loco delirio de omnipotencia, piensa en poder reemplazar a Dios y proclama su autonomía para decidir qué es bueno y qué es malo.
Esta tentación de autosuficiencia seduce sutilmente, penetra imperceptiblemente, es traicionera como una serpiente, entra en la mente y el corazón del hombre y lo induce a tomar decisiones de muerte. El pecado causa la ruptura de todas las armonías y el pasaje propuesto en la lectura de hoy presenta, con imágenes, las dramáticas consecuencias.
El que se deja seducir por la ‘serpiente’ que está en él termina fuera de lugar. Dios lo busca, lo llama: “¿Dónde estás?”. Pero no lo encuentra (vv. 8-10) porque ya no está donde debería estar. Como Padre, el Señor está afligido por el mal que hizo el hijo. Él está preocupado y, para encontrarlo, lo invita a ser consciente de lo sucedido.
“¿Dónde estás?” significa: ¿Dónde terminaste? ¿Qué hiciste con tu vida? ¿Cómo decidiste actuar por su cuenta? La respuesta del hombre –“Escuché tu voz en el jardín y tuve miedo porque estaba desnudo; y por eso me escondí” (v. 10)– es el rechazo de la presencia de Dios, a quien ya no se considera un amigo sino un oponente que debe evitarse, un tirano que amenaza la independencia y quita la libertad. Esconderse del Señor significa abandonar la oración, ignorar la escucha de la Palabra de Dios, distanciarse de la vida de la propia comunidad para no ser cuestionado, no sentirse obstaculizado en las elecciones. El hombre le teme a Dios porque teme que Dios lo prive de la felicidad. De hecho, el que se cansa de Dios cae en el abismo de la confusión más completa.
La segunda consecuencia de la decisión de distanciarse de Dios en las elecciones morales es el alejamiento de los hermanos y hermanas (vv. 12-16). Adán acusa a Eva, quien, a su vez, culpa a la serpiente. Ambos reprochan a Dios por haber creado un mundo equivocado: “Tú fuiste –insinúa Adán– el que me pusiste junto a una persona que, en lugar de acercarme a ti, me ha distraído de tu proyecto. Confié en ella porque la habías puesto a mi lado.”
Esta reacción es un intento de transferir la culpa del mal cometido a los chivos expiatorios: la familia en la que uno nace, la sociedad, la educación recibida y, en última instancia, Dios, que ha querido que el hombre solo pueda realizarse en el encuentro con su semejante que, sin embargo, a menudo en lugar de levantarlo, lo arrastra hacia abajo… La mujer, cuando fue interrogada, a su vez culpó a la serpiente. Dado que la serpiente no es otra cosa que el otro lado de nuestra humanidad, sus palabras constituyen una nueva acusación contra Dios: “Hiciste al hombre capaz de cometer locuras y crímenes. ¿Por qué no lo hiciste diferente, perfecto? ¿Por qué esta serpiente insidiosa inyecta veneno mortal en él?”
Después de hablar con el hombre y la mujer, esperaríamos que Dios interrogara a la serpiente. Él, en cambio, no lo hace porque la serpiente no es una criatura distinta del hombre, sino que es la contraparte del hombre, lo que se opone a Dios. ¿Saldrá siempre ganando la serpiente, el mal que está en el hombre?
Desde nuestro punto de vista, la condición humana parece desesperada y Pablo la describe en tonos dramáticos: “No puedo explicarme lo que me está pasando porque no hago lo que quiero, sino todo lo contrario que odio …Así que no soy yo el que lucha por el mal sino el pecado que vive en mí …De hecho, no hago el bien que quiero sino el mal que aborrezco… Soy un hombre desafortunado… ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Rom 7,15-24).
¿Será definitiva la derrota del hombre? En la última parte del pasaje (vv. 14-15), Dios responde a esta pregunta preocupante. La lucha entre ‘la serpiente’ y el hombre continuará hasta el fin del mundo, pero se anticipa el resultado de la confrontación. La ‘serpiente’ se declara maldita, carece de fuerza sobrenatural y, por lo tanto, no es indestructible; puede ser vencida y, de hecho, lo será.
