26 Domingo del Tempo Ordinario – Año A
El sí más convencido pasa a través de un no
Introducción
Hay quien responde sí porque no ha entendido y quien, más lealmente, dice no porque no está convencido y quiere comprender mejor. Su no es un modo no muy elegante de pedir explicaciones y de decir que quiere ver más claro. Quien responde inmediatamente sí al Señor, quizás no se haya dado cuenta de quién sea él, cómo piensa y qué está proponiendo.
En nuestra sociedad es apreciado quien produce. El viejo, el enfermo, el minusválido, son respetados, amados, ayudados, pero frecuentemente se les considera como un peso; no es percibido inmediatamente su valor y su preciosa contribución a hacer más humano nuestro mundo. Premiamos a los eficientes y a los capaces; estimamos a quienes han logrado subir a lo más alto por sí mismos, por su propio esfuerzo; remuneramos a quien trabaja. Dios piensa y actúa diferentemente: comienza por los últimos, se interesa de los últimos y premia a los últimos. Gratuitamente.
La parábola del pasado domingo nos dejó un tanto desconcertados y, quizás, hemos reflexionado a lo largo de la semana sobre el comportamiento ilógico del patrón que retribuye a los trabajadores de última hora como a los primeros. Es difícil renunciar a la religión de los méritos y creer en la gratuidad del amor de Dios. La primera lectura de hoy parece responder a nuestras objeciones: "Uds. dicen: no es justo el proceder del Señor. Escucha casa de Israel: ¿es injusto mi proceder? ¿No es el proceder de Ustedes el que es injusto? (Ez 18,25).
Decir sí a Dios es renunciar a los propios pensamientos y aceptar los suyos. El Señor no busca los saciados, sino a quien tiene hambre, para colmarlo de sus bienes (cf. Lc 1,53); no aprecia a los potentes que se sientan sobre tronos, sino que se inclina para levantar a los humildes (cf. Lc 1,52); no premia a los justos por sus méritos, sino que se hace compañero de los débiles y hace entrar primeramente a publicanos y prostitutas en su reino (cf. Mt 21,31). Solo quien se considera el último, pecador y necesitado de su ayuda, podrá experimentar la alegría de ser salvado.
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“El Señor muestra sus caminos a los humildes, a los pobres y a los pecadores”.
Primera Lectura: Ezequiel 18,25-28
18,25: Ustedes objetarán: No es justo el proceder del Señor. Escucha, casa de Israel: ¿Es injusto mi proceder? ¿No es el proceder de ustedes el que es injusto? 18,26: Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. 18,27: Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida. 18,28: Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá.
¿De qué conversaban los deportados de Babilonia sino de la destrucción de su ciudad y de los responsables de la catástrofe? Por más que se estrujaban el cerebro, llegaban siempre a la misma conclusión: hemos sido víctimas de errores cometidos por otros, nuestros padres han pecado y nosotros cargamos con las consecuencias y, como un escribillo iban repitiendo el proverbio: “Los padres comieron uvas agrias y a los hijos se les destemplan los dientes” (Ez 18,2).
Las previsiones de futuro eran obscuras. Lejos de Jerusalén, apartados del lugar santo, del templo en el que habrían podido pedir perdón al Señor y ofrecerle sacrificios de expiación por los pecados, se sentían derrotados y sin esperanza alguna.
Entre los deportados se encontraba también Ezequiel, quien se plantó frente a estos prejuicios difundidos entre el pueblo. Es verdad, decía, que existe una solidaridad en el mal; es cierto que las consecuencias del pecado afectan no solo a quien lo comete, sino también a los inocentes, prolongándose, a veces, por generaciones, sin embargo no se trata de un destino ineluctable; es posible romper esta cadena y a cada uno se le exige la propia contribución para hacer cambiar de rumbo a la historia. Quien se cae de brazos, quien se resigna no puede atribuir la culpa a los padres, la responsabilidad recae sobre él mismo que se comporta como un inerme: “muere por la iniquidad que ha cometido” (v. 26).
