
Comentario de las lecturas
19º Domingo del Tiempo Ordinario – 9 de agosto de 2020 – Año A
Es en los momentos de crisis cuando madura la fe
Introducción
Tensiones, conflictos, incomprensiones han acompañado siempre las relaciones iglesia—mundo, pero se han exacerbado más con la llegada del empirismo y racionalismo que han caracterizado el pensamiento de los siglos 17 y 18. La visión puramente naturalista del mundo y la confianza sin límites en la razón, parecían haber minado los fundamentos de la fe y de lo sobrenatural.
Los avances históricos y arqueológicos del siglo 19 demostraron las evidentes incongruencias ligadas a la interpretación racional de la Biblia. La respuesta de los creyentes, dictada por miedos y sospechas, no fue serena, al menos inmediatamente; por consiguiente, el movimiento de purificación de las ideas, del lenguaje y de la práctica religiosa sufrió retardos, periodos de inmovilismo, marcha atrás, replanteamientos e involuciones.
Hoy es ya posible constatar los grandes cambios que, estimulados por desafíos de siglos, se han realizado especialmente después del Concilio Vaticano II. Del estudio y de la meditación de la palabra de Dios, finalmente en manos de los cristianos, está emergiendo y siendo ofrecida al mundo, aun en medio de contradicciones, una imagen de Dios no más encorsetada en categorías arcaicas; está apareciendo un nuevo rostro del hombre y una iglesia más evangélica basada sobre valores auténticos.
Algo semejante ocurría en tiempos del profeta Elías, como nos contará la primera lectura. Jesús exigió a sus discípulos un cambio de mentalidad todavía mayor, como veremos en el pasaje evangélico. El Espíritu invita a los cristianos, no solo a través de los signos de los tiempos sino también por medio de las críticas acerbas de los no creyentes, a dirigir las miradas, las mentes y los corazones más allá de los estrechos horizontes en los que corremos el peligro de permanecer prisioneros por el temor a crecer.
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Aunque deba atravesar un valle oscuro, no temo porque Tú, Señor, estás conmigo”.
Primera Lectura: 1 Reyes 19,9.11-13
En aquellos días, al llegar Elías al monte de Dios, el Horeb, se metió en una cueva, donde pasó la noche. Y el Señor le dirigió la palabra: –¿Qué haces aquí, Elías? 19,11: El Señor le dijo: –Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar! Vino un huracán tan violento, que descuajaba los montes y resquebrajaba las rocas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. 19,12: Después del terremoto vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego se oyó una brisa tenue; 19,13: al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva. – Palabra de Dios
Estamos en la primera mitad del siglo 9 antes de Cristo, cuando Omri, un general hábil y resuelto, tomó el poder por medio de una revuelta. El libro de los Reyes le dedica una brevísima mención, apenas seis versículos (cf. 1 Re 16,23-28). Sin embargo, los cambios políticos, sociales y especialmente religiosos que tuvieron lugar durante los 11 años de su reinado, marcaron profundamente la historia de Israel. Construyó una nueva capital en el monte de Samaria, introdujo nuevas técnicas agrícolas, incentivó el comercio, favoreció la cultura, reforzó el ejército.
Para consolidar las alianzas con los reinos vecinos recurrió, sobre todo, a los matrimonios políticos. Uno de ellos tuvo consecuencias dramáticas: el que contrajo su hijo Acab con la intrigante, ambiciosa y tan fascinante como pérfida Jezabel, hija Et-baal, rey de Tiro. Fue el principio de la apostasía y alejamiento del Señor por parte del pueblo, porque la malvada princesa extranjera intentó inmediatamente que Baal y Ashera, las divinidades de su tierra, fueran adoradas en Israel. Hizo construir para ellas un espléndido templo en Samaria e impuso su culto como religión oficial del reino.
