VIGILIA PASCUAL EN LA NOCHE SANTA – AÑO B
NO BUSQUEN ENTRE LOS MUERTOS AL VIVIENTE
Alberto ¿está previsto que no haya Segunda Lectura aquí?
Nosotros, los cristianos, estamos convencidos de ser los depositarios de un proyecto de ser humano y de una sociedad excelentes. Y nos sentimos orgullosos si esta propuesta moral que predicamos es reconocida como noble y elevada. Nos gusta ser reconocidos como mensajeros de la fraternidad universal, de la justicia y de la paz.
Pero por el contrario, sentimos un cierto pudor en presentarnos como testigos de la Resurrección, como portadores de la luz que ilumina la tumba.
A veces, incluso en la misma noche de Pascua, los predicadores parecen evitar que sus rostros reflejen, durante la homilía, el gozo por la victoria de Cristo sobre la muerte y, frecuentemente, en vez de hablar del Resucitado, se desvían hacia temas de actualidad que atraen más la atención de la Asamblea. Tocan temas sociales serios e importantes que necesitan ser iluminados por la luz del Evangelio; pero parecen olvidar que, en la vigilia pascual, la Comunidad es convocada para escuchar otro anuncio. Que se reúne para festejar y cantar al Señor de la Vida por el prodigio inaudito que ha realizado resucitando a su siervo Jesús.
Tertuliano, un laico cristiano de los primeros siglos, caracterizaba así la fe y la vida de la comunidad de su tiempo: “La esperanza cristiana es la resurrección de los muertos; todo lo que somos, lo somos porque creemos en la resurrección”.
Lo que distingue a los cristianos de otros hombres no es una moral heroica. También los no creyentes realizan nobles gestos de amor sin considerar que son movidos por el Espíritu de Cristo.
El mundo espera de los cristianos una vida moral coherente con el Evangelio. Pero sobre todo nos pide una respuesta al enigma de la muerte y el testimonio de que Cristo ha resucitado y ha transformado la vida en esta tierra en tiempo de gestación y la muerte, en nacimiento.
La urgencia de una vida nueva puede ser comprendida solamente por quien no teme ya a la muerte porque, con los ojos de la fe, “ha visto” al Resucitado y cultiva en el corazón la espera de que pronto: “amanezca el día y surja la estrella de la mañana” (2 Pe 1,19).
“Cada momento de nuestra vida está iluminado por la luz del Resucitado.”
Primera Lectura: Romanos 6,3-11
3¿No saben que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? 4Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo resucitó de la muerte por la acción gloriosa del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva. 5Porque, si nos hemos identificado con Él por una muerte como la suya, también nos identificaremos con Él en la resurrección. 6Sabemos que nuestra vieja condición humana ha sido crucificada con Él para que se anule la condición pecadora y no sigamos siendo esclavos del pecado. 7Porque el que ha muerto ya no es deudor del pecado. 8Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él. 9Sabemos que Cristo, resucitado de la muerte, ya no vuelve a morir; la muerte no tiene poder sobre Él. 10Muriendo murió al pecado definitivamente; viviendo, vive para Dios. 11Lo mismo ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.
Desde los primeros años de la vida de la Iglesia, los cristianos declararon santo “el día después del sábado” y le asignaron un nuevo nombre. Aquel que los romanos llamaban “día del sol” se convirtió en el “día del Señor” –en latín dominica dies, de donde deriva el nombre de “domingo”.
Muy pronto, sin embargo, sintieron la necesidad de dedicar un día especial para celebrar la resurrección de Cristo, acontecimiento central de su fe. Nació así la Pascua, considerada como “el domingo de los domingos”, “la fiesta de las fiestas”, la reina de todas las fiestas, de todos los domingos, de todos los días del año.
Durante la solemne vigilia nocturna –de la que nadie podía estar ausente– se administraban los bautismos. El rito preveía que los catecúmenos no recibieran una simple ablución sino que fueran totalmente inmersos en el agua para después emerger de la fuente bautismal –imagen del seno materno– como nuevas criaturas, hijos de la luz.
