
Comentario de las lecturas
Quinto Domingo de Pascua – Año A
Una sola vida, muchos modos de donarla
Introducción
Una de las características de la comunidad primitiva, descrita en los Hechos de los Apóstoles, era la ausencia de clases, de títulos honoríficos, de un mayor prestigio o dignidad reconocidos y otorgados a algún miembro eminente. Todos los creyentes se trataban de igual a igual, ninguno se hacía llamar rabí, porque uno solo era el Maestro y ellos eran sus discípulos. Se consideraban hermanos y ninguno se arrogaba el título de padre pues en realidad sabían que tenían un Padre en los cielos (cf. Mt 23,8-10).
Ni siquiera conocían grados en la santidad. “Santos” era el título colectivo con que ellos gustaban designarse. Pablo dirige sus cartas “a todos los santos que viven en la ciudad de Filipo…” (Fil 1,1), “a los santos que están en Éfeso…” (cf. Ef 1,1), “a todos los que Dios amó y llamó a ser consagrados, que se encuentran en Roma…” (Rm 1,7). Sin embargo, una diferencia era reconocida y tenida en gran estima: la del ministerio, la del servicio que cada uno era llamado a ejercer en favor de los hermanos.
El único Espíritu, recuerda Pablo a los Corintos, enriquece la comunidad con dones diversos y complementarios: “uno tiene el don de hablar con sabiduría, a otro se le da la fe, a éste se le da el don de sanaciones, a aquel realizar milagros, a uno el don de profecía, a otro el don de distinguir entre los espíritus falsos y el Espíritu verdadero, a éste hablar lenguas diversas, a aquel el don de interpretarlas” (1 Cor 12,7-11).
“Cada uno, como buen administrador de la multiforme gracia de Dios, ponga al servicio de los demás los dones recibidos” (1 Pe 4,10). Con esta iglesia ministerial, nacida de Cristo y “edificada sobre el fundamento de los apóstoles” (Ef 2,20), están llamadas a confrontarse nuestras Comunidades de hoy.
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
Que los dones que tú nos has dado no nos llenen de orgullo, sino de la voluntad de servir a los hermanos.
Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 6,1-6
1Por entonces, al aumentar el número de los discípulos, empezaron los de lengua griega a murmurar contra los de lengua hebrea, porque sus viudas quedaban desatendidas en la distribución diaria de los alimentos. 2Los Doce convocaron a todos los discípulos y les dijeron: No es justo que nosotros descuidemos la Palabra de Dios para servir a la mesa; 3por tanto, hermanos, elijan entre ustedes a siete hombres de buena fama, dotados de Espíritu y de prudencia, y los encargaremos de esa tarea. 4Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra. 5Todos aprobaron la propuesta y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y Espíritu Santo, a Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Parmenas y Nicolás, prosélito de Antioquía. 6Los presentaron a los apóstoles, y estos después de orar les impusieron las manos.
La fascinación que nos produce la vida de la primitiva comunidad de Jerusalén, como Lucas nos refiere en los Hechos de los Apóstoles, es difícil de olvidar. “La multitud de los creyentes tenía una sola alma y un solo corazón” (Hch 4,32); acudían diariamente a la catequesis de los Apóstoles, practicaban la comunión de bienes, oraban juntos, celebraban semanalmente la eucaristía, realizaban signos extraordinarios con el poder del Espíritu. Reinaba entre ellos un perfecto acuerdo y gozaban de la estima del pueblo.
¿De verdad funcionaba todo tan bien en Jerusalén? ¿No nos estará contando un sueño el autor del libro de los Hechos? ¿No habrá proyectado como real el ideal que tenía en mente? La respuesta es simple y segura: ha embellecido, ha idealizado, no hay duda de ello. Se ha basado en acontecimientos reales, como la extraordinaria generosidad de Bernabé (cf. Hch 4,36-37) o el cambio radical de sentimientos y relaciones al interno del grupo de los discípulos después de la resurrección y los ha generalizado para proyectar la imagen de una comunidad cristiana modelo.