En este período de tensiones “se alzó como fuego un profeta, cuyas palabras eran un horno encendido” (Eclo 48,1). Venía de Galaad, la tierra más allá del Jordán, en los confines del desierto, “Era un hombre peludo y llevaba una piel ceñida con un cinto de cuero” (2 Re 1,8), viviendo en la austeridad. Se dio inmediatamente cuenta de la “colonización” de las mentes y de las conciencias llevada a cabo por la reina, e intervino para denunciar el peligro de la corrupción religiosa y moral. No obstante, no logró, a pesar de su esfuerzo y su coraje, convencer al pueblo a permanecer fiel al Señor. Al borde de la desesperación, un día se desfogó con su Dios: “los israelitas han abandonado tu alianza, sólo quedo yo, y me buscan para matarme” (1 Re 19,14).
Es en este punto donde comienza nuestra lectura. Para escapar de Jezabel que lo quería matar, Elías huye y se adentra en el desierto dirigiéndose al monte de Dios, el Horeb (Sinaí) donde, 400 años antes, Moisés había hablado con el Señor. Apenas llegado, entra en una cueva para pasar la noche cuando Señor lo invita a salir afuera y ser testigo de una manifestación divina.
Se desencadena un viento fuerte e impetuoso, tanto que rompía las rocas; después del viento, sobrevino un terremoto y un fuego (vv. 11-12). Eras éstas, según la mentalidad del profeta, señales inequívocas del paso del Señor, pues era en medio de estos impresionantes fenómenos naturales que Dios, en el pasado, había entrado en comunicación con sus siervos fieles. Se había manifestado a Moisés por medio del fuego, entre relámpagos y truenos, mientras temblaban los fundamentos de la montaña (cf. Ex 19,16-19). También Baal, el dios de Jezabel, se aparecía en la tempestad y el huracán, cabalgaba sobre las nubes, lanzaba rayos y se movía entre remolinos.
Elías quedó sorprendido que el Señor no estuviera ni en el viento impetuoso, ni en el terremoto, ni en el fuego. Después del fuego se oyó una brisa tenue” (v. 12). Apenas la oyó, Elías se cubrió el rostro con el manto: había intuido que ese era justamente el momento en que pasaba el Señor. Dios se le había revelado de un modo completamente nuevo. Hay que corregir la traducción del versículo 12. El texto original hebreo no habla de “brisa tenue”, sino de una voz de silencio tenue oída por el profeta.
Fue en el silencio que Elías recibió la revelación del Señor y dio un dio un salto hacia delante en su camino de fe. El Dios en quien hasta entonces había firmemente creído conservaba las características arcaicas de las divinidades paganas: era fuerte, truculento, siempre dispuesto a exhibir su fuerza contra los enemigos, como aquel que en el monte Carmelo, según había creído el profeta, se había enfrentado a Baal y había vencido (cf. 1 Re 18,20-40). Ahora, por fin, Elías había comprendido que no era el Señor quien le había impulsado a degollar en el torrente Kison a los profetas de Baal, sino la falsa imagen que se había hecho de Dios.
En la “voz del tenue silencio” había llegado a descubrir el verdadero rostro de su Dios y comprendido que su “celo por el Señor” no era otra cosa que fanatismo puro y duro, y que su convicción de “haber quedado solo” a adorar al Señor, no era sino dogmatismo, soberbia e intolerancia, pues no se había dado cuenta de que, además de él, otros 7000 hombres en Israel no habían doblado las rodillas ante Baal (cf. 1 Re 19,18). Trasformado interiormente por la voz del tenue silencio que había escuchado, Elías estaba ya preparado para partir: “¡Levántate—le dice el Señor—vuelve sobre tus pasos!” (1 Re 19,15).
La experiencia espiritual de Elías puede ser repetida por quien sepa hacer silencio dentro de sí, por quien logre enmudecer las voces desviadas que le hayan inculcado una falsa imagen de Dios y, en la reflexión pausada y serena sobre la biblia y especialmente en el Evangelio, se deje inundar de la verdadera luz, de la luz que brilla en el rostro de Cristo.
