28 Domingo del Tiempo Ordinario – Año A
Invitados a danzar con Dios
Introducción
El reino de Dios constituye el motivo central de la predicación de Jesús. Él comienza la vita publica anunciando: el reino de Dios esta cerca (Mc 1,15), después, sirviéndose de muchas palabras, desvela gradualmente “los misterios” (cf. Mt 13). La de los obreros de última hora (cf. Mt 20,1-16) es ciertamente la más desconcertante. Jesús la ha contado para poner de relieve sea la gratuidad de la llamada, sea el compromiso requerido a quien entra en el reino de Dios. No se puede negar que es fatigoso permanecer fieles a Cristo. Pero ser discípulos lleva consigo notables esfuerzos, ¿cómo no considerar justificadas las protestas de los obreros contratados a las 6 de la mañana y retribuidos como los que llegaron a las 5 de la tarde?
Si se plantea la relación con Dios en términos de trabajo ecuánimemente remunerado, si el premio que se recibe en el paraíso no es proporcional a los méritos acumulados, entonces hay que pensar que es bienaventurado el que pone le pie en el reino de los cielos solo en el ultimo momento, quien tiene la fortuna de “morir en gracia de Dios” después de haber “gozado la vida” lejos de Él.
Esta es la mentalidad que crea el indiferente (quien se desinteresa de las invitaciones a la fe), el que siempre llega tarde (quien se compromete con el bien lo más tarde posible), el miedoso (quien observa los mandamientos bajo la presión producida por el miedo al infierno), el mal vestido (el bautizado que continúa comportándose como un semi-pagano). Solo quien ha comprendido que el reino de Dios es una fiesta, un banquete, entra decidido y sin tardanzas, porque no quiere perderse ni un instante de la alegría que le viene ofrecida.
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Pisar el umbral de tu casa, Señor da más alegría que habitar en los palacios de los malvados”.
Primera Lectura: Isaías 25,6-10a
25,6: El Señor Todopoderoso ofrece a todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos añejados, manjares deliciosos, vinos generosos. 25,7: Arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones; 25,8: y aniquilará la muerte para siempre. El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros y alejará de la tierra entera la humillación de su pueblo lo ha dicho el Señor–. 25,9: Aquel día se dirá: Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara: celebremos y festejemos su salvación. 25,10: La mano del Señor se posará en este monte, mientras que Moab será pisoteado en su sitio, como se pisa la paja en el agua del estercolero.
Antiguamente solo la gente importante se podía permitir grandes banquetes. Los reyes los organizaban frecuentemente por razones políticas: invitaban a aquellos con quienes querían estipular alianzas o reforzar lazos de amistad. Particularmente suntuosos eran los banquetes en los que se festejaba algún evento extraordinario o importantes victorias militares (cf. Est 1,1-8; Dn 5).
En la lectura de hoy, el profeta se presenta como el heraldo de un anuncio sensacional. No un soberano de este mundo, sino Dios en persona ofrecerá un festín, del que se detalla el menú: manjares suculentos, vinos añejados, sabrosas carnes de todo tipo (v. 6) … es decir, una lista para encender la imaginación y hacer agua la boca a la gente pobre de Israel, acostumbrada a comer una sola vez al día, y no siempre.
Aun los rabinos gozaban especulando sobre los manjares prometidos en este banquete; partiendo de la referencia bíblica a Leviatán, el monstruo marino destruido por Dios (Sal 74,14), concluían que el principal manjar de los justos sería la carne de este mítico pez. Es por esto que, aun hoy en Israel, se suele comer pescado en la cena del viernes, cuando se inicia el descanso sabático, para recordar a las personas piadosas el banquete celestial que les espera.
¿Quiénes serán los invitados? se preguntan ansiosos los oyentes. Todos los pueblos de la tierra, sin exclusión alguna es la respuesta. Todos serán convocados a la misma mesa; se alegrarán los pueblos que antes se odiaban, que han cometido violencias, pueblos que lucharon para quitarse tierras y bienes.
No se comerá solamente. Verán cosas extraordinarias, acaecerán hechos inauditos: “el Señor hará caer el velo, la costra que cubre los ojos de los hombres (v. 7) y todos podrán contemplarle, sentado a la mesa junto a ellos; después, destruirá la muerte para siempre…y enjugará las lágrimas de todos los rostros…” (v. 8).
