DOMINGO DE RAMOS – Año B
JESUS, UN HOMBRE, NO UN SÚPERHOMBRE
Introducción
La cruz era el instrumento más cruel y horrible de los suplicios. Era la pena capital reservada a los bandidos, a los esclavos rebeldes, a los marginados de la sociedad, a los culpables de delitos execrables. Cicerón, el orador y escritor romano que vivió en el siglo I a.C., habla de la cruz como “un castigo cuyo mismo nombre deber se alejado no solo de la persona de los ciudadanos romanos, sino de sus pensamientos, de sus ojos, de sus oídos”.
¿Profesarse seguidores de un crucificado? ¡Una locura! Una vergüenza, una decisión contraria al sentido común. Pablo escribía a los corintios: “Los judíos piden milagros, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros anunciamos un Cristo Crucificado, escándalo para los judíos, locura para los paganos” (1 Cor 1,22-23).
Desde el comienzo de su historia, los cristianos han escogido los símbolos de su fe. Todavía encontramos grabados en las tumbas de los primeros siglos el ancla, el pez, el pescador, el pastor, pero no la cruz. Por largo tiempo han mostrado un cierto pudor, por así decir, a identificarse con la cruz. Solo en el siglo IV d.C., se convirtió en el símbolo por excelencia y se comenzaron a fabricar cruces con los metales más preciosos incrustándolas de perlas. Durante la Semana Santa, este símbolo se nos ofrece a nuestra contemplación.
Venerar la cruz no significa inclinarse ante un objeto material; ni siquiera fijar nuestra atención en el dolor físico de la Pasión de Jesús. La cruz indica una elección de vida: la del don de sí. Contemplarla significa tomarla como punto de referencia de todas nuestras decisiones.
“Te seguiré a donde quiera que vayas, repite la esposa al Amado.”
Primera Lectura: Isaías 50,4-7
En aquellos días dijo Isaías: 4”Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. 5El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he echado atrás. 6Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que acariciaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos. 7Mi Señor me ayudaba; por eso no quedaba confundido; por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado.
En la primera lectura de la fiesta del Bautismo del Señor, hemos encontrado un personaje que entra en escena en la segunda parte del libro de Isaías. Se trata del “Siervo del Señor”. En el pasaje de hoy, es él mismo el que se presenta y habla. Describe, ante todo, la misión que le ha sido encomendada: ha sido enviado para anunciar un mensaje de consolación a los abatidos y desesperanzados (v. 4).
Quien se ha descarriado por sendas perdidas y no encuentra el camino recto, quien se ve envuelto en tinieblas y va dando tumbos en la oscuridad, no debe tener miedo: no oirá de él improperios y amenazas, sino solamente palabras de consuelo.
Después, el “Siervo” aclara el modo cómo llevará a cumplimiento su misión (vv. 4-5). El Señor le ha dado un oído que sabe escuchar y una boca que sabe hablar para comunicar.
Lo que ha oído no es agradable, pero no ha entrado en componendas con nadie, no se ha echado para atrás; ha sabido resistir (v. 5).
Finalmente, cuenta lo que le ha sucedido, cuáles han sido las consecuencias de su coherencia. Ha comunicado fielmente el mensaje que le ha sido encomendado y ha sido golpeado, insultado, abofeteado; le han escupido en cara, pero no ha reaccionado, confiando plenamente en el Señor (v. 7).
Si se presta atención, sobre todo a la última parte de la lectura, nos sentiremos inmediatamente inclinados a reconocer a Jesús en ese Siervo. De hecho, inmediatamente después de la Pascua, los cristianos los relacionaron. Como el “Siervo del Señor”, Cristo se ha mantenido a la escucha del Padre, ha pronunciados palabras de consuelo y esperanza, ha confortado a los desconfiados y marginados; su vida terminó dramáticamente (cf. Mt 27,27-31).
No basta pararse a contemplar y admirar la fidelidad de Jesús, conmoverse ante todo lo que ha sufrido, sentir indignación por las injusticias de que ha sido víctima, e inclinarse ante algún que otro héroe que, también hoy, tiene el coraje de enfrentarse a la misma experiencia dolorosa del Siervo del Señor.
