29 Domingo del Tiempo Ordinario – Año A
Comprometidos con el mundo, pero no del mundo
Introducción
El hombre no vive por sí y para sí, forma parte de una sociedad civil y debe establecer relaciones de colaboración con los demás. De la necesidad de organizar la convivencia, nace la determinación de derechos y deberes, el establecimiento de instituciones y de modos y formas de contribuir al bien común. Establecer lo que es justo no es fácil: entran en juego intereses diversos, se proyectan diferentes objetivos a alcanzar; hay quienes pretenden favores, quienes reivindican privilegios y las tensiones surgen inevitablemente.
Para complicar más el problema, están las relaciones entre el ordenamiento del estado y las instituciones religiosas con sus principios, normas, costumbres, tradiciones, pretensiones irrenunciables. Muchos, sintiéndose súbditos de dos poderes en competencia –que frecuentemente invaden el terreno de otro, intercambiándose acusaciones recíprocas de interferencia indebida– tienen la conciencia lacerada. Para resolver el conflicto, los hay quienes escogen posiciones fanáticas y radicales, pretendiendo imponer a los demás las propias convicciones; otros, renuncian a un enfrentamiento del que temen salir derrotados y se sitúan al margen del conflicto.
En la célebre Carta a Diogneto, escrita hacia mitad del siglo 2do D.C., se sugieren principios sabios y siempre actuales: “Los cristianos no se distinguen de los otros hombres ni por nacionalidades, lenguas o costumbres. Viven en ciudades griegas y bárbaras como les ha tocado vivir a los demás, adecuándose a las costumbres del lugar en el vestir, en el comer y en todo en resto, testimoniando una vida social admirable y sin duda paradójica. Viven en su patria, pero como si fueran extranjeros; participan en todo como ciudadanos y de todo están desprendidos como extranjeros. Toda patria extranjera es su patria y toda patria es extranjera. Se casan como todos y tienen hijos, pero no se deshacen de los recién nacidos. Ponen en común la mesa, pero no la cama. Viven en la tierra, pero son ciudadanos del cielo. Obedecen las leyes establecidas y superan las leyes con su comportamiento. En pocas palabras, como el alma está en el cuerpo, así están los cristianos en el mundo” (Carta a Diogneto, V, 1-10; VI, 1.).
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Brillen los cristianos como estrellas en el mundo: ciudadanos ejemplares, coherentes con las propias convicciones, respetuosos con las de los otros”.
Primera Lectura: Isaías 45,1.4-6
45,1: Así dice el Señor a su ungido, Ciro, a quien lleva de la mano: Doblegaré ante él naciones, desarmaré a los reyes, abriré ante él las puertas, los batientes no se le cerrarán. 45,4: Por mi siervo, Jacob; por Israel, mi elegido. Te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías. 45,5: Yo soy el Señor, y no hay otro; fuera de mí no hay dios. Te pongo la insignia, aunque no me conoces, 45,6: para que sepan de oriente a occidente que no hay otro fuera de mí. Yo soy el Señor, y no hay otro.
Hacía treinta años que los israelitas llevaban exiliados en Babilonia, cuando surge un profeta en medio de ellos. No sabemos su nombre, pero los oráculos que sus discípulos recogieron e insirieron en el libro de Isaías, dan testimonio de su eminente personalidad: era un poeta, uno de los más refinados que jamás haya producido Israel, culto y atento a los acontecimientos sociales y políticos que afectaban a su pueblo. Teólogo genial, supo vislumbrar el plan de salvación de Dios, donde los demás veían solamente acontecimientos ordinarios, alianzas, intrigas diplomáticas, campañas militares.
En el pasaje de hoy, él revela lo que el Señor está a punto de hacer en favor de su pueblo: Babilonia, la sanguinaria, la maldita, es potente, pero por poco tiempo más, porque un nuevo astro ha surgido en el horizonte, Ciro, el rey de los persas, hábil caudillo que en una serie de expediciones victoriosas, conquista y somete todos los reyes del Asia Menor y del oriente. Dominador sin rival del mundo, publica un edicto en el que se presenta como el salvador de los oprimidos, el defensor de los débiles, el hombre piadoso de quien Dios se sirve para realizar sus planes. Ordena que sean puestos en libertad todos los deportados quienes, si lo desean, pueden regresar a la tierra de sus padres, practicar su religión; es más, él mismo quiere contribuir a la reconstrucción de los lugares de culto destruidos por los soldados de Babilonia (cf. Esd 1,1-4).
