DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE LETRÁN
(9 de noviembre)
EL PRIMER TEMPLO DE LOS CRISTIANOS,
“PIEDRAS VIVAS” DE LA FE
Introducción
La Basílica de San Juan de Letrán es la catedral del Papa como Obispo de Roma. Erigida por Constantino, fue durante siglos la residencia habitual de los Papas. Aun hoy, aunque reside fuera del Vaticano, cada año, el Jueves Santo, el Papa preside la Eucaristía en San Juan de Letráncon el lavatorio de los pies.
Esta basílica es símbolo de la unidad de todas las comunidades cristianas con Roma: se llama «madre de todas las Iglesias», y por eso celebramos esta fiesta en todo el mundo. Es una manera de recordar que todos estamos unidos por una misma fe y que la Iglesia de Roma, la Iglesia del apóstol Pedro, es un punto de referencia fundamental de nuestra fe.
Hoy se podría comenzar la Eucaristía con la aspersión bautismal, en relación con el tema del agua de la primera lectura, y luego cantar el Credo, el símbolo de nuestra fe, que nos une con la Iglesia esparcida por el mundo, con su centro en Roma.
Las lecturas de hoy nos presentan un mosaico de imágenes de lo que es la Iglesia: el agua que brota del templo, el edificio que se construye sobre Cristo, el templo de Dios y morada de Espíritu (todos somos edificio de Dios), el templo que somos cada uno de nosotros, el templo que hay que defender como casa de oración (y que no se convierta en un Mercado, como la escena del Evangelio), el Cuerpo de Cristo, que será reedificado al tercer día…
Pero nos podríamos fijar en la primera imagen –el agua que debería manar de la Iglesia, comunidad de Jesús, para sanear y llenar de vida el mundo.
Ezequiel ve el agua que brota del Templo. En realidad, es la Salvación que mana de Dios: Dios manifiesta sacramentalmente su presencia por medio del Templo. Esa agua baja por lasladeras, sanea lo que encuentra a su paso y allí por donde pasa todo queda lleno de vida, de peces abundantes, de árboles frutales con ricas cosechas y hojas medicinales. Es como volver a la vida que daban al paraíso del Edén sus cuatros ríos. También el Apocalipsis, en su página final de la historia, vuelve a presentar la misma visión: “Un río de agua de vida que brota del trono de Dios y del Cordero, que da vida a los árboles y hace medicinales sus hojas” (Ap 22,1-2).
¿Qué es esta agua? El simbolismo de este valioso elemento es muy rico. Pero en el Evangelio, el agua es sobre todo Cristo Jesús, como Él mismo lo dice a la samaritana junto al pozo al que ambos habían ido en busca de agua. O también es su Espíritu, como en otra ocasión afirma el evangelista: “De su seno correrán ríos de agua viva: esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él” (Jn 8,38).
Dios da a la humanidad sedienta y reseca el Agua de Cristo y del Espíritu. Ahora el signo visible de esa gracia que emana de Dios para el mundo es la Iglesia, la comunidad de Jesús y del Espíritu.
Para los Israelitas, y para los forasteros que acudían, el Templo de Jerusalén era el punto de referencia obligado de la Salvación de Dios y del culto que le dedicaban los creyentes. Ahora ese signo debería ser la comunidad cristiana, en el mundo, en una diócesis, en una parroquia.
De alguna manera, el sentido de esta agua vivificante está como condensado sacramentalmente en sus templos y en su liturgia: una iglesia en medio del pueblo o del barrio, con su campanario, como su lugar de reunión y oración para los creyentes y como recordatorio de valores superiores para los demás. En esos edificios –a los que llamamos igual que a la comunidad ‘Iglesia’– es donde la comunidad puede celebrar el sacramento del Bautismo, pero también los demás sacramentos, que el Catecismo dice que emanan de Cristo vivo y vivificante (CCE 1116).
