Trigésimotercer Domingo en Tiempo Ordinario – Año C
¡ÁNIMO, LEVANTEN LA CABEZA!
Introducción
Cuando acontecen trastornos políticos, como guerras, hambre, pestes y la situación de miseria se convierte en intolerable, se difunden fácilmente rumores sobre el fin del mundo. Para dar crédito a estos delirios, los adeptos a estas sectas fundamentalistas utilizan algunos textos bíblicos. El más citado es éste: “Debes saber que en los últimos tiempos se presentarán situaciones difíciles. Los hombres serán egoístas y amigos del dinero, fanfarrones, arrogantes, injuriosos, desobedientes a los padres, ingratos, no respetarán la religión…traidores y atrevidos, vanidosos, más amigos del placer que de Dios” (2 Tim 3,1-4). Estas situaciones de malestar se encuentran en toda época; por eso el que quiere hacer previsiones para el fin del mundo no tendrá problemas en establecer la fecha. Esto es lo que hacen los Testigos de Jehová.
Para los autores del Nuevo Testamento, los últimos tiempos no son aquellos que vendrán dentro de millones de años, sino aquellos que estamos viviendo, aquel que se ha iniciado con la Pascua. No es fácil captar el sentido de lo que está sucediendo en estos últimos tiempos. Nuestros ojos están como velados, empañados. Mucho de lo que pasa está envuelto en el misterio: desgracias, absurdos inexplicables, contradicciones, señales de muerte. Es difícil descubrir un proyecto de Dios en todo esto.
Empleando lenguaje e imágenes apocalípticas, Jesús quiere rasgar el velo que impide que veamos al mundo con los ojos de Dios. Cuando parece anunciar el fin del cosmos, no se está refiriendo ‘al’ fin del mundo, sino ayudándonos a entender ‘el’ fin del mundo. Apocalipsis no significa catástrofe, sino revelación, develamiento. Tenemos necesidad de que la Palabra de Cristo nos ilumine y, más allá del camino borroso trazado por los hombres, nos permita escoger el trayecto que el Señor está describiendo.
“Señor, permanece cercano. He puesto en ti mi esperanza.”
Primera Lectura: Malaquías 3,19-20
19Miren que llega el día, ardiente como un horno, cuando arrogantes y malvados serán la paja: ese día futuro los quemaré y no quedará de ellos rama ni raíz –dice el Señor Todopoderoso–. 20Pero a los que respetan mi nombre los alumbrará el sol de la justicia que sana con sus alas.
El profeta Malaquías vive en un tiempo muy difícil. Los exilados deportados a Babilonia en el 587 a.C. han regresado hace ya unos años. Se han fiado de las palabras de los profetas que les han asegurado un reino de paz y de justicia, pero en cambio se encuentran en una sociedad con ladrones, abusadores, la violencia contra los débiles no disminuye. Tienen todas las razones para perder la confianza en Dios y en los mediadores de su Palabra, los profetas. Algunos comienzan a manifestar abiertamente la desilusión y el desaliento: “Porque dicen: no vale la pena servir a Dios. ¿Qué sacamos con guardar sus mandamientos y andar enlutados ante el Señor Todopoderoso? Tenemos que felicitar a los arrogantes: los malvados prosperan, desafían a Dios y quedan sin castigo” Mal 3,14-15.
Malaquías es consciente de estos razonamientos y no se indigna. Entiende que, cuando el corazón está amargado, uno de desahoga de esta manera. Entiende que el pueblo no necesita reproches sino palabras de consolación y de esperanza; y por esto trata de infundir ánimo. Es cierto –dice– que las circunstancias son dramáticas, pero no se puede vacilar; es necesario permanecer fiel al Señor y pronto se verá la diferencia entre buenos y los malos, entre los quesirven a Dios y los que no lo sirven (Mal 3,18).
En este punto comienza nuestra lectura.