El profeta no era tan ingenuo como para pensar que un día no habría ya más muerte biológica; anunciaba, por el contrario, la desaparición de todo lo que para el hombre es muerte y derrota: una vida sin sentido y sin ideales, la burla del fracaso y del dolor, el hambre, la enfermedad, la marginación. Todo lo que “no es vida” será eliminado, “lo ha dicho el Señor” (v. 8). En ninguna otra parte del Antiguo Testamento se encuentran promesas tan extraordinarias.
El banquete, naturalmente, será amenizado con música, danzas y cantos. La lectura concluye con un himno que parece haya sido compuesto para ser coreado por todos los participantes: “Aquí está nuestro Dios de quien esperábamos que nos salvara, celebremos y festejemos su salvación pues la mano del Señor se posará en este monte” (vv. 9-10).
El profeta aludía a los tiempos mesiánicos, pero no se daba cuenta del alcance de las promesas que, en nombre de Dios, estaba anunciando; no se imaginaba que un día el Señor habría destruido de verdad la muerte para siempre. Lo entenderá, sin embargo, Pablo quien, iluminado por los acontecimientos de la Pascua, escribirá a los corintios: “Cuando lo corruptible se revista de incorruptibilidad y lo mortal de inmortalidad, se cumplirá lo escrito: la muerte ha sido vencida definitivamente. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? (1 Cor 15,54). Lo entenderá el vidente del Apocalipsis quien, al despuntar los nuevos cielos y la nueva tierra, contemplará a Dios enjugando las lágrimas de los ojos de cada persona (cf. Ap 21,4)…como Isaías había predicho.
Segunda Lectura: Filipenses 4,12-14.19-20
4,12: Sé lo que es vivir en la pobreza y también en la abundancia. Estoy plenamente acostumbrado a todo, a la saciedad y el ayuno, a la abundancia y la escasez. 4,13: Todo lo puedo en aquel que me da fuerzas. 4,14: Con todo, hicieron bien en mostrarse solidarios de mis sufrimientos. 4,19: Mi Dios, colmará todas sus necesidades según su riqueza y generosidad por medio de Cristo Jesús. 4,20: Al Dios y Padre nuestro sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Con el pasaje de hoy concluye la Carta a los filipenses; son pocas, conmovedoras líneas que dejan entrever los sentimientos de profunda amistad que une Pablo a cristianos de aquella comunidad. El Apóstol, recuerda, ante todo, las molestias, las privaciones, las contrariedades que ha soportado a causa del evangelio: “Sé lo que es vivir en la pobreza y también en la abundancia. Estoy plenamente acostumbrado a todo, a la saciedad y al ayuno, a la abundancia y a la escasez” (v. 12).
Pablo se encuentra en Éfeso, en la cárcel, no por reatos comunes sino por haber servido a Cristo. En la cárcel ha recibido la ayuda que le han enviado los filipenses. Es un hombre austero y está habituado a la vida dura, a las persecuciones y al hambre; no obstante, frente al gesto de generosidad de sus amigos, se conmueve y les agradece “haberse mostrado solidarios de mis sufrimientos” (v. 14).
Quien se juega la vida por la causa del evangelio sigue siendo un hombre con todas las emociones y sentimientos: se muestra herido por las ingratitudes y se alegra por las manifestaciones de estima y afecto. Sobre todo, quien ha renunciado por amor al Reino a formarse una propia familia, siente profundamente esta necesidad de amistad. Quien aprecia el mensaje de salvación que Pablo anuncia, está bien que le manifieste de una manera o de otra el propio agradecimiento.
Al final de la carta, Pablo asegura que Dios ama y protege a sus enviados y recompensará de manera sobreabundante los gestos de generosidad en favor de ellos (v. 19).
Evangelio: Mateo 22,1-14
22,1: Jesús tomó de nuevo la palabra y les habló usando parábolas. 22,2: El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. 22,3: Envió a sus sirvientes para llamar a los invitados a la boda, pero éstos no quisieron ir. 22,4: Entonces envió a otros sirvientes encargándoles que dijeran a los invitados: Tengo el banquete preparado, mis mejores animales ya han sido degollados y todo está a punto; vengan a la boda. 22,5: Pero ellos se desentendieron: uno se fue a su campo, el otro a su negocio; 22,6: otros agarraron a los sirvientes, los maltrataron y los mataron. 22,7: El rey se indignó y, enviando sus tropas, acabó con aquellos asesinos e incendió su ciudad. 22,8: Después dijo a sus sirvientes: El banquete nupcial está preparado, pero los invitados no se lo merecían. 22,9: Vayan a los cruces de caminos y a cuantos encuentren invítenlos a la boda. 22,10: Salieron los sirvientes a los caminos y reunieron a cuantos encontraron, malos y buenos. El salón se llenó de convidados. 22,11: Cuando el rey entró para ver a los invitados, observó a uno que no llevaba traje apropiado. 22,12: Le dijo: Amigo, ¿cómo has entrado sin traje apropiado? Él enmudeció. 22,13: Entonces el rey mandó a los guardias: Átenlo de pies y manos y échenlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el crujir de dientes. 22,14: Porque son muchos los invitados pero pocos los elegidos.
