Cuarto Domingo en Tiempo Ordinario – Año B
EL PODER DIVINO EN LA PALABRA DE UN HOMBRE
Introducción
Hechos y palabras: para el hombre moderno parece que se contraponen; para los antiguos, sin embargo, la palabra era la materialización del pensamiento; no era viento sino cristalización de los sentimientos y de las emociones; no transmitía solamente ideas e información, sino que comunicaba la carga creadora o demoledora de quien la pronunciaba. Los ídolos no podían causar ni bien ni mal, porque –se decía– "tienen boca y no hablan" (Sal 115,5), mientras que el Señor, con su palabra, crea los cielos, "habla y todo existe" (Sal 33,6.9).
La palabra de Dios, que ha dado forma al universo y mantiene en la existencia tanto al cielo como a la tierra (cf. 2 P 3,5-7) ha venido al mundo, "se ha hecho carne" (Jn 1,14) y ha dado vista a los ciegos, ha hecho hablar a los mudos, puesto en pie a los cojos; ha ofrecido pan a los hambrientos, libertad a los prisioneros y alegría a quien tenía el corazón quebrantado. Ha transformado a la pecadora en discípula, al publicano deshonesto en apóstol, al jefe de los publicanos en hijo de Abrahán y a un bandido en el primero de los invitados al banquete del cielo.
Sacerdotes, padres y educadores cristianos se declaran frecuentemente desilusionados, se lamentan porque sus exhortaciones, inspiradas en el Evangelio, parecen caer en el vacío o tener un impacto muy débil. ¿Ha quizás perdido la palabra del Señor –se preguntan– su eficacia? Si no cambia la mente y los corazones, si no hace germinar un mundo nuevo, no es palabra de Dios sino de los hombres. Es fácil equivocarse: uno puede predicar sobre sí mismo y las propias convicciones, convencido de proclamar el Evangelio. Las buenas exhortaciones, las llamadas de atención dictadas por el sentido común, la sabiduría de este mundo, frecuentemente se revelan como útiles, pero nunca han producido prodigios; los milagros suceden solo si la Palabra anunciada es aquella del Maestro.
“Nosotros no nos predicamos a nosotros mismos sino la palabra de Cristo, el Señor.”
Primera Lectura: Deuteronomio 18,15-20
Moisés habló al pueblo diciendo: 15 ”El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo, lo hará surgir de entre ustedes, de entre tus hermanos; y es a él a quién escucharán. 16Es lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb, el día de la asamblea: «No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, ni quiero ver más ese terrible incendio para no morir.» 17El Señor me respondió: «Tienen razón. 18Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande. 19A quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas. 20Y el profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá»”.
Los hombres han experimentado siempre un íntimo anhelo de cruzar el umbral del espacio y del tiempo para entrar en el mundo de Dios y conocer así los misterios y las intenciones, comprender el pasado y, sobre todo, contemplar los acontecimientos futuros. Han recurrido a la adivinación, han creído en sueños premonitorios, han elaborado rituales para obtener oráculos, y protegerse contra las fuerzas negativas por las que se sienten amenazados. Brujos, videntes, magos, hechiceros, astrólogos, nigromantes los ha habido, desde los tiempos más remotos, en casi todos los pueblos. En los últimos siglos antes de Cristo aparecieron también los horóscopos.
Por una parte, el mundo del ocultismo tiene un aspecto atractivo, fascina y consuela, pero por otra parte produce malestar, porque es la expresión de la angustia del hombre frente a aquello que teme porque escapa a su control.
Israel se distingue de los otros pueblos por el rechazo absoluto a todas estas prácticas y su condena se transforma en sarcasmo feroz contra las naciones que las toleraban y valorizaban (cf. Is 47,12-13). Para Israel, todo eso es una insensatez porque cree que el Señor guía la historia de su pueblo y no soporta que se dude de su Amor y de sus cuidados: "Que no haya entre ustedes quien queme a sus hijos o hijas, ni vaticinadores, ni astrólogos, ni agoreros, ni hechiceros, ni encantadores, ni espiritistas, ni adivinos, ni quien consulta a los muertos" (Dt 18,10-11).
¿Cómo conocer entonces la voluntad de Dios y sus proyectos?
En la lectura de hoy se nos indica el único medio válido: el profeta.
Moisés describe las características y las funciones de este personaje que no tiene nada en común con los magos y los adivinos: es un hombre del todo normal, un hermano que, a diferencia del rey, que es elegido por el pueblo, es llamado directamente por Dios. El Señor le comunica sus pensamientos y designios y le encomienda la tarea de revelarlos a los hermanos, sin quitar ni añadir nada (vv. 15.18).