Después de esta introducción histórica, es fácil comprender la lectura de hoy en la que el Señor, por boca de este profeta, presenta a Ciro como su elegido: “a quien lleva de la mano” y lo ha destinado a ser gobernador del mundo. “Doblegaré ante él las naciones, desarmaré a los reyes, abriré ante él las puertas, los batientes no se le cerrarán” (v. 1). Después, como en la toma de posesión de un rey (cf. Sal 2; 110), Dios se dirige directamente al nuevo soberano: “Te llamé por tu nombre, te di un título aunque tú no me conocías…te impongo la insignia aunque no me conoces” (vv. 4-5).
Un título extraordinario le da Dios a Ciro: ungido (o sea mesías – cristo). El Señor le ha concedido otros títulos: “Ciro, tú eres mi pastor y cumplirás todo mi designio” (Is 44,28); “él reconstruirá mi ciudad, libertará a mis deportados”, “aquel al que yo lo he suscitado para la victoria y allanaré todos sus caminos” (Is 45,13). Son expresiones que casi hacen suponer que Ciro sea el salvador esperado, el mesías, el rey que: “Domine de mar a mar, del Rio al confín de la tierra” (Sal 72,8).
No lo era; Ciro fue solamente un instrumento del Señor para liberar al pueblo de la esclavitud de Babilonia y –ésta es la sorpresa– llevó a cumplimiento esta obra del salvación sin ni siquiera darse cuenta. Nótese la insistencia al respecto: “aunque tú no me conocías…aunque no me conoces” (vv. 4-5). La confirmación la encontramos en el célebre cilindro de Ciro donde las brillantes victorias de éste no son atribuidas al Señor, sino a la protección del dios Marduk: “Marduk dirigió su mirada a todos los países del mundo buscando a uno que los gobernara con rectitud y pronunció el nombre de Ciro para que dominara al mundo. Marduk, el gran Dios, se complace en él y se pone a su lado como verdadero amigo”. Ciro, que se creía ser el elegido del dios de los babilonios, era sin embargo conducido por la mano del Dios de Israel, el único Dios. El único Señor “y no hay otro” (v. 6).
Las palabras del profeta son una invitación a contemplar los acontecimientos de la historia con ojos nuevos: los hombres y los pueblos se agitan, se mueven por intereses y pasiones, experimentan impulsos de generosidad y retrocesos egoístas, pero el Señor los conduce y hace entrar a todo en su diseño de salvación. Aun los ateos y descreídos han contribuido frecuentemente, de manera importante, y continúan haciéndolo, a la purificación de la fe y de la religión, y a la liberación del hombre. Sin saberlo, estaban envueltos en los proyectos de Dios.
Segunda Lectura: 1 Tesalonicenses 1,1-5b
1,1: Pablo, Silvano y Timoteo a la Iglesia de Tesalónica, en Dios Padre y en el Señor Jesucristo: Gracia y paz a ustedes. 1,2: Siempre damos gracias a Dios por todos ustedes, teniéndolos presentes en nuestras oraciones, 1,3: recordando su fe activa, su amor entrañable y su esperanza perseverante en nuestro Señor Jesucristo ante Dios nuestro Padre. 1,4: Nos consta, hermanos queridos de Dios, que ustedes han sido elegidos; 1,5: porque, cuando les anunciamos la Buena Noticia, no fue sólo con palabras, sino con la eficacia del Espíritu Santo y con fruto abundante.
Hoy, y durante los próximos cuatro domingos, nos vendrán propuestos pasajes de la primera carta a los tesalonicenses.
Tesalónica era una rica metrópolis comercial situada en la parte más interna del golfo de Salónica; había tomado el nombre de la hermana de Alejandro Magno, esposa del general Casandro, fundador de la ciudad. Estaba protegida por una imponente muralla que, partiendo del mar, circundaba la colina en la que surgía la acrópolis. El geógrafo Estrabón la describe como “populosa, con ganas de vivir y abiertas a todas las novedades, tanto buenas como malas”.
