Fiesta de la Sagrada Familia – Año B
LOS ANCIANOS: ARTÍFICES DE UN MUNDO JOVEN
Introducción
Los hijos de Elí, sacerdote del Señor en Silo, eran depravados y no prestaban ninguna atención a las advertencias del padre (1 Sam 2,12). Un día se presentó ante Elí un hombre de Dios que le anunció: “Nadie llegara a viejo en tu familia” (1 Sam 2,32). No era la promesa de que ninguno de sus descendientes se verían libres de las obligaciones fatigosas ligadas a la asistencia a personas ancianas y enfermas, sino del anuncio de una terrible desgracia: faltarían para siempre los educadores de las nuevas generaciones, los guardianes de las sagradas tradiciones, los responsables de la transmisión de la fe. Sus nietos no experimentarían nunca la emoción que recordaba el salmista: “Oh, Dios, nuestros oídos oyeron, nuestros padres nos contaron la obra que hiciste en sus días, lo que antiguamente hizo tu mano” (Sal 44,1-2).
En Israel estaba vigente el precepto «Honra a tu padre y a tu madre». Sin embargo, la formación de las nuevas generaciones se veía a menudo marcada por tensiones y conflictos. Había jóvenes viciosos y arrogantes (cf. 1 Re 12,8) y jóvenes juiciosos; viejos sabios que miraban con serenidad y confianza más allá de los horizontes estrechos de su tiempo y viejos obtusos que luchaban por un nostálgico retorno al pasado, buscando por todos los medios frenar los impulsos hacia el futuro.
La reconciliación generacional es indicada por los profetas como signo del acontecimientode los tiempos mesiánicos. El Antiguo Testamento se cierra con el anuncio de un regreso de Elías que “reconciliará a padres con hijos y a hijos con padres” (Mal 3,24) y el Nuevo Testamento se abre con las palabras del ángel a Zacarías: “Tu mujer Isabel te dará un hijo; irápor delante para reconciliar a padres con hijos” (Lc 1,13-17).
En las familias donde falta la persona anciana, la vida puede, en ciertos momentos, ser más llevadera pero ciertamente es más pobre de humanidad.
“Aun cuando vengan a menos mis fuerzas, mi corazón permanecerá joven.”
Primera lectura: Eclesiástico 3,2-6.12-14
2Porque el Señor quiere que el padre sea respetado por los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre ellos. 3El que honra a su padre alcanza el perdón de sus pecados, 4el que respeta a su madre amontona tesoros; 5el que honra a su padre se alegrará de sus hijos, y cuando rece, será escuchado; 6quien honra a su padre tendrá larga vida; quien obedece al Señor honra a su madre…..12Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras viva; 13aunque su inteligencia se vaya debilitando, sé comprensivo; no lo hagas avergonzar mientras viva. 14La ayuda que diste a tu padre no se olvidará; será tenida en cuenta para pagar tus pecados.
El Eclesiástico es un libro del Antiguo Testamento que contiene muchos consejos buenos y útiles para gran variedad de situaciones de la vida. Enseña el modo de comportarse con los amigos, con los huéspedes, con las mujeres; también cómo administrar el dinero, qué relación mantener con los jefes, con los siervos, con los discípulos…. Una buena parte del libro está dedicada a la vida familiar, a las obligaciones del marido y de la mujer, a los deberes de los hijos para con los padres y viceversa. Puede ser útil leer pasajes bellísimos, como por ejemplo en Eclesiástico 30,1-13 y 42,9-14, aunque ciertamente algunos consejos no se pueden aplicar ya literalmente, por tratarse, por ejemplo, de métodos educativos caducos y obsoletos.
El autor, un cierto Ben Sirá, de quien toma nombre el libro, es un sabio rabino que vivió en el año 200 a.C.; como estudioso de la Biblia, ha asimilado su mensaje y saca consejos útiles para todos.