La comunidad acogía entre cantos de alegría a estos nuevos hijos suyos, regenerados a la vida divina por el agua y el Espíritu. Es este el rito al que hace referencia Pablo en el pasaje que se nos propone en la lectura. Les recuerda a los cristianos de Roma el momento de su bautismo y la catequesis que han recibido.
Comienza su alegato con una pregunta retórica: “¿No saben que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte?” (v. 3). Una llamada de atención eficaz para recordarles una verdad que ciertamente tenían bien grabada en la memoria. Han sido bautizados en Cristo y esto comporta una unión íntima con él, una participación en su destino de muerte para alcanzar con Él la vida.
También Jesús empleó un día la imagen del bautismo: “Tengo que pasar por un bautismo y, ¡qué angustia siento hasta que esto se haya cumplido!” (Lc 12,50). Se refería a su inmersión en las aguas de la muerte, de las que reemergería en el día de la Pascua.
El cristiano, explica Pablo, está llamado a recorrer el mismo camino que el Maestro. Para participar en la vida del Resucitado, primero debe “morir el hombre viejo” con toda su conducta perversa. Esto sucede en el rito de la inmersión en la fuente bautismal. Descender en esta fuente significa aceptar morir al pecado, “sepultar” el propio pasado e iniciar una vida completamente nueva, una vida en sintonía con la de Cristo (vv. 4-6).
En la Carta a los Gálatas, Pablo explica el paso de la muerte a la vida con una dramática contraposición entre “las acciones de la carne” y el “fruto del Espíritu”: “Las acciones que proceden de los bajos instintos son manifiestas: fornicación, indecencias, libertinaje, idolatría, superstición, enemistades, peleas, envidia, cólera, ambición, discordias, sectarismos, celos, borracheras, comilonas y cosas semejantes. Les prevengo, como ya les previne, que quienes hacen estas cosas no heredarán el reino de Dios. El fruto del Espíritu, por el contrario, es amor, alegría, paz, paciencia, fidelidad, modestia, dominio propio” (Gál 5,19-23).
La noche de Pascua es, para todo cristiano –niño, adolescente, joven o adulto– el momento más apropiado para recordarse a sí mismo los compromisos que asume quien quiere aceptar de modo coherente el propio bautismo.
Después de haberse detenido en la primera parte del pasaje, sobre el aspecto negativo, sobre la muerte al pecado (vv. 8-11), Pablo, en la segunda parte (vv. 8-11), introduce el tema positivo, el ingreso en la vida: “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él”. Se pasa a través de la muerte, pero el destino último es la vida.
Los cristianos de las primeras generaciones interiorizaron profundamente esta catequesis paulina sobre el bautismo e intentaron llevarla a la práctica en sus vidas enriqueciendo también el rito con otros elocuentes gestos simbólicos.
Introdujeron el gesto de vestir a los neófitos con una vestidura blanca, signo de la vida completamente nueva y sin mancha que estos se comprometían a llevar. El obispo se la entregaba después de abrazarlos, a medida que salían de la fuente bautismal. En algunas comunidades, el obispo les ponía también sobre los labios una gota de leche y miel, los alimentos prometidos por Dios a aquellos que entrarían en la tierra prometida, tierra que –para los neófitos– era el reino de Dios.
Incluso la forma de estas piscinas fueron tomando significados simbólicos. Las más antiguas –en Nazaret se conservan dos muy célebres– eran cuadradas o rectangulares para recordar al que se bautizaba la tumba en la entraban juntamente con Cristo para sepultar al “hombre viejo” con toda su conducta perversa y después resucitar con Cristo a una nueva vida. Las había en forma circular para reproducir la bóveda del cielo e indicar al neófito el reino celeste en el que ingresaba. Otras eran cruciformes para llamar la atención del bautizando sobre el don de la vida; éste era invitado a unirse al Maestro y ofrecerse a sí mismo a los hermanos. Finalmente, las de forma oval, presentaban un símbolo incluso más evidente: como del huevo nace la vida, así de la fuente bautismal nace la nueva vida.