Moisés es un ejemplo de "profeta": se ha comportado como portavoz de Dios (v. 16). Espantado ante la terrible majestad del Señor, el pueblo había pedido que la palabra de Dios no les fuera comunicada directamente sino a través de un mediador. Moisés subió al monte, se encontró con el Señor, oyó su voz y, después, descendió y refirió al pueblo lo que había escuchado.
El profeta es aquel que "sube al monte", participa, en cierta manera, en el "consejo divino" (cf. Am 3,7), vive en constante diálogo con Dios, asimila sus pensamientos y sentimientos y tiene después la capacidad y el coraje de transmitirlos al pueblo, aunque sean contrarios al sentido común humano.
¿Cuál es su autoridad? Si él transmite fielmente lo que el Señor le ha sugerido, sus palabras poseen la misma autoridad de Dios; si por el contrario predica sus propias convicciones, entonces lo que enseña no tiene un valor superior a los razonamientos de los demás hombres.
Puede también suceder que alguien se presente a hablar en nombre del Señor pero que, en realidad, defienda la causa de otros dioses, es decir, de los ídolos. Éste –dice la lectura– debe morir, es decir, está destinado al fracaso; sus palabras no tendrán ningún impacto, serán pronunciadas en vano (v. 20).
También hoy los hombres sienten la necesidad de penetrar en los misterios del mundo y de Dios y, como en el pasado, se ven tentados de recurrir a paliativos, a imitaciones del profetismo: a los magos, a las sesiones espiritistas. No es así como se encuentra a Dios. En su mundo no se entra de incógnito, como ladrones, a través de pasadizos secretos, porque el Señor desea revelarse, quiere dirigir su palabra al hombre y lo hace sirviéndose de los profetas.
Moisés deseaba que todos los miembros de su pueblo fueran profetas, es decir, capaces de percibir la voz de Dios, como le sucedía a él (cf. Nm 11,29). En los Hechos de los Apóstoles nos aseguran que, con la efusión del Espíritu Santo, en el día de Pentecostés, todos los discípulos se convirtieron en "profetas" (cf. Hch 2,17-18). Todo cristiano, iluminado por el Evangelio, está en condiciones de discernir la voluntad de Dios y de comunicarla a los hermanos.
Segunda Lectura: 1 Corintios 7,32-35
Hermanos, 32quiero que estén libres de preocupaciones. Mientras el soltero se preocupa de los asuntos del Señor y procura agradar al Señor, 33el casado se preocupa de los asuntos del mundo y procura agradar a su mujer, 34y está dividido. La mujer soltera y la virgen se preocupan de los asuntos del Señor para estar consagradas en cuerpo y espíritu. La casada se preocupa de los asuntos del mundo y procura agradar al marido. 35Les he dicho estas cosas para el bien de ustedes, no para ponerles un tropiezo, sino para que su dedicación al Señor sea digna y constante, sin distracciones.
En Israel, como en todos los pueblos antiguos, los hombres y las mujeres que no se casaban o no tenían hijos no eran estimados sino considerados como anormales o víctimas de algún maleficio; eran despreciados porque causaban la interrupción de la vida recibida de sus padres y debilitaban a la familia y la tribu. “Sean fecundos y multiplíquense” (Gén 1,28) es el primer precepto que Dios ha impuesto al hombre. Los rabinos lo habían resaltado; por eso sostenían que el deber de la procreación es tan fundamental que, si una pareja no tenía hijos, el marido tenía que divorciarse de la mujer y procurarse una descendencia con otra mujer.
Escribiendo a los corintios, Pablo revoluciona esta mentalidad: elogia la vida célibe y lo hace en términos tan apasionados que da la impresión de minusvalorar la institución matrimonial.
Comienza con una constatación: es verdad –reconoce– que el matrimonio es bueno y santo;sin embargo, existe el peligro de que las personas casadas se dejen absorber por las preocupaciones de este mundo, hasta el punto de hacer pasar a un segundo plano, o incluso poner en peligro, la unión con el Señor. Quien se casa tiene el corazón dividido, se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a la mujer, mientras que el que el célibe está completamente libre para dedicarse al Señor (vv. 32-34).
No está afirmando que el celibato sea mejor que el matrimonio y, menos aún, que el amor conyugal y el ejercicio de la sexualidad alejen de Dios. Dice simplemente que el estado de las personas vírgenes no solamente es digno de estima como el de los casados, sino que coloca a aquellos que lo viven con madurez en una condición favorable para permanecer unidos al Señor. Quien no tiene una familia propia tiene el corazón libre para dedicarse completamente a Dios y a los hermanos.
