Tercer Domingo de Cuaresma – Año A
EXISTE UN AGUA QUE NO TIENE PRECIO
Introducción
Durante años, los israelitas experimentaron la sed en el desierto de Sinaí y vieronespejismos; excavaron pozos y soñaron con una tierra donde el agua cayera del cielo en forma de lluvia y de rocío y donde surgieran manantiales que regaran los valles. Nómadas de un desierto desolador, asociaron estas tierras ásperas y áridas con la muerte, mientras que el agua era para ellos símbolo de la vida, de la belleza, de las bendiciones de Dios. Y pensaron en el Señor como “aquel que llama a las aguas del mar y las distribuye sobre la tierra” (Am 5,8).
En la Biblia la imagen del agua aparece en contextos muy diversos. El enamorado contempla a la amada como: “¡Fuente de los jardines, manantial de aguas vivas que fluyen del Líbano!” (Ct 4,15). Dios asegura a los deportados un futuro próspero y feliz con promesas relacionadas con el agua: “ha brotado agua en el desierto, arroyos en la estepa; el arenal será un estanque, lo reseco un manantial” (Is 35,6-7; 41,18). Alejarse del Señor significa tomar decisiones de muerte, equivale a quedarse sin agua: “me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron pozos, pozos agrietados que no conservan el agua” (Jer 2,13).
Las palabras apasionadas del profeta que invitan a su pueblo a la conversión –“¡Atención, sedientos, vengan por agua!” (Is 55,1)– eran solo el preludio de las pronunciadas por Jesús en la explanada del templo: “Quien tenga sed venga a mí; y beba quien crea en mí” (Jn 7,38). Él es el manantial de agua pura que sacia toda sed.
“Calmada nuestra sed con tu agua, Señor, no permitas que nos acerquemos a otros pozos”.
Primera Lectura: Éxodo 17,3-7
3En aquellos días, el pueblo, sediento, protestó contra Moisés: “¿Por qué nos has sacado de Egipto?, ¿para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y al ganado?” 4Moisés clamó al Señor: “¿Qué hago con este pueblo? Por poco me apedrean”. 5El Señor respondió a Moisés: “Pasa delante del pueblo acompañado de las autoridades de Israel;empuña el bastón con el que golpeaste el Nilo y camina; 6yo te espero allí, junto a la roca del Horeb. Golpea la roca y saldrá agua para que beba el pueblo”. Moisés lo hizo ante las autoridades israelitas 7y llamó al lugar Masá y Meribá, porque los israelitas se habían quejado y habían tentado al Señor, preguntando: “¿Está o no está con nosotros el Señor?”.
Después de la salida de Egipto y el cruce del Mar Rojo, el pueblo de Israel, guiado por Moisés, se adentraron en el desierto camino hacia la tierra prometida. Al principio, los israelitas se enfrentaron al viaje con energía y entusiasmo. Seguros de la protección de su Dios, manifestaron su gratitud elevando un canto al Señor que “se ha cubierto de gloria; caballos y jinetes ha arrojado al mar” (Éx 15,1). Pronto, sin embargo, comenzaron las dificultades: el calor sofocante, el cansancio, las serpientes, el hambre y, sobre todo, la sed. Encontrar agua en el desierto no es fácil, es justamente por falta de agua por lo que se forma el desierto. Allí solo hay arena y piedras, alguna que otra acacia, escasos matorrales, flecos de hierba aquí y allá. Este es un sitio “horrible, que no tiene grano, ni higueras ni viñas, ni granados ni agua para beber” (Núm 20,5).
El pueblo piensa que ha sido conducido al desierto para morir y comienza a dudar de la fidelidad de Dios a sus promesas; llega incluso a sospechar que la liberación de Egipto ha sido una trampa, que Dios, en realidad, lo está conduciendo no a la libertad ni a la vida sino a la muerte. Discute con él y concluye: es necesario ponerlo a prueba, luchar, tentarlo, forzarlo a que manifieste lo que tiene en mente.
Las últimas palabras de la lectura son una síntesis de esta provocación: “¿Está o no está con nosotros el Señor?” (v. 7). El lugar donde ha ocurrido este episodio ha tomado el nombre de Masá-Meribá, dos palabras que en hebreo significan: tentación-discusión. A este desafío Dios responde a su manera: no reacciona con amenazas, entiende la fragilidad, las dificultades, las dudas y perplejidades de su pueblo. Sabe que hay momentos en que, de verdad, resulta difícil seguir creyendo y confiando en él. Oídas las protestas del pueblo, invita a Moisés a empuñar el bastón con el que ha golpeado el Nilo y le ordena hacer surgir agua de la roca.
