
Comentario de las lectura
4° Domingo de Adviento – 24 de diciembre de 2017 – Año B
¿De qué mesías vendrá la salvación?
Introducción
El mesianismo está enraizado en nosotros más de cuanto imaginamos. Es alimentado por el desconcierto y la angustia que experimentamos frente a un mundo lleno de contradicciones, tragedias y muerte, y es mantenido vivo por la trepidante espera de la intervención de alguien que lo pueda cambiar radicalmente.
Cada época ha tenido su mesianismo.
Los hombres del Renacimiento estaban convencidos de haber puesto fin al sueño medieval, a un milenio marcado por la ignorancia y la barbarie, y de haber dado comienzo a la edad de oro con la recuperación de los valores clásicos. Después vino el mesianismo de la ciencia, creadora del progreso y del desarrollo; se la consideraba capaz de resolver todos los problemas, a excepción de la muerte. En el 1700, los iluminados creían haber encendido la luz de la razón después de siglos de obscurantismo en los que los hombres se habían dejado guiar acríticamente por verdades supuestamente reveladas por el cielo y traducidas en dogmas. Después, brotaron los mesianismos ideológicos de la justicia, de la libertad, de la democracia, todos ellos portadores de instancias humanitarias sin ninguna referencia a Dios, las cuales, convirtiéndose en ídolos, se revolvieron contra el hombre.
Todas las ideologías se han desvanecido y el mundo sigue esperando a un salvador. La necesidad de cambio provoca en algunos la impaciencia que lleva fácilmente al fanatismo y al recurso a la violencia, en otros produce resignación y el repliegue sobre el estrecho interés privado.
Existe un mesías que emerge cada vez que los sabios, los vencedores, los dominadores de este mundo se ven obligados a admitir el propio fracaso; propone un reino de paz y de justicia que, según la sabiduría de este mundo, no se realizará nunca. Y sin embargo, un mensajero celeste lo ha garantizado: Él es el mesías de Dios y el mundo nuevo será llevado a cumplimiento porque “nada es imposible para Dios”.
Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“El hijo de la Virgen María es el único mesías que nunca me ha desilusionado”.
Primera Lectura: 2 Samuel 7,1-5.8-12.16
7,1: Cuando David se estableció en su casa y el Señor le dio paz con sus enemigos de alrededor, 7,2: dijo el rey al profeta Natán: Mira, yo estoy viviendo en una casa de cedro, mientras el arca de Dios vive en una tienda de campaña. 7,3: Natán le respondió: Ve a hacer todo lo que tienes pensado, que el Señor está contigo. 7,4: Pero aquella noche recibió Natán esta Palabra del Señor: 7,5: —Ve a decir a mi siervo David: Así dice el Señor: ¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? 7,8: Y ahora, di esto a mi siervo David: Así dice el Señor Todopoderoso: Yo te saqué del campo de pastoreo, de andar tras las ovejas, para ser jefe de mi pueblo, Israel. 7,9: Yo he estado contigo en todas tus empresas; he aniquilado a todos tus enemigos; te haré famoso como a los más famosos de la tierra; 7,10: daré un puesto a mi pueblo, Israel: lo plantaré, para que viva en él sin sobresaltos, sin que los malvados vuelvan a humillarlo como lo hacían antes, 7,11: cuando nombré jueces en mi pueblo, Israel. Te daré paz con todos tus enemigos, y, además, el Señor te comunica que te dará una dinastía. 7,12: Y cuando hayas llegado al término de tu vida y descanses con tus antepasados, estableceré después de ti a un descendiente tuyo, nacido de tus entrañas, y consolidaré su reino. 7,16: Tu casa y tu reino durarán para siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre. – Palabra de Dios
No fueron fáciles ni tranquilos los últimos años de la vida de David. El reino, construido a precio de tanta sangre, permanecía todavía unido, pero ya comenzaban a surgir las primeras señales de conflictos que estaban a punto de estallar entre las tribus del norte y las del sur. La fuerza y el prestigio del gran soberano, ya en declive, no eran suficientes para contener las tensiones. Los pueblos vecinos, los amonitas y moabitas, subyugados por la violencia, obligados a pagar exorbitantes tributos y sometidos a trabajos forzados (cf. 2 Sam 12,31) solo esperaban el momento oportuno para comenzar de nuevo las hostilidades y librarse del yugo insoportable. La preocupación mayor de David, sin embargo, era su familia, la rivalidad entre sus hijos: Amnón, el amado primogénito, había sido asesinado por su hermano Absalón quien, a su vez, habiéndose rebelado contra el padre, había sido matado por Joab. Otro hijo, Chiliab, es probable que hubiera muerto en las mismas reyertas familiares. El reino debería haber pasado a Adonías, el cuarto hijo, pero las intrigas de la ambiciosa Betsabé indujeron a David a designar a Salomón como su sucesor. La lucha por el trono se concluyó con un nuevo crimen, la muerte de Adonías por orden de Salomón.
