
Comentario de las lecturas
Domingo de Pascua – Vigilia Pascual en la noche Santa – Año A
Descubrió y realizó los sueños de Dios
Introducción
Nosotros los cristianos estamos convencidos de ser los depositarios de un proyecto de hombre y de una sociedad excelentes, y nos sentimos orgullosos si esta propuesta moral que predicamos es reconocida como noble y elevada. Nos gusta ser reconocidos como mensajeros de la fraternidad universal, de la justicia y de la paz. Sentimos, por el contrario, un cierto pudor en presentarnos como testigos de la resurrección, como portadores de la luz que ilumina la tumba.
Se tiene la impresión, a veces, de que los predicadores, en la misma noche de Pascua, se sientan incómodos en dejar que sus rostros reflejen, durante la homilía, el gozo por la victoria de Cristo sobre la muerte y, frecuentemente, en vez de hablar del Resucitado, se desvían hacia temas de actualidad que atraen más la atención de la Asamblea. Tocan temas sociales serios e importantes que necesitan ser iluminados por la luz del Evangelio; en la vigilia pascual, sin embargo, la Comunidad viene convocada para escuchar otro anuncio. Se reúne para festejar y cantar al Señor de la vida por el prodigio inaudito que ha realizado resucitando a su siervo Jesús.
Tertuliano, un laico cristiano de los primeros siglos, caracterizaba así la fe y la vida de la comunidad de su tiempo: “La esperanza cristiana es la resurrección de los muertos; todo lo que somos, lo somos porque creemos en la resurrección”.
Lo que distingue a los cristianos de otros hombres no es una moral heroica. También los no creyentes realizan nobles gestos de amor quienes, sin darse cuenta de ello, son movidos por el Espíritu de Cristo.
El mundo espera de los cristianos una vida moral coherente con el Evangelio, pero sobre todo pide de ellos una respuesta al enigma de la muerte y el testimonio de que Cristo ha resucitado y ha transformado la vida en esta tierra, en tiempo de gestación; y la muerte, en nacimiento.
La urgencia de una vida nueva puede ser comprendida solamente por quien no teme ya a la muerte porque con los ojos de la fe, “ha visto” al Resucitado y cultiva en el corazón la espera de que pronto: “amanezca el día y surja la estrella de la mañana” (2 Pe 1,19).
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
Cada momento de nuestra vida está iluminado por la luz del Resucitado.
Primera Lectura: Romanos 6,3-11
3 ¿No saben que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? 4 Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó de la muerte por la acción gloriosa del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva. 5 Porque, si nos hemos identificado con él por una muerte como la suya, también nos identificaremos con él en la resurrección. 6 Sabemos que nuestra vieja condición humana ha sido crucificada con él, para que se anule la condición pecadora y no sigamos siendo esclavos del pecado. 7 Porque el que ha muerto ya no es deudor del pecado. 8 Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él. 9 Sabemos que Cristo, resucitado de la muerte, ya no vuelve a morir, la muerte no tiene poder sobre él. 10 Muriendo murió al pecado definitivamente; viviendo vive para Dios. 11 Lo mismo ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús
Desde los primeros años de la vida de la Iglesia, los cristianos declararon santo “el día después del sábado” y le asignaron un nuevo nombre. Aquel que los romanos llamaban “día del sol” se convirtió en el “día del Señor”, en latín dominica dies, de donde deriva el nombre de “domingo”.
Muy pronto, sin embargo, sintieron la necesidad de dedicar un día especial para celebrar la resurrección de Cristo, acontecimiento central de su fe. Nació así la Pascua, considerada como “el domingo de los domingos”, “la fiesta de las fiestas”, la reina de todas las fiestas, de todos los domingos, de todos los días del año.
Durante la solemne vigilia nocturna –de la que nadie podía estar ausente– se administraban los bautismos. El rito preveía que los catecúmenos no recibieran una simple ablución, sino que fueran totalmente inmersos en el agua para después emerger de la fuente bautismal –imagen del seno materno– como nuevas criaturas, hijos de la luz.
