Quinto Domingo en tiempo ordinario – Año C
LLEVAMOS UN GRAN TESORO EN VASIJAS DE BARRO
Introducción
Hoy las lecturas nos presentan a algunos personajes que han sido llamados a desarrollar la misión de ser anunciadores de la Palabra de Dios. Todos han tenido la misma reacción: se sienten incómodos, incapaces, inadecuados.
Isaías declara que es un hombre de labios impuros. Pedro pide a Jesús que se aleje de él porque sabe que es un pecador. Pablo afirma que el Resucitado se ha manifestado también a él, pero como “a un aborto”, es decir, a un ser imperfecto, a un anormal de nacimiento. La lista de las declaraciones de indignidad podría continuar con las objeciones de Jeremías: “¡Ay, Señor mío! Mira que no sé hablar, que soy un muchacho” (Jer 1,6) y de Moisés: “Yo no tengo facilidad de palabra... soy torpe de boca y de lengua” (Éx 4,10).
Hoy, el anuncio de la Palabra de Dios convoca vocaciones como el diaconado permanente, la catequesis, la animación de centros de escucha… Entre los que reciben el llamado hay quienes, olvidándose de sus propios límites, se siente seguros de sí mismo. Pero la mayoría, conscientes de sus miserias, se echan para a atrás, dicen que no están a la altura de la tarea que se les pide.
La falta de preparación no es un buen motivo para echarse atrás. Puede ser suplida por el estudio, por la sistemática asistencia a cursos bíblicos y pastorales, por hacerse con una pequeña biblioteca teológica. La sensación de la propia insuficiencia espiritual debe ser superada teniendo presente la obra de Dios: Él purifica a sus profetas y a sus apóstoles y los habilita a anunciar su mensaje.
- Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Purifica, Señor, mi corazón y mis labios para poder anunciar tu Evangelio”.
Primera Lectura: Isaías 6,1-8
1El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: el borde de su manto llenaba el templo. 2Por encima de él había serafines erguidos. 3Y se gritaban el uno al otro: “¡Santo, santo, santo, el Señor Todopoderoso, la tierra está llena de su gloria!”. 4Y temblaban los umbrales de las puertas al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo. 5Yo dije: “¡Ay de mí, estoy perdido!”. Yo, hombre de labios impuros que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor Todopoderoso. 6Y voló hacia mí uno de los serafines con un carbón encendido en la mano, que había retirado del altar con unas tenazas; 7lo aplicó a mi boca y me dijo: “Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado”. 8Entonces escuché la voz del Señor, que decía: “¿A quién mandaré?, ¿quién irá de nuestra parte?” Contesté: “Aquí estoy, envíame”.
Hay experiencias en nuestras vidas que pueden ser contadas con palabras. Las emociones, los sentimientos, las experiencias espirituales no son fáciles de describir. Ésta es la razón por la que Isaías, queriendo presentar la historia de su vocación, no puede menos que recurrir a las imágenes. Sería, por tanto, ingenuo interpretar literalmente lo que nos narra este pasaje. Dios no tiene necesidad de sentarse ni de cubrirse con un manto para repararse del frio, ni ser asistido por serafines como si fueran sus guardaespaldas. Isaías no ha tenido una aparición sino una experiencia interior que el profeta ha preferido narrar en forma de visión.
Un día, mientras se encontraba orando en el templo de Jerusalén, se da cuenta de que el Señor lo llama para que sea su profeta. Presa del desconcierto, comprende, no obstante, que esa es la voluntad del Señor del universo, el omnipotente, quien tiene su trono en los cielos y es asistido por serafines que cantan sin cesar: “Santo, Santa, Santo” (vv. 1-4). Toma conciencia de la propia debilidad e indignidad y tiene miedo de la misión que le ha sido confiada. ¿Cómo podrá él, hombre de labios impuros, anunciar la palabra del Dios tres veces santo? (v. 5).
El Señor, sin embargo, ha decidido llevar a cabo su obra de Salvación por medio de hombres revestidos de debilidad. Él los purifica, los habilita a transmitir su mensaje. Isaías ve a un querubín tomar una ascua del fuego sagrado, tocarle los labios y cancelar su iniquidad (vv. 6-7). Ahora, no pudiendo resistir más a la llamada del Señor, exclama: “¡Aquí estoy, envíame!” (v. 8).
Mientras vivimos en medio de los hombres –frágiles y débiles– no nos damos cuenta de nuestro propio pecado. Es más, si nos comparamos con algún pecador conocido, es probable que nos consideremos mejores, justos, honestos, irreprensibles. Apenas entramos en contacto con el Señor, inmediatamente nuestra perspectiva cambia y experimentamos dramáticamente nuestra poquedad, nuestra propia debilidad y miseria. “Ni siquiera la luna es brillante ni a sus ojos son puras las estrellas. ¡Cuánto menos el hombre, ese gusano, el ser humano, esa lombriz!” (Job 25,6).