Es en este ambiente donde viene colocado el pasaje que nos propone hoy la primera lectura y que constituye el núcleo de toda la historia de David, y el punto de referencia de toda la restante historia de Israel.
Con el fin de reforzar la unidad del reino, David pensó construir un templo al Señor pero, para llevar a cabo un proyecto de tal envergadura, era necesaria la aprobación y el apoyo de Natán, el único que con su autoridad moral podía convencer al pueblo a colaborar en la empresa. Asumiendo una actitud devota, propia de los israelitas más piadosos, David le comunicó sus intenciones: “Mira, yo estoy viviendo en una casa de cedro, mientras que el Señor habita en una tienda de campaña” (v. 2).
Un poco sorprendido, Natán se dejó convencer y aprobó la idea, pero aquella misma noche, pensándolo mejor, se dio cuenta de que los sacrificios exigidos al pueblo eran ya demasiados y que no era el momento de comenzar una construcción semejante. Al día siguiente, se dirigió espontáneamente al soberano y le comunicó la revelación que había recibido de Dios. En la versión del episodio que nos da el libro de las Crónicas, viene referida también la razón aducida por el profeta: “Tú has derramado mucha sangre y combatido en grandes batallas. No edificarás un templo en mi honor porque has derramado mucha sangre en mi presencia” (1 Cr 22,8-10).
Después de haberle negado el permiso de construir el templo, Natán pensó que había llegado el momento de dar una respuesta a otra angustiosa preocupación del soberado: ¿Cuál sería el destino de la dinastía? David sabía que existían todas las premisas para que, después de su muerte, se desencadenara en su familia una lucha sin cuartel por la posesión del trono. Los enemigos ciertamente se aprovecharían y eso podría significar el fin de la joven dinastía.
Natán hace al rey una promesa inaudita: no serás tú quien le construya una casa a Dios, sino que será Él quien te construirá una casa, estable, sólida, eterna (vv. 11-16).
En la Biblia el término casa no indica solamente el edificio material, sino también la estirpe, la posteridad y es en este sentido que lo usa el profeta. En nombre de Dios le aseguró a David que su sucesor sería un hijo suyo y que su dinastía nunca sería aniquilada.
Conocemos dinastías que se han mantenido en el poder por centenares, incluso miles de años, pero al fin han desaparecido. Quien hubiera oído a Natán pronunciar el oráculo lo habría tomado como una piadosa mentira, en deferencia al viejo soberano. Por boca del profeta, sin embargo, Dios estaba empeñando su fidelidad a una solemne promesa: la dinastía davídica duraría para siempre. Es así como Israel la entendió y, en los momentos más difíciles, fue la promesa el punto de referencia, en la certeza de que el Señor cumpliría su palabra.
Un triste día de Julio del 587 a.C. ocurrió un hecho dramático: los babilonios destruyeron la ciudad de Jerusalén y pusieron fin al reino davídico. No se trató solamente de una derrota militar, sino sobre todo de una dura prueba para la fe del pueblo que se preguntaba: “¿Se ha olvidado, quizás, el Señor de su promesa?”.
Fueron años de desconcierto hasta que Israel, por fin, logró convencerse de que la palabra de Dios es irrevocable. Debía mirar hacia el futuro, esperar la venida de un descendiente de David, de aquel que recibiría del Señor un reino eterno. Fue el comienzo de la espera mesiánica.
El cumplimiento de la profecía superó todas las expectativas. Tanto David como Natán soñaban con un reino de este mundo, pero el Señor no se adecua a los proyectos del hombre que son siempre mezquinos; los desmonta y los substituye con los suyos y nos pide que los aceptemos con confianza.
Dios hizo surgir en la familia de David a un rey, Jesús, hijo de María. Israel esperaba un conquistador de imperios, el Señor respondió enviando a un niño débil, pobre, indefenso.