Pero, sobre todo, es la comunidad de las personas la que debe ser signo creíble de la vida de Dios, dentro y fuera de la celebración. Jesús, a través de su Iglesia, sigue concediendo su agua salvadora a toda la humanidad: son “aguas que manan del santuario” y debería cumplirse lo de que “habrá vida dondequiera que llegue la corriente”.
¿Mana también hoy, de las laderas de cada comunidad eclesial, agua para saciar la sequía del mundo, luz para iluminar su oscuridad, bálsamo de esperanza para curar sus heridas? La Iglesia, evangelizada, llena de la Buena Noticia, ¿se siente y actúa como evangelizadora, comunicadora de agua, de esperanza, de vida? ¿Puede llamarse luz de las naciones, sal y fermento y fuente de esperanza para toda la sociedad? ¿Da muestras de unidad interior –entorno a esa “catedral del mundo” que está en Roma– y de ímpetu misionero?
“Señor, queremos ser, contigo, ríos de agua Viva para la sed del mundo.”
Primera Lectura: Ezequiel 47,1-2.8-9.12
Me hizo volver a la entrada del templo. Del umbral del templo manaba agua hacia oriente –el templo miraba a oriente–. El agua iba bajando por el lado derecho del templo, al sur del altar. 2Me sacó por la puerta norte y me llevó por fuera a la puerta del atrio que mira al oriente. El agua iba corriendo por el lado derecho…. 8Me dijo: “Estas aguas fluyen hacia el oriente, bajarán hasta el desierto, desembocarán en el mar de las aguas pútridas y lo sanearán. 9Todos los seres vivos que bullan, allí donde desemboque la corriente tendrán vida, y habrá peces en abundancia. Al desembocar allí estas aguas quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente. …12A la vera del río, en sus dos riberas, crecerá toda clase de frutales; no se marchitarán sus hojas ni sus frutos se acabarán. Darán cosecha nueva cada luna, porque los riegan aguas que manan del santuario; su fruto será comestible y sus hojas medicinales.
Los capítulos finales del libro de Ezequiel (Ez 40–48) ofrecen la descripción de un futuro esplendoroso para el pueblo de Dios, bajo la forma de una visión del profeta en que contempla en detalle el nuevo templo de Jerusalén, el culto que en el mismo se celebrará y la distribución del territorio entre las tribus de Israel. Como todo el libro de Ezequiel, el texto responde a la situación histórica del tiempo del exilio en Babilonia, después de la destrucción de Jerusalén en el año 587 a.C., y quiere reafirmar la esperanza de los creyentes en un nuevo futuro para el pueblo de Dios.
El templo es el lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Por eso ocupa el lugar central en la visión de Ezequiel. El agua que mana del templo sugiere que todas las bendiciones que recibe Israel provienen de Dios. El agua es la fuente de vida, y a menudo está asociada a la presencia de Dios. Por ello el agua que mana del templo tiene capacidad para fecundar la tierra desértica de Judá e incluso es capaz de sanear las aguas saladas del Mar Muerto, en el que no podía haber vida.
Segunda Lectura: 1 Corintios 3,9b-11.16-17
9Nosotros somos colaboradores de Dios, y ustedes son el campo de Dios, el edificio de Dios. 10Según el don que Dios me ha dado, como arquitecto experto puse el cimiento; otro sigue construyendo. Que cada uno se fije en cómo construye. 11Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, que es Jesucristo. 16¿No saben que son santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? 17Si alguien destruye el santuario de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el santuario de Dios, que son ustedes, es sagrado.
Las Cartas de Pablo utilizan varias imágenes para referirse a la comunidad cristiana. Una de ellas es la de un edificio (otra bien conocida es la del cuerpo humano). Los cristianos se describen como el edificio de Dios, una concepción que trasmite la idea de la solidez y de la unidad entre todos los que forman la comunidad.