Evangelio: Marcos 16,1-7
1Cuando pasó el sábado, María Magdalena, María de Santiago y Salomé compraron perfumes para ir a ungirlo. 2El primer día de la semana, muy temprano, llegan al sepulcro al salir el Sol. 3Se decían: “¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?” 4Alzaron la vista y observaron que la piedra estaba corrida. Era muy grande. 5Al entrar al sepulcro, vieron un joven vestido con un hábito blanco, sentado a la derecha; y quedaron sorprendidas. 6Les dijo: “No tengan miedo. Ustedes buscan a Jesús Nazareno, el crucificado. No está aquí, ha resucitado. Miren el lugar donde lo habían puesto. 7Vayan ahora a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de ellos a Galilea. Allí lo verán, como les había dicho.”
La preparación de las homilías para la noche de Navidad, la Fiesta de la Sagrada Familia y el Viernes Santo son muy importantes, pero no muy difíciles de hacer. Estas fiestas, en efecto, se refieren a hechos históricos que muchos han podido verificar y que han tenido como protagonista a Jesús, un galileo nacido en tiempos de Herodes y ajusticiado durante el reinado del emperador Tiberio.
Pero la homilía de la noche de Pascua es diferente: no se celebra un acontecimiento empíricamente constatado y, por tanto, el predicador tiene una tarea particularmente ardua: la de orientar la mirada del creyente hacia el más allá, hacia una realidad invisible e intangible. Debe lograr que sus oyentes contemplen una luz que no es de este mundo, sino que pertenece a la realidad de Dios.
Esto produce vértigo, aterra hasta el punto de sentirse uno invadido por el miedo de anunciar el desconcertante mensaje.
Es el mismo miedo que han experimentado las mujeres cuando, el primer día después del sábado, habiendo entrado en el sepulcro, vieron a un joven sentado en la parte derecha, con una vestidura blanca (v. 5). Marcos insiste en este temor para concluir su evangelio con una anotación un tanto enigmática: las mujeres, “saliendo afuera, huyeron espantadas del sepulcro porque estaban muertas de miedo. Y no dijeron nada a nadie por temor” (v. 8).
Históricamente hablando, su silencio es poco verosímil. Pero, desde el punto de vista teológico, tiene un significado profundo. Quien ha “encontrado” al Resucitado, incluso quien ha recibido de un “ángel” el mensaje celeste de la victoria del Señor de la Vida, se estremece ante la tarea de proclamar un acontecimiento tan increíble. Sabe que corre el riesgo del rechazo o de hacer el ridículo.
Pablo lo ha experimentado varias veces. En el Areópago de Atenas, después de haber pronunciado un discurso convincente, apoyado por eruditas referencias a filósofos, y haber logrado cautivarse la atención de sus cultos oyentes, apenas hizo alusión al tema de la resurrección de los muertos, desencadenó la hilaridad de los presentes que comenzaron a burlarse de él, mientras otros decían educadamente: “Sobre este asunto te escucharemos otro día” (Hch 17,32).
Consciente de la dificultad de hacer comprender y aceptar el misterio pascual, Marcos escoge un modo original de presentarlo: a diferencia de los otros evangelistas, no relata ninguna aparición del Resucitado. La última página de su evangelio (cf. Mc 16,9-20), de hecho, aun perteneciendo al texto sagrado, no ha sido compuesta por él sino que se trata de una añadidura posterior.
Esta decisión sorprendente ha sido dictada por una razón pastoral. Marcos escribe para aquellos que no han conocido personalmente a Jesús de Nazaret y que, en su gran mayoría, ni siquiera conocieron a ninguno de los discípulos que lo habían seguido desde Galilea hasta Jerusalén. Solamente han oído hablar del testimonio de la experiencia del Resucitado, única e irrepetible, que éstos tuvieron.
Pertenecen a la segunda o tercera generación de cristianos. ¿Están excluidos, por tanto, de toda posibilidad de “ver, escuchar y tocar” al Viviente?
Este es el interrogante al que Marcos quiere dar respuesta.
Comienza presentando a tres mujeres que, muy de mañana, después de haber comprado los aromas, se dirigen al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús: son María Magdalena, María de Santiago y Salomé, las mismas que en el Calvario “observaban desde lejos” mientras Jesús era crucificado (Mc 15,40-41).