En tiempos de Jesús, el Eclesiástico, aun cuando no figuraba entre los libros santos de Israel, era usado por los maestros para educar a los jóvenes. También los cristianos lo han apreciado siempre, hasta el punto de que, después de los Salmos, fue el libro más leído de todo el Antiguo Testamento. El nombre mismo con que se conoció en el pasado, Eclesiástico, significa “libro para leerse en las iglesias”.
El pasaje de la lectura de hoy habla de los deberes de los hijos para con sus padres. Lo introducimos indicando el primer versículo del capítulo, aunque no forme parte de la lectura, porque nos permite comprender la identidad del autor, un padre de familia preocupado por enseñar a sus propios hijos el camino de la vida: “Escuchen, hijos míos, a su padre, háganlo y se salvarán” (Eclo 3,1).
Salvar en la Biblia significa “colocar en un lugar amplio y espacioso”. Lo contrario es reducir a la esclavitud, es decir, confinar (a una persona) en un lugar estrecho.
Instruido por la experiencia acumulada a lo largo de los años, Ben Sirá sabe que los jóvenes corren el peligro de replegarse en su propio mundo, de pensar solo en sí mismos. Así, por un malentendido anhelo de completa independencia, pueden caer en la más sutil de las estrecheces, la del egoísmo. Hay un modo para salvar de la estrechez del corazón: educarlos en el agradecimiento, abrirlos a las necesidades de los otros, sobre todo a las necesidades de aquellos de los que han recibido la vida. “Honra a tu padre de todo corazón y no olvides los dolores de tu madre; recuerda que ellos te engendraron. ¿Qué les darás por lo que te dieron?” (Eclo 7,27-28).
En la primera parte de la lectura (vv. 2-6) Ben Sirá resume en el término honrar el comportamiento que los hijos deben tener para con sus padres. Repite hasta cinco veces este verbo y lo aplica indistintamente al padre y a la madre. En un mundo en que la mujer era discriminada y considerada inferior al hombre, ésta era ciertamente una gran novedad. No se trata de una novedad absoluta porque Ben Sirá la ha heredado de los libros santos de su pueblo. De hecho, el primer mandamiento que aparece después de aquellos que se refieren a Dios es: “Honra a tu padre y a tu madre” (Éx 20,12; Dt 5,16).
El primer significado del verbo honrar, el más obvio e inmediato, es dar honor. A los hijos se les pide conducir una vida buena, integra y correcta de modo que los padres puedan sentirse orgullosos de ellos.
El segundo deber de los hijos, expresado con el verbo honrar, es el de ayudar económicamente a los padres cuando se encuentran en necesidad. En tiempos de Ben Sirá, los ancianos no recibían jubilación o pensión alguna y, después de una vida de fatigas y sacrificios, se veían obligados frecuentemente a vivir en estrecheces humillantes. Ningún hijo debía soportar ver a los propios padres en situaciones semejantes.
Existe finalmente un tercer significado del verbo honrar. En la lengua hebrea puede significar: tener peso. Los padres deben ser honrados, deben seguir teniendo en la familia el peso que merecen. Es una experiencia dramática para las personas ancianas el sentirse marginadas, a veces incluso despreciadas, y experimentar que sus palabras, sus consejos, sus recomendaciones y sus gestos de afecto no tienen ya ningún peso, sobre todo en el entorno familiar.
¡Muy agradable a Dios es el amor de los hijos hacia sus padres! Prueba de ello son las promesas de bendición a favor de los que cuidan del padre y de la madre. Ben Sirá enumera cinco.
El amor a los padres –dice– sirve de expiación o para alcanzar el perdón por los pecados (vv. 3.14). No significa que Dios reduzca el deber que les tenemos en proporción a los servicios hechos a los padres. Cuidar de los propios padres, dedicarles cariño y atención, es una oportunidad que se nos da y que no hay que dejar escapar. Hace madurar, ayuda a descubrir los verdaderos valores de la vida, nos aleja de lo efímero y del pecado.
El amor a los padres hace acumular tesoros delante de Dios (v. 4). Quizás para muchos sea una pérdida de tiempo o de oportunidades de éxito y de acumular bienes en este mundo. El valor a tener en cuenta, sin embargo, no debe ser el de los hombres sino el que concede el Señor al final de la vida.
