
Comentario de las lectura
31º Domingo del Tiempo Ordinario – 5 de noviembre de 2017 – Año A
Devotos y religiosos, pero lejos de Dios
Introducción
En tiempos de Jesús había muchas sectas judías; algunas también se mencionan en los Evangelios: los saduceos, los herodianos, los fariseos, los esenios, los zelotes…. Todas ellos desaparecieron, excepto la de los fariseos que sobrevivieron a la destrucción del Templo en Jerusalén y la catástrofe del año 70 d.C. Sin los fariseos, Israel dejaría de existir.
Cuando oímos hablar de ellos, resuena inmediatamente en nuestros oídos las invectivas de Jesús: “¡Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas!”. Pero ¿eran en realidad los miembros de esta secta un receptáculo del mal y la maldad? El pueblo los veneraba por su conocimiento de las Sagradas Escrituras y su austeridad ascética, eran considerados legítimos maestros, líderes iluminados y, sin su apoyo, no era posible ganar la simpatía y el consentimiento de la gente.
Fieles a Dios y respetuosos de todas las leyes morales, que observaban escrupulosamente y sin quejas, tendrían que haber sido el grupo religioso más cercano a Jesús, pero en vez se convirtieron en uno de sus opositores más feroces. ¿Por qué?
Algunos de ellos –quizás muchos– se convirtieron desde los primeros años de la iglesia (He 15,5), pero al entrar en la comunidad cristiana, trajeron con ellos la mentalidad legalista, el formalismo religioso, el rigor moral, la convicción de salvarse por sus buenas obras y, sobre todo, una imagen de juez severo y estricto de Dios, incompatible con el Dios predicado por Jesús.
Los fariseos no desaparecieron, los fariseos no van a desaparecer, porque un “fariseo” se oculta en cada discípulo y, cuando emerge, extiende su levadura de muerte, una levadura contra la que debemos estar en guardia (Mt 16,6).
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“El fariseo es devoto, religioso, sin culpa, y sin embargo, paradójicamente, lejos de Dios”.
Primera Lectura: Malaquías 1,14b–2,2b.8-10
Primera Lectura: Malaquías 1,14b–2,2b.8-10
Yo soy el Gran Rey y mi nombre es respetado en las naciones –dice el Señor Todopoderoso–. 2,1: Y ahora les toca a ustedes, sacerdotes: 2,2: Si no me obedecen maldeciré sus bendiciones, las maldeciré porque no hacen caso. 2,8: Pero ustedes se apartaron del camino, hicieron tropezar a muchos con su doctrina, y pervirtieron la alianza con Leví –dice el Señor Todopoderoso–. 2,9: Por eso yo los haré despreciables y viles ante todo el pueblo, por no haber seguido mis caminos y por no tratar a todos por igual cuando enseñan a la gente. 2,10: ¿No tenemos todos un solo padre?, ¿no nos creó un mismo Dios?, ¿por qué uno traiciona a su hermano profanando la alianza de nuestros antepasados? – Palabra de Dios
El autor del libro de Malaquías vive en una época de decadencia religiosa.
Regresados de Babilonia, los israelitas se comprometieron, aunque de mala gana, en la reconstrucción del templo, pero luego, a causa de las graves dificultades que encontraron, se dejaron llevar por el desaliento; perdieron la confianza en Dios, olvidaron la oración, cayeron en la apatía religiosa. La consecuencia fue el deterioro de la vida moral: la corrupción reina en todos los ambientes, se cometen injusticias, se multiplicar los divorcios, los que explotan a los trabajadores. Muchos se resignan, pero un profeta anónimo –al que podemos llamar Malaquías, que significa “ángel del Señor”– interviene para poner medidas para remediar la deplorable situación. Primero identifica a los responsables: son los sacerdotes del templo, culpables de graves delitos.
La acusación del profeta comienza con la denuncia de su infidelidad en el desempeño de la función religiosa.
Se ofrecían al Señor animales ciegos, corderos cojos, cabritos enfermos, animales robados (Mal 1,8-14). Es cierto que, a diferencia de los ídolos paganos, el Dios de Israel nunca ha pedido sacrificios y holocaustos. Por la boca del salmista dijo: “No tomaré un novillo de tu casa ni los chivos de tus rebaños. Si tuviera hambre te lo diría, porque es mío el orbe y cuanto contiene” (Sal 50,9.12).
Sin embargo, incluso los regalos inútiles (y hacemos muchos) expresan sentimientos y emociones y, si se hacen, deben ser elegidos cuidadosamente.
