
Comentario de las lecturas
Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo – Año A
Tenemos un pan para hoy y un alimento para la vida eterna
Introducción
Cuando entramos en un edificio nos damos cuenta inmediatamente a qué usos ha sido habilitado. Un aula escolástica está amueblada de modo diferente de una enfermería y una discoteca de una oficina. Es fácil reconocer una iglesia: los altares y el tabernáculo para guardar la eucaristía, los cuadros y las estatuas de los santos, el bautisterio, los paramentos sagrados…todo eso permite identificar inmediatamente el lugar destinado a la oración, al culto y a las prácticas devocionales.
No siempre, sin embargo, la estructura arquitectónica y decoración excesiva de algunas de nuestras iglesias sugieren la idea del lugar en que la comunidad es convocada para ser nutrida en la doble mesa de la palabra y del pan.
Este mensaje lo capta inmediatamente quien entra en las capillas de los poblados de la selva africana: chozas despojadas de lo innecesario y sin adornos, construidas con paja y fango. Las recuerdo con nostalgia: palos que hacen las veces de asientos, dispuestos en círculo para favorecer la unidad de la asamblea y hacer que los participantes se vean la cara y no se den la espalda; el altar en el centro: una mesa, ciertamente la mejor del poblado, pero simple y pobre y sobre el altar un atril con el leccionario abierto en las lecturas del día. Nada más.
He aquí claramente representados los dos panes o, si queremos, el único pan en sus dos formas o bien la doble mesa. Los signos son estos: el altar de la Eucaristía, el leccionario de la Palabra. El Concilio Vaticano II lo ha recordado: “La Iglesia no ha dejado nunca de nutrirse del pan de la vida, tomándolo de la mesa de la palabra de Dios, y de la mesa del cuerpo de Cristo y distribuyéndolo entre los fieles (DV 21).
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Crea en nosotros, Señor, un corazón nuevo, infunde en nosotros tu Espíritu santo”.
Primera Lectura: Deuteronomio 8,2-3.14b-16
Hablo Moisés al pueblo y dijo: 8,2: Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto, para afligirte, para ponerte a prueba y conocer tus intenciones, y ver si eres capaz o no de guardar sus preceptos. 8,3: El te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná –que tú no conocías ni conocieron tus padres– para enseñarte que el hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo que sale de la boca de Dios. 8,14: te vuelvas engreído y te olvides del Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud; 8,15: que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, lleno de serpientes y alacranes, un sequedal sin una gota de agua; que te sacó agua de una roca de pedernal; 8,16: que te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres. – Palabra de Dios
El Deuteronomio se presenta como una colección de discursos pronunciados por Moisés en el monte Nebo antes de morir; en realidad ha sido escrito muchos siglos después, en los años inmediatamente anteriores al fin de la monarquía y a la destrucción de Jerusalén. Se trata de una reflexión sobre los acontecimientos del éxodo, con la intención de iluminar la situación dramática que Israel estaba viviendo: rodeado de enemigos y próximo a la ruina. ¿Qué hacer en un momento tan difícil?
Como un estribillo, en el libro del Deuteronomio viene una y otra vez dirigida al pueblo una invitación apremiante: recuerda, no te olvides. Mira a tu pasado, considera lo que Dios ha hecho, ten presente los prodigios que ha realizado por ti, haz que permanezcan siempre en tu memoria sus obras de salvación. “Recuerda que fuiste esclavo en Egipto y que te sacó de allí el Señor, tu Dios, con mano fuerte y brazo extendido” (Dt 5,15); “Acuérdate de los días remotos, considera las épocas pasadas, pregunta a tu padre y te lo contará, a tus ancianos y te lo dirán” (Dt 32,7).
Esta recomendación es repetida con insistencia también en la lectura de hoy. El recuerdo de las graves tribulaciones afrontadas en el desierto y de las intervenciones providenciales de Dios tiene como objetivo infundir esperanza y confianza en el momento presente.
La descripción de las dificultades es particularmente viva: el desierto que se extendía frente a los israelitas, era: “inmenso y terrible, lleno de serpientes y alacranes, una tierra árida sin una gota de agua” (v. 15). Si hubieran tenido que contar solamente con su fuerza y capacidad el pueblo hubiera ciertamente perecido. ¿De dónde les vino la salvación?
La lectura responde: “de todo lo que sale de la boca de Dios” (v. 3). La expresión nos resulta hoy un poco enigmática, pero era bien conocida en Egipto donde indicaba el poder de la palabra de Dios de crear alimentos completamente nuevos.