No solamente algún que otro héroe, sino todo cristiano está llamado a reproducir en sí mismo la figura de este “Siervo”: mantenerse a la escucha de la palabra de Dios, poner en acción lo escuchado y estar dispuesto a cargar con las consecuencias.
Segunda Lectura: Filipenses 2,6-11
Hermanos, 6Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; 7al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, 8se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. 9Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre» 10de modo que, al nombre de Jesús, toda rodilla se doble –en el Cielo, en la Tierra, en el Abismo–, 11y toda lengua proclame: “¡Jesucristo es Señor!”, para gloria de Dios Padre.
La comunidad de Filipo era excelente y Pablo estaba orgulloso de ella, pero, como sucede a menudo, había un poco de envidia entre aquellos cristianos. Algunos intentaban acaparar la atención, dominar a los demás e imponer su voluntad.
Es a causa de esta situación que, en la primera parte de la lectura, Pablo recomienda encarecidamente: “Les pido que hagan perfecta mi alegría permaneciendo bien unidos. Tengan un mismo amor, un mismo espíritu y un mismo sentir. No hagan nada por ambición o vanagloria, antes con humildad estimen a los otros como mejores a ustedes mismos. No busquen su interés, sino el de los demás (Fil 2, 2-4).
Para grabar mejor en la mente y el corazón de los filipenses esta enseñanza, Pablo presenta el ejemplo de Cristo. Lo hace citando un Himno estupendo, conocido en muchas comunidades cristianas del siglo I. El Himno cuenta en dos estrofas toda la vida de Jesús.
Él existía ya antes de hacerse hombre; encarnándose, se ha vaciado de su grandeza divina y ha aceptado entrar en una existencia esclava de la muerte. Se ha hecho para siempre semejante a nosotros: ha asumido nuestra debilidad, nuestra ignorancia, nuestra fragilidad, nuestras pasiones, nuestros sentimientos y nuestra condición mortal. Ha aparecido ante nuestros ojos en la humildad del más despreciado de los hombres, el esclavo, aquel a quien los romanos reservaban el suplicio ignominioso de la cruz (vv.6-8). Pero el camino por Él recorrido no ha terminado con la humillación y muerte en la cruz.
La segunda parte del Himno (vv. 9-11) canta, de hecho, la gloria a la que ha sido elevado: el Padre lo ha resucitado y señalado como modelo para todo hombre; le ha dado el poder y el dominio sobre toda criatura. La humanidad entera terminará unida a Él y, en aquel momento, se habrá cumplido el proyecto de Dios.
Evangelio: Marcos 14,1−15,47
1Faltaban dos días para la Pascua. Los sumos sacerdotes y los letrados buscaban apoderarse de Él mediante un engaño para darle muerte. 2Pero decían que no debía ser durante las fiestas, para que no se amotinase el pueblo.
3Estando Él en Betania, invitado en casa de Simón el Leproso, llegó una mujer con un frasco muy costoso de perfume de nardo puro. Quebró el frasco y se lo derramó en la cabeza. 4Algunos comentaban indignados: “¿A qué viene este derroche de perfume? 5Se podía haber vendido el perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres.” Y la reprendían. 6Pero Jesús dijo:“Déjenla, ¿por qué la molestan? Ha hecho una obra buena conmigo. 7A los pobres los tendrán siempre entre ustedes y podrán socorrerlos cuando quieran; pero a mí no siempre me tendrán. 8Ha hecho lo que podía: se ha adelantado a preparar mi cuerpo para la sepultura. 9Les aseguro que en cualquier parte del mundo donde se proclame la Buena Noticia, se mencionará también lo que ella ha hecho.”
10Judas Iscariote, uno de los Doce, se dirigió a los sumos sacerdotes para entregárselo. 11Al oírlo se alegraron y prometieron darle dinero. Y él se puso a buscar una oportunidad para entregarlo.