No se obtiene la liberación del pecado mediante la observancia de ritos; es inútil repetir: “No tenemos ya ni príncipe, ni jefe, ni profeta, ni holocaustos, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso, ni lugar donde ofrecerte primicias y alcanzar tu misericordia” (Dn 3,38). La triste herencia del pecado se cancela con la conversión: “quien se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida” (v. 27).
El mensaje de Ezequiel es consolador: el no del hombre a Dios es siempre grávido de consecuencias, pero no es definitivo, no es nunca la última palabra. En todo momento se puede convertir en un sí: “si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá” (v. 28).
Segunda Lectura: Filipenses 2,1-11
2,1: Si algo puede una exhortación en nombre de Cristo, si algo vale el consuelo afectuoso, o la comunión en el espíritu, o la ternura del cariño, 2,2: les pido que hagan perfecta mi alegría permaneciendo bien unidos. Tengan un mismo amor, un mismo espíritu, un único sentir. 2,3: No hagan nada por ambición o vanagloria, antes con humildad estimen a los otros como superiores a ustedes mismos. 2,4: Nadie busque su interés, sino el de los demás. 2,5: Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús, 2,6: quien, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; 2,7: sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana 2,8: se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte en cruz. 2,9: Por eso Dios lo exaltó y le concedió un nombre superior a todo nombre, 2,10: para que, ante el nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, la tierra y el abismo; 2,11: y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre.
La comunidad de los filipenses era muy buena y Pablo estaba muy orgulloso de ella pero, como sucede a veces, había un poco de envidia entre sus miembros. Por lo visto, cuando alguien quería atraer sobre sí la atención se comportaba como el patrón, queriendo imponer su voluntad a los demás. A causa de esta situación, Pablo les amonesta y recomienda con apasionamiento en la primera parte de la carta: “Les pido que hagan perfecta mi alegría permaneciendo bien unidos. Tengan un mismo amor, un mismo espíritu, un único sentir. No hagan nada por ambición o vanagloria…nadie busque su interés sino el de los demás” (Fil 2,2-4).
Para mejor imprimir en la mente y en el corazón de los filipenses esta enseñanza, presenta el ejemplo de Cristo. Lo hace citando un himno estupendo, conocido en muchas de las comunidades cristianas del siglo I.
En dos estrofas el himno cuenta la historia de Jesús.
Él existía ya antes der hacerse hombre. Encarnándose, “se vació” de su grandeza divina, aceptando entrar en una existencia esclava de la muerte. No se ha revestido de nuestra humanidad como quien endosa un vestido para quitárselo después. Se ha hecho para siempre semejante a nosotros: ha asumido nuestra debilidad, nuestra ignorancia, nuestra fragilidad, nuestras pasiones, nuestros sentimientos y nuestra condición mortal. Ha aparecido a nuestros ojos en la humildad del más despreciado de los hombres, el esclavo, aquel a quien los romanos reservaban el suplicio ignominioso de la cruz (vv. 6-8). El camino que él ha recorrido, sin embargo, no ha concluido con la humillación y muerte de cruz.
En la segunda parte del himno (vv. 9-11) canta la gloria a la que ha sido elevado: el Padre lo ha resucitado, lo ha puesto como modelo a todo hombre, le ha dado el poder y el dominio sobre toda criatura. La humanidad entera terminará uniéndose a él y, en aquel momento, se habrá cumplido el proyecto de Dios.
Evangelio: Mateo 21, 28-32
21,28: A ver, ¿qué les parece? Un hombre tenía dos hijos. Se dirigió al primero y le dijo: Hijo, quiero que hoy vayas a trabajar a mi viña. 21,29: El hijo le respondió: No quiero; pero luego se arrepintió y fue. 21,30: Acercándose al segundo le dijo lo mismo. Éste respondió: Ya voy, señor; pero no fue. 21,31: ¿Cuál de los dos cumplió la voluntad de su padre? Le dicen: El primero. Y Jesús les dice: Les aseguro que los recaudadores de impuestos y las prostitutas entrarán antes que ustedes en el reino de Dios. 21,32: Porque vino Juan, enseñando el camino de la justicia, y no le creyeron, mientras que los recaudadores de impuestos y las prostitutas le creyeron. Y ustedes, aun después de verlo, no se han arrepentido ni le han creído.