Quien honra a los padres será a su vez honrado por sus hijos (v. 5). ¡Sabia sentencia! Los hijos, lo sabemos, aprenden más con los ojos que con los oídos. Ellos ven y no olvidan el comportamiento de sus padres para con los abuelos.
La atención de los padres hacia los hijos puede ser a veces una manifestación de amor posesivo; por el contrario, la atención a los abuelos, sobre todo cuando están necesitados de todo, nunca es equívoca; es siempre una incomparable lección de vida.
La oración de quien honra a sus padres será escuchada (v. 5). El amor hacia los padres produce una sensibilidad interior que acerca a Dios. Cuando falta este amor, la relación con el Señor se convierte en pura formalidad, en práctica fría y sin corazón que no interesa a Dios.
Finalmente, quien honra a los padres tendrá larga vida (v. 6). Solo más tarde (en el siglo II a.C.) los israelitas empezaron a creer en una vida después de la muerte; antes, creían solo en esta vida terrena, por lo que el sumo bien era morir como Abrahán, que “murió en buena vejez, colmado de años” (Gén 25,8). No podía faltar, por tanto, la promesa de esta bendición para quien se ocupe de sus propios padres (Dt 5,16; Éx 20,12).
En la segunda parte de la lectura (vv. 12-14) se recomienda el comportamiento a tener con los padres ancianos. Puede suceder que la debilidad no solo los afecte físicamente sino también mentalmente. Cuidar de quien ha perdido la memoria, de quien repite siempre las mismas frases aburridas y, a veces, inclusive ofensivas, es muy pesado; sin embargo, ese es el momento de manifestar hasta el fondo el propio amor.
La lectura habla solo de los deberes de los hijos, y se comprende que sea así porque Ben Siráera ya un anciano cuando escribió estas líneas. Los hijos, por su parte, es normal que piensen que algunos consejos no les vendrían mal a sus padres porque –lo sabemos– no siempre son ejemplares. ¿Han de ser honrados igualmente?
El amor verdadero es siempre gratuito y sin condiciones. No se ama a una persona porque es buena sino que se la hace buena amándola. Si esto es válido para todos, es válido sobre todo para nuestra relación con nuestros padres. Amarlos no significa favorecer sus defectos y límites o satisfacer sus caprichos sino comprenderlos y ayudarlos. No se “honra” a los padres si no se intenta hacerles superar ciertos comportamientos ambiguos, ciertos hábitos antipáticos o modos de hablar poco corteses.
Y ante situaciones que no tienen remedio… solo queda la paciencia.
Segunda lectura: Colosenses 3,12-21
12Por tanto, como elegidos de Dios, consagrados y amados, revístanse de sentimientos de profunda compasión, de amabilidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; 13sopórtense mutuamente; perdónense si alguien tiene queja de otro; el Señor los ha perdonado, hagan ustedes lo mismo. 14Y por encima de todo el amor, que es el broche de la perfección. 15Y que la paz de Cristo dirija sus corazones, esa paz a la que han sido llamados para formar un cuerpo. Finalmente sean agradecidos. 16La Palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza; instrúyanse y anímense unos a otros con toda sabiduría. Con corazón agradecido canten a Dios salmos, himnos y cantos inspirados. 17Todo lo que hagan o digan, háganlo invocando al Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él. 18Esposas, hagan caso a sus maridos, como pide el Señor. 19Maridos, amen a sus esposas y no las traten con aspereza. 20Hijos, obedezcan a sus padres en todo, como le agrada al Señor. 21Padres, no hagan enojar a sus hijos para que no se desanimen.
El vestido es importante: nos diferencia de los animales que van desnudos, y es como la prolongación de nuestro cuerpo. Revela nuestros gustos y sentimientos, muestra si estamos alegres o de luto, si es un día de fiesta o laborable. No puede ser impuesto porque cada uno tiene el derecho de elegir la imagen que desea dar de sí mismo.