Ofreciendo víctimas defectuosas, lisiados y deformes, los sacerdotes trataron de ganar, jugaban al ahorro y percibían beneficios de las donaciones de los fieles; pero con esto le daban a la gente la idea de que Dios era insignificante, mezquino y que uno podía burlarse de él.
La lectura comienza con una intervención solemne del Señor, que se presenta en toda su majestad, “Yo soy el Gran Rey y mi nombre es respetado en las naciones” (Mal 1,14). Es la imagen de la opinión que el hombre debe tener de Dios, si uno no quiere replegarse sobre sí mismo y sobre su propia mezquindad.
El castigo que le espera a los sacerdotes por haber dado a la gente una imagen tan distorsionada de Dios es grave: se verán privados de la más agradable, quizás la más popular de sus funciones, la ser mediadores de las bendiciones del Señor. Sus bendiciones no sólo serán ineficaces, sino que se convertirán en maldiciones (v. 2).
En la segunda parte de la lectura (vv. 8-10) los sacerdotes han sido acusados de un delito aún mayor. “Labios sacerdotales –dice Malaquías– han de guardar el saber y en su boca se busca la doctrina” (v. 7), pero, en lugar de señalar a la gente, como era su deber, el camino de la vida, se han desviado del camino correcto y, con su doctrina hicieron tropezar a muchos que se les habían confiado.
Para proteger a las personas sencillas de este engaño, Dios interviene, expone su hipocresía y promete: Yo te haré “despreciables y viles ante todo el pueblo”, me aseguraré de que nadie los estime, que nadie los respeten.
Segunda Lectura: 1 Tesalonicenses 2,7b-9.13
Hermanos: Nos portamos con ustedes con toda bondad, como una madre que acaricia a sus criaturas. 2,8: Sentíamos tanto afecto por ustedes, que estábamos dispuestos a entregarles no sólo la Buena Noticia de Dios, sino también nuestra propia vida: tanto los queríamos. 2,9: Recuerden, hermanos, nuestro esfuerzo y fatiga: noche y día trabajamos para no serles una carga mientras les proclamábamos la Buena Noticia de Dios. 2,10: Ustedes son testigos y también Dios del trato santo, justo e irreprochable que mantuvimos con ustedes, los creyentes; 2,11: saben que tratamos a cada uno como un padre a su hijo, 2,12: exhortándolos, animándolos, exigiéndoles a llevar una vida digna de Dios, que los llamó a su reino y gloria. 2,13: Por eso también nosotros damos siempre gracias a Dios, porque, cuando escucharon la Palabra de Dios que les predicamos, la recibieron, no como palabra humana, sino como realmente es, Palabra de Dios, que actúa en ustedes, los creyentes. – Palabra de Dios
En estos pocos versículos Pablo describe su comportamiento como mensajero del Evangelio.
La primera característica de su apostolado está descrita con una imagen en movimiento: Para ustedes, Tesalonicenses –dice– tuve la bondad de una madre (v. 7), con ustedes nunca tuve actitudes duras o arrogantes, sino siempre llena de dulzura y estaría incluso dispuesto a darles mi propia vida (v. 8).
El segundo elemento que califica la acción apostólica Pablo es el desinterés. Con justificado orgullo, recuerda que él predicó el evangelio de forma gratuita: “Noche y el día trabajamos para no ser una carga mientras les proclamábamos la Buena Noticia de Dios” (v. 9).
Los siguientes versículos no están incluidos en la lectura de hoy (y lo siento porque ponen de manifiesto un aspecto a menudo mal entendido de la personalidad de Pablo: su ternura de ánimo). Después de recordarles a los tesalonicenses de haberse portado con ellos como una madre, les dice que también fue un padre: “Saben que tratamos a cada uno como un padre a su hijo, exhortándolos, animándolos, exigiéndoles a llevar una vida digna de Dios, que los llamó a su reino y gloria”. (vv. 11-12). Las madres alimentan a sus hijos y Paul alimenta a los Tesalonicenses con el alimento de la Palabra de Dios; los padres educan y Pablo les instruyó con su ejemplo, no solo exhortando con palabras, sino también practicando él primero lo que les enseñaba. Sin temor a equivocarse, por lo tanto, puede decir: “Ustedes son testigos y también Dios del trato santo, justo e irreprochable que mantuvimos con ustedes” (v. 10).
¿Cómo respondieron los Tesalonicenses a su cuidado? LO revela el último versículo de la lectura: “Cuando escucharon la Palabra de Dios que les predicamos, la recibieron, no como palabra humana, sino como realmente es, Palabra de Dios” (v. 13).