¿Por qué ha querido que este don apareciera como un milagro? Podía haber resuelto el problema de un modo más sencillo y normal: simplemente sugiriendo la dirección hacia el oasis más cercano o indicando el lugar donde excavar un pozo. Así también el pueblo habría colaborado a la solución del problema. Pero escogió realizar un gesto prodigioso para mostrar a los israelitas que el agua no era el resultado de sus esfuerzos, de su empeño, de su habilidad: era un don exclusivo de Dios y completamente gratuito.
Los comentarios rabínicos han enriquecido este relato con detalles legendarios. Uno de ellos nos interesa de modo particular: desde aquel día, decían los rabinos, la roca no permaneció fija donde estaba, sino que acompañó al pueblo a lo largo de toda su peregrinación por el desierto, subiendo montes y bajando a los valles, perennemente brotando agua. Este detalle es relevante porque Pablo ha identificado la roca con Cristo (cf. 1 Cor 10,3-4): es él quien no cesa de calmar la sed del pueblo de Dios en su caminar.
La experiencia de Israel que sale de Egipto se repite en la vida de cada cristiano. Toda conversión es un abandono de la “tierra de la esclavitud” y señala el inicio de un éxodo. Los primeros momentos de la nueva vida pueden trascurrir serenamente, sobre todo si nos ayuda la buena voluntad y el entusiasmo y recibimos ayuda de nuestros hermanos en la fe. Después, comienza inevitablemente la añoranza, la nostalgia y, a veces, la desilusión que experimentamos al contacto con la vida de la comunidad cristiana.
Aparecen las dudas, las vacilaciones, los tambaleos y la tentación de cuestionar la elección hecha. Se siente la necesidad de algún signo; exigimos a Dios que dé pruebas concretas de su fidelidad. No hay que extrañarse de que surjan estos momentos difíciles: son la señal de que hemos llegado, como Israel…, a Masá-Meribá. También con nosotros el Señor se mostrará paciente. También ofrecerá una señal a nuestra fe débil y tambaleante: el agua prodigiosa que brota de Cristo, su Espíritu, su Palabra y su Pan.
Segunda Lectura: Romanos 5,1-2.5-8
Hermanos: 1Ya que hemos recibido la justificación por la fe estamos en paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo. 2Por él hemos obtenido, con la fe, el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios. 5La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. 6En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; 7en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; 8mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.
En medio a las dificultades y las incertezas de la vida, también nosotros podemos pensar que Dios nos ha abandonado y que nuestra esperanza no tiene un fundamento sólido. ¿En qué fundamentar nuestra esperanza? ¿En nuestras buenas obras? Si fuera así, si las bendiciones de Dios dependieran de nuestros méritos, nunca podríamos estar seguros de la salvación, viviríamos en ansiedad y preocupación permanentes, porque somos conscientes de ser frágiles y débiles y cuán fácilmente nos desviamos del camino.
Hoy Pablo nos asegura que la esperanza no tiene su fundamento en nuestras buenas obras sino en el amor de Dios, un amor que no es débil ni inconstante ni inseguro como el nuestro. Nosotros solo somos capaces de amar a los buenos, a los amigos, a los que nos hacen el bien. Por ellos, llegaríamos en un caso excepcional hasta a sacrificar la vida. Dios es diverso. Él ama a todos, aunque sean sus enemigos, y ha dado prueba de ello. Mientras los hombres rechazaban su amor, lo despreciaban, se mantenían lejos de él, Dios les ha enviado a su hijo (vv. 7-8). Por esto –asegura el Apóstol– nuestra “esperanza no quedará defraudada”, no porque nosotros seamos buenos sino porque Dios es bueno (v. 1-2).