Usando imágenes vívidas y efectivas, Dios asegura que lamerá el polvo, enfrentará una derrota humillante (Sal 72,9), se arrastrará en el suelo, como los enemigos derrotados se ven obligados a hacer ante los vencedores (Sal 72,11), su cabeza será aplastada y, aunque, hasta el final intente implementar sus peligros mortales, no lo conseguirá.
Es la promesa de la Salvación universal. A la luz de esta lectura, la proclamación de la Inmaculada Concepción de María adquiere un significado claro, nuevo y estimulante. Es una invitación a dirigir nuestra mirada a quien, desde su concepción, ha logrado la armonía perfecta que Dios había soñado en la primera mañana del mundo.
Ella es inmaculada desde su concepción, es decir, en la totalidad de su existencia. En ella, la victoria sobre la serpiente fue completa porque en ella el Espíritu divino que animó a su Hijo pudo obrar sus maravillas. Es la señal más clara del triunfo de Dios sobre el mal.
Segunda Lectura: Efesios 1,3-6.11-12
1,3: ¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo!, quien por medio de Cristo nos bendijo con toda clase de bendiciones espirituales del cielo. 1,4: Por él, antes de la creación del mundo, nos eligió para que por el amor fuéramos consagrados e irreprochables en su presencia. 1,5: Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo conforme al beneplácito de su voluntad: 1,6: para alabanza de la gloriosa gracia que nos otorgó por medio de su Hijo muy querido. 1,11: Por medio de él y tal como lo había establecido el que ejecuta todo según su libre decisión, nos había predestinado a ser herederos 1,12: de modo que nosotros, los que ya esperábamos en Cristo, fuéramos la alabanza de su gloria. – Palabra de Dios
¿Es la fiesta de hoy solo una invitación a contemplar a la Inmaculada, a regocijarse por las maravillas que se producen en ella o Dios de alguna manera quiere involucrarnos en su brillante historia? El pasaje que se nos propone en esta lectura responde a la pregunta. Es un himno conmovedor que brota del corazón de un cristiano de Asia Menor. Se cantaba durante las celebraciones litúrgicas de las comunidades del siglo I y se conserva para nosotros en la Carta a los Efesios.
Su autor exhorta a los efesios con una bendición de Dios, a quien ya no llama “el Dios de Abraham, Isaac y Jacob” sino “el Padre de nuestro Señor Jesucristo” (v. 3) quien, al incorporarnos a Cristo, nos hizo partícipes de cada bendición espiritual. Las bendiciones prometidas a los patriarcas fueron bendiciones materiales. Dios se mostró amable con su pueblo cuando dio abundantes cosechas, multiplicó rebaños y manadas, crió a los niños como plantas de olivo e hizo a las hijas muy hermosas, como “columnas esculpidas” (cf. Sal 144,12). Ahora nos llena de bendiciones espirituales, que no están en oposición a las materiales sino que constituyen una nueva realidad, una oferta de bienes imperecederos, una vida que va más allá de los horizontes de este mundo.
Después de esta feliz exclamación, el himno explica, en la primera estrofa, el plan de Amor de Dios para nosotros (vv. 4-6). Revela la sorpresa que Dios nos había reservado incluso antes de la Creación del mundo: nos ha elegido para ser santos y sin culpa. Es un mensaje inesperado. Creíamos que solo María era santa e inmaculada. Sin embargo, Pablo nos asegura que esta es la vocación a la que todos somos llamados. Incluso en nosotros, el mal está obligado a sufrir la derrota que se registró totalmente en María. El Señor realiza esta obra maravillosa “predestinándonos a ser sus hijos adoptivos a través de Jesucristo» (v. 3). El destino que aguarda a toda la humanidad no es, por lo tanto, la ruina, sino el gozo sin fin, para la alabanza de su gloria.