La comunidad acogía entre cantos de alegría a estos nuevos hijos suyos, regenerados a la vida divina por el agua y el Espíritu. Es este el rito al que hace referencia Pablo en el pasaje que se nos propone en la lectura. Les recuerda a los cristianos de Roma el momento de su bautismo y la catequesis que han recibido.
Comienza su alegato con una pregunta retórica: “¿No saben que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte?” (v. 3), una llamada de atención eficaz para recordarles una verdad que ciertamente tenían bien gravada en la memoria. Han sido bautizados en Cristo y esto comporta una unión íntima con él, una participación en su destino de muerte para alcanzar con él la vida.
También Jesús empleó un día la imagen del bautismo: “Tengo que pasar por un bautismo y, ¡qué angustia siento hasta que esto se haya cumplido!” (Lc 12,50). Se refería a su inmersión en las aguas de la muerte, de las que reemergería en el día de la Pascua.
El cristiano, explica Pablo, está llamado a recorrer el mismo camino que el Maestro. Para participar en la vida del Resucitado, primero debe “morir el hombre viejo” con toda su conducta perversa. Esto sucede en el rito de la inmersión en la fuente bautismal. Descender en esta fuente significa aceptar de morir al pecado, “sepultar” el propio pasado e iniciar una vida completamente nueva, una vida en sintonía con la de Cristo (vv. 4-6).
En la carta a los Gálatas, Pablo explica el paso de la muerte a la vida con una dramática contraposición entre “las acciones de la carne” y el “fruto del Espíritu”: “Las acciones que proceden de los bajos instintos, son manifiestas: fornicación, indecencias, libertinaje, idolatría, superstición, enemistades, peleas, envidia, cólera, ambición, discordias, sectarismos, celos, borracheras, comilonas y cosas semejantes. Les prevengo, como ya les previne, que quienes hacen estas cosas no heredarán el reino de Dios. El fruto del Espíritu, por el contrario, es amor, alegría, paz, paciencia, fidelidad, modestia, dominio propio” (Gal 5,19-23).
La noche de Pascua es, para todo cristiano –niño, adolescente, joven o adulto– el momento más apropiado para recordarse a sí mismo los compromisos que asume quien quiere aceptar de modo coherente el propio bautismo.
Después de haberse detenido, en la primera parte del pasaje, sobre el aspecto negativo, sobre la muerte al pecado (vv. 8-11), Pablo, en la segunda parte (vv. 8-11), introduce el tema positivo, el ingreso en la vida: “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él” . Se pasa a través de la muerte, pero el destino último es la vida.
Los cristianos de las primeras generaciones han interiorizado profundamente esta catequesis paulina sobre el bautismo, han intentado llevarla a la práctica en sus vidas y han ido enriqueciendo también el rito con otros elocuentes gestos simbólicos.
Han introducido el gesto de vestir a los neófitos con una vestidura blanca, signo de la vida completamente nueva y sin mancha que estos se comprometían a llevar. El obispo se la entregaba después de abrazarles a medida que salían de la fuente bautismal. En algunas comunidades, el obispo les ponía también sobre los labios una gota de leche y miel, los alimentos prometidos por Dios a aquellos que entrarían en la tierra prometida, tierra que –para los neófitos– era el reino de Dios.
Incluso la forma de estas piscinas fueron tomando significados simbólicos. Las más antiguas –en Nazaret se conservan dos muy célebres– eran cuadradas o rectangulares para recordar al que se bautizaba, la tumba en la entraban juntamente con Cristo para sepultar al “hombre viejo” con toda su conducta perversa y después resucitar con Cristo a una nueva vida. Las había en forma circular para reproducir la bóveda del cielo e indicar al neófito el reino celeste en el que ingresaban. Otras eran cruciformes para llamar la atención del bautizando sobre el don de la vida; éste era invitado a unirse al maestro y ofrecerse a sí mismo a los hermanos. Finalmente, las de forma oval presentaban un símbolo incluso más evidente: como del huevo nace la vida, así de la fuente bautismal nace la nueva vida.