Esta declaración resume las tres etapas del viaje que lleva a la fe: es en primer lugar la proclamación de la palabra de Dios, que no se comunica por medio de ángeles o por visiones, sino a través de mensajeros humanos, como Pablo. Luego viene el escuchar y, finalmente, la adhesión a esta palabra, aunque transmitida por los hombres, que es realmente la palabra de Dios. El apóstol se aplica a sí mismo las palabras de Jesús:. “El que a ustedes escucha, a mí me desprecia; y quien a mí me desprecia, desprecia al que me envió” (Lc 10,16).
El texto ofrece varios puntos de reflexión a los que llevan a cabo el ministerio de la Palabra (los apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros, Efesios 5,11). Se les pide que sirvan a la comunidad con amor, dulzura, con el amor de una madre; de ser modelos de vida, comportándose de manera ejemplar, como padres; de prestar sus servicios desinteresadamente, sin buscar ninguna ventaja material.
Evangelio: Mateo 23,1-12
En aquel tiempo, Jesús, dirigiéndose a la multitud y a sus discípulos, 23,2: dijo: En la cátedra de Moisés se han sentado los letrados y los fariseos. 23,3: Ustedes hagan y cumplan lo que ellos digan, pero no los imiten; porque dicen y no hacen. 23,4: Atan fardos pesados, [difíciles de llevar,] y se los cargan en la espalda a la gente, mientras ellos se niegan a moverlos con el dedo. 23,5: Todo lo hacen para exhibirse ante la gente: llevan cintas anchas y flecos llamativos en sus mantos. 23,6: Les gusta ocupar los primeros puestos en las comidas y los primeros asientos en las sinagogas; 23,7: que los salude la gente por la calle y los llamen maestros. 23,8: Ustedes no se hagan llamar maestros, porque uno solo es su maestro, mientras que todos ustedes son hermanos. 23,9: En la tierra a nadie llamen padre, pues uno solo es su Padre, el del cielo. 23,10: Ni se llamen jefes, porque sólo tienen un jefe que es el Mesías. 23,11: El mayor de ustedes que se haga servidor de los demás. 23,12: Quien se alaba será humillado, quien se humilla será alabado. – Palabra del Señor
Si leemos todo el capítulo del cual se extrae este pasaje, no podemos menos de quedarnos perplejos por el lenguaje duro utilizado por Jesús. Como un canto triste vuelve a los labios, siete veces, la invectiva: “¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas”. No estamos acostumbrados a oír a Jesús dirigirse a personas de esta manera y tenemos también la impresión de que sus amenazas son excesivas. No parece que a los escribas y fariseos se le pudiesen culpar a todos los delitos que se les atribuyen. Estaban orgullosos y felices de su justicia, la ostentaban delante de todos, pero es difícil reconocerlos en la descripción polémica que de ellos hace Mateo. Pablo, educado según la espiritualidad de esta escuela, se jactaba de ser “fariseo respecto a la ley, irreprensible en cuanto al cumplimiento de la ley” (Fil 3,4-6); “Como fariseo –declaraba– yo pertenecía a la secta más estricta de nuestra religión” (Hch 26,5) y escribió a los romanos: “Doy testimonio a su favor de que sienten fervor por Dios” (Rom 10,2).
Por último, incluso si fuera cierta la presentación que se hace de ellos, nos preguntamos qué sentido tiene para hoy para la meditación de los cristianos la larga lista de cargos contra los fariseos de hace dos mil años.
Es importante tener en cuenta el género literario de esta página, si no se quiere perder el mensaje de que no está dirigido a los Judíos de la época de Jesús, sino a las comunidades cristianas de hoy. Las palabras del Maestro son duras porque el peligro denunciado es grave. El “fariseo” es un personaje típico: representa una forma de pensar, juzgar, actuar frente al Evangelio; los pensamientos y las creencias de los fariseos se infiltran sutilmente entre los discípulos y se asimilan fácilmente.
Para comprender correctamente este texto, comprobamos primero a quién habla Jesús, a quién dirige sus siete, terribles “Ay”. La respuesta parece obvia: los destinatarios son los escribas y fariseos de su tiempo. Pero no es así. Desde el primer versículo del capítulo queda claro que Jesús está hablando a “las multitudes y a sus discípulos”; éstos son los que corren en riesgo de comportarse como “fariseos”. Ahora se nos llama a nosotros para oír sus reproches.