Una de las afirmaciones más importantes, vinculada a dicha imagen, es que el fundamento del edificio que es la comunidad cristiana no puede ser otro que Jesucristo. Ello significa, entre otras cosas, que los misioneros cristianos y los responsables de las comunidades deben estar muy atentos a no construir nada que se aparte de ese fundamento, es decir, a no hacer ni enseñar nada que esté al margen de Cristo.
En realidad, cuando habla de la comunidad cristiana con este lenguaje, Pablo suele pensar en un edificio muy concreto, que no es otro que el templo de Jerusalén. Se trata de una imagen muy sugerente y muy rica, teniendo en cuenta la centralidad del templo en la vida y en la espiritualidad del pueblo de Israel.
El templo era el lugar de la presencia de Dios, y Pablo asegura que ahora Dios está presente en la comunidad creyente. Así como, en tiempos de la Antigua Alianza, Dios residía en el templo, ahora el Espíritu de Dios habita en los creyentes, «nuevo templo» de Dios.
Tal concepción tiene como corolario la dignidad extraordinaria del creyente que es, por tanto, lugar santo por excelencia, ámbito de presencia de Dios en el mundo. En consecuencia, todos deben ser tratados con respeto y veneración.
Evangelio: Juan 2,13-22
13Como se acercaba la Pascua judía, Jesús subió a Jerusalén. 14Encontró en el recinto del templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los que cambiaban dinero sentados. 15Se hizo un látigo de cuerdas y expulsó a todos del templo, ovejas y bueyes; esparció las monedas de los que cambiaban dinero y volcó las mesas; 16a los que vendían palomas les dijo: “Saquen eso de aquí y no conviertan la casa de mi Padre en un mercado.” 17Los 2discípulos se acordaron de aquel texto: “El celo por tu casa me devora.” 18Los judíos le dijeron: ¿Qué señal nos presentaspara actuar de ese modo?” 19Jesús les contestó: “Derriben este santuario y en tres días lo reconstruiré.” 20Los judíos dijeron: “Cuarenta y seis años ha llevado la construcción de este santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?” 21Pero él se refería al santuario de su cuerpo. 22Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos recordaron que había dicho eso y creyeron en la Escritura y en las palabras de Jesús.
El templo de Jerusalén era el lugar central de la vida religiosa del pueblo de Israel. Se consideraba el espacio privilegiado de la presencia de Dios en la Tierra y, por tanto, el lugar adecuado para el culto y la oración. Por ello no es extraño que varios textos del Nuevo Testamento tengan alguna relación con el edificio del templo, con el culto que allí se celebraba o bien con su simbología.
El conocido episodio en que Jesús expulsa del recinto del templo a los vendedores y cambistas está presente en los cuatro evangelios, que de un modo u otro interpretan el gesto de Jesús en la línea llamada ‘profética’, reclamando un culto sincero y auténtico. Los profetas habían denunciado a menudo con fuerza la perversión de un culto formal que no tenía relación con la vida. Más concretamente, los evangelios ven en la acción de Jesús el cumplimiento del anuncio de Malaquías (Ml 3,1-4), según el cual el Señor entraría en el templo para purificarlo.
En el evangelio de Juan el relato se centra enseguida, como es habitual, en la Persona de Jesús, y se convierte en un texto de auto-revelación. Es la primera vez que Jesús manifiesta, aquí todavía de forma indirecta, su identidad divina, cuando habla del templo como «casa de mi Padre». Por otro lado, toma la imagen del santuario para aplicarla a su cuerpo; es otra forma de indicar que en Él está la verdadera presencia de Dios en el mundo. Además, sus palabras sobre la destrucción y la reconstrucción del templo que es su cuerpo constituyen un anuncio de su futura muerte y Resurrección.
Rara vez esta Fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, la catedral del obispo de Roma, cae en domingo; normalmente cae entre semana y pasa casi desapercibida.Estamos más acostumbrados a conmemorar la dedicación de la propia parroquia, el aniversario de la inauguración del templo, fechas que no siempre coinciden. Ya nos queda más lejana la fiesta de la dedicación de la propia catedral, que todas las diócesis conmemoran. Ir más allá, con una fiesta que se refiere no a un santo de la Iglesia universal sino a un edificio más o menos alejado, nos puede parecer una convocatoria algo extraña.