Evangelio: Mateo 28,1-10
1 Pasado el sábado, al despuntar el alba del primer día de la semana, fue María Magdalena con la otra María a examinar el sepulcro. 2 De repente se produjo un fuerte temblor: Un ángel del Señor bajó del cielo, llegó e hizo rodar la piedra y se sentó encima. 3 Su aspecto era como el de un relámpago y su vestido blanco como la nieve. 4 Los de la guardia se pusieron a temblar de miedo y quedaron como muertos. 5 El ángel dijo a las mujeres: Ustedes no teman. Sé que buscan a Jesús, el crucificado. 6 No está aquí; ha resucitado como había dicho. Acérquense a ver el lugar donde yacía. 7 Después vayan corriendo a anunciar a los discípulos que ha resucitado y que irá por delante a Galilea; allí lo verán. Éste es mi mensaje. 8 Se alejaron rápidamente del sepulcro, llenas de miedo y gozo, y corrieron a dar la noticia a los discípulos. 9 Jesús les salió al encuentro y les dijo: ¡Alégrense! Ellas se acercaron, se abrazaron a sus pies y se postraron ante él. 10 Jesús les dijo: No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, donde me verán.
Todos los evangelistas inician el relato de los acontecimientos de la Pascua con una referencia muy precisa al tiempo –pasado el sábado, al despuntar el alba– y con la escena de las mujeres –“María Magdalena y algunas otras”– que se encaminan hacia la tumba. Inmediatamente divergen, sin embargo, al referirse a la experiencia desconcertante que éstas han vivido junto al sepulcro.
Mientras Marcos, Lucas y Juan aseguran que han encontrado con inmenso estupor cómo la enorme piedra estaba ya movida aparte, Mateo dice que han presenciado un espectáculo aterrador: tuvo lugar un gran terremoto, un ángel bajado del cielo hizo rodar la piedra y se sentó sobre ella. Su aspecto era fulgurante y sus vestiduras blancas como la nieve. Todas se llenaron de espanto y los soldados quedaron como muertos (vv. 2-4).
Si este relato hubiese sido el reportaje de un periodista, hubiera resultado muy difícil armonizarlo con las informaciones que nos dan los otros evangelistas.
¡Que quede claro!: este pasaje evangélico no es una página de crónica. Considerarlo así está fuera de lugar porque Mateo no está narrando un hecho históricamente documentable. El acontecimiento a que se refiere –la esplendorosa victoria de Jesús sobre la muerte– ha sido una realidad, pero pertenece al mundo divino, no a las realidades de la tierra. A diferencia de la crucifixión, la resurrección no es verificable con los sentidos y no puede ser narrada como uno de tantos episodios de la vida de Jesús.
La experiencia sublime del Resucitado que han hecho las mujeres primero y los discípulos después, era difícil de comunicar. Mateo, sin embargo, tenía a su disposición un lenguaje teológico que sus lectores comprendían muy bien, el lenguaje utilizado por la Biblia, compuesto frecuentemente de imágenes, rico en alegorías y metáforas.
Es con una de estas imágenes que Mateo abre su relato de la Pascua: un terremoto aterrador. Para ilustrar los portentos realizados por Dios en favor de su pueblo, los autores sagrados emplean a menudo imágenes impresionantes: relámpagos, truenos, granizo, tormentas, la obscuridad de la noche y, sobre todo, los terremotos, muy frecuentes desde siempre en Palestina.