El texto que se está proponiendo hoy no incluye la parte más difícil de su discurso, el de los siete “¡Ay de ustedes” exponen, en un crescendo dramático, las contradicciones de la conducta farisaica: de cerrar del reino de los cielos delante de los hombres, de no entrar e impedir que otros accedan a ella, hasta aquella que mata a los profetas (vv. 13-32). Sin embargo, estos pocos versos son suficientes para identificar algunos aspectos característicos del fariseísmo y verificar, como en un espejo, dónde y cómo el fariseismo persiste en nuestras comunidades.
Es un fariseo, en primer lugar, el que ocupa una silla que no es suya (v. 2).
En la sinagoga de Corozaín se encontró un asiento de basalto, aparentemente servía al escriba encargado de explicar las Escrituras. En cada sinagoga había uno similar y era llamado “la cátedra de Moisés”, porque se creía que, en las palabras del rabino que estaba sentado allí, el mismo Moisés enseñaba la ley al pueblo.
Jesús usa la imagen de esta silla para delinear la primera característica negativa de pertenencia a la secta de los fariseos: el abuso de autoridad.
En el libro de Deuteronomio se afirma que los sucesores de Moisés –los encargados de transmitir al pueblo la palabra de Dios– son los profetas (Dt 18,15.18). Pero cuando, en los últimos siglos antes de Cristo, los profetas desaparecieron, su lugar fue ocupado de inmediato y de manera ilegal por los escribas. Así de la profecía se pasó a los prescripciones y disposiciones de los rabinos, que los hacían pasar como “palabra y voluntad de Dios”.
Quien hoy reduce la relación con el Señor a la observancia de las normas y preceptos, quien sustituye la profecía con los códigos de leyes, los que predican un legalismo que ahoga la espontaneidad y quita la alegría de ser siempre amado y aceptado por Dios está perpetuando espiritualidad farisaica.
El v. 3 sorprende ya que parece hablar positivamente de la autoridad moral de los fariseos que, en el resto del evangelio, se critica de manera sistemática: “Cuidado con la doctrina de los fariseos”, Jesús recomienda a sus discípulos (Mt 16,12). Aquí, por lo tanto, no puede instar a asimilar sus enseñanzas. El versículo debe entenderse en un sentido irónico, diciendo: “Sigan, sigan bien su discurso vacío y absurdo y pronto se darán cuenta de qué lejos están de Dios”.
Por tanto, se evidencia aquí la segunda característica del fariseo, la incoherencia. Fariseo es alguien que dice y no hace, se presenta como persona piadosa, habla bellos discursos sobre el amor, la paz, el respeto de los demás, pero hábilmente evita involucrarse con estas declaraciones de principios.
Son oportunas las declaraciones solemnes bien articuladas, pero también hay que estar atentos para no caer en los errores en los que se denuncian. Son nobles las peticiones de perdón por los crímenes del pasado, pero también deben ser conscientes de que, de estas mismas raíces, está la savia y la fuerza del mal y la conducta reprobable hoy.
La tercera característica de los fariseos es cargar cargas insoportables sobre los hombros de la gente (v. 4). Cometen un error con consecuencias devastadoras: reducen la fe y el amor de Dios a la práctica de la religión; predican la fidelidad a los preceptos, observando los cuales –dicen– se puede tranquilamente sentirse a gusto y en paz con el Señor. Pero de esta manera se lanza al hombre a un círculo vicioso: leyes, transgresiones inevitables, los ritos de purificación, luego nuevas leyes, cada vez más estrictas, detalladas, rigurosamente interpretadas con el resultado de quitar el aliento, de hacer la vida imposible, de causar ansiedades en lugar de conducir a la paz interior. Nace la religión judía representada por tinajas de piedra vacías, es la fiesta de la boda sin vino, sin alegría porque carece del ímpetu de amor a Dios, libre y confiad (Jn 2,1-11).
Los escribas que han impuesto estas leyes no mueven ni un dedo para ayudar a las personas, aplastadas por el peso de estos preceptos. “No queremos mover ni un dedo,” no tienen en cuenta las circunstancias reales, no sugieren interpretaciones menos rígidas, no invitan a buscar lo esencial (v. 4). Jesús se conmueve frente a esta situación e interviene para librar a la gente de una carga que se hizo insoportable: “Vengan a mí –dice– los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré….” (Mt 11,28-30). Es una invitación a tomar sobre sí un solo yugo, dulce y ligero, el del amor. Incluso Pablo recomienda: “Que la única deuda que tengan con los demás sea la del amor mutuo” (Rom 13,8).