La realidad eclesial, también en Jerusalén, no era tan idílica, los problemas existían como entre nosotros. A un cierto punto, aparecieron, y de un modo dramático. Es el relato que encontramos en la lectura de hoy. La Comunidad estaba compuesta al principio solo de judíos convertidos, pero pertenecientes a dos grupos muy distintos: los hebreos y los helenistas.
Los primeros habían nacido y crecido en Palestina, hablaban arameo y frecuentaban las sinagogas donde la Biblia se leía en hebreo; estaban muy apegados a las tradiciones de los padres y a la ley de Moisés, aceptaban y consideraban indiscutibles todas las enseñanzas y las interpretaciones ofrecidas por los rabinos.
Los helenistas, por el contrario, habían nacido y crecido en el extranjero. Al contacto con otros pueblos, habían conocido, apreciado y adoptado estilos de vida que sus correligionarios consideraban desviados y corrompidos. Se sentían libres respecto a las tradiciones y disposiciones de los rabinos, no entendían el hebreo, hablaban griego (la lengua usada entonces en todo el imperio), en sus sinagogas leían la Biblia en su traducción griega.
Esta diversidad de origen, de lengua, de mentalidad estaba al origen de fuertes tensiones entre los dos grupos. Un día, el conflicto explotó. El detonante fue un problema de distribución de los bienes de la comunidad; los helenistas, que eran una minoría, comenzaron a lamentarse de las preferencias practicadas por los hebreos: favorecían a sus viudas y se despreocupaban de las del otro grupo. La situación se volvió explosiva e incluso las simpatías de que gozaban los discípulos ante todo el pueblo, corrió el riesgo de disiparse. Había que solucionar el problema.
Los apóstoles se reunieron e indicaron una posible solución: elijan, dijeron, entre ustedes a siete hombres que gocen de la estima y confianza de todos; a ellos se les confiará la tarea de distribuir los bienes a los pobres, mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al anuncio del Evangelio. La propuesta fue aceptada y el caso se cerró a satisfacción de todos. El episodio ha sido incluido por Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles para proyectar una luz sobre los problemas de sus comunidades donde continuaban a existir, junto a tantos signos de vida nueva, las disidencias, tensiones, divergencias, la falta de diálogo.
Lucas aparece, como siempre, como un hombre inteligente, optimista y equilibrado. Su relato es una invitación a valorar con realismo, sabiduría y paciencia las situaciones reales de cada una de las comunidades. La Iglesia, nos quiere decir, no está compuesta por ángeles sino por hombres de mentalidad, cultura, ideologías, caracteres diversos y con muchos límites. Es desagradable y doloroso que al interno surjan prejuicios, sectarismos, envidias, celos, incomprensiones…pero esto es normal. Ha sucedido, incluso, en la Comunidad de Jerusalén de la que formaban parte personas excepcionales como los apóstoles, como María, la madre del Señor.
De este “incidente” la comunidad de Jerusalén ha sabido salir más madura. Ha crecido, ha aprendido a resolver sus problemas y cubrir sus propias necesidades: se ha convertido en ministerial. Los apóstoles ya no tienen que llevar a cabo todas las funciones. Otras personas están capacitadas también para asumir responsabilidades que no son de competencia específica de los Apóstoles.
Así comenzó lo que hoy llamamos Comunidades Ministeriales, en las que todos los miembros gozan de la misma dignidad, donde el único título honorífico es el de “siervo”; donde cada uno, “según la gracia recibida”, se pone al servicio de los otros (cf. 1 Pe 4,10); donde “si hemos recibido el don de la profecía, debemos ejercerlo según la medida de la fe; el que tenga el don de servicio, sirviendo; el de enseñar, enseñando; el que exhorta, exhortando; el que reparte, hágalo con generosidad; el que preside, con diligencia; el que alivia los sufrimientos, de buen humor” ( Rm 12,6-8).