12El primer día de los Ázimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, le dijeron los discípulos: “¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?” 13Él envió a dos discípulos encargándoles: “Vayan a la ciudad y les saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua. Síganlo 14y donde entre, digan al dueño de casa: «Dice el Maestro que dónde está la sala en la que va a comer la cena de Pascua con sus discípulos.» 15Él les mostrará un salón en el piso superior, preparado con divanes. Preparen allí la cena.”
16Salieron los discípulos, se dirigieron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua.
17Al atardecer llegó con los Doce. 18Se pusieron a la mesa y, mientras comían, dijo Jesús:“Les aseguro que uno de ustedes me va a entregar, uno que come conmigo.”
19Entristecidos, empezaron a preguntarle uno por uno: “¿Soy yo?” 20Respondió: “Uno de los Doce, que moja el pan conmigo en la fuente. 21El Hijo del Hombre se va, como está escrito de Él; pero, ¡ay de aquel por quien el Hijo del Hombre será entregado! Más le valdría a ese hombre no haber nacido.”
22Mientras cenaban, tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio diciendo:“Tomen, esto es mi cuerpo.” 23Y tomando la copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y bebieron todos de ella. 24Les dijo: “Ésta es mi sangre, sangre de la Alianza, que se derrama por todos. 25Les aseguro que no volveré a beber el fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el reino de Dios.”
26Cantaron los salmos y salieron hacia el monte de los Olivos. 27Jesús les dijo: “Todos van a fallar, como está escrito: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas.» 28Pero, cuando resucite, iré delante de ustedes a Galilea.
29Pedro le contestó: “Aunque todos fallen, yo no.” 30Le dijo Jesús: “Te aseguro que tú hoy mismo, esta noche, antes que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres.” 31Él insistía:“Aunque tenga que morir contigo, no te negaré.”
Lo mismo decían los demás.
32Llegados al lugar llamado Getsemaní, dijo a sus discípulos: “Siéntense aquí mientras yo voy a orar.” 33Llevó con Él a Pedro, Santiago y Juan y empezó a sentir tristeza y angustia. 34Entonces les dijo: “Siento una tristeza de muerte; quédense aquí y permanezcan despiertos.” 35Se adelantó un poco, se postró en tierra y oraba que, si era posible, se alejase de Él aquella hora. 36Decía: “Abba –Padre–, tú lo puedes todo, aparta de mí esta copa. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.”
37Volvió, y los encontró dormidos. Dijo entonces a Pedro: “Simón, ¿duermes? ¿No has sido capaz de estar despierto una hora? 38Permanezcan despiertos y oren para no caer en la tentación. El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil.”
39Volvió otra vez y oró repitiendo las mismas palabras. 40Al volver, los encontró otra vez dormidos, porque los ojos se les cerraban de sueño; y no supieron qué contestar. 41Volvió por tercera vez y les dijo: “¡Todavía dormidos y descansando! Basta, ha llegado la hora en que el Hijo del Hombre será entregado en poder de los pecadores. 42Vamos, levántense, se acerca el traidor.”
43Todavía estaba hablando cuando se presentó Judas, uno de los Doce, y con él gente armada de espadas y palos, enviada por los sumos sacerdotes, los letrados y los ancianos. 44El traidor les había dado una contraseña: “Al que yo bese, ése es; arréstenlo y llévenlo con cuidado.” 45Enseguida, acercándose a Jesús, le dijo: “¡Maestro!”, y le dio un beso. 46Los otros se le tiraron encima y lo arrestaron. 47Uno de los presentes desenvainó la espada y de un tajo cortó una oreja al sirviente del sumo sacerdote. 48Jesús se dirigió a ellos: “Como si se tratara de un asaltante, han salido armados de espadas y palos para capturarme. 49Diariamente estaba con ustedes enseñando en el templo y no me arrestaron. Pero se ha de cumplir la Escritura.” 50Y todos lo abandonaron y huyeron.
51Lo seguía, también, un muchacho cubierto sólo por una sábana. Lo agarraron; 52pero él, soltando la sábana, se les escapó desnudo.