En el lenguaje bíblico el vestido es el símbolo que exterioriza las disposiciones interiores, las decisiones del corazón.
El cristiano, que, en el Bautismo, ha resucitado con Cristo, ha recibido una nueva vida y, por tanto, no puede continuar a llevar un vestido viejo. “Despójense de la conducta pasada, del hombre viejo que se corrompe con sus malos deseos; renuévense en su espíritu y en su mente; y revístanse del hombre nuevo” (Ef 4,22-24), recomienda Pablo, quien se sirve frecuentemente de la misma imagen: “revístanse de Jesucristo” (Rom 13,14), “están revestidos de Cristo” (Gál3,27). La retoma de nuevo en la Carta a los Colosenses: “revestirse del hombre nuevo” (Col 3,10), desarrollando el tema en los versículos siguientes. Es ésta nuestra lectura de hoy.
En la primera parte (vv. 12-15), Pablo hace un elenco de las características del vestido nuevo del cristiano: “Revístanse de sentimientos de profunda compasión, de amabilidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; sopórtense mutuamente; perdónense si alguien tiene queja de otro”. La calidad extraordinaria de la tela de este vestido la describe Pablo a través de las siete características que enumera en la lectura, a cuál más preciosa; se diría que es difícil encontrarlas todas en una persona.
Pero aún no está completa la descripción que hace el apóstol del atuendo del cristiano. Faltaba ceñirse con un vínculo que dé un tono final de elegancia y refinamiento a todo el conjunto: la caridad. Ésta no se reduce a mero sentimiento sino que se manifiesta en una constante actitud de servicio al hermano, en la disponibilidad y prontitud a sacrificarse por él.
Este “vestido” precioso no está reservado solo a algunos. Todo cristiano lo debe llevar; es igual para todos, hombres y mujeres, sacerdotes, religiosas y laicos; se usa de noche y de día, no podemos quitárnoslo nunca.
En la parte central de la lectura (vv. 16-17) se ennumeran algunos medios para mantener o restaurar la armonía entre los miembros de la familia.
“La palabra de Cristo habite en Uds. con toda su riqueza” (v. 16). Es una invitación a meditar juntos el Evangelio. La familia que, con regularidad, llega a encontrar un momento para dedicarlo a la lectura de una página del Evangelio, pone bases sólidas para llegar siempre a un acuerdo y para tomar decisiones iluminadas.
“Instrúyanse y anímense” (v. 16). Cuando el acuerdo es el resultado de haber elegido la palabra de Cristo como punto de referencia, es siempre posible el diálogo constructivo. Y así, los consejos y observaciones no se interpretarán como intromisiones indebidas, como un meternos en lo que no nos importa, sino como lo que deben ser: manifestaciones de preocupación afectuosa por la persona que se ama.
“Cantando a Dios himnos y cantos espirituales”: ¡Cuántas intuiciones y cuántas estrategias ponemos en práctica para obtener que en nuestras familias reine la confianza mutua, la calma y la concordia! Pablo sugiere su estrategia: la oración en familia.
En la tercera parte de la lectura (vv. 18-21), Pablo aplica la Ley del Amor a las relaciones entre los miembros de la familia cristiana. Dice, sobre todo a las mujeres, que deben estar sometidas a sus maridos; y luego recomienda a éstos amar a sus mujeres.
En general a las mujeres no les gusta para nada este lenguaje de Pablo y se preguntan por qué no dice igualmente a los maridos: “sométanse a vuestras mujeres”.
Es obligatorio reconocer que las mujeres tienen a veces buenas razones para lamentarse; de todas formas, hay que saber lo que Pablo quiere realmente afirmar. Es verdad que no usa para los maridos la palabra servir, sino que emplea otra que significa exactamente la misma cosa: amar.¿Acaso amar, para un cristiano, no significa “convertirse en siervo”? El Maestro ha dictado a sus discípulos, mujeres y hombres por igual, la norma que debe orientar los comportamientos: “Quien quiere ser el primero que se haga sirviente de los demás. Lo mismo que el Hijo del Hombre no vino a ser servido sino a servir” (Mt 20,27-28).