En tiempos de Jesús, el pueblo fantaseaba mucho sobre el “Gan Edén”—es decir, el Paraíso del Edén—donde los justos gozarían de una felicidad total. A la luz de la bien conocida profecía de Isaías que nos ha sido presentada en la primera lectura, se imaginaban el paraíso como un banquete suntuoso en el que se les serviría como bebida nada menos que “el vino conservado en el racimo desde los seis días de la creación”. Se imaginaban este banquete como un lugar donde no sería necesario esparcir aromas y perfumes, porque “un viento del septentrión” y otro del mediodía, soplando entre las plantas aromáticas del Gan Edén derramarían por doquier su fragancia”.
Los rabinos continuaban con promesas de alegrías aún mayores: “¿Puede un anfitrión—se preguntaban—preparar un banquete para los viandantes sin sentarse a la mesa con ellos? ¿Puede un esposo preparar un banquete para los invitados sin sentarse junto a ellos?” La respuesta era: “En el más allá, el Santo, ¡Bendito sea!, ordenará una danza para los justos en el Gan Edén y se sentará en medio de ellos y cada uno lo señalará diciendo: ese es nuestro Dios, a quien hemos esperado, gocemos de su salvación”.
Es sobre este trasfondo cultural donde se proyecta la parábola que nos viene presentada hoy. Notemos inmediatamente, sin embargo, que la perspectiva del reino de Dios anunciado por Jesús es notablemente diversa de la de los rabinos. Estos anunciaban un Gan Edén preparado para el más allá mientras que el banquete del reino de Dios anunciado por Jesús muestra su abundancia para el aquí y ahora: ésta es la condición nueva en la que entra inmediatamente quien acoge el don de su Espíritu, quien cree en su propuesta de felicidad, quien se fía de sus bienaventuranzas.
El ambiente de toda la parábola es de fiesta y alegría, pero surgen también, inesperados, dos momentos dramáticos: en mitad del relato hay una ciudad en llamas y, al final, un desafortunado viene expulsado fuera, a las tinieblas. Trataremos de comprender el significado de estas dos escenas, pero comencemos ante todo a identificar a los personajes.
La fiesta de bodas es la imagen bíblica del encuentro de amor entre Dios e Israel. En la parábola, el esposo es Jesús, Él es el Hijo, y la esposa es la humanidad entera, a la que, aun mostrando tantos aspectos poco atrayentes (odios, guerras, injusticias, lágrimas de inocentes…) Dios ama perdidamente.
El banquete representa la felicidad de los tiempos mesiánicos. Quien acoge la propuesta del evangelio y entra en el reino de Dios experimenta la más profunda y auténtica alegría. En la Biblia el reino de Dios no se compara con una iglesia donde todos rezan recogidos y devotos ni tampoco es imaginado como un convento donde no se oye el más mínimo ruido, donde ninguno disturba la meditación y el éxtasis del otro, sino como un banquete donde tiene lugar el encuentro de unos con otros, donde se come y se bebe a saciedad, se dialoga y se hace fiesta.
En la primera lectura el profeta ha prometido que Dios organizaría un banquete para celebrar la victoria sobre la muerte. La Pascua es el momento del triunfo de Dios y también el día en que se celebran las nupcias indisolubles entre Cristo y la humanidad. Desde el gran acontecimiento de la Pascua, no tiene ya sentido la tristeza, la desconfianza, el desánimo; todas las muertes han sido vencidas, todos los sepulcros han sido abiertos de par en par.
Los siervos encargados de llevar la invitación están divididos en tres grupos. Los dos primeros representan a los profetas del Antiguo Testamento, hasta Juan el Bautista. Éstos han llevado a cabo la tarea de preparar Israel a acoger a Jesús, el Esposo. No han tenido éxito. El tercer grupo indica a los apóstoles y a todos nosotros; los resultados obtenidos por estos últimos son decididamente mejores.
