
Comentario de las lecturas
14º Domingo del Tempo Ordinario – 5 de julio de 2020 – Año A
“Pequeño”: el único título reconocido en el cielo
Introducción
En las asambleas públicas, en las comidas en común, en los viajes en caravana, en cualquier ocasión, la sociedad judía se planteaba siempre la cuestión de quién era más grande, a quién correspondía el mayor honor.
En esta carrera hacia los primeros puestos se han visto incluidos hasta los bienaventurados del cielo – catalogados en siete categorías con los mártires en cabeza – e incluso el Dios de Israel, quien no podía ser menos que las divinidades griegas o egipcias que invariablemente recibían el título de “grande”. Por eso Salomón proclamaba: “El Señor es el más grande de todos los dioses” (Ex 18,11) y Moisés aseguraba a los israelitas: “El Señor, su Dios, es Dios de dioses y Señor de señores” (Dt 10,17).
En los últimos años antes de Cristo, las afirmaciones sobre la grandeza de Dios se habían multiplicado desmesuradamente. Dios era “el altísimo”, “el grandísimo” (Est 8,12q); “el Señor grande y glorioso, admirable en su poder e invencible” (Jdt 16,13), y se esperaba, en consecuencia, una manifestación de su grandeza: “Esperamos la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y salvador” (Tit 2,13), leemos en la noche de Navidad.
Dios ha aparecido en toda su grandeza como un niño débil, pobre e indefenso, “envuelto en pañales”, hijo de una dulce y premurosa madre de catorce años. Este ha sido el comienzo de su manifestación cuyo momento culminante ha tenido lugar en la cruz. Desde aquel día, todos los criterios de grandezas han cambiado radicalmente.
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Solo los pequeños están en grado de acoger los misterios del reino de Dios”.
Primera Lectura: Zacarías 9,9-10
9,9: Alégrate, ciudad de Sión: grita de júbilo, Jerusalén; mira a tu rey que está llegando: justo, victorioso, humilde, cabalgando un burro, una cría de burra. 9,10: Destruirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; destruirá los arcos de guerra proclamará la paz a las naciones; dominará de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra. – Palabra de Dios
Esta profecía ha sido pronunciada cuando Israel ni siquiera figuraba como nación independiente. No estaba en guerra con nadie, pero era un pueblo insignificante en el panorama internacional; era una colonia, explotada y oprimida por potencias extrajeras. El período histórico es el inmediatamente posterior a las conquistas de Alejandro Magno.
En esta coyuntura difícil, la hija de Sión o hija de Jerusalén es invitada a un gran gozo y alegría (v. 9). Sión era el nombre de la colina sobre la que se había construido la ciudad de David; poco después se convirtió en sinónimo de Jerusalén. Con la expresión hija de Sión o hija de Jerusalén se indicaba la zona más pobre de la ciudad, el suburbio que había surgido al norte de la misma (como una extensión, como una hija de la capital) con la llegada de los fugitivos de Samaria, destruida por Asiria en el 721 a.C.
Es a estos prófugos, a estas personas indigentes y traumatizadas a quienes el profeta se dirige para anunciarles alegría y esperanza: un rey justo y victorioso está a punto de llegar e inaugurará una era de paz y prosperidad.
La dinastía de David hacía siglos que había desaparecido. El rey que: “libra al pobre suplicante, al humilde y al desvalido y se apiada del pobre y del débil y los rescata de la opresión y la violencia” (Sal 72,12-14), no puede ser un hombre, sino el mismo Dios.
Hasta aquí, ninguna novedad respecto a lo prometido por otros profetas. “El Señor dentro de ti es el rey de Israel” había profetizado Sofonías (Sof 3,15). La sorpresa viene a continuación: el salvador no llegará a la cabeza de un fuerte ejército, cabalgando fogosos corceles, al mando de carros de guerra, pisoteando enemigos hechos prisioneros, sino que entrará en Jerusalén: “justo, victorioso, humilde, montado en un burro, una cría de burra” (v. 9).