“Miren que llega el día, ardiente como un horno…” (v. 19). El Señor ha decidido castigar a los malvados y hacer triunfar a los justos; está por provocar un gran incendio; está por enviar un gran diluvio de fuego, terrible. Los que cometen injusticias serán abrasados como paja, mientras que a los justos “los alumbrará el sol de la justicia que sana con sus alas” (vv. 19-20).
Otros profetas han hablado de este trastorno cósmico y a la imagen del fuego le añadieron otra. Han dicho: En el momento de pasar del mundo antiguo al mundo nuevo, Sol y Luna se oscurecerán, los astros retirarán su resplandor (Jl 2,10-11); ese día será un día de cólera, día de angustia y aflicción, día de destrucción y desolación… el día de cólera del Señor…cuando acabe cruelmente con todos los habitantes de la Tierra (Sof 1,15.18).
¿Qué significan estas expresiones dramáticas? ¿Se trata de imágenes o, como sostienen los seguidores de ciertas sectas, de información sobre lo que sucederá al fin de los tiempos?
De estos cataclismos, de estas catástrofes se habla no solamente en el Antiguo Testamento, sino especialmente en la así llamada “literatura apocalíptica” que ha tenido el ápice en tiempos de Jesús y de los apóstoles. Se trata de imágenes coloridas que sería ingenuo y engañoso interpretar al pie de la letra.
La ira de Dios no es más que una expresión de su amor incontenible. Con este antropomorfismo—muy frecuente en la Biblia—el profeta intenta hacer resaltar la pasión del Señor por su pueblo que está sufriendo; quiere recordar a todos la seriedad de su Amor, su implicación en el pacto que lo une al hombre y, en fin, su victoria sobre todo mal, contra todos los obstáculos que se opongan a su obra de Salvación.
El fuego no se aplica a las personas sino que está lanzado contra todo lo que atenta a la vida plena del hombre: la injusticia, la envidia, la codicia de enriquecerse, los odios, la violencia, la corrupción moral. El fuego es la imagen de la intervención de Dios en el mundo para poner fin a toda forma de mal. Como ninguna hierba seca puede escapar a las llamas, así ninguna forma de mal –dice el profeta– podrá escaparse de la intervención purificadora y salvadora de Dios.
El mensaje de esta primera lectura, por lo tanto, no es de miedo sino de consolación y de esperanza. Cuando Malaquías afirma que los impíos serán destruidos, no está afirmando que un día el Señor castigará severamente a los pecadores arrojándolos a las llamas del infierno. Su fuego destruye, como la hierba, no a los hombres, sino al mal que habita en cada uno.
El pueblo que ha escuchado este mensaje alentador y el mismo Malaquías pensaban en una intervención resolutiva de Dios inmediata o en breve tiempo. No sucede nunca. Quizás pensemos que los israelitas, decepcionados, decidieron archivar todos estos oráculos de bien considerándolos una equivocación, alucinaciones, sueños de profetas ilusos. Pero no. Los conservaron y continuaron creyendo con fe incontrolable en la venida del ‘día ardiente como un horno’ y en la aparición del ‘Sol de justicia’.
A la luz de la Pascua, estamos hoy en condición de releer y de comprender estos textos. El Sol de justicia es Jesús, el día ardiente como un horno es el día de su muerte y su Resurrección, el fuego que destruirá todo mal es el Espíritu que Jesús ha enviado, es su Palabra, su Evangelio,que ya ha comenzado a renovar la faz de la Tierra.
El mundo nuevo es el reino de Dios en medio nuestro, aunque deberemos esperar hasta el final para verificar el triunfo pleno del bien en el corazón de todos los hombres.