Como todas las ciudades portuarias, no era precisamente un modelo de moralidad: por sus calles circulaban prostitutas, vagabundos, gente ociosa, charlatanes…, pero también estaba habitada por gente honesta y laboriosa.
Pablo llega el año 50 d.C. y, como era su costumbre, comenzó anunciando Cristo a los judíos quienes se reunían los sábados en la sinagoga. Los resultados fueron más bien desilusionantes: pocos creyeron en su predicación. Tuvo un éxito mayor cuando predicó a los paganos, adhiriéndose a la fe un número considerable de ellos, entre los que se encontraban no pocas mujeres de la alta sociedad (cf. Hch 17,1-9).
Pocas semanas después, un alboroto callejero provocado por los judíos le obligó a abandonar precipitadamente la ciudad, antes de haber tenido la oportunidad de explicar a los convertidos los temas centrales de la fe; de ahí su convicción de haber dejado atrás una comunidad más bien frágil.
También las etapas sucesivas de su viaje fueron marcadas por dificultades y fracasos. En el Areópago de Atenas intentó un acercamiento a los intelectuales de Grecia, pero la experiencia fue desilusionante: “Al oír lo de la resurrección de los muertos, unos se burlaban, otros decían: en otra ocasión te escucharemos sobre este asunto. Pero algunos se juntaron a él y abrazaron la fe” (Hch 17,32-34).
De Atenas pasó a Corinto, la ciudad de los dos puertos, famosa en todo el mundo por la vida disoluta de sus habitantes y, por tanto, terreno aparentemente poco adapto para sembrar la semilla del evangelio. Pablo estaba tan desanimado que tomó la decisión de predicar solamente el sábado en la sinagoga y dedicar el resto de la semana a su profesión de constructor de tiendas (cf. Hch 18,1-4).
Un buen día se presentaron en la ciudad sus compañeros de fatigas apostólicas, Silvano y Timoteo, portadores de noticias tan inesperadas como sorprendentes: la comunidad de tesalonicenses se había desarrollado, experimentando un robusto crecimiento y convirtiéndose en un modelo de fe y de práctica de la caridad cristiana; afrontaba con valor las persecuciones, los vejámenes, las incomprensiones por parte de los no creyentes y gozaba de la estima de los paganos por la vida íntegra de que daban testimonio los bautizados; todos conservaban un nostálgico recuerdo de Pablo, le estaban inmensamente agradecidos por haberles introducido en la fe y entregados a Cristo, y esperaban con ansia que les visitara.
Escuchando a sus amigos, Pablo quedó estupefacto, apenas si se lo creía. Recobró el ánimo y decidió dedicarse de nuevo, a tiempo completo, al anuncio del evangelio (cf. Hch 18,5). Todavía emocionado, escribe una carta a los tesalonicenses, en nombre también de Silvano y Timoteo.
Y así nació, en el año 51 d.C., el primer libro del Nuevo Testamento.
En los primeros cinco versículos, los correspondientes a la lectura de hoy, Pablo les confiesa la alegría que siente cada vez que, en la oración, piensa en los cristianos de Tesalónica; le han llegado noticias de lo bien fundada que está la comunidad en la fe, la esperanza y la caridad (v. 3).
Estas tres virtudes aparecen por primera vez unidas y en mutua referencia. Ante todo, el compromiso de la fe: los tesalonicenses no se han limitado a aceptar y repetir algunas fórmulas abstractas, sino que han traducido su fe en gestos concretos, en una caridad eficiente, en acciones verificadas por todos.
Su esperanza, por otra parte, es indestructible, no debilitándose ante ninguna dificultad o prueba, ni siquiera ante el peligro de perder la vida.
En el proceso espiritual seguido por la comunidad de Tesalónica, Pablo descubre la obra de Dios y el poder del Espíritu. Había caído en desaliento porque había experimentado la propia debilidad, ahora se alegra al constatar que Dios siempre consigue, de una u otra forma, llevar adelante sus obras.