Esta experiencia –dolorosa, pero saludable y purificadora– la comparten todos aquellos que se acercan a la Palabra de Dios, a la Palabra que es “viva y eficaz y más cortante que espada de dos filos; penetra hasta la separación del alma y del espíritu, articulaciones y médula, y discierne sentimientos y pensamientos del corazón” (Heb 4,12). Es la sensación de indignidad que experimentan los presbíteros, los animadores de comunidades, los catequistas quienes, mientras explican la Palabra de Dios, sienten con amargura que su comportamiento personal está en estridente contradicción con lo que ellos enseñan.
¿Se dejarán llevar por el desánimo y el desaliento? ¿Se verán obligados a rechazar la llamada de Dios a desempeñar el ministerio de la Palabra? Isaías, aunque sintiéndose indigno, no tiene dudas. Dice con prontitud: “Aquí estoy, envíame”. Nuestros pecados no son una razón para justificar el rechazo a asumir el servicio que la comunidad asigna a cada uno de sus miembros. Es la misma Palabra de Dios el fuego que progresivamente purifica a aquellos que la anuncian.
Segunda Lectura: 1 Corintios 15,1-11
1Ahora, hermanos, quiero recordarles la Buena Noticia que les anuncié: la que ustedes recibieron y en la que perseveran fielmente; 2por ella son salvados, siempre que conserven el mensaje tal como yo se lo prediqué; de lo contrario habrían aceptado la fe en vano. 3Ante todo, les he transmitido lo que yo mismo había recibido: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, 4que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras, 5que se apareció a Cefas y después a los Doce; 6luego se apareció a más de quinientos hermanos de una sola vez: la mayoría viven todavía, algunos murieron ya; 7después se apareció a Santiago y de nuevo a todos los apóstoles. 8Por último se me apareció a mí, que soy como un aborto. 9Porque yo soy el último entre los apóstoles y no merezco el título de apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios. 10Gracias a Dios soy lo que soy, y su gracia en mí no ha resultado estéril, ya que he trabajado más que todos ellos; no yo, sino la gracia de Dios conmigo. 11Con todo, tanto yo como ellos proclamamos lo mismo y esto es lo que ustedes han creído.
En Corinto muchos aceptaron el Evangelio solo como una bella doctrina moral, útil para vivir sabiamente. También entre los cristianos muchos había que tenían dificultad en creer en la Resurrección. Afirmaban que, después de la muerte, los hombres desaparecían completamente o que, en todo caso, de ellos sobreviviría una parte espiritual, una sombra, en resumen, poco menos que nada.
Pablo reacciona duramente contra esta deformación de la verdad central del mensaje cristiano. Dice que quien tiene una fe de esta clase, cree en vano (v. 2). Después recuerda a los corintios la profesión de fe proclamada en todas las comunidades: “Cristo murió por nuestros pecados según las Escritura, fue sepultado y resucitado al tercer día según las Escrituras (v. 4).
Después de haber presentado este ‘Credo’ de los primeros cristianos, enumera seis manifestaciones de Cristo Resucitado: a Pedro, a los Doce, a más de quinientos hermanos, a Santiago, a todos los apóstoles y, por último, a él mismo.
¿Cuál es el significado de esta lista? Estos testimonios no están al mismo nivel de los presentados en los tribunales para declarar sobre un hecho o sobre la conducta de un imputado. La Resurrección no es un acontecimiento de este mundo; no puede ser demostrada mediante pruebas impugnables.
Es algo que acontece en el mundo de Dios y, por tanto, escapa a nuestros sentidos. Lo que sí se ha podido verificar con seguridad es el cambio que ha tenido lugar en el grupo de los discípulos. Antes eran temerosos, después perdieron todo el miedo; incluso frente a aquellos que los amenazaban de muerte declararon que Jesús está vivo. De perseguidor, Pablo se ha convertido en apóstol y ha valorado como ‘basura’ todas las seguridades religiosas en las que antes creía (cf. Fil 3,8). Estos cambios radicales son explicados por los protagonistas del mismo modo: todo se debe a la experiencia arrolladora que han tenido del Resucitado.
A esta fe no han llegado de manera imprevista y rápida. Ha sido un avance progresivo, guiados por las Escrituras y ayudados por el Espíritu Santo. Presentándonos su experiencia única e irrepetible, Pablo invita a todos a seguir el camino que ellos siguieron. Sugiere que leamos las Escrituras, que escuchemos la Palabra de Dios proclamada en las comunidades cristianas; nos invita a abrir nuestros corazones a la luz del Espíritu.