Evangelio: Juan 4,5-42
En aquel tiempo, 5Jesús llegó a un pueblo de Samaría llamado Sicar, cerca del terreno que Jacob dio a su hijo José. 6Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, cansado del camino, se sentó tranquilamente junto al pozo. Era mediodía. 7Una mujer de Samaría llegó a sacar agua. Jesús le dijo: “Dame de beber”. 8Los discípulos habían ido al pueblo a comprar comida. 9Le respondió la samaritana: “¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” Los judíos no se tratan con los samaritanos. 10Jesús le contestó: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva”. 11Le dijo la mujer: “Señor, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es profundo, ¿dónde vas a conseguir agua viva? 12¿Eres, acaso, más poderoso que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del que bebían él, sus hijos y sus rebaños?” 13Le contestó Jesús: “El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; 14quien beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, porque el agua que le daré se convertirá dentro de él en manantial que brota dando vida eterna”. 15Le dijo la mujer: “Señor, dame de esa agua, para que no tenga sed y no tenga que venir acá a sacarla”. 16Le dijo: “Ve, llama a tu marido y vuelve acá”. 17Le contestó la mujer: “No tengo marido”. Le dijo Jesús: “Tienes razón al decir que no tienes marido; 18porque has tenido cinco hombres, y el que tienes ahora tampoco es tu marido. En eso has dicho la verdad”. 19Le dijo la mujer: “Señor, veo que eres profeta. 20Nuestros padres daban culto en este monte; ustedes en cambio dicen que es en Jerusalén donde hay que dar culto”. 21Le dijoJesús: “Créeme, mujer; llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén se dará culto al Padre. 22Ustedes dan culto a lo que no conocen, nosotros damos culto a lo que conocemos; porque la salvación procede de los judíos. 23Pero llega la hora, ya ha llegado, en que los que dan culto auténtico adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque esos son los adoradores que busca el Padre. 24Dios es Espíritu y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y verdad”. 25Le dijo la mujer: Sé que vendrá el Mesías –es decir, Cristo–. Cuando él venga, nos lo explicará todo. 26Jesús le dijo: “Yo soy, el que habla contigo”. 27En esto llegaron sus discípulos y se maravillaron de verlo hablar con una mujer. Pero ninguno le preguntó qué buscaba o por qué hablaba con ella. 28La mujer dejó el cántaro, se fue al pueblo y dijo a los vecinos: 29“Vengan a ver un hombre que me ha contado todo lo que yo hice: ¿no será el Mesías?” 30Ellos salieron del pueblo y acudieron a él. 31Entretanto los discípulos le rogaban: “Come, Maestro”. 32Él les dijo: “Yo tengo un alimento que ustedes no conocen”. 33Los discípulos comentaban: “¿Le habrá traído alguien de comer?” 34Jesús les dijo: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y concluir su obra. 35¿No dicen ustedes que faltan cuatro meses para la cosecha? Pero yo les digo: 'Levanten los ojos y observen los campos que ya están madurando para la cosecha.' 36El segador ya está recibiendo su salario y cosechando fruto para la vida eterna; así lo celebran sembrador y segador. 37De ese modo se cumple el refrán: uno siembra y otro cosecha. 38Yo los he enviado a cosechar donde no han trabajado. Otros han trabajado y ustedes recogen el fruto de sus esfuerzos”. 39En aquel pueblo muchos creyeron en él por las palabras de la mujer que atestiguaba: “Me ha dicho todo lo que hice”. 40Los samaritanos acudieron a él y le rogaban que se quedara con ellos. Se quedó allí dos días, 41y muchos más creyeron en él, a causa de su palabra; 42y le decían a la mujer: “Ya no creemos por lo que nos has contado, porque nosotros mismos lo hemos escuchado y sabemos que éste es realmente el Salvador del mundo”.
Juan nunca refiere acontecimientos de la vida de Jesús en su pura materialidad. Los relee siempre y los utiliza para componer densas páginas de teología. No es fácil, pues, establecer los hechos tal y como sucedieron. El caso de la Samaritana es ejemplar: el simbolismo que acompaña todo el relato es tan evidente que alguno ha llegado hasta a poner en duda la historicidad del hecho y ha pensado que se trata de una creación literaria del evangelista. Nosotros retenemos que haya habido efectivamente un encuentro real de Jesús con una mujer de Samaria, aunque el hecho haya sido redactado después con el lenguaje, las imágenes, las referencias bíblicas con que se ha querido articular un mensaje teológico. En nuestro comentario, tendremos presentes los dos niveles –el histórico y el teológico– concentrando nuestra atención sobre el segundo.