El pan era conocido, pero el maná era un alimento misterioso, desconocido e inesperado, había aparecido milagrosamente en el desierto, por eso los israelitas lo habían considerado como un don “salido de la boca del Señor”. Con este alimento sorprendente, Dios quería humillar y poner a prueba a su pueblo (vv. 2-3).
Como le había sido prometido, Israel se había instalado en un país fértil, “tierra de torrentes, de fuentes y aguas profundas, que manan en el monte y en la llanura; tierra de trigo y cebada, de viñas, higueras y granados, tierra de olivares y de miel” (Dt 8,7-8); pero en vez de estar agradecidos y bendecir al Señor, se habían olvidado de él. Después de haber “construido y habitado casas hermosas”, haber visto “criar sus reses y ovejas, aumentar la plata y el oro y abundar en todo”, se enorgullecieron y despreciaron a su Dios (Dt 8,13-14).
El progreso, la prosperidad, las casas bellas y acogedoras, la vita placentera, reciben en este texto un juicio positivo, pero también se denuncia el peligro de que la riqueza y bienestar, en vez de conducir a Dios, puedan llevar a olvidarle.
He aquí la razón de la invitación a recordar, a tener presente la experiencia del desierto. Allí el Señor ha educado a su pueblo a la simplicidad, a contentarse con lo esencial; le ha hecho comprender cuáles son las necesidades básicas y cuáles provienen de la avidez, de la avaricia, del instinto por poseer y acumular. Los deseos inducidos, lo superfluo, el lujo, la vida muelle o disipada alejan de Dios.
“Todo esto –afirma Pablo– se escribió para advertirnos” (1 Cor 10,11). La invitación a recordar, a no olvidar se dirige también a nosotros. Los cuarenta años transcurridos por el pueblo de Israel en el desierto representan, según el simbolismo bíblico, una entera generación y, por tanto, toda una vida, es decir, nuestra vida.
Durante el “éxodo” hacia nuestra “vivienda eterna en el cielo” (2 Cor 5,1), el Señor nos ofrece también a nosotros un alimento completamente nuevo, distinto del que el hombre ha siempre conocido y gustado, un alimento que “sale de la boca del Señor”, venido del cielo como el maná: su Palabra hecha pan.
Segunda Lectura: 1 Corintios 10,16-17
Hermanos: 10,16: El cáliz de nuestra Acción de Gracias, ¿no nos une a todos en la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo? 10,17: El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan. – Palabra de Dios
Es difícil que en las comunidades cristianas reinen siempre el pleno acuerdo y la perfecta sintonía. Es, por tanto, inevitable que, aun dentro de la unidad de fe, emerjan diferentes puntos de vista, sobre todo cuando se trata de dar interpretaciones teológicas o de tomar decisiones morales. Sucedía también en Corinto donde el problema de la carne sacrificada a los dioses era objeto de caluroso debate.
La comunidad estaba compuesta de paganos convertidos cuyos familiares y amigos seguían ofreciendo sacrificios a los ídolos. El problema que planteaba esta situación era inevitable. ¿Podía un convertido tomar parte en la comida familiar que seguía a la ofrenda y en la cual se consumía la carne ofrecida antes a los dioses? Algunos, ya sea para no romper con la familia o por no caer en la marginación social, asistía regularmente a estas comidas. Otros no. Así mismo, era también objeto de debate si se podía comprar en el mercado la carne de los sacrificios inmolados a los dioses. No solo existían en Corinto opiniones divergentes sobre estos asuntos, sino que se llegaba hasta el extremo de descalificar, ofender, excomulgar, maldecir al que pensaba o actuaba de modo diferente. La polémica había a tal punto que Pablo se vio obligado a intervenir. ¿Cómo convencer a los corintios a mantener la unidad y a respetarse mutuamente, aun siendo de opiniones contrastantes?
El Apóstol recurre al argumento más fuerte que tenía a disposición: la celebración de la eucaristía. Es de este único pan, compartido por los hermanos, de donde nace la exigencia de la unidad de una comunidad. “Uno es el pan y uno es el cuerpo que todos formamos porque todos compartimos el único pan” (v. 17).
La eucaristía no es un pan que pueda ser comido en solitario, sino un pan destinado a ser partido y compartido con los hermanos de la comunidad y esto presupone que todos se empeñen en ser realmente “una sola alma y un solo corazón” (Hch 4,32).
Nótese bien: es el pan partido el que crea la unidad. Mientras congrega a los hermanos en un solo cuerpo, es también sigo de distinción e invitación al respeto y a la valorización de la diversidad.