Quien hoy intenta imponer a la gente “cargas absurdas e intolerables”, quien dicta normas arbitrariamente, los que se preocupan por las minucias que Jesús no ha acentuado, quien filtra el mosquito y se traga el camello (Mt 23,24) actúa como un fariseo.
La cuarta característica de los fariseos es el exhibicionismo (vv. 5-7), el deseo de aparentar. Esta costumbre estaba profundamente arraigada, por eso Jesús la denuncia a menudo: “¿Cómo pueden creer –dice una vez– si viven pendientes del honor que se dan unos a otros, en lugar de buscar el honor que sólo viene de Dios?” (Jn 5:44) y llama hipócritas a los que practican las buenas obras delante de los hombres, para ser vistos, los que rezan de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles para ser vistos, los que ayunan con aire melancólico, para que todos se den cuenta de que se están mortificando (Mt 6,1.5.16).
En el pasaje de hoy se describen otros trucos con los que los fariseos tratan de obtener el reconocimiento, el lugar de honor en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas: llevan cintas anchas y flecos llamativos en sus manos durante la oración.
Hoy en día el deseo de atraer la atención de la gente, el deseo de tener las cámaras enfocándolos, no ha desaparecido. Se pretende subrayar y publicitar el bien que haces y te molesta cuando esto no sucede. Podemos decir con seguridad que no todos los cristianos hacen buenas acciones con la esperanza de que nadie lo note, haciendo todo lo posible para garantizar que “la izquierda no sepa lo que hace la derecha” (Mt 6,3).
En la última parte del Evangelio de hoy (vv. 8-12) se presenta la imagen de la comunidad cristiana auténtica, aquella en la que todas las formas de superioridad y la desigualdad se han eliminado. Es lo contrario de la sociedad, tanto civil como religiosa, donde están reconocidas y aprobadas las clases, la discriminación, las distinciones entre los superiores y los súbditos.
Hay temas temas que consideramos importantes y a los cuales Jesús, sin embargo, les dio poca importancia, pero en el tema de los primeros lugares, los títulos honoríficos, la inclinación, el besamanos, la adulación es de una claridad, y de una radicalidad y una tal insistencia que se hace evidente que llevaba esta preocupación en su corazón, era una parte central de su mensaje.
Surge entre los discípulos en la última cena, la discusión sobre cuál de ellos era el mayor. Él les dijo: “Los reyes de los paganos los tienen sometidos y los que imponen su autoridad se hacen llamar benefactores. Ustedes no sean así; al contrario, el más importante entre ustedes compórtese como si fuera el último y el que manda como el que sirve” (Lc 22,25-26).
Es la inversión de los criterios de este mundo. Jesús está tan preocupado que estos criterios podrían resurgir o que se mezclen en la comunidad cristiana, que prohíbe explícitamente el uso incluso aparentemente inocuo, de títulos honoríficos. Recuerde tres, los que se utilizaban en su tiempo por el pueblo para las personas honradas y respetadas: Rabí (que significa “mi gran”), padre (que significa “modelo de vida y comportamiento”) y maestro (es decir, “guía espiritual”).
Es inútil elaborar interpretaciones reductivas y conciliadoras o disquisiciones sutiles, para intentar justificarlos. Jesús ha hablado de manera inequívoca; sus palabras están entre las más claras y quizás incluso entre las más importantes. Hoy no sería menos rígido en este punto, era demasiado alérgico al “fariseísmo” y no iba a tolerar que, entre sus discípulos, se infiltrarse incluso la apariencia de tal comportamiento.
En la comunidad cristiana los únicos títulos bendecidos son: hermano, hermana, discípulo, siervo y aquellos que indican un ministerio, un servicio; otros deben ser prohibidos y deben suscitar inquietud no sólo en aquellos que lo dicen, sino también en aquellos que lo reciben. No es casualidad que en los Padres Apostólicos (entonces y hasta mediados del siglo II d.C.), el término “padre” sea reservado para Dios y es significativo que, a finales del siglo IV d.C., Jerónimo observa: “El Señor advirtió de no llamar padre a nadie, sino sólo a Dios. No entiendo a los que han autorizado a los superiores de los monasterios para que sean llamados ‘Abad’, o cómo podemos permitir que alguien llame de esta manera”.
Las últimas palabras del Evangelio de hoy reproducen en síntesis todo el mensaje expuesto: “El mayor de ustedes que se haga servidor de los demás; quien se alaba será humillado, quien se humilla será alabado” (v. 11).
Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini con el comentario para el evangelio de hoy: http://www.bibleclaret.org/videos