En este punto, el himno introduce una declaración llena de significado y que, desafortunadamente, nuestra traducción no alcanza a traducirla en toda su plenitud: “la gracia que nos dio, de manera gratuita, en su amado Hijo». El texto original usa aquí el verbo griego kharitoo, que significa “colmar gratuitamente con cada regalo”. En su amado Hijo, Dios nos ha colmado libremente con sus regalos, sin ningún mérito de nuestra parte.
Ahora, lo sorprendente es que este verbo se usa solo una vez en la Biblia. Se repite en el anuncio que Gabriel dirige a María: “Alégrate, llena de gracia. El Señor está contigo” (Lc 1, 28).
Se creía que el saludo de este ángel contiene la prueba bíblica de la plenitud de gracia de María. Es cierto: en María, ninguno de los regalos con los que Dios la colmó se perdió. El himno de la Carta a los Efesios, sin embargo, nos anuncia las buenas nuevas: Dios también a nosotros nos ha colmado con todos sus dones y nos invita a aceptarlos y dejar que fructifiquen siguiendo el ejemplo de María.
Evangelio: Lucas 1,26-38
1,26: El sexto mes envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, 1,27: a una virgen prometida a un hombre llamado José, de la familia de David; la virgen se llamaba María. 1,28: Entró el ángel a donde estaba ella y le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. 1,29: Al oírlo, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué clase de saludo era aquél. 1,30: El ángel le dijo: “No temas, María, que gozas del favor de Dios. 1,31: Mira, concebirás y darás a luz un hijo, a quien llamarás Jesús. 1,32: Será grande, llevará el título de Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, 1,33: para que reine sobre la Casa de Jacob por siempre y su reino no tenga fin”. 1,34: María respondió al ángel: “¿Cómo sucederá eso si no convivo con un hombre?”. 1,35: El ángel le respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el consagrado que nazca llevará el título de Hijo de Dios. 1,36: Mira, también tu pariente Isabel ha concebido en su vejez, y la que se consideraba estéril está ya de seis meses. 1,37: Pues nada es imposible para Dios”. 1,38: Respondió María: “Yo soy la servidora del Señor: que se cumpla en mí tu palabra”. El ángel la dejó y se fue. – Palabra del Señor
Desde los primeros siglos, el saludo del ángel a María ha inspirado a multitud de artistas cristianos y es un tema figurativo presente en cada iglesia. Las ‘anunciaciones’ del Beato Angélico destilan gracia y dulzura; celebérrima es la de Simone Martini con el ángel Gabriel, criatura incorpórea, que casi se disuelve en la luz del fondo dorado, mientras que María, turbada, se retrae sin perder la serenidad de su espléndido rostro. Son encantadoras las sensaciones suscitadas por estas obras maestras, como es intensa la emoción que se siente leyendo esta página evangélica. No obstante, después de un primer acercamiento al misterio sublime de la encarnación del Hijo de Dios, es necesario proceder a la búsqueda del mensaje que el evangelista quiere trasmitirnos. Para que esto sea posible, hay que separar, ante todo, el relato de Lucas de los evangelios apócrifos en que aparecen muchos detalles legendarios que, a partir del siglo V, los artistas reprodujeron en sus lienzos. A continuación, hay que precisar con exactitud el género literario del relato, poniendo en evidencia que no tiene nada que ver con las fábulas.
Partamos de una constatación: no es la primera vez que, en la Biblia, se anuncia el nacimiento extraordinario de un niño. Si se confrontan estas anunciaciones, queda claro que los personajes llamados a desarrollar una misión extraordinaria nacen frecuentemente de manera anormal. Isaac es concebido cuando su madre, estéril, tiene noventa años y su padre, Abrahán, cien (cf. Gén 17,17); la madre de Sansón (cf. Jue 13,3) y la de Samuel (1 Sam 1,5) son estériles; los padres del Bautista son ancianos e Isabel es estéril; no sorprende, que en los evangelios apócrifos, el nacimiento de María sea presentado según el mismo esquema: Ana y Joaquín son ancianos y ella es estéril. También el nacimiento de Jesús ocurre de modo extraordinario: María es virgen y no ha tenido relaciones con su marido.