¿Cual es, pues, la importancia de ese templo de San Juan de Letrán? ¿Por qué hacemos memoria de su dedicación, de su inauguración? Pues fundamentalmente porque fue el primer edificio público, el primer templo que tuvieron los cristianos en libertad, en la capital del Imperio, después de las persecuciones. A la entrada del lugar hay una inscripción que dice: “Santa Iglesia Lateranense, madre y cabeza de todas las Iglesias de la ciudad y del mundo”, queriendo indicar que todos los templos en los que nos reunimos los cristianos en toda la tierra han tenido allí su comienzo.
Ya sabemos que la fiesta de un edificio cristiano nos remite no a las piedras sino a las personas, piedras vivas del templo de Dios. La celebración de hoy nos lleva a pensar en nuestras propias comunidades, porque cada una de nuestras Iglesias tiene un vínculo con esa. Con la imagen de ese templo cabeza y madre podemos contemplar nuestras Iglesias locales, ya que en ellas y por ellas existe la Iglesia católica, una y única, en comunión.
Hoy podemos orar especialmente por todos los que constituyen el edificio vivo de nuestra diócesis: desde los miembros más humildes y ocultos hasta nuestros obispos que, desde el lugar simbólico de las catedrales, son el fundamento visible de la unidad. Oramos también por los que tienen la misión de la investigación y la enseñanza, los teólogos, los responsables de la predicación, de la catequesis, los maestros y consejeros; por todos los que tienen una misión pastoral; por las comunidades y movimientos que se esfuerzan por transmitir el Evangelio: que todos caminemos bajo el impulso del Espíritu que guía hacia la verdad completa. Que nuestra Iglesia local, con el testimonio y la acción de todos sus miembros, cumpla su misión de proclamar el Evangelio de Jesucristo en medio de los hombres y mujeres de nuestro tiempo y lugar.
Hoy las lecturas nos presentan dos situaciones y reacciones diferentes en relación con el templo como lugar de oración y lugar de la comunidad. El profeta Ezequiel nos habla de una corriente de agua que nace del santuario y que fecunda y sanea dondequiera que pasa; hay un influjo benéfico que surge del templo. En cambio, el evangelista Juan nos presenta la acción de Jesús que expulsa a los mercaderes del templo y que quiere purificar su espacio como lugar verdadero del encuentro con Dios. Ambas situaciones son posibles y se dan en nuestras propias Iglesias, que, como decían los antiguos Padres, son santas y pecadoras a la vez, portadoras del tesoro del Evangelio y siempre necesitadas de conversión y de reforma.
La corriente de agua, el río de la historia de la Iglesia, se ha ido esparciendo a lo largo de los siglos, y nos trae el agua viva del Evangelio y la gracia que nace del costado de Cristo, quien, con su cuerpo ofrecido en la cruz, es el verdadero Templo. Pero al mismo tiempo, ese río de la historia, ese día a día de nuestras comunidades, muchas veces baja turbio, y siempre tiene que confrontarse con la viva voz del Evangelio para volver una y otra vez a la primera fidelidad.
La actuación de Jesús nos muestra cómo tiene que ser esa fidelidad. Si el templo es un lugar de encuentro con Dios, Él mismo nos indica el gran lugar donde encontrarlo: el hombre concreto, el pobre, el hermano necesitado. Este es el templo que hay que respetar, que nadie puede profanar, con desprecio, con explotación. Practicar el bien y la justicia, este es el culto verdadero que certifica la oración sincera. Así el rostro de Cristo, que, en imagen, preside nuestros templos, se mostrará a nuestro mundo como un agua viva, con una influencia de Liberación y Salvación. La gloria de Dios será la vida del hombre y la vida del hombre el poder ver a Dios.