Segunda Lectura: 1 Pedro 2,4-9
4Él es la piedra viva, rechazada por los hombres, elegida y estimada por Dios; por eso, al acercarse a él, 5también ustedes, como piedras vivas, participan en la construcción de un templo espiritual y forman un sacerdocio santo, que ofrece sacrificios espirituales, aceptables a Dios por medio de Jesucristo. 6Por eso se lee en la Escritura: Miren, yo coloco en Sión una piedra angular, elegida, preciosa: quien se apoya en ella no fracasa. 7Es preciosa para ustedes que creen; en cambio, para los que no creen, la piedra que rechazaron los arquitectos es ahora la piedra angular 8y piedra de tropiezo, roca de escándalo. En ella tropiezan los que no creen en la palabra: tal era su destino. 9Pero ustedes son raza elegida, sacerdocio real, nación santa y pueblo adquirido para que proclame las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su maravillosa luz.
Pedro compara la iglesia con un edificio espiritual cuyo constructor es Dios y cuyas piedras vivas son los hombres. La construcción se ha iniciado con una sólida roca puesta como cimiento de todo el edificio: Cristo, sobre el que Dios ha colocado otras piedras, los creyentes, aquellos nuevos bautizados a quienes el autor de la carta está hablando en la noche de Pascua. Unidos a Jesús, ellos forman un nuevo, espléndido templo (vv. 4-5).
En el Antiguo Testamento (cf. Sal 118,22) fue anunciado que, un día, Dios tomaría la piedra descartada por los hombres y la pondría como base de una nueva casa (v. 6). La profecía se cumplió el día de Pascua: Dios ha escogido a Jesús, rechazado por los jefes políticos y religiosos de su pueblo, y lo ha colocado como fundamento del nuevo santuario.
El antiguo templo de Jerusalén, construido con piedras materiales y lugar donde se ofrecían sacrificios de corderos y bueyes, ha sido substituido por un nuevo templo, en el cual cada uno, junto con Cristo, inmola holocaustos espirituales agradables a Dios: una vida santa, irreprensible, llena de obras de amor. Por estos sacrificios que ofrece, todo discípulo se convierte, por el bautismo, en sacerdote.
Frente a los nuevos bautizados, investidos de una dignidad tan sublime, el predicador se conmueve y exclama: “Ustedes son raza elegida, sacerdocio real, nación santa y pueblo adquirido para que proclame las maravillas del que los llamó de las tinieblas a las maravillas de su luz” (vv. 4-7).
Después, su rostro se entristece, piensa en aquellos que han rechazado el don de Dios y han decidido vivir como paganos. Para ellos la piedra no ha sido motivo de salvación, sino ocasión de tropiezo. Se ha verificado el conflicto predicho por Simeón: “Mira, este niño está colocado de modo que todos en Israel o caigan o se levanten; será signo de contradicción y así se manifestarán claramente los pensamientos de Dios” (Lc 2,24-25).
Evangelio: Juan 14,1-12
1No se inquieten. Crean en Dios y crean en mí. 2En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho, porque voy a prepararles un lugar. 3Cuando haya ido y les tenga preparado un lugar, volveré para llevarlos conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes. 4Ya conocen el camino para ir a donde yo voy. 5Le dice Tomás: Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos conocer el camino? 6Le dice Jesús: Yo soy el camino, la verdad y la vida: nadie va al Padre si no es por mí. 7Si me conocieran a mí, conocerían también al Padre. En realidad, ya lo conocen y lo han visto. 8Le dice Felipe: Señor, enséñanos al Padre y nos basta. 9Le responde Jesús: Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes ¿y todavía no me conocen? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre: ¿cómo pides que te enseñe al Padre? 10¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo les digo no las digo por mi cuenta; el Padre que está en mí es el que hace las obras. 11Créanme que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí; si no, créanlo por las mismas obras. 12Les aseguro: quien cree en mí hará las obras que yo hago, e incluso otras mayores, porque yo voy al Padre.