Segunda lectura: 2 Tesalonicenses 3,7-12
Hermanos, 7ustedes saben cómo deben vivir para imitarnos: no hemos vivido entre ustedes sin trabajar; 8no pedimos a nadie un pan sin haberlo ganado, sino que trabajamos y nos fatigamos día y noche para no ser una carga para ninguno de ustedes. 9Y no es que no tuviéramos derecho; pero quisimos darles un ejemplo para imitar. 10Cuando estábamos con ustedes, les dimos esta regla: el que no quiera trabajar que no coma. 11Ahora nos hemos enterado de que algunos de ustedes viven sin trabajar, muy atareados en no hacer nada. 12A ésos les recomendamos y aconsejamos, por el Señor Jesucristo, que trabajen tranquilamente y se ganen el pan que comen.
En la comunidad de Tesalónica se estaban difundiendo habladurías peligrosas: algunos cristianos fanáticos afirmaban que este mundo estaba por acabarse y que Jesús estaba a punto de regresar y dar comienzo a un mundo y a una humanidad nuevos. Estas interpretaciones derivaban de presuntas visiones y de revelaciones que algunos sostenían que habían recibido de Dios.
Las historias que estos exaltados estaban haciendo circular perturbaban notablemente a la comunidad.
Algunos estaban convencidos de que, siendo inminente el retorno de Cristo, no valía la pena seguir trabajando. Perdían el tiempo en chismorreos y vivían a costa de los demás, poniendo en descrédito y ridículo a todos los creyentes (v. 11).
La situación se convierte en preocupante y escandalosa. Pablo se ve en la necesidad de intervenir.
En la última parte de su segunda Carta reclama decididamente a los tesalonicenses; les recuerda, antes que nada, el ejemplo de su propia vida: Yo no fui un holgazán –dice–, no he sido carga para ninguno; he anunciado el Evangelio gratuitamente y no he aceptado limosnas. “Sepan…que trabajamos y nos fatigamos día y noche para no ser una carga para ninguno de ustedes” (v. 8).
La independencia económica es motivo de gran orgullo para Pablo ya que vuelve varias veces en sus cartas sobre este tema (1 Tes 2,9; 1 Cor 4,12; 2 Cor 11,7-10; 12,13-18). Les dice a los ancianos de Éfeso: “No he codiciado la plata ni el oro ni los vestidos de nadie. Ustedes saben que con mis manos he atendido a mis necesidades y a las de mis compañeros” (He 20,33-34).
Después de haber presentado el ejemplo de su propia vida, Pablo cita a los tesalonicenses un proverbio popular: “El que no quiera trabajar, que no coma” (v. 10) y, una vez más, recuerda a los cristianos la necesidad de vivir del propio trabajo (v. 12).
El “mundo nuevo” es un don de Dios. Pero, para ser construido, se necesita la colaboración del hombre. El que no trabaja, el que no se pone a disposición de los hermanos con toda su capacidad, no colabora en la construcción del reino de Dios.
Evangelio: Lucas 21,5-19
5A unos que elogiaban las hermosas piedras del templo y la belleza de su ornamentación Jesús les dijo: 6”Llegará un día en que todo lo que ustedes contemplan será derribado sin dejar piedra sobre piedra.” 7Le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo sucederá eso y cuál será la señal de que está por suceder?” 8Respondió: “¡Cuidado, no se dejen engañar! Porque muchos se presentarán en mi nombre diciendo: «Yo soy; ha llegado la hora.» No vayan tras ellos. 9Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, no se asusten. Primero ha de suceder todo eso; pero el fin no llega enseguida.” 10Entonces les dijo: “Se alzará pueblo contra pueblo, reino contra reino; 11habrá grandes terremotos, en diversas regiones habrá hambres y pestes, y en el cielo señales grandes y terribles. 12Pero antes de todo eso los detendrán, los perseguirán, los llevarán a las sinagogas y las cárceles, los conducirán ante reyes y magistrados a causa de mi nombre, 13y así tendrán la oportunidad de dar testimonio de mí. 14Háganse el propósito de no preparar su defensa; 15yo les daré una elocuencia y una prudencia que ningún adversario podrá resistir ni refutar. 16Hasta sus padres y hermanos, parientes y amigos los entregarán y algunos de ustedes serán ajusticiados; 17y todos los odiarán a causa de mi nombre. 18Sin embargo no se perderá ni un pelo de su cabeza. 19Gracias a la constancia salvarán sus vidas.”