La Biblia pone de relieve el componente prodigioso de estos nacimientos para mostrar que no fueron fruto natural de la fecundidad humana sino un don del cielo. La Salvación, la liberación o la esperanza que estos personajes son destinados a introducir en el mundo, provienen de Dios.
Si a estos anuncios de nacimientos extraordinarios añadimos también las vocaciones de Moisés (cf. Éx 2,2-12), de Gedeón (cf. Jue 6,12-22) descubrimos otro dato significativo: todos estos relatos están estructurados de la misma manera, siguen el mismo esquema, contienen los mismos elementos, en una palabra, se asemejan los unos a los otros como ladrillos salidos del mismo molde. En primer lugar, es introducido en escena el ángel del Señor; después, el destinatario del mensaje experimenta miedo o turbación; el ángel anuncia el nacimiento de un niño, indicando el nombre y especificando la misión para la que ha sido llamado; seguidamente, el destinatario presenta una objeción o dificultad a la que el ángel responde dando una señal que, puntualmente, se cumple.
La Anunciación a María sigue detalladamente este esquema, por lo que resulta difícil establecer cuáles son, en el relato, los datos históricos reales y cuáles son los elementos que dependen del artificio literario. Los hechos podrían haberse desarrollado exactamente como son presentados y, en ese caso, el evangelista no los podría haber narrado de distinta manera; pero incluso si la Anunciación hubiera sido una experiencia mística e interna de María, el relato hubiera sido el mismo. Para hacerse comprender de sus lectores, al evangelista Lucas no le quedaba otra alternativa que recurrir a esquema de nacimientos milagrosos fijado por la tradición bíblica.
Lo que sí se puede afirmar sin la menor duda es que Lucas no tenía la intención de ofrecernos un frío reportaje sobre lo sucedido y que, a diferencia de los artistas que parecen orientar la atención sobre María y el mensajero celeste, el evangelista quería que las miradas se concentraran en el hijo de María. A los creyentes, más que las emociones interiores de la Virgen, les interesa saber quién era Jesús. Hechas estas aclaraciones, vayamos al mensaje.
El solemne oráculo pronunciado por Natán ha marcado profundamente la historia y la espiritualidad de Israel. A este oráculo se han referido, en las horas más oscuras, los profetas Isaías, Jeremías, Amós, Zacarías y –hecho todavía más sorprendente– justo cuando la dinastía davídica había desaparecido y el templo había sido arrasado, un salmista propone de nuevo al pueblo la promesa de Dios: “Pacté una alianza con mi elegido, jurando a David mi siervo: su linaje será perpetuo y su trono como el sol ante mí; se mantendrá siempre como la luna, testigo fidedigno en las nubes” (Sal 89,4.37-38).
En una situación irremediablemente desesperanzada como ésta, ¿cómo seguir creyendo que el Señor cumpliría su promesa? Y, sin embargo, el salmista estaba convencido de que, de la misma manera que el Señor había mostrado su poder haciendo fecunda a Sara, sería ciertamente capaz de hacer nacer el Mesías prometido del seno estéril de la virgen Israel.
Sin embargo, he aquí la sorpresa: mientras que los ojos de todos aquellos que esperaban la intervención salvadora del Señor se dirigían hacia Jerusalén, Dios puso su mirada en un minúsculo pueblito, perdido entre las montañas de Galilea, una aldea tan insignificante que ni siquiera es nombrada en el Antiguo Testamento. Estaba habitada por gente simple, poco instruida y considerada, además, impura por su contacto con los paganos. A Felipe, que declaraba entusiasmado su admiración por Jesús de Nazaret, Natanael responde con sorna e ironía: “¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?” (Jn 1,46).