Los primeros invitados no han entrado en la fiesta, no han sido capaces de abandonar sus intereses, sus tierras y sus negocios (v. 5). No tenían necesidad de un banquete; se sentían saciados, pensaban que poseían ya todo lo necesario para una vida sin problemas. Representan a los guías espirituales de Israel, satisfechos de la estructura religiosa que se habían fabricado y que les ofrecía seguridad—según ellos—ante los hombres y ante Dios.
Aquellos que no toman conciencia de su propia pobreza, que no tienen hambre y sed de un mundo nuevo, no entrarán nunca en el reino de Dios, se adaptarán a la mezquindad con la que están acostumbrados a convivir. Solo los pobres están en grado de entender la gratuidad de Dios.
Los invitados recogidos en las plazas y a lo largo de los caminos son los hombres de todo el mundo. No es casual el hecho de que en el texto original no se hable de buenos y malos—como hacen muchas traducciones (v.10)—sino de malos y buenos, sin distinción; es más, dando la preferencia a aquellos que no tienen ningún mérito. Es una manera útil de hacer referencia a la completa gratuidad del amor de Dios y al hecho de que “cuando todavía éramos débiles, en el tiempo señalado, Cristo murió por los pecadores (Rom 5,6).
La presencia del bien y del mal en la iglesia es un tema tratado frecuentemente por Mateo. Quien entra en el reino de Dios no se convierte inmediatamente en perfecto, lleva consigo todas sus propias miserias, debilidades morales, enfermedades. El pueblo de Dios está compuesto por gente que es buena y mala, es un campo donde continúa creciendo juntamente el grano y la cizaña, es una red que arrastra toda clase de peces.
Es ésta una invitación a cultivar la comprensión por las debilidades humanas y a mantener las puertas de nuestras comunidades abiertas a todos. Los pobres, los marginados, aquellos que se sienten rechazados deben encontrar en la iglesia el lugar donde sentirse acogidos, comprendidos y estimados.
Antes de pasar a la segunda parte del pasaje, debe quedar clarificado el detalle de la ciudad en llamas (v. 7). Ha sido ciertamente añadido por Mateo en la parábola contada por Jesús; de hecho, el versículo interrumpe el relato y si se suprimiera, el hilo narrativo correría con más lógica. Es difícil imaginar un banquete que comienza y después, en mitad del mismo, se hace una guerra y al final…los majares están aún sobre la mesa y los invitados han estado esperando.
El evangelista ha querido hacer una relectura teológica de la destrucción de Jerusalén, que había tenido lugar mucho antes de que él escribiera el evangelio. Los primeros cristianos probablemente consideraban el trágico acontecimiento como un castigo de Dios a causa del rechazo del Mesías por parte de Israel.
Estamos ante una interpretación que hiere nuestra sensibilidad. Sabemos bien que Dios no es el responsable de nuestras insensateces. Se trata, pues, de un modo de expresión bastante arcaico, derivado del lenguaje del Antiguo Testamento donde frecuentemente son llamados castigos de Dios lo que, en realidad, es consecuencia del pecado. He aquí, por ejemplo, cómo Isaías explica las catástrofes que Israel mismo se buscó: “Porque rechazaron la ley del Señor Todopoderoso y despreciaron la palabra del Santo de Israel, por eso se enciende la ira de Dios contra su pueblo y extiende la mano para herirlo” (Is 5,24-25). No sería fidelidad al texto sacro, sino insensato fundamentalismo, repetir hoy estas expresiones que, en nuestra cultura, tienen muy diverso significado. Es pues necesario reformular las imágenes para hacerlas comprensibles al hombre de hoy.
Así podría ser propuesto hoy el mensaje: quien rechaza las urgentes invitaciones del Señor a participar en el banquete del reino de Dios, se auto-condena a la destrucción, verá la propia vida reducida a cenizas y, de todo lo que ha construido, no quedará al final sino ruinas humeantes (cf. 1 Cor 3,13).
Como siempre, sin embargo, Dios se sirve de los desastres provocados por el pecado para llevar adelante su proyecto de bien, haciéndolos entrar en su designio de salvación.
La destrucción del templo de Jerusalén y el rechazo del Mesías por parte de Israel favorecieron de hecho la entrada de los paganos en la iglesia. Los que entonces “vivían lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel, ajenos a la alianza y sus promesas, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef 2,12) ahora, con pleno derecho, se pueden sentar como comensales en el banquete. La conclusión es tan simple como conmovedora: “y la sala se llenó” (v. 10). No falta nadie, todos los hijos están reunidos en torno a la mesa del Padre, la fiesta puede empezar.