53Condujeron a Jesús a casa del sumo sacerdote, y se reunieron todos los sumos sacerdotes con los ancianos y los letrados. 54Pedro lo fue siguiendo a distancia hasta entrar en el palacio del sumo sacerdote. Se quedó sentado con los empleados, calentándose junto al fuego. 55El sumo sacerdote y el Consejo en pleno buscaban un testimonio contra Jesús que permitiera condenarlo a muerte, y no lo encontraban 56ya que, aunque muchos testimoniaban en falso contra Él, sus testimonios no concordaban. 57Algunos se levantaron y declararon en falso contra él: “58Le hemos oído decir: «Yo he de destruir este santuario, construido por manos humanas, y en tres días construiré otro, no edificado con manos humanas.»” 59Pero tampoco en este punto concordaba su testimonio. 60Entonces el sumo sacerdote se puso de pie en medio y preguntó a Jesús: “¿No respondes nada a lo que éstos declaran contra ti?” 61Él seguía callado sin responder nada. De nuevo le preguntó el sumo sacerdote: “¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?”
62Jesús respondió: “Yo soy. Verán al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Todopoderoso y llegando entre las nubes del cielo.”
63El sumo sacerdote, rasgándose sus vestiduras, dijo: “¿Qué falta nos hacen los testigos? 64Ustedes mismos han oído la blasfemia. ¿Qué les parece?”
Todos sentenciaron que era reo de muerte. 65Algunos se pusieron a escupirlo, a taparle los ojos y darle bofetadas diciendo: “¡Adivina quién fue!” También los empleados le daban bofetadas.
66Estaba Pedro abajo en el patio, cuando una sirvienta del sumo sacerdote, 67viendo a Pedro que se calentaba, se lo quedó mirando y le dijo: “También tú estabas con el Nazareno, con Jesús.” 68Él lo negó: “Ni sé ni entiendo lo que dices.” Salió al vestíbulo [y un gallo cantó]. 69La sirvienta lo vio y empezó a decir otra vez a los presentes: “Éste es uno de ellos.” 70De nuevo lo negó. Al poco tiempo también los presentes decían a Pedro: “Realmente eres de ellos, porque eres galileo.” 71Entonces empezó a echar maldiciones y a jurar que no conocía al hombre del que hablaban. 72Al instante cantó por segunda vez el gallo. Pedro recordó lo que le había dicho Jesús: «Antes que el gallo cante dos veces me habrás negado tres.» Y se puso a llorar.
15.1Ni bien amaneció, el Consejo en pleno, sumos sacerdotes, ancianos y letrados se pusieron a deliberar. Ataron a Jesús, lo condujeron y se lo entregaron a Pilato. 2Pilato lo interrogó: “¿Eres tú el rey de los judíos?” Jesús contestó: “Tú lo dices.”
3Los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. 4Pilato lo interrogó de nuevo: “¿No respondes nada? Mira de cuántas cosas te acusan.” 5Pero Jesús no le contestó, con gran admiración de Pilato.
6Para la fiesta solía dejarles libre un preso, el que el pueblo pedía. 7Un tal Barrabás estaba encarcelado con otros amotinados que, en una revuelta, habían cometido un homicidio. 8La gente subió y empezó a pedirle el indulto acostumbrado. 9Pilato les respondió: “¿Quieren que les suelte al rey de los judíos?” 10Porque comprendía que los sumos sacerdotes lo habían entregado por envidia. 11Pero los sumos sacerdotes incitaron a la gente para que pidieran más bien la libertad de Barrabás. 12Pilato respondió otra vez: “¿Y qué hago con el [que llaman] rey de los judíos?” 13Gritaron: “¡Crucifícalo!” 14Pilato dijo: “Pero, ¿qué mal ha hecho?” Ellos gritaban más fuerte: “¡Crucifícalo!”
15Pilato, decidido a dejar contenta a la gente, les soltó a Barrabás y a Jesús lo entregó para que lo azotaran y lo crucificaran. 16Los soldados se lo llevaron dentro del palacio, al pretorio, y convocaron a toda la guardia. 17Lo vistieron de púrpura, trenzaron una corona de espinas y se la colocaron. 18Y se pusieron a hacerle una reverencia: «¡Salud, rey de los judíos!» 19Le golpeaban con una caña la cabeza, lo escupían y doblando la rodilla le rendían homenaje. 20Terminada la burla, le quitaron la púrpura, lo vistieron con su ropa y lo sacaron para crucificarlo.