El versículo conclusivo de Pablo recomienda a los hijos la obediencia. A diferencia de Ben Sirá, el apóstol tiene también una palabra para los padres: estén atentos a no caer en el autoritarismo que no educa sino que produce rigidez, desconfianza, y exaspera a los hijos.
Evangelio: Lucas 2,22-40
22Y, cuando llegó el día de su purificación, 23de acuerdo con la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentárselo al Señor, como manda la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor». 24Además ofrecieron el sacrificio que manda la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones. 25Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que esperaba la liberación de Israel y se guiaba por el Espíritu Santo. 26Le había comunicado el Espíritu Santo que no moriría sin antes haber visto al Mesías del Señor.27Conducido, por el mismo Espíritu, se dirigió al templo. Cuando los padres introducían al niño Jesús para cumplir con Él lo mandado en la ley, 28Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: 29 “Ahora, Señor, según tu palabra, puedes dejar que tu sirviente muera en paz 30porque mis ojos han visto a tu salvación, 31la que has dispuesto ante todos los pueblos 32como luz para iluminar a los paganos y como gloria de tu pueblo Israel.” 33El padre y la madre estaban admirados de lo que decía acerca del niño. 34Simeón los bendijo y dijo a María, la madre: “Mira, este niño está colocado de modo que todos en Israel o caigan o se levanten; será signo de contradicción y así se manifestarán claramente los pensamientos de todos. 35En cuanto a ti, una espada te atravesará el corazón.” 36Estaba allí la profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad avanzada. Casada en su juventud, había vivido con su marido siete años, 37desde entonces había permanecido viuda y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del templo, sirviendo noche y día con oraciones y ayunos. 38Se presentó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a cuantos esperaban la liberación de Jerusalén.39Cumplidos todos los preceptos de la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. 40El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y el favor de Dios lo acompañaba.
La ley judaica prescribía que todos los primogénitos, ya fueran de hombres o de animales, tenían que ser ofrecidos al Señor (Éx 13,1-16). Los niños, que evidentemente no podían ser sacrificados, eran rescatados: los padres llevaban a los sacerdotes del templo un animal puro para que fuera inmolado en lugar del hijo; los ricos ofrecían un cordero; los pobres, un par de palomas o de tórtolas.
María y José se sometieron a esta disposición y Lucas no deja escapar la oportunidad paradecir que la familia de Nazaret no podía ofrecer un cordero, lo que habla de que pertenecía a la clase de los pobres.
Después de haber recordado este tema, el evangelista introduce inmediatamente un segundo: la observancia escrupulosa, por parte de la Sagrada Familia, de todas las prescripciones de la ley del Señor. Afirmándolo con una insistencia casi excesiva (vv. 22.23.24.27.39), quiere resaltar que, desde los primeros años de su vida, Jesús cumplió fielmente la voluntad del Padre expresada en las Sagradas Escrituras.
El mensaje está dirigido a todos los padres cristianos cuyo compromiso no es solamente el de dar a los hijos una instrucción, un trabajo y un lugar en el tejido de la sociedad civil. Son llamados a una misión más importante: consagrar los hijos al Señor desde los primeros años de su vida. No deben someterlos a ritos particulares sino inculcar en ellos profundas convicciones. Educar en la fe es mucho más importante que enseñar oraciones o imponer el cumplimiento de prácticas religiosas; significa sembrar en el corazón de los hijos el amor por “el camino” recorrido por Jesús; equivale a ofrecerlos al Señor con el fin de que Él los transforme en constructores de paz y de un mundo nuevo.
Los niños –lo sabemos– aprenden más con los ojos que con los oídos. La vida cristiana de los padres es la mejor catequesis que se puede dar a los hijos. Si los padres rezan en casa, los hijos aprender a rezar con ellos; si los padres leen la Biblia, los hijos aprenden a buscar la luz de su vida en la Palabra de Dios; si los padres participan fielmente en los encuentros de la comunidad cristiana, los hijos los seguirán y se convertirán en cristianos comprometidos; si los padres practican el amor, el perdón, la generosidad hacia los hermanos, los hijos los imitarán; es así como los padres cristianos consagran sus hijos al Señor.