Evangelio: Mateo 22,15-21
22,15: En aquel tiempo los fariseos se reunieron para buscar un modo de enredarlo con sus palabras. 22,16: Le enviaron algunos discípulos suyos acompañados de herodianos, que le dijeron: Maestro, nos consta que eres sincero, que enseñas con fidelidad el camino de Dios y que no te fijas en la condición de las personas porque eres imparcial. 22,17: Dinos tu opinión: ¿es lícito pagar tributo al César o no? 22,18: Jesús, adivinando su mala intención, les dijo: ¿Por qué me tientan, hipócritas? 22,19: Muéstrenme la moneda del tributo. Le presentaron un denario. 22,20: Y él les dice: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? 22,21: Contestan: Del César. Entonces les dijo: Den, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. 22,22: Al oírlo, se sorprendieron, lo dejaron y se fueron.
La frase conclusiva del pasaje evangélico es una de las más conocidas y también de las más enigmáticas; no es fácil establecer su significado, por lo que no siempre viene aplicada correctamente; la emplean a veces quienes detentan el poder para invitar a la jerarquía eclesial a no inmiscuirse en asuntos políticos; otras veces, es la misma jerarquía eclesial recordándosela a los gobernantes para afirmar el derecho propio de defender y proclamar los valores que nacen del evangelio. Ha sido usada, entre otros, por quienes defendían la hierocracia papal y por quienes propugnaban el “césaro-papismo”, por quienes defendían la laicidad del estado y por los que soñaban un sometimiento de éste al poder religioso, por quienes sacralizaban las instituciones y por aquellos que justificaban el poder temporal de la iglesia. Algunos banalmente la usan para invitar a dar a cada uno lo que le corresponde.
Para entender la frase, hay que colocarla en el diálogo que la ha originado.
El emperador de Roma exigía de todo súbdito suyo que hubiera cumplido los catorce años, si era hombre, o los doce, si mujer, y hasta cumplidos los sesenta y cinco años, la contribución al erario público de un denario anual. Era el tributum capitis (tributo por cabeza) para el que se hacían los odiosos censos que provocaban a veces revueltas populares (cf. Lc 2,1-5; Hch 5,37). Hacer un recuento del número de personas que pertenecen a Dios, equivalía para el israelita piadoso substraerlas a la autoridad del Señor y a someterlas a un poder humano. Es por esto que, después de haber hecho un censo del pueblo, “a David le remordió la conciencia y dijo al Señor: He cometido un grave error. Ahora, Señor, perdona la culpa de tu siervo porque he hecho una locura” (2Re 24,10).
Un día, unos fariseos acompañados por los simpatizantes de Herodes, se presentan a Jesús y de manera un tanto obsequiosa, después de haber reconocido su amor por la verdad y su rechazo de compromisos, le ponen una pregunta insidiosa: “Maestro, nos consta que eres sincero, que enseñas con fidelidad el camino de Dios, que no te fijas en la condición de las personas porque eres imparcial. Dinos tu opinión ¿es lícito pagar el tributo al César o no?” (vv. 16-17).
Es extraña esta alianza entre fariseos y herodianos. Los primeros pensaban que era una impiedad apoyar la ocupación romana y los segundos, por otra parte, eran sostenedores de Herodes Agripa, el fantoche sin personalidad, súcubo del emperador Tiberio, y eran colaboracionistas. Los encontramos aliados contra Jesús porque éste molestaba a ambos bandos: era leal y rechazaba toda forma de hipocresía.
La pregunta está formulada de tal manera como para no dejar escapatoria a Jesús: si se pronuncia contra el pago del tributo, podría ser denunciado a las autoridades romanas como un subversivo (de hecho, según Lucas 23,2 lo acusarán ante Pilato de soliviantar al pueblo para no pagar el tributo al César); si se declara favorable, se atrae las antipatías del pueblo que odiaba a los colonizadores romanos.
Las tasas se suelen pagar siempre y en todas partes de mala gana, pero en Palestina el tributo era, además, odioso por un motivo añadido de orden religioso: el denario requerido tenía en una de sus caras la figura del emperador de Roma y la inscripción: “Tiberio César, augusto hijo del Divino Augusto”, y sobre la otra cara el título de “Romano Pontífice” con la imagen de una mujer sentada, símbolo de la paz, quizás Livia, la madre de Tiberio. En 1960 se encontraron 30 de estas monedas en el monte Carmelo.