Así será posible, también para nosotros, hombres y mujeres de hoy, tener una experiencia, no idéntica pero sí semejante a la que ellos tuvieron.
Evangelio: Lucas 5,1-11
En aquel tiempo 1la gente se agolpaba junto a él para escuchar la Palabra de Dios, mientras él estaba a la orilla del lago de Genesaret. 2Vio dos barcas junto a la orilla; los pescadores se habían bajado y estaban lavando sus redes. 3Subiendo a una de las barcas, la de Simón, le pidió que se apartase un poco de la orilla. Se sentó y se puso a enseñar a la multitud desde la barca. 4Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: “Navega lago adentro y echa las redes para pescar”. 5Le replicó Simón: “Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos sacado nada; pero, ya que lo dices, echaré las redes”. 6Lo hicieron y capturaron tal cantidad de peces que reventaban las redes. 7Hicieron señas a los socios de la otra barca para que fueran a ayudarlos. Llegaron y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. 8Al verlo, Simón Pedro cayó a los pies de Jesús y dijo “¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador!”. 9ya que el temor se había apoderado de él y de todos sus compañeros por la cantidad de peces que habían pescado. 10Lo mismo sucedía a Juan y Santiago, hijos de Zebedeo, que eran socios de Simón. Jesús dijo a Simón: “No temas, en adelante serás pescador de hombres”. 11Entonces, amarrando las barcas, lo dejaron todo y lo siguieron.
Como el Señor, también el cristianismo es “amante de la vida” (cf. Sab 11,26), desea la vida, se compromete con la vida. “Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia”, dice Jesús refiriéndose a su misión entre los hombres (Jn10,10). ¿Cómo lleva a cumplimiento esta misión suya? ¿Qué tarea ha asignado a sus discípulos? A estas preguntas, Lucas no responde con razonamientos sino con un relato: la llamada de los tres primeros apóstoles.
El episodio se desarrolla en el lago de Genesaret. Jesús se encuentra entre apretujones en medio de la muchedumbre y, viendo dos barcas de pescadores, sube a la de Pedro, le pide separarse un poco del embarcadero, se sienta y comienza a enseñar a las gentes (vv. 1-3). La escena es poco realista (baste pensar en la incomodidad de hablar desde una barca a una gran muchedumbre). La escena es idealizada a propósito para transmitir un mensaje teológico.
Notemos ante todo el contexto en el que se ambienta la escena: en la orilla del lago en un día laboral, mientras los hombres están inmersos en sus trabajos, mientras están sudando para ganarse la vida. No es solamente durante la liturgia del sábado y en los ambientes y lugares de culto donde Jesús anuncia la Palabra de Dios. Él la proclama en todos los contextos, en los sagrados y en los profanos, porque la Palabra inspira y guía toda actividad humana.
Se sienta –es decir, asume la posición de maestro– estando en la barca de Pedro. El simbolismo es evidente: la barca representa la comunidad cristiana. Es éste el lugar privilegiado desde el que se debe esperar la voz del Maestro; es a esta barca a la que somos invitados a dirigir nuestra mirada en busca de luz, de la consolación y de esperanza.
Junto a Jesús, no hay en la barca personas excepcionales, santas, perfectas. Solo Dios es santo. Hay gente buena, sí, pero también pecadora. Pedro lo reconocerá en nombre de los otros: “¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador!” (v. 8). Sin embargo, a pesar de estar ocupada por pecadores, es desde esta barca desde donde se anuncia la Palabra de Dios.
Al anuncio de la Palabra, sigue la acción (vv. 1-3). A una orden del Maestro, la barca se adentra en el lago, se aventura sobre las aguas del mar. Mar adentro es donde los discípulos son invitados a echar las redes y pescar (vv. 4-7). Es la comunidad cristiana que, animada por el mensaje evangélico que ha escuchado y asimilado, se dispersa por los caminos del mundo para llevar a cabo su misión.
Pedro objeta, le parece insensata la orden dada por Jesús; es mediodía… Aquella no es hora de pescar. Pero se fía. Es la primera persona que, durante la vida pública, pone su fe en la palabra del Maestro. Es un riesgo que Pedro está dispuesto a correr. Sabe que, en caso de fracaso, se expone al ridículo y a las bromas de sus colegas. La lógica humana le sugiere renunciar, pero prefiere obedecer. Después de un primer momento de incertidumbre, se decide y pone manos a la obra. Cree que la palabra de Jesús puede realizar lo imposible. Ha experimentado ya la fuerza de esta Palabra cuando su suegra fue instantáneamente curada de la fiebre por Jesús (cf. Lc 4,38-39).