Dotar al ejército de una potente caballería había sido siempre un sueño de los reyes de Israel; para procurársela, habían llegado hasta vender a los hijos de su pueblo como esclavos y mercenarios de los egipcios (cf. Dt 17,16). Dios, por el contrario, quiere poner fin a esta manía de poder y de grandeza: “Aquel día, oráculo del Señor, les aniquilaré su caballería y destruiré sus carros” había dicho por boca del profeta Miqueas (Miq 5,9).
En la segunda parte de la lectura (v. 10) viene descrito el reino pacífico inaugurado por el Señor: el arco de guerra será quebrado y la paz anunciada a todas las gentes. El reino se extenderá del Mediterráneo al Golfo Pérsico y del rio Éufrates hasta la extremidad de la tierra. Según la geografía de aquel tiempo, estos eran los confines del mundo.
Con esta profecía, Zacarías cambia totalmente el concepto de realeza: el soberano no es más aquel que es servido, sino el que pone a los otros en el centro de sus atenciones y cuidados. No son los débiles los que tienen que someterse a él, sino que es el rey el que tiene que estar al servicio de los débiles. Su fuerza es lo que los hombres consideran debilidad. Jesús cumplirá a la letra esta profecía al entrar en Jerusalén montado en un burro. Con este gesto mostrará que es el rey pacífico anunciado por Zacarías.
Segunda Lectura: Romanos 8,9.11-13
8,9: Pero ustedes no están animados por los bajos instintos, sino por el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece. 8,11: Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de la muerte habita en ustedes, el que resucitó a Cristo de la muerte dará vida a sus cuerpos mortales, por el Espíritu suyo que habita en ustedes. 8,12: Hermanos, no somos deudores de los bajos instintos para vivir a su manera. 8,13: Porque, si viven de ese modo, morirán; pero, si con el Espíritu dan muerte a las bajas acciones, entonces vivirán. – Palabra de Dios
Los hombres mueren y también Jesús, siendo hombre, muere, debe morir. Sin embargo, Jesús ha resucitado. ¿En virtud de qué poder?
En la lectura de hoy Pablo dice que esto ha sucedido porque Jesús tenía en sí mismo el Espíritu en plenitud, la potencia del Dios (v. 11).
La vida del hombre tiene un principio y un fin, pero la vida de Dios no tiene ni principio ni fin. Jesús ha muerto a la vida material, pero el Espíritu que estaba en él, lo ha resucitado, ha hecho que continuara viviendo de la vida de Dios.
De esta verdad concluye Pablo que, habiendo recibido nosotros el mismo Espíritu, ya no podemos morir. Cuando llegue el momento en que nuestra vida bilógica llegue a su fin, el Espíritu que ha resucitado a Jesús resucitará también nuestros cuerpos mortales (v. 11).
En la segunda parte de la lectura (vv. 12-13), el Apóstol indica cuáles son las consecuencias morales que se derivan de la nueva condición en la que ha entrado quien ha recibido el bautismo: debe hacer las obras que están en sintonía con la vida de Dios, con los impulsos del Espíritu; si el creyente continúa a vivir “según la carne” tomará decisiones de muerte.
Evangelio: Mateo 11,25-30
11,25: En aquella ocasión Jesús tomó la palabra y dijo: ¡Te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque, ocultando estas cosas a los sabios y entendidos, se las diste a conocer a la gente sencilla! 11,26: Sí, Padre, ésa ha sido tu elección. 11,27: Todo me lo ha encomendado mi Padre: nadie conoce al Hijo, sino el Padre; nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo decida revelárselo. 11,28: Vengan a mí, los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. 11,29: Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy tolerante y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su vida. 11,30: Porque mi yugo es suave y mi carga ligera. – Palabra del Señor
Al inicio de su vida pública, junto a lago de Galilea, Jesús suscitó bastante entusiasmo y obtuvo un notable éxito; pronto, sin embargo, comenzaron los conflictos, las incomprensiones y la hostilidad. Muchos discípulos, desconcertados por sus propuestas, lo abandonaron (Jn 6,66). Efectivamente ni sus propios parientes creían en él. (cf. Jn 7,5). Con él permaneció un escaso grupo de seguidores pertenecientes a las clases más pobres y despreciadas de la sociedad judía (cf. Jn 6,67-69).