¡Bienaventurados aquellos que, como María, saben entenderlo y acogerlo!
Segunda Lectura: Romanos 16,25-27
16,25: Al que tiene el poder de confirmarlos según la Buena Noticia que yo anuncio proclamando a Jesucristo, según el secreto callado durante siglos 16,26: y revelado hoy y, por disposición del Dios eterno, manifestado a todos los paganos por medio de escritos proféticos para que abracen la fe, 16,27: a Dios, el único sabio, por medio de Jesucristo, sea dada la gloria por los siglos de los siglos. Amén. – Palabra de Dios
El término misterio significa para Pablo el plan de salvación que, desde toda la eternidad, Dios tiene en mente y que, progresivamente, ha sido revelado a los hombres (v. 25).
Dios ha comenzado a desvelarlo desde la creación: el mundo llevado por Él a la existencia mediante la palabra –Y Dijo Dios…– ha quedado “impregnado”, en cierta manera, de esta palabra divina y es capaz de comunicarla a quien lo contemple con ojos limpios y corazón puro. Desde el principio, de hecho, Dios “nunca dejó de manifestarse como bienhechor, enviándoles lluvias desde el cielo, buenas cosechas, alimentándolos y teniéndolos contentos” (Hch 14,17).
Ha hablado después con mayor claridad por medio de los profetas, enviados para iluminar a su pueblo (v. 26).
Finalmente, en Cristo, ha llevado a cumplimiento su revelación: “En esta etapa final nos ha hablado por medio de su hijo. Él es el reflejo de su gloria, la imagen misma de lo que Dios es” (Heb 1,1-3).
Cuando Jesús ha exclamado en la cruz “Todo se ha cumplido” (Jn 19,30), no quería decir: “aquí termina todo para mí”, sino: “este es el momento más glorioso de mi vida”, en el que el Padre ha manifestado hasta donde llega su amor por el hombre; Jesús ya no tiene nada que añadir, el “misterio” ha sido plenamente desvelado.
En los pocos versículos del pasaje de hoy, con los que se concluye la Carta a los romanos, Pablo da gracias a Dios por esta revelación. Ahora está claro que Dios tiene proyectos de paz y de salvación para todo hombre y quiere que todos seamos, en Cristo, “un solo hombre nuevo”, destruyendo toda clase de enemistad (cf. Ef 2,14-18).
Evangelio: Lucas 1,26-38
1,26: El sexto mes envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, 1,27: a una virgen prometida a un hombre llamado José, de la familia de David; la virgen se llamaba María. 1,28: Entró el ángel a donde estaba ella y le dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. 1,29: Al oírlo, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué clase de saludo era aquél. 1,30: El ángel le dijo: No temas, María, que gozas del favor de Dios. 1,31: Mira, concebirás y darás a luz un hijo, a quien llamarás Jesús. 1,32: Será grande, llevará el título de Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, 1,33: para que reine sobre la Casa de Jacob por siempre y su reino no tenga fin. 1,34: María respondió al ángel: ¿Cómo sucederá eso si no convivo con un hombre? 1,35: El ángel le respondió: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el consagrado que nazca llevará el título de Hijo de Dios. 1,36: Mira, también tu pariente Isabel ha concebido en su vejez, y la que se consideraba estéril está ya de seis meses. 1,37: Pues nada es imposible para Dios. 1,38: Respondió María: Yo soy la sirvienta del Señor: que se cumpla en mí tu palabra. El ángel la dejó y se fue. – Palabra del Señor
Desde los primeros siglos, el saludo del ángel a María ha inspirado a multitud de artistas cristianos y es un tema figurativo presente en cada iglesia. Las “anunciaciones” del Beato Angélico destilan gracia y dulzura; celebérrima es la de Simone Martini con el ángel Gabriel, criatura incorpórea, que casi se disuelve en la luz del fondo dorado, mientras que María, turbada, se retrae sin perder la serenidad de su espléndido rostro. Son encantadoras las sensaciones suscitadas por estas obras maestras, como es intensa la emoción que se siente leyendo esta página evangélica. No obstante, después de un primer acercamiento al misterio sublime de la encarnación del Hijo de Dios, es necesario proceder a la búsqueda del mensaje que el evangelista quiere trasmitirnos. Para que esto sea posible, hay que separar, ante todo, el relato de Lucas de los evangelios apócrifos en que aparecen muchos detalles legendarios que, a partir del siglo V, los artistas han reproducido en sus lienzos. A continuación, hay que precisar con exactitud el género literario del relato, poniendo en evidencia de que no tiene nada que ver con las fábulas.