El resultado es sorprendente; la cantidad de peces capturada es enorme y el evangelista lo subraya con algunos detalles: la red está a punto de romperse, se debe recurrir a la ayuda de otros; la barca está sobrecargada y hay peligro de que se hunda.
En este momento, Lucas introduce la reacción de Pedro y de los que han asistido al prodigio. Simón se echa a los pies de Jesús y declara la propia indignidad: “¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador!” (vv. 8-10a).
Es la manera como viene narrado en la Biblia todo encuentro del hombre con el Señor: Moisés se tapa el rostro porque tiene miedo (cf. Éx 3,6); Elías se cubre la cabeza con el manto (cf. 1 Re 19:13). Como Isaías –lo hemos visto en la primera lectura– también Pedro se siente pecador. No porque haya llevado una vida inmoral hasta aquel momento sino porque se ha dado cuenta de la distancia que lo separa de lo divino y confiesa la propia indignidad.
Llegamos así al tema central del pasaje (vv. 10b-11). El motivo principal por el que Lucas narra el episodio es el de hacer comprender a los discípulos de sus comunidades cuál es la misión a que han sido llamados: ser pescadores de hombres.
Sabemos bien que los peces están muy a gusto en el agua y no son para nada felices si son sacados fuera. En el agua, sin embargo, los hombres no se encuentran en su elemento, especialmente cuando se trata del mar inmenso, profundo, oscuro, agitado. Los peces fuera del agua mueren; los hombres, por el contrario, viven. Jesús se sirve de este simbolismo para explicar a sus discípulos cuál es su misión. No los invita a “pescar a los hombres con anzuelo”, sino a sacarlos vivos con la red de las olas impetuosas en las que corren el peligro de verse zarandeados, sumergidos, arrastrados a las profundidades.
El verbo usado por el evangelista para describir esta misión no es propiamente pescar, sino capturar vivos(“agarrar para mantener en vida”) (cf. Núm 31,18; Deut 20,16: Jos 2,13; 6,24…), es decir, llevar a la vida.
En la Biblia las aguas del mar son el símbolo del poder del mal, de las fuerzas que llevan a la muerte. Las personas que deber ser ‘pescadas’, es decir ayudadas a vivir, son aquellas que, si se sienten atrapadas por los vicios, a la merced de sus ídolos, de sus pasiones desenfrenadas, que solo saben hacer el mal a los otros y a ellas mismas. «Pez» que debe ser sacado fuera de su condición desesperada es la humanidad entera que corre el riesgo de ser engullida por la violencia, por los odios, las guerras, la corrupción moral…
San Ambrosio decía: “Los instrumentos de la pesca apostólica son las redes; de hecho, no hacen morir a quienes atrapa, sino que los devuelven a la vida, los sacan de los abismos a la luz; de lo profundo conducen a la superficie a quienes estaban sumergidos”. Esta misión no ha sido confiada solamente a los sacerdotes sino a toda la comunidad cristiana.
Un último elemento que se subraya con esta metáfora es el ministerio confiado a Pedro. Es él quien guía la barca hacia el lugar indicado (v. 4), es él quien proclama su fe en el poder de la palabra del Señor (v. 5), es él quien lo reconoce como Señor (v. 8); es a él a quien se dirige la invitación a ser pescadores de hombres (v. 10).
Todos estos elementos indican que Pedro tiene una misión particular que desarrollar en la Iglesia: la de escuchar con atención la Palabra del Señor y dirigirse después, junto a los otros discípulos, no donde la experiencia y la habilidad profesional le sugieren ir sino allí donde el Maestro les indica.
El pasaje no tiene como objetivo invitar a aquellos que, en la comunidad cristiana, ejercen el ministerio de la presidencia a reivindicar para sí el derecho a mandar, a imponerse, o incluso a actuar como dueños del pueblo de Dios (cf. 1 Pe 5:3). Se trata, más bien, de una invitación a que evalúen la manera como ejercen el carisma de la autoridad. ¿Tienen plena confianza en la Palabra del Maestro? ¿Saben reconocer su voz? ¿Son capaces de distinguirla de la “sabiduría de este mundo”, del “sentido común”, de cálculos humanos, de sus instituciones, de sus convicciones personales?
A este examen de conciencia es llamado todo cristiano. Todo cristiano debería preocuparse si constatara que no ha sorprendido a nadie, que nadie lo ha tachado de iluso, de soñador, de alguien que está siempre dispuesto “a pescar al medio día” si el Maestro se lo pide.