En la segunda parte del relato de Lucas (vv. 25-35), que constituye el centro del evangelio de hoy, entra en escena un anciano, Simeón, definido como “hombre honrado y piadoso que esperaba la liberación de Israel” (v. 25).
A medida que transcurren los años, se acumulan frecuentemente las amarguras y las personas ancianas prefieren dirigir la mirada hacia pasado. Llegan días de los cuales se dice: “No les saco gusto”, en los cuales se duerme poco y mal y “se debilitará el canto de los pájaros y las canciones se irán callando” (Ecl 12,1.4). Entonces nos refugiamos voluntariamente en el recuerdo de la juventud; nos abandonamos a melancólicos lamentos, exclamando con el Eclesiastés: “cabellos negros y juventud son un soplo” (Ecl 11,10).
Simeón enseña a envejecer. También él recuerda, pero no se arrepiente; no recrimina el presente; no se lamenta de que los “tiempos antiguos eran mejores” (Ecl 7,10); recuerda las promesas de Dios y espera con inquebrantable confianza la realización de las mismas.
Es un anciano ejemplar: no quiere volver a ser joven porque sabe que ha llevado a cumplimiento la propia vida, dejándose siempre guiar por el Espíritu; siente que se le acaban las fuerzas y, sin embargo, sigue siendo capaz de cultivar grandes esperanzas.
Ha vivido a la luz de la palabra de Dios, y por tanto, aunque es consciente de que sus días están llegando a su fin, no teme la muerte; es feliz y pide al Señor que lo acoja en su paz.
No se angustia por el mal que ve a su alrededor; no se deja llevar por la impaciencia ni se desespera al ver por todas partes la persistencia de la violencia y de la injusticia.
Dialoga con Dios y mira hacia delante consciente de que, a corto plazo, nada cambiara. No obstante, goza contemplando ya la aurora de un mundo nuevo; se alegra como el agricultor que,al final de la estación de la siembra, sueña en las grandes lluvias y en la abundante cosecha.
Simeón no es egoísta, no piensa en sí mismo ni en sus propios intereses sino que piensa en los demás, en la humanidad entera: en la alegría que todos experimentarán cuando el reino de Dios será instaurado.
Simeón “toma el niño de los brazos de sus padres” (v. 28). Con este gesto se convierte en la imagen del pueblo de Israel que, por tantos siglos, ha esperado al Mesías; ahora lo acoge y, con alegría, bendice al Señor: “porque mis ojos han visto a tu Salvador, que has dispuesto ante todos los pueblos como luz para iluminar a los paganos y como gloria de tu pueblo Israel” (vv. 30-32).
Simeón esperaba la liberación de Israel (v. 25) recordando ciertamente la promesa del Señor: “como a un niño a quien su madre consuela, así los consolaré yo. En Jerusalén serán consolados. Ustedes lo verán y su corazón se alegrará” (Is 66,13-14).
Simeón se ha alegrado cuando ha visto y estrechado entre sus brazos al Mesías de Dios. Ahora lo entrega, en nombre de Israel, a todos los pueblos.
En esta conmovedora escena está representada la tarea de la transmisión de la fe al interiorde cada familia. Cada generación de cristianos, después de haber acogido al Señor de las manos de los padres, lo transmite alegre a los hijos y a los nietos para que también para ellos se convierta en luz que dé sentido a todo acontecimiento de la vida.
Simeón continúa con una segunda profecía dirigida a María. Su hijo se convertirá en un signo de contradicción: para algunos significará Salvación, para otros constituirá un motivo de ruina, y una espada atravesará el alma de la madre (vv. 34-35).
También Lucas, como Juan, introduce desde el principio de su evangelio el tema del conflicto provocado por la luz de Dios destinada a iluminar a todas las gentes. Los malvados “no quieren nada con la luz” y huyen veloces cuando despunta el día (Job 24,16.18).