Es más, la condición de célibes es también un testimonio para las personas casadas de la comunidad: es una llamada de atención sobre el hecho de que el matrimonio pertenece a las realidades de este mundo, no es la condición última; es transitorio y destinado a pasar. En el mundo futuro todos serán como los ángeles de Dios: no tomarán ni mujer ni marido.
Pablo se refiere a la virginidad vivida como don, como alegre disponibilidad al servicio del reino de Dios y de los hermanos. Es la falsa "virginidad" la que aleja de los hombres y, por una mal entendida relación intimista con Dios, hace replegarse sobre sí mismo, generando soledad y tristeza.
La virginidad auténtica no aleja de los hermanos; al contrario, abre de par en par el corazón al amor sin límites, y nos empuja a acercarnos a ellos.
Evangelio: Marcos 1,21-28
21Llegaron a Cafarnaúm y el sábado siguiente entró en la sinagoga a enseñar. 22La gente se asombraba de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad, no como los letrados. 23En aquella sinagoga había un hombre poseído por un espíritu inmundo, que gritó: 24”¿Qué tienes que ver con nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres: ¡el Consagrado de Dios!”25Jesús lo increpó: “¡Calla y sal de él!”26 El espíritu inmundo lo sacudió, dio un fuerte grito y salió de él. 27Todos se llenaron de estupor y se preguntaban: “¿Qué significa esto? Es una enseñanza nueva, con autoridad. Hasta a los espíritus inmundos les da órdenes y le obedecen.” 28Su fama se divulgó rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.
Después de la llamada a los cuatro primeros discípulos (cf. Mc 1,16-20) Jesús fija su residencia en Cafarnaúm, que se convierte en "su ciudad" (Mt 9,1). Es huésped de la familia de Pedro, propietario de una casa junto al lago, a pocos pasos de la sinagoga. Comienza a enseñar y a realizar curaciones y la primera que narra el evangelio de Marcos no es escogida al azar, sino que constituye, en la intención del evangelista, la síntesis de toda la obra de Jesús a favor del hombre.
Es sábado y la gente va a la sinagoga para rezar y escuchar las lecturas y la explicación de la palabra de Dios. Hay siempre un rabino que organiza el encuentro, pero todo judío adulto puede presentarse o ser invitado a leer y comentar las Escrituras. Hacer la homilía es bastante simple: basta referirse a las explicaciones dadas por los grandes rabinos sobre el texto bíblico proclamado. Aventurar una propia interpretación es arriesgado, porque tal comentarista podría ser tildado de presuntuoso.
Jesús, como suele hacer, se une a su pueblo y se ofrece a hacer las lecturas. La primera está tomada del libro de la Ley, es decir de los primeros cinco libros de la Biblia; la otra es un pasaje de los profetas. Quien lee la segunda lectura, si se atreve, puede también hacer la homilía y Jesús, aprovechándose del clima de recogimiento y de oración que se ha creado, presenta su mensaje con una intervención muy apreciada: a diferencia de los escribas, Él habla con autoridad (cf. Mc 1,21-22).
Probablemente la admiración de la gente depende del hecho de que Jesús no se limita a repetir lo que ha sido dicho antes que Él, sino que hace un comentario libre y original del texto sagrado.
Al final de la homilía acontece algo dramático. Un hombre "poseído por un espíritu inmundo", que hasta aquel momento había permanecido en un rincón, sereno y tranquilo, sin molestar para nada a los asistentes a la celebración, dejándolos rezar, cantar y escuchar en paz, se levanta y comienza a imprecar contra Jesús. ¿Quién es este desequilibrado?
En tiempos de Jesús, la gente no tenía nuestros conocimientos científicos; no sabían nada de microbios, bacterias, desequilibrios hormonales; atribuía la epilepsia, las neurosis y todas las enfermedades psíquicas, a fuerzas misteriosas e incontrolables, a espíritus malignos, considerados impuros por ser portadores de muerte.
Todas las religiones de la antigüedad conocían la práctica del exorcismo para liberar al hombre de estos espíritus inmundos. Se recurría a ritos y a gestos que lindaban a veces con la magia; se pronunciaban palabras execratorias y se invocaban nombres de personajes famosos, capaces de comunicar fuerzas positivas.
Los exorcismos de Jesús se diferencian de manera radical de aquellos del ambiente circundante. Sin embargo, en la manera de expresarse, Él se adecua a la mentalidad corriente y se relaciona con la enfermedad recurriendo a las categorías culturales de su tiempo: habla, como hacían todos, de "espíritus malignos" y de "demonios".
Hecha esta introducción, volvamos al asunto del hombre "poseído por un espíritu inmundo". Probablemente no habría entrado en la sinagoga durante la celebración, sino que se encontraba allí y parecía tranquilo. A un cierto punto, sin embargo, algo ocurre dentro de él que le hace prorrumpir en imprecaciones contra Jesús.