Cuando el Señor se manifestó a Moisés en el Sinaí, nos cuenta el autor del libro del Éxodo, “ toda la montaña temblaba. Moisés hablaba y Dios le respondía con el trueno” (Gen 19,18-19). El salmista introduce así la indignación del Señor: “ Tembló y retembló la tierra; se tambalearon los cimientos de los montes estremecidos por su furor” (Sal 18,8).
Para ilustrar la potencia con que Dios ha aniquilado a la muerte en el día de Pascua, Mateo tenía prácticamente a mano una elección obligatoria: el recurso a la imagen bíblica del terremoto. La había ya empleado en el relato de la muerte de Jesús. Solo él entre los evangelistas, había anotado: “la tierra tembló, las piedras se partieron, los sepulcros se abrieron” (Mt 27,51-52).
No se está refiriendo a acontecimientos materiales. Quería hacer comprender a sus lectores la conmoción acaecida en el momento en que Jesús había ofrecido el sacrificio de su vida: el mundo antiguo, el mundo del pecado, de la mentira, de la injusticia, de la hipocresía, había sido sacudido en sus fundamentos, había sufrido un golpe devastador del que no se recuperaría nunca más.
También las otras imágenes –el ángel del Señor, el color blanco, el relámpago, el miedo– están tomadas de la Biblia (cf. Dn 7,9; 10,6; Jue 6,11; 13,22ss) y sirven al evangelista para componer un cuadro teológico con que testimoniar a los hombres y a las mujeres de su tiempo y también a nosotros, la experiencia del Resucitado hecha por los discípulos.
Despojado de la envoltura literaria en que ha sido envuelto por el evangelista, el pasaje evangélico deja ver en forma trasparente y nítida, el mensaje teológico.
Los malvados han combatido al justo y han logrado prevalecer; están convencidos de haberlo hecho callar para siempre. Una losa enorme ha sido colocada sobre la entrada del sepulcro y un piquete de soldados vigila para que nadie se acerque (cf. Mt 27,62-66). Todo parece celebrar la victoria de la muerte sobre la vida, de la impiedad sobre la rectitud, del odio sobre el amor.
Frente a este drama uno se pregunta: ¿Apagará para siempre el silencio de una tumba el recuerdo del justo, mientras ríe quien lo ha matado?
Al alba del día de Pascua, Dios ha respondido a esta angustiante pregunta.
En medio de una explosión de luz, ha aparecido su fuerza vivificante, pues no podía permitir que el Santo, el Justo permaneciera en poder de la muerte. Ha pronunciado su inapelable veredicto sobre lo que había sucedido el Viernes Santo: el derrotado a los ojos del mundo, era, según su juicio, el vencedor.
El ángel del Señor no era otro sino el mismo Señor en el momento en que revelaba todo su poder.
El acto de sentarse sobre la piedra, recuerda al gesto del guerrero que celebra su victoria, sentándose orgulloso sobre las ruinas de la ciudad por él conquistada. Mateo emplea esta imagen bélica para representar de manera viva el triunfo del Señor sobre la muerte, sobre el enemigo espantoso que siempre ha aterrorizado a la humanidad.
El mensajero celeste invita a las mujeres a no buscar mas al Crucificado, sino al Viviente y a que se alejen del lugar donde había sido sepultado (v. 6).
Después que la muerte ha sido derrotada, no es en una tumba donde hay que buscar a las personas que han terminado su vida sobre la tierra. No se encuentran, no se las puede encontrar allí, sino en la casa del Padre donde todos los vivientes se hayan reunidos para cantar alabanzas al Señor.
Quien ha hecho este descubrimiento, debe anunciarlo a todos. El ángel, de hecho, invita a las mujeres: “vayan corriendo a anunciar a los discípulos que ha resucitado y que irá por delante a Galilea, allí lo verán. Este es mi mensaje” (v. 7).
No es una misión fácil, porque quien anuncia al Viviente corre el riesgo de no ser creído e, incluso, de que se rían de él.