Las sorpresas no han terminado. ¿A quién se dirige Dios? ¿A quién escoge? No a un libertador valeroso como Gedeón, no a un héroe como Sansón, sino a una mujer, a una virgen. La virginidad para nosotros es un signo de dignidad y motivo de honor, pero en Israel era apreciada antes del matrimonio, no después. Era una infamia para una joven permanecer virgen por toda la vida; era juzgada como incapaz de atraer hacia ella la mirada de un hombre. La mujer sin hijos era como un árbol seco, sin frutos. El término virgen tenía resonancias despreciativas: en los momentos más dramáticos de su historia, Jerusalén derrotada, humillada, destruida y sin esperanza, era llamada virgen Sión (cf. Jer 31,4; 14,13), porque en ella se había interrumpido la vida, era incapaz de engendrar.
María es virgen no solamente desde el punto de vista biológico, como la Iglesia ha creído siempre, sino también en sentido bíblico: es pobre y es consciente de serlo, se encuentra en la condición de aquella que solo puede ser “llena de gracia” por Dios. En la Anunciación no celebramos su integridad moral, de lo que ciertamente nadie duda, sino que contemplamos “las grandes cosas” que en ella ha realizado aquel que es Poderoso y Santo es su nombre.
Quien considera las maravillas llevadas a cabo por el Señor en ‘su sierva’, no puede permanecer en el abatimiento a causa de la propia indignidad, porque comprende que todos están destinados a llegar a ser, en las manos de Dios, obras maestras de su gracia.
Lucas es el evangelista de los pobres a quienes quiere infundir alegría y esperanza; es por esto que, desde la primera página de su evangelio, pone de relieve la preferencia de Dios por los últimos, por los que nada cuentan, por todo lo que es despreciado por los hombres. Volviendo fecundo el seno desértico de la virgen Sion y de María, ha mostrado que no existe condición de muerte que el Señor no sepa recuperar para la vida. Incluso los corazones áridos como las arenas del desierto serán convertidos en frondosos jardines e, irrigados por el agua del Espíritu Santo; los jardines se transformarán en selvas (cf. Is 32,15). A este punto estamos ya en grado de captar el mensaje central de este pasaje evangélico.
“Alégrate, llena de gracia (amada de Dios) el Señor está contigo” (v. 28). Son las palabras que el mensajero celestial ha dirigido a María. No las ha improvisado a su llegada a Nazaret ni las ha aprendido en el cielo antes de partir. Este saludo era bien conocido por María puesto que había sido ya dirigido por los profetas a la virgen Sion. El primero en formularlo fue Sofonías. Indignado por la corrupción existente, había pronunciado oráculos terribles de condena contra los pueblos extranjeros y contra la ciudad santa que se había vuelto “rebelde, manchada y opresora” (Sof 3,1). La sorpresa vino después: un día cambia de tono y de las amenazas de castigo pasa a un lenguaje dulce, a palabras de consolación: “¡Grita, ciudad de Sion; lanza vítores, Israel; festéjalo exultante, Jerusalén capital! … no temas” (Sof 3,14-18; Zac 9,9).
¿Por qué este cambio repentino? ¿Se había convertido quizás la ciudad? En realidad, solo un pequeño resto, un pueblo humilde y pobre se había dirigido al Señor y había comenzado a confiar en Él; la mayoría continuaba alejada de Dios. Si se hubiera limitado a considerar el propio pecado, Sión habría tenido todas las razones para desanimarse totalmente y esperar solo la ruina. Sofonías, sin embargo, la invita a alzar los ojos y contemplar el amor de su Dios. Esta es la razón de la alegría: “El Señor está contigo, Salvador poderoso”.
Poniendo en la boca del ángel la invitación a alegrarse, Lucas identifica a María con la virgen Sión que se alegra porque en ella está presente el Señor. Si recorremos la Biblia notaremos que, cuando el Señor se dirige a alguien, lo llama por el nombre. En nuestro relato, el nombre de María es substituido por un epíteto: amada de Dios (llena de gracias). Si Dios le cambia el nombre quiere decir que la destina para una misión particular. Abram se convirtió en Abrahán porque sería padre de una multitud de pueblos (cf. Gén 17,4-5) y Sarai fue llamada Sara, princesa, porque estaba destinada a ser madre de reyes (cf. Gén 17,15-16).