La tierra prometida de Dios a su pueblo no es solo aquella “donde mana leche y miel”, sino también aquella en que abundan el trigo, el aceite…y el vino (cf. Dt 8,6-10). “Invitar a su vecino bajo su vid y bajo su higuera” era el sueño que cultivaba todo israelita (cf. Zac 3,10).
En un tiempo como el nuestro en que todo está mecanizado lo único que interesa es la cantidad de los productos y su valor comercial; hablar de una relación afectiva con la propia viña sonaría a ingenuo y un poco patético. No era así en Israel. Mientras podaba, el campesino acariciaba, con la mirada conmovida del enamorado, su propia vid, a la cual le dirigía palabras dulces y tiernas. Los poetas han cantado a menudo este amor y Dios se ha servido de él, para describir la pasión que le une a su pueblo (cf. Is 5,1-7). Israel es “la viña hermosa! Yo, el Señor, soy su guardián, la riego con frecuencia, para que no le falte su hoja, noche y día la guardo” (Is 27,2-3).
Jesús ha retomado frecuentemente esta imagen: ha hablado de obreros enviados, en horas diversas, a trabajar en la viña (cf. Mt 20,1-15), de viticultores homicidas que no quieren entregar los frutos (cf. Mt 21,33-40) y sobre todo se ha presentado a sí mismo como “la vid verdadera” (cf. Jn 15,1-8).
La parábola del evangelio de hoy pone es escena a tres personajes: un padre y dos hijos.
Los oyentes de Jesús intuyen inmediatamente que el padre representa a Dios, pero ciertamente quedan sorprendidos del hecho de que tenga dos hijos. El hijo de Dios es uno solo, Israel; por boca del profeta Oseas, el Señor ha dicho: “De Egipto he llamado a mi hijo” (Os 11,1) y ha declarado al faraón: “Israel es mi hijo primogénito” (Ex 4,22). La escritura afirma que solamente “los judíos son hijos del Dios Altísimo” (Est 8,12q), “hijos que no engañarán” (Is 63,8). Oír hablar de dos hijos de Dios es desconcertante para un israelita; y esto es solo el comienzo, el resto de la parábola será aún más provocador.
A la invitación del padre de ir a trabajar en la viña, el primogénito responde entusiasta, con presteza: Sí, Señor (literalmente: ¡Yo, señor!, como diciendo: no pienses en otro, aquí estoy yo), pero después no fue (v. 29). No se dice que, por desgana o por alguna otra opción más atrayente propuesta por los amigos, “cambió de idea”; no era el, cuando había dicho que sí, no estaba para nada de acuerdo con el programa del padre, había solamente pronunciado palabras, palabras vacías.
La referencia a otro dicho de Jesús es clara: “No todo el que me diga ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos sino el que cumpla la voluntad de mi Padre que esta en el cielo.” (Mt. 7,21).
Este primogénito representa evidentemente a los israelitas a quienes ya Moisés había calificado de “hijos degenerados”, “generación perversa”, “hijos infieles” (Dt 32,5.20.) No todos los israelitas, evidentemente, sino aquellos que, de palabra, habían aceptado los compromisos de la alianza, y después, los habían reducido a ritos externos, a ceremonias sin valor, convencidos de estar en buenas relaciones con el Señor porque le ofrecían sacrificios, holocaustos, oraciones. Ésta era, al tiempo de Jesús, la religión practicada por los sacerdotes del templo y los notables del pueblo. No producían los frutos requeridos por el Señor: Esperó de ellos derecho, y ahí tienen: asesinatos; esperó justicia, y ahí tienen: lamentos (Is 5,7). Las solemnes liturgias eran solo hojas, no frutos (cf. Mt 21,18-22).