Partamos de una constatación: no es la primera vez que en la Biblia viene anunciado el nacimiento extraordinario de un niño y si se confrontan estas anunciaciones, queda claro que los personajes llamados a desarrollar una misión extraordinaria nacen frecuentemente de manera anormal. Isaac es concebido cuando su madre, estéril, tiene noventa años y su padre, Abrahán, cien (cf. Gn 17,17); la madre de Sansón (cf. Jue 13,3) y la de Samuel (1 Sam 1,5) son estériles; los padres del Bautista son viejos e Isabel es estéril; no sorprende que en los evangelios apócrifos el nacimiento de María sea presentado según el mismo esquema: Ana y Joaquín son viejos y ella es estéril. También el nacimiento de Jesús ocurre de modo extraordinario: María es virgen y no ha tenido relaciones con su marido.
La Biblia pone de relieve el componente prodigioso de estos nacimientos para mostrar que no fueron fruto natural de la fecundidad humana, sino un don del cielo. La salvación, la liberación o la esperanza que estos personajes son destinados a introducir en el mundo, provienen de Dios.
Si a estos anuncios de nacimientos extraordinarios añadimos también las vocaciones de Moisés (cf. Ex 2,2-12), de Gedeón (cf. Jue 6,12-22) descubrimos otro dato significativo: todos estos relatos están estructurados de la misma manera, siguen el mismo esquema, contienen los mismos elementos, en una palabra, se asemejan los unos a los otros como ladrillos salidos del mismo molde. En primer lugar, es introducido en escena el ángel del Señor; después, el destinatario del mensaje experimenta miedo o turbación; el ángel anuncia el nacimiento de un niño, indicando el nombre y especificando la misión para la que ha sido llamado; seguidamente, el destinatario presenta una objeción o dificultad a la que el ángel responde dando una señal que, puntualmente, se cumple.
La Anunciación a María sigue detalladamente este esquema, por lo que resulta difícil establecer cuáles son, en el relato, los datos históricos reales y cuáles son los elementos que dependen del artificio literario. Los hechos podrían haberse desarrollado exactamente como son presentados y, en ese caso, el evangelista no los podría haber narrado de distinta manera; pero incluso si la anunciación hubiera sido una experiencia mística e interna de María, el relato hubiera sido el mismo. Para hacerse comprender de sus lectores, al evangelista Lucas no le quedaba otra alternativa que recurrir a esquema de nacimientos milagrosos fijado por la tradición bíblica.
Lo que sí se puede afirmar sin la menor duda es que Lucas no tenía la intención de ofrecernos un frio reportaje sobre lo sucedido y que, a diferencia de los artistas que parecen orientar la atención sobre María y el mensajero celeste, el evangelista quería que las miradas se concentraran en el hijo de María. A los creyentes, más que las emociones interiores de la Virgen, les interesa saber quién era Jesús.
Hechas estas aclaraciones, vayamos al mensaje.
El solemne oráculo pronunciado por Natán ha marcado profundamente la historia y la espiritualidad de Israel. A este oráculo se han referido, en las horas más obscuras, los profetas Isaías, Jeremías, Amós, Zacarías y –hecho todavía más sorprendente– justo cuando la dinastía davídica había desaparecido y el templo arrasado, un salmista propone de nuevo al pueblo la promesa de Dios: “Pacté una alianza con mi elegido, jurando a David mi siervo: su linaje será perpetuo y su trono como el sol ante mí; se mantendrá siempre como la luna, testigo fidedigno en las nubes” (Sal 89,4.37-38).
En una situación irremediablemente desesperanzada como ésta ¿cómo seguir creyendo que el Señor cumpliría su promesa? Y sin embargo, el salmista estaba convencido de que, de la misma manera que el Señor había mostrado su poder haciendo fecunda a Sara, sería ciertamente capaz de hacer nacer el mesías prometido del seno estéril de la virgen Israel.