En la antigüedad, el pozo era el lugar de reunión y de encuentros. Allí se daban cita los pastores que venían a dar de beber a sus ganados, se detenían los comerciantes con sus mercancías a la espera de clientes, venían las mujeres a sacar agua (y también a charlar de sus asuntos) y allí se acercaban los enamorados en busca de una novia. La Biblia narra muchos de estos encuentros junto al pozo (propongo la lectura de: Gén 24,10-25; 26,15-25; 29,1-14; Éx 2,15-21). El encuentro narrado por el evangelio de hoy tiene como protagonistas a Jesús y a una mujer de Samaria. El pozo en cuestión existe todavía; se encuentra a lo largo de la carretera que conduce de Judea a Galilea; tienes tres mil años de antigüedad; es muy profundo (32 metros) y da aún agua buena y fresca, como en tiempos de Jesús. Era el lugar donde todos los caminantes se detenían, descansaban y recuperaban fuerzas.
También Jesús, cansado por el viaje, se sienta junto al pozo. Es mediodía cuando llega una mujer a sacar agua y Jesús le pide de beber. El gesto de extrañeza de esta mujer es comprensible: se ha dado cuenta inmediatamente, por el acento, de que se trata de un galileo, individuos mal vistos por su gente. ¿Cómo se atreve a pedirle de beber a ella, una samaritana? ¿Por qué viola la norma severa que prohíbe hablar a solas con mujeres desconocidas? Es célebre el episodio acaecido al rabino José, el galileo que en una encrucijada preguntó a una mujer: “¿Cuál es el camino que conduce a Luz?” Reconociéndolo, la mujer contestó: “Has hablado demasiado con una mujer. Deberías haber dicho solamente: ¿Luz?” Dada esta mentalidad, se explica también la extrañeza que han experimentado los discípulos al ver a Jesús hablando con una samaritana al regreso del pueblo a donde habían ido para comprar comida.
La actitud libre del Maestro nos invita a un momento de reflexión, aunque sea al margen de tema que nos ocupa. Jesús exige de sus discípulos la pureza de corazón y de intenciones; en esto es realmente severo: "quien mira a una mujer deseándola ya ha cometido adulterio con ella en su corazón" (Mt 5,28), pero se comporta de un modo libre y rechaza todo tipo de discriminación. Después de esta introducción, vayamos a la parte central del pasaje: al diálogo de Jesús con la samaritana (vv. 7-26). Lo importante es comprender quién es esta mujer. El modo cómo el evangelista la presenta, deja claramente entender su intención de transformarla en un símbolo. Tratemos de identificarla: no tiene nombre, no se dice de dónde viene; el único elemento que la define es ser "samaritana", lo que equivale a herética, infiel a Dios. ¿Quién podrá ser?
Viene al pozo que, en la Biblia, como lo hemos dicho, suele ser lugar de encuentro de los enamorados, que después terminan por casarse. Es curioso el hecho de que, para dejar solos a Jesús y la mujer, el evangelista aleje a los discípulos con una excusa tan poco creíble e inverosímil como la de aprovisionarse de comida en el pueblo (v. 8).
¿A quiénes representan, entonces, los dos "enamorados" en el pozo? En el Antiguo Testamento se habla a menudo del pueblo de Israel como la esposa a la que el Señor se ha unido con afecto indefectible (téngase presente que Israel en hebreo es femenino). Estas bodas no han tenido un final feliz. El enamoramiento había comenzado en el desierto donde Dios e Israel habían vivido una experiencia inolvidable. Eran aquellos momentos los que el Señor recordaba con nostalgia cuando, por boca del profeta, decía: "Recuerdo tu cariño de joven, tu amor de novia, cuando me seguías por el desierto" (Jer 2,2). Después comenzaron las infidelidades de la esposa, sus traiciones, sus infatuaciones con otros amantes, sus devaneos con las divinidades de los asirios, de los babilonios, de los persas y también de los romanos, provocando los celos de su esposo.