21Pasaba por allí de vuelta del campo un tal Simón de Cirene –padre de Alejandro y Rufo–, y lo forzaron a cargar con la cruz. 22Lo condujeron al Gólgota –que significa Lugar de la Calavera–. 23Le ofrecieron vino con mirra, pero Él no lo tomó. 24Lo crucificaron y se repartieron su ropa, echando a suertes lo que le tocara a cada uno. 25Eran las nueve de la mañana cuando lo crucificaron.
26La inscripción que indicaba la causa de la condena decía: «El rey de los judíos.» 27Con Él crucificaron a dos asaltantes, uno a la derecha y otro a la izquierda. 28Y se cumplió la Escritura que dice: «y fue contado entre los pecadores.» 29Los que pasaban lo insultaban moviendo la cabeza y decían: “El que derriba el santuario y lo reconstruye en tres días, 30que se salve, bajando de la cruz.”31A su vez los sumos sacerdotes, burlándose, comentaban con los letrados:
“Ha salvado a otros y él no se puede salvar.” 32”Si es el Mesías, el rey de Israel, que baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos.”Y también lo insultaban los que estaban crucificados con él.
33Al mediodía se oscureció todo el territorio hasta media tarde. 34A esa hora Jesús gritó con voz potente: «Eloi eloi lema sabaktani», que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
35Algunos de los presentes, al oírlo, comentaban: “Está llamando a Elías.”
36Uno empapó una esponja en vinagre, la sujetó a una caña y le ofreció de beber diciendo:
“¡Quietos! A ver si viene Elías a librarlo.”
37Pero Jesús, lanzando un grito, expiró.
38El velo del santuario se rasgó en dos de arriba abajo. 39El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo expiró, dijo: “Realmente este hombre era Hijo de Dios.”
40Estaban allí mirando a distancia unas mujeres, entre ellas María Magdalena, María, madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé, 41quienes, cuando estaba en Galilea, lo habían seguido y servido; y otras muchas que habían subido con Él a Jerusalén.
42Ya anochecía; y como era el día de la preparación, víspera de sábado, 43José de Arimatea, consejero respetado, que esperaba el reino de Dios, tuvo la osadía de presentarse a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. 44Pilato se extrañó de que ya hubiera muerto. Llamó al centurión y le preguntó si ya había muerto. 45Informado por el centurión, le concedió el cuerpo a José. 46Éste compró una sábana, lo bajó de la cruz, lo envolvió en la sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca. Después hizo rodar una piedra a la entrada del sepulcro. 47María Magdalena y María de José observaban dónde lo habían puesto.
Todos los evangelistas dedican un gran espacio a la Pasión y muerte de Jesús. Los hechos son fundamentalmente los mismos, aunque narrados de modo y desde perspectivas diversas. Cada evangelista, después, introduce en el relato episodios, detalles, llamadas de atención que expresan su interés por ciertos temas de catequesis considerados significativos y urgentes para las propias comunidades cristianas. La versión del relato de la Pasión que leemos hoy es la de Marcos. En nuestro comentario nos limitaremos a poner de relieve sus aspectos específicos.
Un primer elemento significativo es la falta de reacción por parte de Jesús al beso de Judas y al comportamiento violento de uno de los presentes (cf. Mc 14,46-49).
Mientras que los otros evangelistas refieren algunas palabras de Jesús a Judas: “Judas ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?” (Lc 22,48) y a Pedro: “¡envaina la espada!” (Mt 26,52), Marcos presenta a un Jesús que no se rebela contra acontecimientos que no puede impedir, que acepta casi pasivamente lo que le está sucediendo y que, al final, concluye: “Se ha cumplido la Escritura” (Mc 14,49).