Sin embargo, he aquí la sorpresa: mientras que los ojos de todos aquellos que esperaban la intervención salvadora del Señor se dirigían hacia Jerusalén, Dios puso su mirada en un minúsculo pueblito, perdido entre las montañas de Galilea, una aldea tan insignificante que ni siquiera es nombrada en el Antiguo Testamento. Estaba habitada por gente simple, poco instruida y considerada, además, impura por su contacto con los paganos. A Felipe que declaraba entusiasmado su admiración por Jesús de Nazaret, Natanael responde con sorna e ironía: “¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?” (Jn 1,46).
Las sorpresas no han terminado. ¿A quién se dirige Dios? ¿A quién escoge? No a un libertador valeroso como Gedeón, no a un héroe como Sansón, sino a una mujer, a una virgen.
La virginidad para nosotros es un signo de dignidad y motivo de honor, pero en Israel era apreciada antes del matrimonio, no después. Era una infamia para una joven permanecer virgen por toda la vida, era juzgada como incapaz de atraer hacia ella la mirada de un hombre. La mujer sin hijos era como un árbol seco, sin frutos. El término virgen tenía resonancias despreciativas: en los momentos más dramáticos de su historia, Jerusalén derrotada, humillada, destruida y sin esperanza, era llamada virgen Sion (cf. Jer 31,4; 14,13), porque en ella se había interrumpido la vida, era incapaz de generar.
María es virgen no solamente desde el punto de vista biológico, como la iglesia ha creído siempre, sino también en sentido bíblico: es pobre y es consciente de serlo, se encuentra en la condición de aquella que solo puede ser “llena de gracia” por Dios. En la anunciación no celebramos su integridad moral, de lo que ciertamente nadie duda, sino que contemplamos “las grandes cosas” que en ella ha realizado aquel que es “Potente” y “Santo es su nombre”.
Quien considera las maravillas llevadas a cabo por el Señor en “su sierva”, no puede permanecer en el abatimiento a causa de la propia indignidad, porque comprende que todos están destinados a llegar a ser, en las manos de Dios, obras maestras de su gracia.
Lucas es el evangelista de los pobres a quienes quiere infundir alegría y esperanza; es por esto que, desde la primera página de su evangelio, pone de relieve la preferencia de Dios por los últimos, por los que nada cuentan, por todo lo que es despreciado por los hombres. Volviendo fecundo el seno desértico de la virgen Sion y de María, ha mostrado que no existe condición de muerte que el Señor no sepa recuperar para la vida. Incluso los corazones áridos como las arenas del desierto serán convertidos en frondosos jardines e, irrigados por el agua del Espíritu Santo, los jardines se transformarán en selvas (cf. Is 32,15).
A este punto estamos ya en grado de captar el mensaje central de este pasaje evangélico.
“Alégrate, llena de gracia (amada de Dios) el Señor está contigo” (v. 28). Son las palabras que el mensajero celestial ha dirigido a María. No las ha improvisado a su llegada a Nazaret ni las ha aprendido en el cielo antes de partir. Este saludo era bien conocido por María puesto que había sido ya dirigido por los profetas a la virgen Sion. El primero en formularlo fue Sofonías. Indignado por la corrupción existente, había pronunciado oráculos terribles de condena contra los pueblos extranjeros y contra la ciudad santa que se había vuelto “rebelde, manchada y opresora” (Sof 3,1). La sorpresa vino después: un día, cambia de tono y de las amenazas de castigo pasa a un lenguaje dulce, a palabras de consolación: “¡Grita, ciudad de Sion; lanza vítores, Israel; festéjalo exultante, Jerusalén capital!…no temas” (Sof 3,14-18; Zac 9,9).
¿Por qué este cambio repentino? ¿Se había convertido quizás la ciudad? En realidad, solo un pequeño resto, un pueblo humilde y pobre se había dirigido al Señor y había comenzado a confiar en él; la mayoría continuaba alejada de Dios. Si se hubiera limitado a considerar el propio pecado, Sión habría tenido todas las razones para desanimarse totalmente y esperar solo la ruina. Sofonías, sin embargo, la invita a alzar los ojos y contemplar el amor de su Dios. Esta es la razón de la alegría: “El Señor está contigo, Salvador potente”.
Poniendo en la boca del ángel la invitación a alegrarse, Lucas identifica a María con la virgen Sión que se alegra porque en ella está presente el Señor.