La imagen de la espada que atravesará el alma ha sido interpretada en el pasado como el anuncio del drama de María a los pies de la cruz. Sin embargo, no es así. La madre de Jesús está aquí simbolizando a Israel. En la Biblia, Israel (nombre femenino en hebreo) es una mujer, una esposa que, fecundada por Dios, concibe, da a la luz y ofrece al mundo el propio hijo. Ninguna persona mejor de María podría representar a la madre-Israel. Simeón intuye el drama de su posición: en Israel –declara– se producirá una profunda laceración. Frente al Mesías, al enviado del cielo, algunos abrirán de par en par la mente y el corazón y recibirán la Salvación; otros se encerrarán en su rechazo, decretando así su propia ruina.
Lucas tiene presente la situación de sus comunidades, en las que muchos creyentes son marginados –a causa de su fe en Cristo– de sus mejores amigos y de sus mismos familiares. Más adelante en su evangelio, con una clara alusión a esta profecía, repetirá la afirmación de Jesús: “¿Piensan que vine a traer paz a la tierra? No he venido a traer la paz sino la división. En adelante en una familia de cinco habrá división: tres contra dos, dos contra tres. Se opondrán padre a hijo e hijo a padre, madre a hija e hija a madre, suegra a nuera y nuera a suegra” (Lc 12,51-53).
En la tercera parte del relato (vv. 36-38) aparece otra persona anciana: la profetiza Ana.Tiene 84 años y este número, que es el resultado de 7 x 12, tiene un claro significado simbólico: el 7 indica la perfección, mientras que el 12 representa al pueblo de Israel. Ana es por tanto la mujer-Israel que, cumplida su misión, entrega al mundo al esperado Mesías.
Esta profetisa pertenece a la tribu de Aser, la más pequeña e insignificante de todas las tribus de Israel; de hecho, en la bendición que, antes de morir, pronunció Moisés sobre su pueblo,aparece en el último lugar (cf. Dt 33,24). La razón por la que Lucas da relieve al hecho de que Ana pertenezca a esta tribu es para mostrar una vez más que los pobres son los mejores dispuestos a reconocer en Jesús al Salvador.
Ana ha sido una mujer fiel al marido hasta el punto de no volver a casarse. Su elección tiene para el evangelista un significado teológico: como el viejo Simeón, Ana “simboliza” al “resto fiel” del pueblo de Israel, la esposa del Señor. En su vida ha tenido un solo amor; después ha vivido en el luto de la viudez hasta el día en que ha reconocido en Jesús a su Señor. Ahora, de nuevo, se alegra como la esposa que encuentra finalmente al esposo.
Ana no se ha alejado del templo del Señor (v. 37). Es ésta la casa de su esposo. No va en busca de amantes; no pierde el tiempo con los ídolos; no camina de casa en casa para pasar la tarde en murmuraciones, maledicencias y habladurías. Sabe que los días de su vida son preciosos y deben ser vividos en la intimidad del Señor y al servicio de toda la comunidad.
Las personas ancianas no se sienten nunca inútiles cuando viven a la espera de la venida del Señor: pueden siempre desarrollar tantos servicios que, aunque humildes, son preciosos y dan alegría a los hermanos. Tienen, sobre todo, como la anciana profetisa, la tarea de hablar de Jesúsa todos aquellos que están en búsqueda de un sentido de la vida. La experiencia espiritual de la cual se han enriquecido constituye la herencia más preciosa que deben dejar a las nuevas generaciones.
El pasaje evangélico concluye (vv. 39-40) con el regreso a Nazaret de la Sagrada Familia y con el comentario referente al crecimiento de Jesús. Él no era diferente a los demás niños de su aldea, a no ser porque “crecía y se fortalecía llenándose de sabiduría y el favor de Dios lo acompañaba”. A pesar de ser el Hijo de Dios, aceptó en todo nuestra condición humana y compartió, desde su infancia, todas nuestras experiencias.