El telón podría caer sobre esta escena dulce y sugestiva, pero la parábola continua con un episodio que parece arruinarlo todo: el Rey entra en la sala, pasa revista a los invitados y arremete contra un pobre diablo que no viste la ropa adecuada; lo trata con una dureza inaudita e injustificada si se considera la poca importancia de la falta (vv. 11-13). Es como un jarro de agua fría sobre los que se hubieran dejado llevar por la alegría de la fiesta, quienes se quedan atónitos y boquiabiertos. ¿Cómo se explica esto?
Resulta evidente que esta parte del relato está desligada de la precedente: no concuerda con lo que ha sido afirmado; ¿por qué maravillarse que alguno no vista ropa nupcial si estos invitados han venido directamente de campos y caminos? Lo extraño sería encontrar a alguien vistiendo ropa de gala. Pero lo que desconcierta más es el desdoblamiento de personalidad del soberano. Se comporta como un esquizofrénico: primero, aparece generoso y bueno con los más desgraciados y a renglón seguido, por una falta de poca monta, se descompone y se convierte en terrible y cruel.
La explicación es bastante sencilla. La segunda parte de la parábola no tiene nada que ver con la primera, es simplemente una nueva parábola que debe ser interpretada sin referencia a la precedente. Es decir, el texto evangélico de hoy estaría compuesto por dos parábolas. El tema candente que el evangelista quiere resaltar en la segunda parábola es la posibilidad, aun para aquellos que han aceptado la invitación en entrar en el reino de Dios, de alejarse de la lógica evangélica. Éstos están abocados al fracaso como aquellos que han rechazo la invitación de entrar.
La vida nueva del cristiano es frecuentemente comparada en el Nuevo Testamento a un vestido nuevo, estrenado en el día del bautismo. No basta haber recibido el sacramento, es necesario asumir un comportamiento coherente. No puede uno presentarse con los harapos de la vida antigua: adulterios, deshonestidad, deslealtad, corrupción moral. No podemos contentarnos con poner un remiendo nuevo en un vestido viejo, es necesario renovar completamente el guardarropa, orientar la vida hacia nuevos valores. En cuanto al castigo infligido al hombre sin vestido nupcial, hay que tener en cuenta que esta manera dura de expresarse es típica de Mateo. Solo él emplea con frecuencia la expresión: “serán expulsados a las tinieblas de fuera” (Mt 8,12; 23,30); “Allí será el llanto y el crujir de dientes” (Mt 13,42-50; 23,30; 24,51…). Los otros evangelistas no emplean nunca este lenguaje.
Mateo escribe para judíos acostumbrados a ser exhortados y amonestados por sus predicadores con estas expresiones fuertes. Se trata de imágenes ligadas al tiempo y a la cultura del pueblo de Israel. Hay que tener siempre presente este hecho para no hacerse una imagen de Dios absurda y hasta blasfema: la de un Dios sin corazón y sin misericordia. El objetivo del evangelista es llamar la atención de los cristianos—de sus y de nuestras comunidades—acerca de la seriedad con que se deben tomar los compromisos bautismales.
La última frase: “Muchos (es decir, todos) son llamados, pocos los escogidos” (v. 14) no está ligada a ninguna de las dos parábolas precedentes. En ellas, los elegidos son muchos (casi todos) y pocos los rechazados (uno solo).
Estamos, en realidad, ante un “dicho” de Jesús pronunciado en un contexto diferente. Mateo lo ha inserido aquí para sacudir con una frase de impacto el torpor y la tibieza de algunos cristianos de sus comunidades. Viene interpretado con frecuencia como una indicación sobre el número limitado de los que entrarán en el paraíso. Jesús no está hablando aquí del paraíso, sino del reino de Dios, del mundo nuevo en el que se entra aceptando y comprometiéndose con su propuesta de vida. Todos están invitados, pero pocos tienen la valentía de dar el paso definitivo. La mayoría duda, intenta, vacila, titubea, no están convencidos del todo que dentro encontrará una mesa abundante, no son capaces de renuncia a la seguridad que les da lo que ya poseen. Jesús pone en guardia acerca del riego de perder un tiempo precioso: se podría llegar con retraso, cuando los demás estén ya con el postre y la fruta.
Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini con el comentario para el evangelio de hoy en: http://www.bibleclaret.org/videos