Segunda Lectura: Romanos 9,1-5
Hermanos, 9,1: Les voy a hablar sinceramente, como cristiano, sin mentir; y el Espíritu Santo confirma el testimonio de mi conciencia. 9,2: Siento una pena muy grande, un dolor incesante en el alma: 9,3: hasta desearía ser aborrecido de Dios y separado de Cristo si así pudiera favorecer a mis hermanos, los de mi linaje. 9,4: Ellos son israelitas, adoptados como hijos de Dios, tienen su presencia, las alianzas, la ley, el culto, las promesas, 9,5: los patriarcas; de su linaje carnal desciende Cristo. Sea por siempre bendito el Dios que está sobre todo. Amén. – Palabra de Dios
El sabio Qohelet afirmaba: “Quien aumenta el saber, aumenta el dolor” (Eclo 1,18). Nosotros podríamos añadir: también quien acrecienta el amor acrecienta el dolor. El recuerdo de un hijo, un hermano, una hermana que hayan tomado decisiones equivocadas arruinándose así la vida, nos entristece profundamente, nos acompaña continuamente como una obsesión, oscurecen de amargura y melancolía los momentos de gozo. No nos resignamos a que estas personas queridas se dejen escapar de las manos la felicidad de la que podrían gozar.
Amamos a la Iglesia y la querríamos como la ha soñado su esposo: pura como “el narciso de Sarón y el lirio de los valles” (Cant 2,1). Por el contrario, la encontramos, a veces, corrompida, inconsciente, aliada con los poderes de este mundo, vacilante, poco evangélica. ¿Qué debe hacer quien sufre por amor? Nada, sino seguir amando y esperando, con la paciencia de Dios, que la semilla del evangelio realice el prodigio de la conversión de los corazones.
El ejemplo de Pablo es iluminador. Ha sentido profundamente el drama del rechazo de su pueblo a Cristo. Tomaba tan a pecho la salvación de Israel que afirma, recurriendo a una paradoja, estar dispuesto hasta ser excomulgado y separado de Cristo si esto hubiera servido a ganar a su pueblo para el Señor (v. 3). Sus apasionadas palabras recuerdan las de Moisés que intercedía ante Dios: “Dígnate perdonar su pecado…, si no, bórrame del libro que has escrito” (Ex 32,32).
Pablo no acertaba a comprender que el pueblo elegido, los hijos de Abrahán, los herederos de las promesas hechas a los patriarcas hubieran rechazado al Mesías de Dios (vv. 1-2). Cuando escribe a los romanos han pasado ya treinta años de la muerte y resurrección de Jesús. Durante este tiempo ha intentado anunciar Cristo a sus hermanos israelitas de todas las maneras posibles sin obtener resultado alguno; es más, acentuando la oposición.
En los dos últimos versículos (vv. 5-6) se enumeran los privilegios que Israel ha recibido de Dios; el último, el más importante de todos es el hecho de que Cristo es hijo de este pueblo. No obstante, la tristeza que experimente, a Pablo le consuela la firme convicción de que las promesas de Dios son irrevocables y que si ha permitido el endurecimiento de Israel, si “Dios hizo pasar a todos por la desobediencia—lo hizo—para ejercer con todos su misericordia” (Rom 11,29-32). Es el pensamiento que debe consolar a todo el que sufre por amor: la historia de cada persona concluirá con la salvación.
Evangelio: Mateo 14,22-33
Después que se sació la gente, Jesús, mandó a los discípulos embarcarse y pasar antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. 14,23: Después de despedirla, subió él solo a la montaña a orar. Al anochecer, todavía estaba allí, solo. 14,24: La barca se encontraba a buena distancia de la costa, sacudida por las olas, porque tenía viento contrario. 14,25: Ya muy entrada la noche Jesús se acercó a ellos caminando sobre el lago. 14,26: Al verlo caminar sobre el lago, los discípulos comenzaron a temblar y dijeron: –¡Es un fantasma! Y gritaban de miedo. 14,27: Pero Jesús les dijo: –¡Ánimo! Soy yo, no teman. 14,28: Pedro le contestó: –Señor, si eres tú, mándame ir por el agua hasta ti. 14,29: –Ven, le dijo. Pedro saltó de la barca y comenzó a caminar por el agua acercándose a Jesús; 14,30: pero, al sentir el [fuerte] viento, tuvo miedo, entonces empezó a hundirse y gritó: –¡Señor, sálvame! 14,31: Al momento Jesús extendió la mano, lo sostuvo y le dijo: –¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste? 14,32: Cuando subieron a la barca, el viento amainó. 14,33: Los de la barca se postraron ante él diciendo: –Ciertamente eres Hijo de Dios. – Palabra del Señor
“Levántate y come, si no, el camino será más largo” dice el ángel de Señor a Elías huyendo hacia el desierto. El profeta se levantó, comió, bebió y “con la fuerza que le dio aquella comida, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb” (1 Re 19,7-8). Esta famosa narración del don del pan y el agua por parte de ángel a Elías, viene seguida de la revelación del Señor narrada en la primera lectura.