No tenemos problemas a la hora de hablar del Crucificado y de su valentía al entregar su vida por amor. El crucificado pertenece a la realidad demostrable de este mundo; se trata de un hecho histórico que nadie pone en duda. Somos reacios, por el contrario, a anunciar al Viviente porque no puede ser reconocido por los sentidos: pertenece a una dimensión trascendente y puede ser contemplado solamente por los ojos del creyente.
Solo quien ha hecho la experiencia íntima del encuentro personal con el Resucitado, posee la valentía de anunciar a todos –como lo han hecho las mujeres– que el Señor no ha sido reanimado, sino que está vivo y presente en medio a nosotros.
Junto al sepulcro vacío, aparecen dos grupos de personas: las mujeres y los soldados (vv. 4-8). Representan dos maneras opuestas de colocarse frente a la revelación del poder de Dios.
La reacción del piquete de soldados es el miedo: “Los de la guardia se pusieron a temblar y quedaron como muertos” (v. 4). Debían custodiar el reino de la muerte, pero, frente al poder de Dios, son presa del pánico, huyen aterrorizados de la luz de la Pascua (cf. Mt 28,4).
El ángel no los tranquiliza: representan todas las fuerzas que se alinean contra la vida, que están al servicio de la muerte. Están en desbandada y tienen que continuar en el terror porque no tienen escapatoria.
Las mujeres, por el contrario, símbolo de la comunidad, son tranquilizadas: “¡No teman!” (v. 5). Quien ama la vida no debe temer las intervenciones desconcertantes de Dios. Él viene a remover todas las losas que el pecado ha puesto como protección del dominio de la muerte.
El mensaje del cielo dirigido a las mujeres, está dirigido en realidad a todos los hombres. Es una invitación a cultivar la certeza de la victoria de la vida: ningún justo será jamás abandonado; todo sepulcro, como el de Jesús, quedará vacío. Las fuerzas de la muerte (la injusticia, la opresión, la calumnia, el odio, el engaño, la insidia…) no prevalecerán, aunque, aparentemente, parezca que están para ganar.
Frente a la escena grandiosa de la Pascua, todas las derrotas, todas las lágrimas de los justos de todos los tiempos tienen sentido. Las mujeres abandonan rápidamente el lugar de la muerte y corren a anunciar a los hermanos que Cristo está vivo. Representan a todos aquellos que creen en la victoria de la vida y corren a anunciar a los hermanos su fe.
Frente a los mismos acontecimientos, los soldados toman la decisión opuesta: como ya había hecho Judas, se dejan corromper por el dinero. Son el símbolo de aquellos que, aun hoy día, por amor a cualquier ventaja material se resignan al compromiso, prefieren la mentira a la verdad, se alinean con los potentes de turno y colaboran con ellos en el intento de perpetuar el reino de la injusticia.
El pasaje evangélico concluye con la manifestación del Resucitado a las mujeres (vv. 9-10). “¡Alégrense!”, les dice.
La alegría brilla siempre en el rostro de quien “ha visto” al Viviente y ha comprendido que, después de la Pascua, los acontecimientos de este mundo, aun los más dramáticos y absurdos, tienen un sentido.
Después de la Pascua, todos llegan a morir un día, como antes –es verdad– pero ahora saben que no permanecerán en la tumba: y ¡esto no es morir! Saben que la vida tiene una meta y que ésta no es la noche de una tumba sino la luz celeste y que la humanidad tiene un destino: la fiesta sin fin.
¡He aquí el motivo de la alegría del cristiano!
La alegría no es tal si no es compartida. También el Resucitado –como el ángel junto al sepulcro– envía a las mujeres a anunciar a todos la experiencia que han hecho y que ha cambiado la perspectiva de sus vidas.
Nada ha cambiado desde el punto de vista material; los problemas son los mismos. Son ellas las que no son ya las mismas: han sido transformadas por el encuentro con el Viviente.
Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini con el comentario para el evangelio de hoy en: http://www.bibleclaret.org/videos