Más adelante, en la misma carta, Pablo invitará a los corintios a considerar signo de la benevolencia de Dios y don del Espíritu la manifestación en la comunidad de diferentes carismas, ministerios y servicios. La diversidad sirve al bien común y debe conducir a la unidad: “Como el cuerpo, que siendo uno, tiene muchos miembros y los miembros, siendo muchos, forman un solo cuerpo, así también Cristo” (1 Cor 12,4-12).
Evangelio: Juan 6,51-58
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: 6,51: Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirá siempre. El pan que yo doy para la vida del mundo es mi carne. 6,52: Los judíos se pusieron a discutir: ¿Cómo puede éste darnos de comer [su] carne? 6,53: Les contestó Jesús: Les aseguro que, si no comen la carne y beben la sangre del Hijo del Hombre, no tendrán vida en ustedes. 6,54: Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. 6,55: Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. 6,56: Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. 6,57: Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí. 6,58: Éste es el pan bajado del cielo y no es como el que comieron sus padres, y murieron. Quien come este pan vivirá siempre. – Palabra del Señor
Este pasaje constituye la parte conclusiva del Discurso sobre el pan de la vida pronunciado por Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm después de la multiplicación de los panes y de los peces.
El prodigio suscitó tan gran maravilla que desencadenó un entusiasmo incontenible y, a la vez, una peligrosa exaltación colectiva: la gente, visto el signo, decide capturar a Jesús para hacerlo rey (Jn 6,14-15).
¿Por qué estas muchedumbres, estupefactas y admiradas, siguen a Jesús? Se podría responder: porque han comprendido que en él actúa el poder de Dios y, por tanto, creen en él. En realidad son víctimas de un peligroso equívoco, tienen una fe inmadura: se interesan por Jesús solamente porque lo consideran capaz de satisfacer, mediante milagros, sus necesidades materiales.
La fe madura es algo totalmente distinto. Es aquella del que comprende que Jesús no realiza prodigios para provocar la admiración de las gentes, sino para introducirlas en una realidad más profunda. En la curación del ciego de nacimiento, el verdadero creyente intuye que Jesús se presenta como la verdadera luz del mundo; en el agua convertida en vino descubre el don del Espíritu, fuente de alegría; en la reanimación de Lázaro comprende que Jesús es el Señor de la vida; en el pan distribuido a la gente hambrienta, el creyente ve a Jesús como alimento que sacia.
En Cafarnaúm, por el contrario, la gente no entiende, se detiene en el aspecto, exterior y superficial del acontecimiento. Tiene necesidad de ser ayudada a pasar de la búsqueda del “alimento que perece” al aquel que “dura para la vida eterna” (Jn 6, 27). Una tarea difícil, pero Jesús lo intenta.
Comienza presentándose como el pan de vida que ha bajado del cielo (Jn 6,33-35). Declara que quien le escucha, quien asimila su mensaje, su evangelio, se nutre de la palabra de vida. Quien, por el contrario, se alimenta de otras palabras, aunque aparezcan placenteras y cautivadoras, ingiere veneno de muerte.
Su afirmación es inaudita. Para los judíos, el pan bajado del cielo es el maná (cf. Sal 78,24), y el alimento que nutre es la palabra de Dios (cf. Is 55,1-3). ¿Cómo puede “el hijo de José” arrogarse semejantes prerrogativas?, se preguntan indignados. ¿Quién se cree que es? (cf. Jn 6,42). También la samaritana había reaccionado de una manera semejante: “¿Eres tú más grande que nuestro padre Jacob?” (Jn 4,12).
En vez de mitigar su pretensión, Jesús hace una declaración más sorprendente aún. El pan para ser comido no es solamente su doctrina, sino su misma carne. “El pan que yo doy para la vida del mundo es mi carne”. Son las palabras con las que comienza el pasaje de hoy (v. 51).
Para comprender bien el significado y no ser inducido a imaginar un acto de canibalismo, hay que precisar que cuando la Biblia afirma que “el hombre es carne” (cf. Gn 6,3), no se refiere al hecho de que está revestido de músculos, sino a que es débil, frágil, precario, sujeto a la muerte. Por ejemplo, frente a las miserias morales de los israelitas, Dios –declara el Salmista con un audaz antropomorfismo– aplaca su ira y calma su furor porque “recuerda que eran carne, un aliento que se va y no retorna” (Sal 78,39). Cuando Juan en el prólogo de su evangelio dice que “el Verbo se ha hecho carne” (Jn 1,14) se refiere al voluntario descenso del Hijo de Dios al nivel más ínfimo, aceptando los aspectos más caducos de la condición humana.
Comer este Dios hecho carne significa reconocer que la revelación de Dios ha entrado en nuestro mundo a través del “hijo del carpintero” y que acogerle a éste es acoger esa sabiduría venida del cielo.