La más conocida de las tres era María Magdalena de la que, como escribe Lucas, “habían salido siete demonios” (Lc 8,2). No era una pecadora –como erróneamente ha sido presentada por la tradición– sino solamente una mujer con serios problemas psíquicos. Había sido curada por Jesús, se había convertido en su discípula y después había estado junto a Él en muchos momentos de su vida.
Después del día de descanso impuesto por la solemne fiesta –vivida en el luto por la desaparición del amigo Jesús– al amanecer del primer día de la semana, estas mujeres se ponen en movimiento. Caminan de noche. Afuera todavía reina la oscuridad, pero es de noche sobre todo en sus corazones; es la oscuridad de la desolación y del abatimiento. Están seguras de que su relación con Jesús ha sido definitivamente rota.
La meta de su viaje es la tumba, el lugar donde la muerte celebra victoriosa su triunfo. Frente a su poder invencible, no hay otra alternativa que inclinarse, llorar o increpar, como han hecho siempre los hombres y las mujeres de todos los tiempos, culpando a los dioses de haberse reservado la inmortalidad solamente para ellos.
A las mujeres no les queda otro remedio que resignarse al destino que ha establecido que la vida de todo hombre –también la del justo– termine en la tumba. En el caso de Jesús, se suma por añadidura el escarnio de una muerte infame.
Van a ungir un cadáver.
Embalsamar un cuerpo, además de ser un gesto patético, es el último esfuerzo del hombre en revelarse contra el propio destino, de ir más allá del tiempo marcado por la naturaleza, de dar una apariencia de continuidad de vida a quien, por el contrario, definitivamente ya no existe.
El embalsamar (...hoy se recurre a la hibernación) no es realmente otra cosa que hacer todavía más evidentes –perpetuándolos en el tiempo– las señales devastadoras de la muerte.
El hombre no puede hacer más; tiene que rendirse. Una piedra enorme, infranqueable, separa el mundo de los muertos del mundo de los vivos.
Inesperadamente, sin embargo, he aquí que aparece un rayo de luz.
Las mujeres “llegaron al sepulcro a la salida del Sol” (v. 2).
No es un detalle sin importancia. Para el evangelista esta luz es la señal de un nuevo día, preludio del descubrimiento, inesperado y sobrecogedor, del sepulcro vacío.
La noche ha terminado; la gran piedra ha sido rodada; la tumba, abierta de par en par. Lo que nadie ha sido capaz de hacer, lo ha hecho el Señor aniquilando el poder de la muerte.
Como siempre, Dios ha intervenido discretamente: nadie lo ha visto. Él suele obrar el bien sin hacerse notar. Solo se pueden verificar las huellas de su pasar: la gran piedra de la muerte removida, el gozo que florece, el amor, la reconciliación y la paz que se difunden; no es posible contemplar “su rostro”. Como ocurrió con Moisés (cf. Éx 33,18-20), solo se lo se puede vislumbrar “de espalda”, cuando ha pasado, contemplando cómo la Vida surge en las huellas de sus pisadas.
Habiendo entrado en el sepulcro, las mujeres ven a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca (v. 5). Lucas habla de dos hombres con vestidos deslumbrantes (cf. Lc 24,4) y Mateo de un ángel bajado del cielo como un relámpago (cf. Mt 28,2-3). Son imágenes de las que se sirven los evangelistas para introducir la revelación de Dios, el mensaje que las mujeres –y con ellas todos nosotros– son invitadas a acoger: Jesús, el nazareno, el Crucificado, está vivo. La suya, como toda existencia consumida por el Amor, no ha sido aniquilada por la muerte sino convertida por Dios en eterna.
Pero observemos ahora otro gesto cargado de significado. El primero en encontrar la luz del Resucitadoinmediatamente comunica a los otros el don que ha recibido. No lo impone por la fuerza; lo ofrece con respeto; casi con temor y temblor; con la certeza de que, si son muchos los corazones en acoger esta llama divina, el mundo entero quedará iluminado.
El anuncio de la propia experiencia de fe es el encargo que el joven vestido de blanco ha encomendado no solo a las mujeres sino a todo auténtico creyente.