Las provocaciones de la parábola no han terminado. El padre pidió también al segundo hijo que fuera a trabajar a la viña y la respuesta fue: “No, no tengo ganas”. Después, sin embargo, lleno de remordimiento, fue (v. 30).
La referencia a los odiados paganos, que ahora son elevados al rango de hijos, es explícita. Éstos no han dado ninguna adhesión formal a la voluntad del Señor, sin embargo han entrado como los primeros en el reino de Dios.
Cuando Mateo escribe este pasaje evangélico, han pasado cincuenta años de la muerte y resurrección del Señor y la profecía se había ya realizado: las comunidades cristianas estaban compuestas sobre todo de ex-paganos, mientras que la mayoría de los hijos de Abrahán no había reconocido en Jesús al Mesías de Dios, no habían entrado en la viña.
Leyendo nosotros hoy la parábola, podemos caer en la peligrosa ilusión de que los dos hijos sean personajes prehistóricos que no tienen nada que ver con nosotros.
Los cristianos serían el “tercer hijo”, aquel que responde sí y hace la voluntad del Padre. Profesan una fe clara e inmune de errores teológicos, se empeñan a observar los mandamientos y ensalzan al Seños con cantos y oraciones.
Intentemos, sin embargo, preguntarnos qué incidencia tienen en la vida de cada día (¡quiero que hoy vayas a trabajar en mi viña) nuestras fórmulas, nuestras declaraciones, nuestras formales tomas de posición, nuestro ritos. ¿Ponen fin a los odios, a las guerras, a los abusos? Aun cuando continuemos profesando nuestra fe cristiana ¿nos resignamos fácilmente a una vida de compromisos? ¿No nos adherimos frecuentemente a los criterios de este mundo y al “sentido común” de los hombres? ¿No convivimos, quizás, con las injusticias, las desigualdades, las discriminaciones?
El tercer hijo existe, pero no somos nosotros. Solamente “el Hijo de Dios, Jesucristo –escribe Pablo– no fue “sí” y “no”; en Él solo fue el “sí”. Todas las promesas de Dios se convirtieron en Él en un “sí” (cf. 2 Cor 1,19). Él es el único que ha dicho siempre “Sí, Padre, ésa ha sido tu elección” (Mt 11,26).
La conclusión de la parábola (vv. 31b-32) contiene la que probablemente sea la afirmación más provocadora de Jesús: “les aseguro que los recaudadores de impuestos y las prostitutas están entrando antes que ustedes en el reino de Dios”. El verbo está en presente; se trata, pues, de una constatación: los pecadores públicos que no tienen ningún refugio religioso donde esconderse, los que no pueden fingir porque su condición es conocida por todos, también conocida por ellos mismos, aventajan a los que se tienen por justos. Éstos se sienten seguros y protegidos por las prácticas religiosas que cumplen fielmente y no se dan cuenta de lo lejos que están de la viña del Señor.
“Los publicanos y las prostitutas” que saben que están alejados de Dios, no les pasa por la cabeza de estar haciendo la voluntad de Dios, son conscientes de haber dicho “no”, no tratan de engañarse a sí mismos cumpliendo normas y preceptos inventados por ellos, no tranquilizan sus conciencias con prácticas que nada tienen que ver con la verdadera religión. Saben que son pobres, débiles, pecadores necesitados de ayuda…y esto les predispone para ser los primeros en recibir el don de Dios.
El otro hermano entrará en la viña cuando deje de considerarse justo, cuando renuncie al orgullo de lo que él cree que son buenas obras, cuando reconozca y sienta hastío de su propia hipocresía, cuando abandone la seguridad que le da el haber dicho siempre que sí de palabra y se alegre al sentirse salvado por el amor gratuito del Padre.
Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini con el comentario para el evangelio de hoy en: http://www.bibleclaret.org/videos