¿Cuál será la reacción del Señor? ¿El repudio, el divorcio, el castigo? Nada de esto le pasa por la cabeza: "¿Se puede rechazar a la esposa que uno toma siendo joven?, dice tu Dios. Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te recogeré" (Is, 54,6-7). El Señor optará por otra solución. Aun a costa de humillarse ante la esposa infiel, volverá a cortejarla con el único objetivo de reconquistarla: "Voy a atraerla, la llevaré al desierto, le hablaré al corazón... allí me responderá como en su juventud, como cuando salió de Egipto" (Os 2,16-17). A este punto del relato, la identificación de la samaritana es clara: es la esposa Israel con toda su larga historia de amoríos y adulterios a su espalda; ha tenido tantos "maridos" que quien tiene ahora no es su esposo. Jesús la encuentra en el pozo y quiere reconducirla a su primer, único y verdadero amor, el Señor.
A la luz de este simbolismo esponsalicio, cobran significado los otros detalles de relato aparentemente sin importancia. Ante todo, la nota aclaratoria: Jesús tenía que pasar por Samaria; desde el punto de vista geográfico no era necesario. Jesús se encontraba en el Jordán (cf. Jn 3,22) y hubiera sido más rápido y simple subir a lo largo del río. "Tenía" no puede referirse sino a la necesidad irresistible del esposo –Dios– que no puede menos que salir al encuentro de la amada.
Estaba cansado por el viaje. Es la única vez que el Evangelio habla del cansancio de Jesús, y no ciertamente en referencia a su más o menos resistencia física. El detalle se encuentra aquí para indicar otro viaje mucho más largo, la distancia infinita que el Señor ha debido recorrer para encontrar a la esposa que lo había abandonado: desde las alturas del cielo ha venido a la tierra; movido de una pasión incontenible, infinita, ha descendido hasta el abismo más profundo en busca de la amada. Ninguna distancia, ninguna dificultad, ninguna fatiga lo ha desanimado. El pensamiento vuela espontáneamente al himno de la Carta a los filipenses: "Quien a pesar de su condición divina...se vació de sí y tomó la condición de esclavo haciéndose semejante a los hombres...se humilló...hasta la muerte, una muerte de cruz" (Flp 2,6-8).
Hemos llegado al tema central del diálogo entre Jesús y la samaritana. Los discípulos han ido en busca de un alimento material; la samaritana ha venido a sacar agua de un pozo. Jesús, en cambio, ofrece a todos un alimento y un agua que ellos no conocen (vv. 10.32)
La sed de la samaritana es el símbolo de las necesidades más profundas que atormentan el corazón de la esposa-Israel: la necesidad de paz, de amor, de serenidad, de esperanza, de felicidad, de sinceridad, de coherencia, de Dios. Son estas las necesidades que todo hombre experimenta.
El agua del pozo indica el esfuerzo y la astucia del hombre para aplacar esta "sed" que ninguna cosa material puede satisfacer.
El agua viva que Jesús promete es de otra clase, es el Espíritu de Dios, es aquel amor que llena los corazones. Quien se deja guiar por este Espíritu obtiene la paz y no tiene ya necesidad de cosa alguna. La mujer de Samaria, al comienzo del diálogo, pensaba en el agua material, no sospechaba en absoluto que pudiera existir otra clase de agua. Poco a poco, sin embargo, ha comenzado a captar y después a aceptar la propuesta de Jesús. Su descubrimiento progresivo es cuidadosamente subrayado por el evangelista. Al principio, Jesús es para ella un simple viajero judío (v. 9); después, se convierte en un señor (v. 11); después es un profeta (v. 19); seguidamente es el Mesías (vv. 25-26); finalmente, con todo el pueblo, lo proclama Salvador del mundo.
A través del camino espiritual de la mujer de Samaria, Juan quiere presentar a los fieles de su comunidad el recorrido espiritual propuesto a todo cristiano. Antes de encontrar a Cristo, el hombre está preocupado solamente de los aspectos materiales de la vida. Son realidades importantes, aun indispensables, pero no bastan, no pueden constituir el objetivo único y último de la vida. Solo quien encuentra a Cristo, quien descubre que él es el "Salvador del mundo" y acoge el don de su agua, experimenta que toda hambre y toda sed pueden ser saciadas.
La última parte del Evangelio (vv. 28-41) presenta la conclusión del camino espiritual de la samaritana y de todo discípulo. ¿Qué hace esta mujer después de haber encontrado a Cristo? Abandona el cántaro (no le sirve porque ha encontrado el “agua viva”) y corre a anunciar a otros su descubrimiento y su felicidad. Es la invitación a ser misioneros, apóstoles, catequistas, a proclamar a todas las gentes la alegría y la paz que prueba quien encuentra al Señor y bebe su agua.