El evangelista nos muestra a un Jesús manso y desarmado, que se entrega en manos de sus enemigos sin reaccionar. Da relieve a este hecho para sostener la fe de los cristianos de sus comunidades, duramente probados por las persecuciones. El Padre no ha reservado a su Hijo un tratamiento privilegiado, no lo ha eximido de las injusticias, las traiciones, los dramas que golpean a los demás hombres. Como Él, también los discípulos deberán confrontar la falsedad, la hipocresía, el disimulo, la violencia. Es ésta la suerte del justo destinado frecuentemente a ser víctima de la perfidia de los malvados, como fue anunciado en las Escrituras (cf. Sal 37,14; 71,11). En Marcos, Jesús no se digna dirigir a Pedro ninguna palabra de reproche por su gesto descontrolado e insensato: el echar mano de la espada está tan lejos de los principios evangélicos, que ni siquiera merece la pena tomarlo en consideración.
El discípulo que, como Pedro, cree poder resolver las injusticias recurriendo a la violencia, en realidad no hace otra cosa que complicar más la situación, para tener que huir después…Quien usa la violencia se aleja siempre del Maestro y se sumerge en la oscuridad de la noche.
Todos los evangelistas relatan que los discípulos, apenas se dieron cuenta de que Jesús no reaccionaba, no luchaba, no invitaba a luchar, huyeron. Solo Marcos recuerda un “detalle curioso”: “Lo seguía también un muchacho cubierto solo por una sábana. Lo agarraron; pero él, soltando la sábana, se les escapó desnudo” (Mc 14,51-52).
Es un detalle verdaderamente sin importancia y quizás haya sido referido por el evangelista como rasgo autobiográfico: la tradición, de hecho, ha identificado aquel muchacho con el mismo Marcos.
No obstante, la escena un tanto cómica del joven que huye desnudo, reproduce, en la intención del evangelista, el comportamiento desenvuelto de tantos cristianos que alegremente se olvidan de sus compromisos. Los apóstoles han abandonado todo para seguir al Maestro (cf. Mc 10,28) y, ahora, cuando se han dado cuenta de que la meta del viaje es el don de la vida, abandonan todo. Esta vez, sin embargo, no es para seguir al Maestro, sino para huir. Y esto ocurre –insinúa Marcos– también a aquellos cristianos que, llamados, a veces, a enfrentarse de manera evangélica con las contrariedades de la vida, abandonan, para evitar riesgos, la vestidura bautismal que los identifica y renuncian a las elecciones valerosas que su fe les impone.
Todos los evangelistas ponen de relieve que, después de una acogida entusiasta, las gentes se alejaron progresivamente de Jesús quien, al final, se quedó solamente con los Doce. Estos, a su vez, en el momento de la opción decisiva, huyeron. Ningún evangelista pone de relieve, como Marcos, la soledad de Cristo durante la Pasión. Leyendo los otros evangelios, encontramos siempre a alguien que está junto Jesús como una presencia amiga: un ángel en Getsemaní (cf. Lc 22,43), un discípulo o la mujer de Pilatos durante el proceso (cf. Jn 18,15; Mt 27,19), una gran muchedumbre o un grupo de mujeres en el camino hacia el Calvario (cf. Lc 23, 27-31); la madre, el discípulo predilecto, el buen ladrón (cf. Jn 19,25; Lc 23,40).
En Marcos, no hay nadie: Jesús es traicionado por la multitud que prefiere a Barrabás; es insultado, golpeado y humillado por los soldados; es insultado por los transeúntes y por los jefes del pueblo presentes en el momento de la crucifixión. A su alrededor: tinieblas. Solo al final, después de haber narrado su muerte, acota: “Estaban allí, mirando a distancia, unas mujeres” (Mc 15,40-41).
Completamente solo, Jesús ha experimentado la angustia de quien, a pesar de haberse comprometido con una causa justa, se siente derrotado. Su grito “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34) parece escandaloso, pero expresa su drama interior. En el momento de la muerte, ha experimentado la impotencia, el fracaso en la lucha contra la injusticia, la mentira, la opresión ejercida por el poder religioso y político.