La escena se repite en el pasaje evangélico: los discípulos, alimentados por el pan ofrecido por Jesús (cf. Mt 14,13-20), reciben ahora la orden de marchar, entrar en la barca y dirigirse hacia la otra orilla. Les espera, como a Elías, una revelación del Señor.
Existen en este relato diversos detalles bastante extraños. He aquí algunos de ellos: no es fácil encontrar una razón a la orden dada por Jesús; ¿por qué les hace ir solos?; ¿hacia dónde deben dirigirse en aquella hora del atardecer?; ¿por qué no va con ellos?, ¿cómo han empleado tantas horas en atravesar el lago? No parece que fuera a causa del mal tiempo porque Jesús sube tranquilo a la montaña para orar y permanece allí hasta el amanecer (v. 25). Extraño es, sobre todo, el deseo de Pedro de querer caminar sobre el agua y –tratándose presumiblemente de un experto nadador– su miedo a hundirse (cf. Jn 21,7).
Estos detalles extraños harían sospechar a cualquier lector atento…y con razón. En realidad, son una invitación a acercarnos al pasaje evangélico con circunspección, pues no se trata de un relato de prodigio sino de una página de teología narrada a través de imágenes bíblicas. Algunas de estas imágenes nos son familiares. La obscuridad de la noche, se encuentra, con toda su carga de significados negativos, en muchos pasajes del Antiguo Testamento. Recordemos, por ejemplo, la oración del salmista quien, en la noche de su dolor, grita al Señor sin encontrar reposo (cf. Sal 23,2).
Son estas tinieblas con las que los discípulos deben enfrentarse. Al atardecer, Jesús les obliga (es el término usado en el texto original) a entrar en la barca y dirigirse hacia “la otra orilla”. Se tiene la impresión de que ellos se resistan, de que quieran quedarse con el Maestro, pero éste, después de haberlos alimentados con su pan, quiere que se vayan, que emprendan solos el arriesgado viaje. El alimento que les ha dado es su palabra y su misma persona presente en el sacramento de la eucaristía. Nutridos por este doble pan, disponen de la fuerza necesaria para llevar a buen fin la difícil travesía. Si Jesús estuviera visiblemente en la barca, las tinieblas se disolverían; en cambio, la obscuridad es espesa.
La referencia: al atardecer (v.13), hace referencia en el lenguaje simbólico del evangelista a la conclusión de la jornada de Jesús, el fin de su vida; es el momento en el que “sube al monte solo”, se aleja de la muchedumbre y entra definitivamente en el mundo de Dios. He aquí por qué los discípulos se encuentran en la obscuridad. Las sombras, son la imagen de la desorientación, de la duda que asalta hasta al creyente más convencido. En ciertos momentos, todos, incluso los que tienen una fe sólida, atravesamos la angustiosa experiencia del silencio de Dios y surge, entonces, la duda sobre el sentido de tantos sacrificios, decisiones, compromisos, certezas.
Después, está la referencia al viento en contra. Los israelitas han experimentado el “fuerte viento del desierto” que enviste y derrumba las casas (Job 1,19); conocen el viento de oriente que “desarbola a los navíos” (Sal 48,8); el “viento huracanado que levanta las olas, hacen subir (las naves) hasta el cielo y bajar a los abismos…y tambalear (a los marineros) como borrachos” (Sal 107,26-27).
El autor de la Carta a los efesios emplea esta imagen para describir los pensamientos insensatos de los hombres, la mentalidad de este mundo opuesta a la de Cristo. Su autor recuerda a los cristianos de sus comunidades que no seamos “como niños a los cuales mueve cualquier oleaje o cualquier viento de doctrina, a quienes los hombres pueden engañar para arrastrarlos al error” (Ef 4,14).