Nuestro pasaje, es el epílogo de un capítulo lleno de tensiones y polémicas. Se ha abierto con la crisis de fe del Bautista que ha enviado a algunos de sus discípulos a preguntar a Jesús: “¿Eres tú el que había de venir o tenemos que esperar a otro?” (Mt 11,3). El texto continúa con el severo juicio de Jesús sobre su generación (cf. Mt 11,16-19) y las amenazas: “¡Ay de ti, Corazaín, ay de ti Betsaida!” (Mt 11,21-24).
A mitad de su vida pública, el balance de la labor de Jesús es decepcionante. Frente a un fracaso tal, nosotros nos hubiéramos quedado con los brazos caídos; Jesús, sin embargo, se alegra y bendice al Padre por todo lo sucedido.
La exclamación solemne con que se inicia el pasaje de hoy, es una de las pocas oraciones de Jesús narradas por los evangelios: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque, ocultando estas cosas a sabios y entendidos, se las diste a conocer a la gente sencilla” (v. 25).
Los sabios e inteligentes vienen, con frecuencia, citados juntos y, la mayoría de la veces, en sentido peyorativo. Son aquellos que se profesan devotos buscadores de la sabiduría, que incluso piensan tener el monopolio de ella, pero que, en realidad, viven envueltos en estupideces y se deleitan en vanas disquisiciones. Contra estos tales había sentenciado el profeta Isaías: “¡Hay de los que se tienen por sabios y se creen inteligentes!” (Is 5,20-21). Jesús no los excluye de la salvación, se limita a constatar un hecho: los pobres, los humildes, las personas marginadas han sido los primeros en aceptar su palabra de liberación.
Es normal, dice, que esto suceda porque son los pequeños, más que nadie, los que sienten necesidad de la ternura de Dios; tienen hambre y sed de justicia; lloran y viven en el luto esperando que el Señor intervenga, levante sus cabezas y los llene de júbilo. Son bienaventurados porque ha llegado para ellos el reino de Dios. Después añade: “Sí, Padre, esa ha sido tu elección” (v. 26).
Aún hoy sigue profundamente enraizada en muchos creyentes la convicción de que Dios es amigo de los buenos y de los justos, se complace en los que se comportan bien y apenas aguanta a los pecadores. Este es el “dios creado” por “los sabios y los inteligentes”: mero producto de la lógica y criterios humanos. El Padre de Jesús, por el contrario, va en busca de aquellas personas que nosotros tiramos a la basura, privilegia a los despreciados, a los que no son tenidos en cuenta por nadie, a los pecadores públicos (cf. Mt 11,19) a las prostitutas (cf. Mt 21,31), porque todos estos son los que más necesitan de su amor. Los ricos, los saciados, quienes se sienten orgullosos de su saber, no sienten la necesidad de este Padre, siguen aferrados a sus propios dioses. Llegarán también ellos a la salvación, cierto, pero solo cuando se hayan hecho “pequeños”. Su problema, sin embargo, es el de llegar tarde, el de desperdiciar un tiempo precioso.
En la segunda parte del pasaje (v. 27) viene introducida una importante afirmación de Jesús: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre; nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo decida revelárselo”.
El verbo conocer en la Biblia no significa haber contactado o encontrado algunas veces una persona, significa “haber tenido de ella una experiencia profunda”. Viene empleado, por ejemplo, para indicar la relación íntima que tiene lugar entre un hombre y una mujer (cf. Lc 1,34).
Solo el Hijo tiene un conocimiento pleno del Padre. No obstante, él puede comunicar esta experiencia suya a quien quiere. ¿Quién tendrá la disposición justa para acoger su revelación? Los pequeños, naturalmente.