Si recorremos la Biblia notaremos que cuando el Señor se dirige a alguien, lo llama por el nombre. En nuestro relato, el nombre de María es substituido por un epíteto: amada de Dios (llena de gracias). Si Dios le cambia el nombre quiere decir que la destina para una misión particular. Abram se convirtió en Abrahán porque sería padre de una multitud de pueblos (cf. Gn 17,4-5) y Sarai fue llamada Sara, princesa, porque estaba destinada a ser madre de reyes (cf. Gn 17,15-16).
¿Cuál era, pues, la misión confiada a la “Amada de Dios”? La de proclamar al mundo lo que Dios hace en los pobres que confían en su amor.
Después del saludo, el ángel anuncia a María el nacimiento de un hijo al quien “el Señor le dará el trono de David, su padre, para que reine sobre la Casa de Jacob por siempre y su reino no tenga fin” (vv. 32-33).
Tampoco estas palabras han sido inventadas por Lucas; se encuentran, casi idénticas en boca de Natán (cf. 2 Sam 7,12-17). Poniéndolas en los labios del ángel, el evangelista declara que en el hijo de María, se ha cumplido la profecía hecha a David: Jesús es el esperado mesías destinado a reinar eternamente.
Aparece de nuevo en las palabras del mensajero celeste el tema de los pequeños convertidos en grandes por la misericordia de Dios. David era un pastor, el más pequeño de sus hermanos; Dios lo tomó de los pastos donde custodiaba las ovejas e hizo de él un rey glorioso. Ahora el Señor vuelve a actuar desde una situación de pobreza: la familia de David ha caído en decadencia, el reino ha sido destruido, pero el “Potente” interviene, toma un retoño, un hijo de David, y a él le entrega el reino que no tendrá fin.
Es una invitación a no dejarse seducir por otros mesías, a no esperar otros salvadores porque ningúno, jamás, podrá substituir a Jesús. Muchos vendrán después de él y se presentaran diciendo: “soy yo el Cristo” (Mt 24,5); “harán milagros y prodigios, hasta el punto de engañar, si fuera posible, también a los elegidos” (Mt 24,24). Tendrán su momento de éxito pero, asegura el evangelista, solo a Jesús le ha sido prometido un reino eterno.
A la objeción de María, el ángel responde: “La fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra” (v. 35). En el Antiguo Testamento la sombra y la nube son signos de la presencia de Dios. Durante el Éxodo, Dios precedía a su pueblo en una columna de humo (cf. Ex 13,21), una nube cubría la tienda donde Moisés entraba para encontrarse con Dios (cf. Ex 40,34-35), y cuando el Señor descendía sobre el Sinaí para hablar con Moisés, el monte se cubría con una densa nube (cf. Ex 19,16).
Afirmando que sobre María se ha posado la sombra del Altísimo, Lucas declara que en ella se ha hecho presente el mismo Dios. Estamos frente a una profesión de fe de este evangelista en la divinidad del hijo de María.
Las últimas palabras del ángel son: “nada es imposible para Dios” (v. 37), las mismas que Dios dirigió a Abrahán cuando le anunció el nacimiento de Isaac (cf. Gn 18,14). Es una afirmación frecuentemente usada y que viene dirigida, con ternura, especialmente a aquellos que se sienten demasiado pobres, demasiado indignos, que han perdido ya esperanza de recuperación y de salvación. “Nada es imposible para Dios”.
“Yo soy la esclava del Señor, que se cumpla en mí según tu palabra” (v. 38). Es la respuesta de María a la llamada de Dios.
Muchos pintores han expresado en sus lienzos la sorpresa y, a veces, casi el desconcierto en el rostro de la Virgen; pero la sorpresa viene seguida por la aceptación de la voluntad del Señor.
Que se cumpla, sin embargo, no significa aceptación resignada. El verbo griego genoito es un optativo y exprime el deseo gozoso de María, el ansia de ver pronto realizado en ella el proyecto del Señor.
A donde llega Dios, allí siempre llega también la alegría. El relato, iniciado con “Alégrate”, se concluye con el grito de gozo de la Virgen.
Ninguno había entendido el proyecto de Dios, no lo habían entendido David, Natán, Salomón, los reyes de Israel. Todos habían antepuesto sus propios sueños y solo esperaban de Dios la ayuda para realizarlos. María no se comporta como ellos, no antepone a Dios ningún proyecto suyo, le pide solamente cuál es el rol que quiere confiarle y, gozosa, acoge su iniciativa.
Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini con el comentario para el evangelio de hoy: http://www.bibleclaret.org/videos