Lucas escribe su evangelio hacia el año 85 d C.: en los cincuenta años transcurridos desde la muerte de Jesús acontecieron hechos tremendos. Hubo guerras, revoluciones políticas, catástrofes… El templo de Jerusalén fue destruido; los cristianos fueron víctimas de injusticias y persecución… ¿Cómo explicar todos estos acontecimientos tan dramáticos?
Alguien recurre a las palabras del Maestro: “Habrá grandes terremotos… habrá hambre y pestes … los perseguirán” (vv. 11-12). ¡Aquí está la explicación! –se comienza a decir–. Jesús ya lo había previsto. Las desgracias (especialmente la destrucción del templo de Jerusalén) son signos del fin del mundo que se avecina y el Señor está a punto de retornar sobre las nubes del cielo.
El evangelio de hoy intenta responder a estas falsas expectativas y corregir la interpretación errada que algunos daban a las palabras del Maestro. Ya entonces su lenguaje apocalíptico se prestaba a ser incomprendido. Examinemos el fragmento en detalle.
Algunas personas se acercan a Jesús, que está en el templo, y lo invitan a admirar la bellezade las enormes piedras cuadradas de mármol blanco puestas perfectamente por los trabajadores de Herodes, las decoraciones, los exvotos, los adornos de oro que cuelgan de las paredes del vestíbulo y que se extienden hasta cubrir las ofrendas de los fieles, la fachada recubierta de placas de oro del espesor de una moneda… Con razón decían los rabinos: “El que no ha visto el templo de Jerusalén no ha contemplado la más bella de las maravillas del mundo”.
La respuesta de Jesús es sorprendente: “De todo lo que admiran no quedará piedra sobre piedra”. Le preguntaron: “¿Cuándo sucederá esto y cuáles serán los signos para comprenderlo?” (vv. 5-7).
Jesús no pudo especificar la fecha: no la conoce, como no conoce el día ni la hora del fin del mundo (Mt 24,36). Jesús no es un mago, un adivino; por eso no responde.
¿Por qué introduce Lucas este episodio? Lo hace por una preocupación pastoral: Quiere poner sobre aviso a su comunidad, que confunde los signos con la realidad. Algunos exaltados atribuían a Jesús predicciones que eran solamente fruto de especulaciones extravagantes.
El evangelista invita a los cristianos a no dejarse llevar por fábulas y a reflexionar sobre lo único que debe interesar: qué hacer, concretamente, para colaborar con el advenimiento del mundo nuevo, del reino de Dios.
Los “falsos profetas” han presentado siempre un peligro para la comunidad cristiana y Lucas recuerda que también Jesús puso en guardia a sus discípulos sobre aquellos que aseguran que el fin del mundo se avecina. Ha recomendado vivamente: “¡No los sigan!” (vv. 8-9). El fin no vendrá enseguida; la gestación del mundo nuevo será difícil y larga.
¿Qué sucederá entre el tiempo de la venida del Señor y el fin del mundo? Jesús responde a esta pregunta recurriendo al lenguaje apocalíptico. Habla de sublevaciones de pueblos contra pueblos, de terremotos, carestía y pestilencia, de cosas terroríficas, de señales grandes en el cielo (vv. 10-11). Esto será explicado poco después: “Habrá señales en el sol, la luna y las estrellas. En la tierra se angustiarán los pueblos, desconcertados por el estruendo del mar y del oleaje. Los hombres desfallecerán de miedo, aguardando lo que le va a suceder al mundo, porque hasta las fuerzas del universo se tambalearán” (Lc 21,25-26).