Es conocida la repugnancia de los israelitas por las imágenes humanas, prohibidas por la ley. Usar el denario de Tiberio significada dar el propio consentimiento a una forma de idolatría.
Jesús se da cuenta de la trampa que le han tendido, pero no elude la pregunta; como suele hacer, conduce hábilmente a sus interlocutores a la raíz del problema.
Pide, en primer lugar, que le muestren la moneda y ellos, ingenuamente, hurgando dentro de la túnica (los vestidos en aquellos tiempos no tenían bolsillos), se la presentan. No se dan cuenta que Jesús está jugando con ellos: si les pide ver la moneda es porque Jesús no la tiene (para sí, no tiene ni una piedra donde reclinar su cabeza; Mt 8,20) y, si ellos la muestran, quiere decir que poseen monedas, que las utilizan sin problemas, las reciben por sus prestaciones y las gastan en el mercado. Pero hay algo más, la discusión tiene lugar en el recinto del templo (cf. Mt 21,23) y, por tanto, en lugar sagrado que ellos profanan sin escrúpulos al mostrar aquella imagen; les entran escrúpulos solo a la hora de pagar las tasas.
Después de haber observado la moneda, dice Jesús: “¿De quién es esta imagen y esta inscripción?”. “Del César”, le responden. “Entonces les dijo: Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (v. 21).
El primer mensaje que Jesús quiere dar es claro: es un deber moral, además de civil, contribuir al bien común con el pago del tributo; no hay razón que justifique la evasión fiscal y el robo al estado. Sea cual sea la línea política y económica escogida por el gobierno, el discípulo de Cristo está llamado a ser un ciudadano honesto y ejemplar, comprometido activamente en la construcción de una sociedad justa, alejado de subterfugios y optando por políticas que favorezcan a los más débiles, no sus propios intereses.
Escribiendo a los Romanos, Pablo propone en términos más explícitos la directiva del Maestro. El reinado de Nerón estaba en sus comienzos –el emperador es veinteañero y desde tres años gobierna de manera clemente y moderada– y esto es lo que el Apóstol recomienda a los cristianos de la capital: “Que cada uno se someta a las autoridades establecidas, porque toda autoridad procede de Dios; y las que existen han sido establecidas por él. Por eso quien resiste a la autoridad resiste al orden establecido por Dios… Por tanto hay que someterse, y no solo por el miedo al castigo, sino por deber de conciencia. Por la misma razón paguen los impuestos: las autoridades son funcionarios al servicio de Dios, encargados de cumplir este oficio. Den a cada uno lo debido: al que se debe impuestos, impuestos; al que se debe contribución, contribución; al que respeto, respeto; al que honor, honor” (Rom 13,1-7).
La respuesta de Jesús, sin embargo, no se limita a afirmar el deber de contribuir al bien común con el pago de las tasas, sino que añade: “Den a Dios lo que es de Dios”. El verbo que usa significa más exactamente: “restituir”. Dirigiéndose a los presentes dice: “Den, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Ellos no solamente están reteniendo el dinero que hay que entregar al emperador, sino que han entrado en posesión, de manera ilegal e injusta, de una propiedad de Dios y deben restituírsela inmediatamente porque Él la exige, es suya. ¿Qué propiedad?
Ya en el año 200 d.C. Tertuliano había intuido que esta propiedad era el hombre que debía ser restituido a Dios. De hecho, creándolo había dicho: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” y “a imagen de Dios lo creó” (Gn 1,26-27).
Si la moneda debe ser “restituida” al César porque en ella está impresa la imagen de su dueño, el hombre debe ser “restituido” a Dios. El hombre es la única criatura en quien está impreso el rostro de Dios, es sagrada y nadie puede apropiársela. Quien la hace suya (la esclaviza, la oprime, la explota, la domina, la usa como objeto…) debe restituirla inmediatamente a su Señor.
Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini con el comentario para el evangelio de hoy en: http://www.bibleclaret.org/videos