Quien se empeña en vivir coherentemente la propia fe –es el mensaje de Marcos a los cristianos de sus comunidades– debe saber que, en el momento crucial, podrá quedarse solo, ser traicionado por los amigos, rechazado por su misma familia, sentirse abandonado por Dios y llegar a preguntarse si valía la pena sufrir tanto para que, después, todo terminara en derrota. En estos momentos, podrá lanzar su grito al Padre, pero para no caer en el precipicio de la desesperación, deberá gritar con Jesús. Solo así sus angustiosos interrogantes tendrán una respuesta.
Otra característica del relato de Marcos es la insistencia sobre las reacciones plenamentehumanas de Jesús frente a la muerte. Solo Marcos refiere que, en el Huerto de los Olivos, dándose cuenta de que lo estaban buscando para matarlo, “empezó a sentir tristeza y angustia”(Mc 14,33). Los otros evangelistas evitan presentarnos a un Jesús lleno de miedo, sacudido por un terror que solo a duras penas logra controlar.
La historia está llena de héroes que se han enfrentado a la muerte con serenidad y desprecio al sufrimiento. No es entre éstos entre los que hay que colocar a Jesús. Él ha llorado, ha tenido miedo, ha buscado que alguno lo comprendiera y que estuviera junto a Él en el momento más dramático de su vida.
Es consolador que los hechos se hayan desarrollado tal y como nos lo cuenta Marcos: contemplando a este Jesús hombre, no súperhombre, compañero nuestro de sufrimientos, que ha experimentado como nosotros lo duro y difícil que es obedecer al Padre, nos sentimos animados a seguirlo.
En el relato de la Pasión según Marcos, Jesús está siempre en silencio. A las autoridades religiosas que le preguntan si Él es el Mesías, y a Pilatos, que quiere saber si es rey, responde simplemente: “Sí, lo soy” (Mc 14,62; 15,2). Después, nada. Durante el proceso no sale de su boca ni una palabra. Frente a los insultos, provocaciones, mentiras, Él calla, no dice nada (cf. Mc 14,61; 15,4-5). Sabe que quien lo quiere condenar es consciente de su inocencia. No ignora que sus enemigos han decretado ya su muerte y que no merece la pena rebajarse a su nivel, aceptando una discusión que no cambiaría nada.
Hay un silencio que es signo de debilidad y de falta de valor: el de aquellos que no intervienen para denunciar injusticias porque temen perder amigos, meterse en problemas o enemistarse con la gente que cuenta. Existe, por el contrario, un silencio que es señal de fortaleza de ánimo: el del que no reacciona ante las provocaciones, el del que no se descompone ante la arrogancia, el insulto, la calumnia. Es el silencio noble de quien está convencido de la propia lealtad y rectitud y tiene la certeza de que la causa justa por la que se está batiendo terminará por triunfar.
El cristiano no es un miedoso que se resigna, que no lucha contra el mal; es uno que se esfuerza por establecer la verdad y la justicia, pero, también, que, como el Maestro, tiene la fuerza de callar rechazando recurrir a medios desleales como hacen sus enemigos: la calumnia, la mentira, la violencia. No teme la derrota y no se preocupa por la victoria de sus enemigos: sabe que su triunfo es efímero.
El momento culminante de todo el relato de la Pasión de Jesús según Marcos es la profesión de fe del centurión al pie de la cruz: “El centurión que estaba enfrente, al ver cómo expiró, dijo: «Realmente este hombre era Hijo de Dios»” (Mc 15,39).
Desde el principio del evangelio de Marcos, la muchedumbre, los discípulos se preguntan sobre la persona de Jesús, sobre quién es Él (cf. Mc 1,27; 4,41; 6,2-3.14-15). Nadie, sin embargo, llega a intuir su verdadera identidad. Cuando alguno lo proclama Mesías, inmediatamente Jesús intervine para imponer silencio (cf. Mc 1,44; 3,12): su identidad no debe ser revelada; el secreto se mantiene hasta el final porque solo después de su muerte y Resurrección será posible comprender quién es Él realmente.