¿Cuál era, pues, la misión confiada a la «Amada de Dios»? La de proclamar al mundo lo que Dios hace en los pobres que confían en su Amor. Después del saludo, el ángel anuncia a María el nacimiento de un hijo a quien “el Señor le dará el trono de David, su padre, para que reine sobre la Casa de Jacob por siempre y su reino no tenga fin” (vv. 32-33). Tampoco estas palabras han sido inventadas por Lucas; se encuentran, casi idénticas en boca de Natán (cf. 2 Sam 7,12-17). Poniéndolas en los labios del ángel, el evangelista declara que, en el Hijo de María, se ha cumplido la profecía hecha a David: Jesús es el esperado Mesías destinado a reinar eternamente.
Aparece de nuevo en las palabras del mensajero celeste el tema de los pequeños convertidos en grandes por la misericordia de Dios. David era un pastor, el más pequeño de sus hermanos; Dios lo tomó de los pastos donde custodiaba las ovejas e hizo de él un rey glorioso. Ahora el Señor vuelve a actuar desde una situación de pobreza: la familia de David ha caído en decadencia, el reino ha sido destruido, pero el “Poderoso” interviene, toma un retoño, un hijo de David, y a Él le entrega el reino que no tendrá fin.
Es una invitación a no dejarse seducir por otros Mesías, a no esperar otros salvadores porque ninguno, jamás, podrá substituir a Jesús. Muchos vendrán después de Él y se presentarán diciendo: “soy yo el Cristo” (Mt 24,5); “harán milagros y prodigios, hasta el punto de engañar, si fuera posible, también a los elegidos” (Mt 24,24). Tendrán su momento de éxito pero, asegura el evangelista, solo a Jesús le ha sido prometido un reino eterno.
A la objeción de María, el ángel responde: “La fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra” (v. 35). En el Antiguo Testamento la sombra y la nube son signos de la presencia de Dios. Durante el éxodo, Dios precedía a su pueblo en una columna de humo (cf. Éx 13,21), una nube cubría la tienda donde Moisés entraba para encontrarse con Dios (cf. Éx 40,34-35), y cuando el Señor descendía sobre el Sinaí para hablar con Moisés, el monte se cubría con una densa nube (cf. Éx 19,16).
Afirmando que sobre María se ha posado la sombra del Altísimo, Lucas declara que en ella se ha hecho presente el mismo Dios. Estamos frente a una profesión de fe de este evangelista en la divinidad del Hijo de María.
Las últimas palabras del ángel son: “nada es imposible para Dios” (v. 37), las mismas que Dios dirigió a Abrahán cuando le anunció el nacimiento de Isaac (cf. Gén 18,14). Es una afirmación frecuentemente usada y que se dirige, con ternura, especialmente a aquellos que se sienten demasiado pobres, demasiado indignos, los que han perdido la esperanza de recuperación y de salvación. “Nada es imposible para Dios”.
“Yo soy la esclava del Señor, que se cumpla en mí según tu palabra” (v. 38). Es la respuesta de María a la llamada de Dios. Muchos pintores han expresado en sus lienzos la sorpresa y, a veces, casi el desconcierto en el rostro de la Virgen; pero la sorpresa es seguida por la aceptación de la voluntad del Señor.
“Que se cumpla”, sin embargo, no significa aceptación resignada. El verbo griego genoito es un optativo y expresa el deseo gozoso de María, el ansia de ver pronto realizado en ella el proyecto del Señor. A donde llega Dios, allí siempre llega también la alegría. El relato, iniciado con ‘Alégrate’, se concluye con el grito de gozo de la Virgen.
Ninguno había entendido el proyecto de Dios, no lo habían entendido David, Natán, Salomón, los reyes de Israel. Todos habían antepuesto sus propios sueños y solo esperaban de Dios la ayuda para realizarlos. María no se comporta como ellos, no antepone a Dios ningún proyecto suyo, le pregunta solamente cuál es el rol que quiere confiarle y, gozosa, acoge su iniciativa.