Los escribas, los rabinos, aquellos que han sido instruidos hasta en los más mínimos detalles de la ley, están convencidos de poseer el pleno conocimiento de Dios, de ser capaces de discernir lo que está bien, se presentan como guías de ciegos, como luz para los que están en las tinieblas, como educadores de los ignorantes, como maestros de los simples (cf. Rom 2,18-20); todos éstos, si no renuncian a su actitud de “sabios e “inteligentes”, se autoexcluirán de la verdadera y gratificante experiencia del amor de Dios.
La última parte del pasaje (vv. 28-30) se refiere a la opresión que los “pequeños”, el pueblo simple de la tierra, sufren a manos de los “sabios” e “inteligentes”. Estos (los escribas y fariseos) han estructurado una religión complicadísima, hecha de reglas minuciosas, de prescripciones imposibles de observar, han cargado sobre los hombros de gente ignorante “cargas insoportables pero ellos ni siquiera mueven un dedo para llevarlas” (Lc 11,46).
La ley de Dios es, sí, un yugo; el sabio Ben Sira recomendaba a su hijo: “Mete los pies en sus cadenas y ofrece el cuello a su yugo, arrima el hombro para cargar con ella y no te irrites con sus ataduras…al fin alcanzarás su descanso” (Eclo 6,24-28), pero la religión predicada por los maestros de Israel se había convertido en un yugo opresor. Los pobres no solo se sentían desamparados en este mundo, sino también rechazados por Dios y excluidos del mundo futuro. Sabían que no podían observar las disposiciones dictadas por los sabinos y estaban convencidos, por tanto, de ser impuros. “Esa maldita gente que no conoce la ley”, declaraba el sumo sacerdote Caifás (Jn 7,49).
A estos pobres, descarriados y desorientados, dirige Jesús la invitación de liberarse del miedo y de las doctrinas asfixiantes que les habían sido inculcadas. Acojan mi ley –recomendaba – que se resume en un único mandamiento: el amor al hermano. No propone una moral más fácil o permisiva, sino una ética que va derecha a lo esencial y no hace desperdiciar energías en la observancia de prescripciones que tienen “apariencia de sabiduría” (Col 2,23) pero que en realidad no tienen ningún valor.
Su yugo es suave. Ante todo porque es el suyo: no en el sentido de que haya sido impuesto por él, sino por haberlo llevado él mismo en primer lugar. Jesús se ha inclinado siempre ante la voluntad del Padre; la ha abrazado libremente, sin, al mismo tiempo, dejarse imponer nunca preceptos humanos (cf. Mc 7). Su yugo es suave porque solamente quien acoge la sabiduría de las bienaventuranzas experimenta la alegría y la paz.
Finalmente la invitación: “Aprendan de mí, que soy tolerante y humilde de corazón” (v. 29). Esta afirmación nos deja, quizás, un poco perplejos porque parece un autoelogio, merecido, cierto, pero quizás poco oportuno.
¡No hay nada de vanagloria en estas palabras!
“Aprendan de mí” significa simplemente: no sigan a los maestros que se comportan como dueños de sus conciencias, que predican un Dios que no está de la parte de los pobres, de los pecadores, de los últimos, y enseñan una religión que mata la alegría con sus fastidiosos detalles y absurdidades.
Jesús se presenta como tolerante y humilde de corazón. Son los términos que encontramos en las bienaventuranzas y que no hacen referencia a los tímidos, a los mansos, los tranquilos, sino a los pobres y oprimidos, aquellos que, aun sufriendo injusticias, no recurren a la violencia.
A todos estos pobres de la tierra, Jesús dice: yo estoy de su parte, soy uno de ustedes, también yo soy pobre y rechazado.
El pasaje del evangelio de hoy es motivo de reflexión, ya sea personal que comunitaria. ¿En qué Dios creemos: en el de los “sabios” o en el revelado en Jesús? ¿Para quiénes es relevante nuestra comunidad: para los que están convencidos de merecer los primeros puestos o para quien se siente indigno de cruzar el umbral de la Iglesia?
Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini con el comentario para el evangelio de hoy en: http://www.bibleclaret.org/videos