Lo que sorprende es que el descubrimiento y la proclamación de Jesús “Hijo de Dios” no havenido de uno de los apóstoles o discípulos sino de un pagano. Es en boca de un solado extranjero que se encuentra la fórmula, desconcertante por su limpidez, que los primeros cristianos empleaban para proclamar su fe en Cristo.
Y lo que ha abierto los ojos del centurión y le ha hecho reconocer en aquel condenado al “Hijo de Dios” no han sido los terremotos, ni el oscurecimiento del Sol u otro prodigio, sino el modo cómo Jesús había muerto: dando un fuerte grito, el grito del justo de que se habla en el libro de los Salmos (cf. Sal 22,3.6.25.).
Lo que no había podido lograr calmando las olas del mar, curando a enfermos, multiplicando los panes, lo obtiene Jesús ahora con el don de su vida. Y es con el prodigio de su vida, hecha toda de Amor, que Jesús convierte al centurión pagano.
En este contexto queda claro el sentido del velo del templo que “se rasgó en dos de arriba abajo” (Mc 15,38). No se trata de una información. No ha tenido lugar ninguna ruptura milagrosa de la cortina que servía de pared divisoria entre el Santo y el Santo de los santos (cf. Éx 26,33), así como tampoco en el bautismo de Jesús se rasgaron los cielos.
Marcos está contando un milagro mucho mayor: un milagro de orden espiritual. Al comienzo de su vida pública, “los cielos se han abierto”, es decir, se ha restablecido la paz y la comunión entre el cielo, morada de Dios, y la tierra, casa de los hombres. Ahora, el gesto supremo del Amor de Jesús ha hecho derribar todas las barreras, también en la tierra.
Al “Santo de los santos”, considerado como la morada del Señor, tenía acceso solamente el sumo sacerdote una vez al año, en el día solemne de la fiesta de la Expiación de los pecados. Ahora, todo hombre, sea judío o pagano como el centurión, puede entrar y salir libremente del Santo de los santos porque es la casa de su Padre. No podemos ya imaginar a Dios lejano, inaccesible; aun el más grande pecador puede acercarse a Él con confianza, sabiéndose hijo suyo.
Después de la muerte de Jesús, todos los evangelistas introducen en escena a José de Arimatea, miembro prestigioso del Sanedrín, que se presentó a Pilatos para obtener la autorización de enterrar al Crucificado. Solamente Marcos, sin embargo, especifica que tuvo la osadía (Mc 15,43) de presentarse ante el gobernador. Declararse discípulo de Jesús cuando la muchedumbre lo aclamaba, era fácil. Pero presentarse como su amigo ante la autoridad que lo había condenado requería un gran coraje.
El gesto de José de Arimatea es para Marcos una llamada de atención a aquellos discípulos inconstantes, oportunistas, débiles, que no tienen el coraje de profesar la propia fe, que se avergüenzan de los valores morales enseñados por Cristo y que, para evitar molestias o quizá solamente para no ser objeto de burlas, se adecuan fácilmente a la moral corriente.
Solo Marcos, refiriendo la oración de Jesús al Padre, destaca el apelativo arameo que ha usado: “Abba, Padre” (Mc 15,36).
Abba corresponde a uno de tantos términos que, también entre nosotros, usan los niños para dirigirse a su progenitor. Decían los rabinos: “Cuando un niño comienza a saborear el trigo,(es decir, cuando ha sido destetado), aprende a decir «abbá» (padre) e «immá» (mamá)”. Los adultos evitaban esta expresión infantil, pero la volvían a usar cuando el padre envejecía, cuando se convertía en un abuelito y tenía necesidad de asistencia y de mayor afecto. Abbáexpresaba confianza y ternura.
En los evangelios este término aparece solamente aquí. Jesús lo emplea en el momento más dramático de su vida, cuando, después de haber pedido al Padre que lo librara de aquella prueba tan difícil, se abandona confiadamente en sus manos.
Es la invitación a no dudar nunca jamás de Amor de Dios, aun en las situaciones aparentemente más absurdas, y a recordar siempre que Él es el Abbá.