El pasaje del Evangelio de hoy está sacado del primero de los tres discursos de despedida pronunciados por Jesús durante la última cena, inmediatamente después haber salido Judas para llevar a cabo su traición. Son llamados así porque en ellos Jesús parece dictar su última voluntad, antes de afrontar la pasión y la muerte. La liturgia nos los propone después de Pascua, para nuestra meditación, por una sencilla razón: un testamento viene abierto y adquiere su significado solo después de la muerte de Aquel que lo ha hecho. Las palabras pronunciadas por Jesús durante la última cena no estaban reservadas solamente para los apóstoles reunidos en el cenáculo, sino que fueron dirigidas a los discípulos de todos los tiempos. El momento más indicado para comprenderlas y meditarlas es el tiempo de Pascua.
El pasaje de hoy comienza con una frase que puede ser malentendida: “En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones… voy a prepararles un lugar. Cuando haya ido y les tenga preparado un lugar, volveré para llevarlos conmigo. Ya conocen el camino para ir a donde yo voy” (vv. 2-4). Jesús parece querer decir que le ha llegado el momento de irse al cielo y promete que allí preparará también un lugar para sus discípulos.
Esta explicación no satisface, ya sea porque estamos convencidos de que en el paraíso todo está preparado desde mucho tiempo, ya sea porque la idea de “asientos numerados”, correspondientes a los varios grados de premio, con el peligro de que alguno pueda quedarse sin asiento; esto no entusiasma. El sentido de la frase es distinto, mucho más concreto y actual para nosotros y para la vida de nuestras comunidades. Jesús dice que debe recorrer un “camino” difícil y añade que los discípulos deben conocer muy bien esta “vía” porque ha hablado de ella con frecuencia.
Tomás responde en nombre de todos: nosotros no conocemos esta “vía” y no somos capaces de saber a dónde quieres ir. Jesús aclara que él recorrerá primero este “camino”, después, una vez cumplida su misión, regresará para tomar consigo a sus discípulos, les infundirá su valor y su fuerza y así serán capaces de seguir sus pasos. Está claro que esta “vía” es el camino hacia la Pascua, recorrido difícil porque exige el sacrificio de la vida. Jesús ha hablado de ello muchas veces, pero los discípulos se han mostrado siempre reacios a comprender. Cuando aludía al “don de la vida”, ellos se distraían, pensaban en otra cosa.
Es en este contexto donde queda clara la cuestión de “los muchos lugares en la Casa del Padre”. Quien ha aceptado recorrer la “vía” recorrida por Jesús, se encuentra ya en el reino de Dios, en la casa del Padre. Esta casa no es el cielo, sino la Comunidad Cristiana; y es ahí donde hay tantos “puestos”, tantos servicios, tantas tareas que realizar. Son muchos los modos en que se concretiza el don de la propia vida. Los “muchos puestos” no son otra cosa que los “diversos ministerios”, las diversas situaciones en las que cada uno está llamado a poner a disposición de los hermanos la propia capacidad, los muchos dones recibidos de Dios.
Hasta el Concilio Vaticano II, los laicos no eran considerados miembros activos de la iglesia; no participaban en la Eucaristía, solamente “iban” a misa; no celebraban la reconciliación, sino que “iban” a recibir la absolución. Con frecuencia eran espectadores inertes de lo que hacían los curas. Hoy hemos comprendido que todo cristiano debe ser y permanecer activo, no por falta de sacerdotes, sino porque todos y cada uno tienen una tarea que desarrollar al interior de la Comunidad.
Jesús dice que en el desarrollo del propio ministerio, no pueden existir envidias ni celos: los “puestos”, es decir, los servicios a prestar a los hermanos son múltiples y solo quien todavía no ha se ha visto conmovido por la novedad de vida comunicada por el Resucitado, puede permanecer inactivo. En la sociedad civil, el puesto viene valorado en base al poder, al prestigio social que confiere, al dinero con que es remunerado. La pregunta: “¿Cuál es tu trabajo?” equivale a “¿Cuánto ganas?”