Para comprender lo sucedido hay que tener en cuenta el claro "desdoblamiento" de la personalidad de este hombre, que no era dueño de sí mismo; estaban presentes en él fuerzas de muerte que lo dominaban hasta el punto de anularle: hablan en su nombre, lo habían reducido a un estado de completa deshumanización.
Antes de la llegada de Jesús, reinaba en la sinagoga una situación de paz y de quietud que, aparentemente, hacía bien a todos. En realidad, se habían resignado al hecho de que el desequilibrado permaneciera a merced de las fuerzas del mal; bastaba que no molestara, que estuviera tranquilo sin molestar demasiado.
A donde llega Jesús, este falso equilibrio no puede continuar. La presencia de Cristo es irreconciliable con el "demonio", con las fuerzas del mal. Los dos son adversarios, no se soportan y, cuando se encuentran, terminan por agredirse.
De hecho, el "demonio" empieza las hostilidades (siempre es el más débil el que ataca). Se ha dado cuenta de que ha llegado "el hombre fuerte" (cf. Mt 12,29) capaz de hacer derrumbar su reino y, espantado, grita dos preguntas: "¿Que tienes que ver con nosotros? ¿Has venido a destruirnos?".
El pronombre plural usado por el "espíritu inmundo" no sorprende, porque son numerosas las fuerzas que tienen al hombre alejado de Dios y de la vida, son innumerables los poderes que se sienten amenazados por la presencia y por la palabra de Cristo.
Jesús no le responde con gestos mágicos o encantamientos, como solían hacer los exorcistas de su tiempo, sino que pronuncia dos órdenes taxativas: “¡Cállate y sal de él!” El "espíritu inmundo" le obedece y todos los presentes, maravillados, se dan cuenta de que, en medio de ellos, ha surgido un profeta que anuncia una "doctrina nueva", una palabra que lleva en sí misma la fuerza de Dios, que tiene "autoridad", es decir, realiza lo que dice.
Vayamos ahora más allá del puro dato de crónica. La situación del hombre “endemoniado" representa la condición de quien no ha encontrado a Cristo y, por consiguiente, está todavía a merced de fuerzas hostiles e incontrolables que lo destruyen. Fuerzas demoníacas son el impulso a odiar, al narcisismo egoísta, a cometer injusticias y violencias, el frenesí del dinero, etc.
Son "demonios" que se comportan como dueños y que desean ser dejados en paz. Mandan, hablan, impulsan a obrar y, cuando no provocan daños graves, los hombres tienden a dejarlos tranquilos, despreocupándose de la situación inhumana de quien está dominado por estas fuerzas.
Jesús, por el contrario, es un liberador que entra en conflicto con esta realidad negativa porque cuenta con la palabra "fuerte" y eficaz.
Podemos racionalmente suponer que no sería aquella la primera vez que el endemoniado participaba en la liturgia de la sinagoga y que, por tanto, habría escuchado frecuentemente las lecturas de la Biblia y la respectiva homilía; y sin embargo su condición no había cambiado, no porque la palabra de Dios sea ineficaz sino porque, con sus disquisiciones y erradas interpretaciones, los rabinos la habían debilitado, la habían hecho perder su fuerza sanadora, volviéndola incapaz de expulsar a los demonios.
Cuando aparece Jesús todo cambia. Se realiza una transformación prodigiosa del hombre, porque el Señor habla con "autoridad". De ahí que la reacción del endemoniado sea violenta. No acepta órdenes pasivamente; resiste, comienza a gritar porque quiere perpetuar su dominio sobre su víctima.
Esta lucha representa la rebelión de las fuerzas del mal, de los demonios que se encuentran en el hombre, en la sociedad, en las ideologías, en las instituciones civiles y también en las religiosas. Dominan y, cuando se sienten molestadas, se rebelan.
En el endemoniado que está tranquilo hasta su encuentro con Cristo, se puede percibir la capacidad, que no era solo de los escribas de entonces sino de tantos cristianos de hoy, de amansar al protagonista del mal: con los compromisos cotidianos con el poder, con las concesiones al espíritu del mundo y a la hipocresía, con prácticas religiosas toleradas a costa de vaciarlas de la substancia evangélica... Mientras esto dura en el cristiano y en la Iglesia, el maligno está callado, deja hablar y hacer; cuando, por el contrario, se alza una voz profética, cuando se ofrece un testimonio auténtico de fe y de caridad, entonces las fuerzas del mal se movilizan con todas las energías que poseen.
La predicación que no expulsa a los demonios, que deja las cosas como están, que no cambia al hombre y al mundo, no es palabra de Jesús.