Aun después de esta aclaración, el aspecto escandaloso de la propuesta de Jesús permanece. ¿Cómo se puede “comer su persona”? La reacción escandalizada de sus oyentes es comprensible y justificada: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (v.52). Comprenden que Jesús no se refería solamente a la asimilación espiritual de la revelación de Dios, sino a un “comer” real. ¿Qué intenta decir?
Jesús no se preocupa de la incomodidad de sus oyentes y reafirma cuanto ha dicho, añadiendo una exigencia aún más provocadora: es necesario beber también su sangre (vv. 52-56). Muchos textos bíblicos prohíben severamente beber sangre “porque la vida de la carne es la sangre” Lv 17,10-11) y la vida no pertenece al hombre sino a Dios. Se trata por tanto de asimilar su vida.
Es en este punto donde se inserta el discurso de la eucaristía.
Antes de explicar el significado que, en su discurso, Jesús atribuye a este sacramento, “fuente y ápice de toda la vida cristiana”, quisiera poner en guardia contra algunas interpretaciones reductivas e incluso equivocadas, fruto de una cierta catequesis devocional e intimista sin fundamentos bíblicos. Me refiero a la espiritualidad eucarística que hablaba del “divino prisionero”, que exhortaba ir a la iglesia para “hacer compañía y consolar a Jesús”. La eucaristía no tiene como objetivo capturar a Jesús para tenerlo más cercano y tener así una oportunidad mayor de convencerlo a que nos conceda favores, aprovechando el hecho de que “ha venido a visitarnos”, de que “ha entrado a nuestro corazón”. La eucaristía ha sido instituida como alimento para ser comido y aun cuando viene expuesta a la adoración (mejor en el copón donde ha sido consagrada que en la custodia) es para ser consumida como alimento. Solo así mantiene su significado auténtico.
Si partimos de la constatación de que para llegar a la vida de unión con Cristo, basta la fe en su palabra, la pregunta es inevitable: ¿por qué es necesario, entonces, acercarse a recibirlo también en el sacramento? ¿Por qué ha añadido Jesús una exigencia tan difícil de comprender: comer su carne y beber su sangre bajo las especies sacramentales del pan y del vino?
Sabemos que por falta de sacerdotes la mayoría de las comunidades cristianas del mundo no se reúnen el domingo alrededor de la mesa del pan eucarístico, sino solamente alrededor de la mesa de la palabra de Dios y estamos seguros de que los creyentes reciben abundancia de vida de este único alimento.
Es significativo que en el v. 54 Jesús diga que quien come su carne y bebe su sangre tiene la vida eterna y en el v. 47 afirme que reciben el mismo fruto quienes creen en la palabra de Dios. ¿Por qué entonces la eucaristía?
Debemos dejar claro, en primer lugar, que este sacramento –que verdaderamente hace presente al Resucitado– no substituye a la fe en la palabra de Cristo. Acercarse a recibir la comunión no es realizar un rito mágico ni la hostia es una especie de píldora que actúa automáticamente y cura al enfermo aunque está dormido o semiinconsciente.
No es suficiente comulgar muchas veces para recibir la gracia del Señor. Jesús no nos ha dicho que comulguemos muchas veces sino que “comamos su carne y bebamos su sangre”.
He aquí la razón por la que, antes de recibir el pan eucarístico, es necesario escuchar y meditar un pasaje del evangelio. La lectura de la Palabra de Dios es requisito imprescindible.
Cuando se firma un contrato, cuando se estipula una alianza, primero se deben conocer y valorar atentamente las cláusulas. Quien acepta convertirse en una sola persona con Cristo en el sacramento, deber ser consciente de la propuesta que se le hace y tomar la decisión firme de aceptarla. Es éste el sentido de la apasionada recomendación de Pablo: “Que cada uno se examine antes de comer el pan y beber la copa” para no comer y beber la propia condenación” (1 Cor 11,28-29).
El gesto de extender la mano para recibir el pan consagrado indica la disposición interior para recibir a Cristo y de este modo sus pensamientos se conviertan en nuestros pensamientos, sus palabras en las nuestras, sus opciones en nuestras opciones. En la señal de la Eucaristía su persona es asimilada tal como sucede con el pan.
El cambio, la metamorfosis vendrá muy lentamente, el proceso estará marcado por éxitos y fracasos, pero la escucha humilde de la palabra de Dios y la comunión con su cuerpo y con su sangre cumplirán el milagro. Un día, el discípulo se alegrará de la trasformación realizada en él por el Espíritu que actúa en el sacramento y llegará a exclamar como San Pablo: “Ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,20).
Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini con el comentario para el evangelio de hoy en: http://www.bibleclaret.org/videos