El puesto preparado por Jesús para cada uno se valora, por el contrario, en base al servicio: el “puesto” mejor es aquel en que se puede servir más o mejor a los hermanos. El pasaje del Evangelio de hoy es una invitación a evaluar la vida de nuestras comunidades eclesiales: ¿Cuál es el tanto por ciento de miembros activos? ¿Hay tareas que nadie quiere asumir? ¿Hay competitividad para acaparar la responsabilidad de algún cargo? De los muchos “puestos de trabajo” ofrecidos por Jesús ¿cuántos quedan aún por cubrir? ¿Hay “parados” (desempleados)? ¿Por qué?
La segunda parte del evangelio de hoy (vv. 8-12), se centra en la pregunta de Felipe: “Señor, enséñanos al Padre, y nos basta”. “¡Enséñame tu gloria!”, había pedido Moisés al Señor y Dios le había respondido: “Mi rostro no lo puedes ver, porque nadie puede verlo y quedar con vida” (Ex 33,18.20). Aun conscientes de esta imposibilidad de contemplar al Señor, los israelitas piadosos continuaban a implorar: “Tu rostro buscaré, Señor. No me ocultes tu rostro” (Sal 27,8-9). “Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?” (Sal 42,3).
Felipe parece encarnar ese íntimo anhelo de todo corazón humano. Sabe que “nadie ha visto jamás a Dios” (Jn 1,18) porque habita “en la luz inaccesible, que ningún hombre ha visto ni puede ver” (1 Tim 6,16); recuerda Tomás, por otra parte, la bienaventuranza reservada a los puros de corazón: “verán a Dios” (Mt 5,8) y piensa que Jesús podrá satisfacer su secreta aspiración. Adelanta así una petición que evoca las de Moisés y los salmistas.
En su respuesta, Jesús indica cómo ver a Dios: es necesario mirarle a Él. Jesús es el rostro humano que Dios ha asumido para manifestarse, para establecer una relación de intimidad, de amistad, de comunión de vida con el hombre. Él es la “imagen del Dios invisible” (Col 1,15), “el reflejo de su gloria, la imagen viva de lo que Dios es” (Heb 1,3). Para conocer al Padre no hay que hacer razonamientos, no vale la pena perderse en sutiles disquisiciones filosóficas, basta contemplar a Jesús, observar lo que hace, lo que dice, lo que enseña, cómo se comporta, cómo ama, lo que prefiere, a quién frecuenta, a quién acaricia y de quién se deja acariciar, con quien cena, a quién escoge, a quién critica, a quién defiende…porque así lo hace el Padre. Las obras que Jesús realiza son las del Padre (v. 10).
Hay un momento en que el Padre manifiesta plenamente su rostro: es en la cruz. Allí se da la máxima revelación de su amor por el hombre, allí aparece todo el esplendor de su gloria (cf. Heb 1,3), allí brilla la plenitud de su luz (2 Cor 4,6). “Quien me ha visto, ha visto al Padre”, puede afirmar Jesús (v. 9). Este ver, sin embargo, no se reduce a la mirada que simplemente observa los acontecimientos, los hechos, los gestos concretos realizados por Jesús. Lo que se necesita es una mirada de fe, una mirada capaz de ir más allá de las apariencias, más allá del puro dato material, una mirada que descubra en las obras de Jesús la revelación de Dios.
Este ver equivale a creer. Quien ve en él al Padre, quien le entrega su total confianza y está dispuesto a jugarse la vida por los valores que ha propuesto, realizará sus mismas obras y más grandes aún. No se trata de milagros, sino del don total de sí por amor. El Padre continuará a realizar en los discípulos, las obras de amor que ha realizado en Jesús.
Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini con el comentario para el evangelio de hoy en: http://www.bibleclaret.org/videos