Las aguas eran en el Antiguo Testamento la imagen de las fuerzas que llevan a la muerte. El salmista, afectado por una enfermedad que lo está conduciendo a la tumba, grita al Señor: “Extiende tu mano desde lo alto para salvarme de las aguas profundas” (Sal 144,7); otro, habiendo obtenido la curación, dice: “la muerte me acechaba, los torrentes me asustaban…pero Dios desde lo alto extiende su mano, me toma, me saca de las profundas aguas” (Sal 18,5.17). El Señor promete a su pueblo: “Si atraviesas un rio, yo estaré contigo y no te arrastrará la corriente” (Is 43,2).
Las aguas han atemorizado siempre a los israelitas. Solo el Señor, decían, no teme a los aguaceros ni a las borrascas. Él es quien con su palabra ha separado las aguas “que estaban encima del firmamento de las que estaban debajo de él (Gén 1,7), el único capaz calmar la violencia de las olas (cf. Sal 107, 25-30) y caminar “sobre las olas del mar” (Job 9,8).
Si se tiene en cuenta este simbolismo, se comprende el pavor de los discípulos: temen ser arrastrados por las fuerzas del mal y de la muerte, se mueven en la obscuridad y no ven al Maestro junto a ellos. Una situación dramática e inevitable que deben afrontar. La barca estaba siendo agitada por las olas. El texto original emplea aquí el término griego basanizo que significa propiamente someter a prueba. El básanos era una piedra durísima usada en Lidia para verificar si el metal, golpeado con fuerza contra ella, era precioso o vil. Las olas que atormentaban, casi torturaban a los discípulos, representan la prueba necesaria a que debemos ser sometidos si queremos alcanzar la madurez de la fe.
Hacia el final de la noche, aparece Jesús caminando sobre las olas como Dios solo sabe hacer (cf. Job 9,8). Los discípulos no lo reconocen, creen que se encuentran ante un fantasma. ¡Extraña reacción! ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo no lo han reconocido? No se trata de un hecho de crónica sino de una página de teología. Mateo está describiendo con lenguaje bíblico, la situación de las comunidades cristianas de su tiempo “atormentadas” por tantas pruebas, angustiadas por las dudas y desorientadas, sobre todo, al no contar con la presencia visible del Maestro que les habría infundido seguridad y coraje.
El evangelista quiere animarlos, recordándoles que Jesús estará siempre con sus discípulos, todos los días, hasta el fin del mundo, como ha prometido (cf. Mt 28,20), pero no físicamente como cuando recorría los caminos de Palestina; está presente de manera diversa, como un fantasma. Es ésta la pálida imagen empleada en los evangelios para describir al Resucitado en su nueva condición de vida. Cuando en el día de Pascua se aparece a sus discípulos, éstos se quedaron “atónitos y asustados, pensando que veían algún fantasma” (Lc 24,37). No es fácil darnos cuenta de su presencia. Solo los ojos de la fe pueden reconocerle.
La segunda parte del pasaje (vv. 28-33) contiene el diálogo entre Jesús y Pedro. Se inicia con la petición del apóstol: “Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti caminando sobre el agua (vv. 28-33). Su petición es extraña, pero solamente si la entendemos en sentido literal. Su significado, sin embargo, aparece claro dentro del contexto simbólico de todo el relato. Pedro, el primero de los discípulos, contempla al Maestro, el Resucitado quien, habiendo atravesado las aguas de la muerte y caminando ahora sobre el mar, está en el mundo de Dios.
Pedro sabe que ha sido llamado a seguirlo en el don de la vida, pero la muerte le espanta, teme no ser capaz y su fe se viene abajo; cuando comienza a dudar de la decisión tomada, comienza a hundirse, temer ser tragado por el mar, perder la vida. Es la descripción de nuestra condición. “Ven hacia mí” repite hoy el Resucitado a cada discípulo. No teman perder la vida; si dudas, la muerte te producirá miedo, si por el contrario te fías de mi palabra, las aguas de la muerte no te amedrentarán, las atravesarás y te reunirás conmigo en la resurrección.
Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini con el comentario para el evangelio de hoy en: http://www.bibleclaret.org/videos