Una de las ideas recurrentes en tiempo de Jesús era que el mundo ya estaba muy corrupto y pronto sería sustituido por una realidad nueva que brotaría de Dios. Se decía que el momento de pasar de lo antiguo a lo nuevo, la gente estaría muy convulsionada, los pueblos y las naciones revueltos, habría mucha violencia, enfermedades, desgracias, guerra. El Sol aparecería durante la noche y la Luna de día; lo ríos comenzarían a verter sangre; las piedras, a partirse y a crujir.
Este lenguaje, esta imaginación, era muy común.
Jesús no necesitó decir a sus discípulos que es inminente el pasaje entre las dos épocas de la historia. El suyo es un anuncio de alegría y esperanza: Quien siente dolor y espera el reino de Dios debe saber que está por aparecer la aurora de un nuevo y espléndido día. Es por eso que exhorta a los discípulos a no preocuparse: “no tengan miedo” (v. 9) y, un poco más adelante recomienda, “Cuando comience a suceder todo esto, enderécense y levanten la cabeza, porque ha llegado el día de su liberación” (Lc 21,28).
Después de haber invitado a considerar el tiempo de espera de su retorno como una gestación que se prepara para el parto, Jesús anuncia la dificultad que sus discípulos deberán afrontar (vv. 12-19).
¿Cuál será la señal de que el reino está por nacer y ser instaurado en el mundo? No son los triunfos, los aplausos, la aprobación de los hombres, sino la persecución. Jesús anuncia a sus discípulos la prisión, la calumnia, la traición de parte de algunos familiares y de los mejores amigos. En esta difícil situación, van a ser tentados por el desaliento pensando que han equivocado el camino de sus vidas.
¿Para qué soportar tantos sufrimientos y hacer tantos sacrificios? Todo inútil: los impíos seguirán progresando, cometerá violencia, prevalecerán ante el justo. Jesús responde que ¡eso no sucederá! Dios guía los acontecimientos de la vida de los hombres y orienta también los proyectos de los malvados hacia el bien de sus hijos y a la instauración del reino.
“Tengan presente que no deben preparar su defensa” –sigue recomendando. ¿Qué significa? ¿Tendrán que esperar los discípulos una intervención milagrosa?
No. Jesús los alerta sobre el peligro de fiarse de los razonamientos y de los cálculos como los hacen los hombres.
Si sus discípulos creen que podrán defenderse utilizando la lógica de este mundo en lugar de la de Dios, se pondrán en el mismo plano de sus opositores y perderán. Deberán aceptar serenamente el hecho de que no pueden utilizar el método de los que los persiguen: la calumnia, la hipocresía, la corrupción, la violencia. Deberán convencerse de que su fuerza estará en lo que los hombres consideran fragilidad y debilidad. Son ovejas en medio de lobos; no puedenconvertirse en lobos. Si son realmente coherentes con las exigencias de su vocación, será Jesús, el Buen Pastor, el que los defienda. Les dará una fuerza que ninguno podrá resistir: la fuerza de la verdad, del amor, del perdón.
Finalmente, Jesús recuerda una expresión muy usada en su tiempo: “Ni un cabello de su cabeza se perderá”. No les promete a sus discípulos que los protegerá de desventuras y peligros. Los cristianos perseguidos no deben esperar una liberación milagrosa: perderán sus bienes, su trabajo, su reputación, y hasta la misma vida por causa del Evangelio. Aun así, no obstante la apariencia de lo contrario, el reino de Dios continuará creciendo.
Aquellos que se han sacrificado por Cristo quizás no recojan el fruto de lo que han sembrado, pero deben cultivar la gloriosa certeza de que los frutos serán abundantes. El valor de su sacrificio no lo recogerán en este mundo. Serán olvidados, y hasta maldecidos, pero Dios –¡y deben contar con este juicio de Dios!– les dará la recompensa en la resurrección de los justos.