Segundo Domingo de Adviento – Año A
FLORECERÁ COMO LA PALMERA, CRECERÁ COMO CEDRO DEL LÍBANO
Israel era un árbol que el Señor había plantado y después cultivado. Luego vinieron los enemigos quienes, armados de hoces y hachas, le asestaron golpes sin piedad reduciéndolo a un tronco despojado (Sal 74,5-6).
Esta es nuestra historia. A merced de las fuerzas del mal que nos oprimen, fuerzas que nos quitan la luz y la respiración y nos convierten en ramas secas, incapaces de dar frutos.
¡Pero no hay que perder la esperanza!
“Llegará el día, aseguran los profetas, en que Israel echara raíces, brotes y flores y sus frutos cubrirán la tierra” (Is 27,6). “Yo seré como rocío para Israel –dice el Señor–, que florecerá como azucena y arraigará como álamo; echará brotes y tendrá el esplendor del olivo y el aroma del Líbano” (Os 14,6-7).
“Nada es imposible para Aquel que ha hecho florecer hasta el bastón seco de Aarón” (Núm 17,23).
Según las promesas del Señor, de la raíz de Jesé ha surgido un árbol vigoroso –Cristo– en el cual todos los pueblos serán injertados. De Él saldrá la savia que mantendrá frondoso, y que hará producir frutos abundantes, a todo árbol plantado en el jardín de Dios.
No existen situaciones desesperadas para quien cree en el amor del Señor.
- Para interiorizar el mensaje repetiremos:
“Temamos el hacha de los enemigos, no la de Dios, que elimina las plantas malignas de nuestro jardín.”
Primera Lectura: Isaías 11,1-10
1Retoñará el tocón de Jesé, de su cepa brotará un vástago 2sobre el cual se posará el Espíritu del Señor: espíritu de sensatez e inteligencia, espíritu de valor y de prudencia, espíritu de conocimiento y respeto del Señor. 3Lo inspirará el respeto del Señor. No juzgará por apariencias ni sentenciará sólo de oídas; 4juzgará con justicia a los desvalidos, sentenciará con rectitud a los oprimidos; ejecutará al violento con el cetro de su sentencia y con su aliento dará muerte al culpable. 5Se terciará como banda la justicia y se ceñirá como fajín la verdad. 6Entonces el lobo y el cordero irán juntos, y la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos; un chiquillo los pastorea; 7la vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas, el león comerá paja como el buey. 8El niño jugará en el agujero de la cobra, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente. 9No harán daño ni estrago por todo mi Monte Santo, porque se llenará el país de conocimiento del Señor, como colman las aguas el mar. 10Aquel día la raíz de Jesé se levantará como una bandera para los pueblos: a ella acudirán las naciones y será gloriosa su morada.
Como ya vimos el domingo pasado, Isaías nos introduce en una realidad idílica de paz, de hermandad, de amor universal. Con una imagen tomada del reino animal, la segunda parte de la lectura (vv. 6-9) describe un mundo del que han sido eliminadas las enemistades, los odios, la hostilidad; un mundo en el que las fieras se han convertido en animales mansos y domesticados: el lobo habita con el cordero, la pantera con el cabrito, el león y el novillo pacen juntos y son tan dóciles que se dejan guiar por un niño.
La armonía no se reduce solo al reino animal sino también a los vínculos entre Dios y el hombre y de los hombres entre sí: no existirá nadie que cometa maldad; el pobre y el débil no sufrirán injusticias ni abusos; todos estarán movidos por sentimientos de amor “porque la sabiduría del Señor cubrirá el país como las aguas cubren el mar” (v. 9).
El oráculo es todavía más sorprendente si se tiene en cuenta que ha sido pronunciado en un momento dramático de la historia de Israel, cuando la dinastía de David en la que se habían puesto tantas esperanzas, no era ya fuerte y vigorosa como un cedro del Líbano, sino que había quedado reducida a un tronco reseco y sin vida. Con este anuncio, el profeta intentaba despertar en su pueblo la confianza y la esperanza: Fiel a sus promesas, Dios habría iniciado una era de paz semejante a la que existía en el paraíso terrenal antes del pecado.
En este punto, surge espontánea la pregunta: ¿Cuándo se realizará esta profecía? La respuesta viene dada en la primera parte de la lectura (vv. 1-5).
Con una imagen tomada del reino vegetal, el profeta anuncia el destino de la dinastía de David. Había florecido de una raíz insignificante, de un tronco que nadie tenía como digno de consideración: de Jesé, un humilde pastor de Belén.
Bendecido por Dios, este árbol había crecido y se había hecho vigoroso. “Las montañas se cubrieron con su sombra y sus ramas alcanzaron los cedros altísimos” (Sal 80,11). Después llegó la ruina, el tronco fue despedazado, quemado y reducido a un tizón humeante. ¿Era el final de todo? Disgustado por la infidelidad de esta familia, ¿habría quizás Dios revocado la promesa hecha por boca de Natán? (2 Sam 7).
El profeta responde: ¡No! ¡De ninguna manera! Del tronco reseco de la familia de Jesé surgirá prodigiosamente un nuevo brote por medio del cual todas las promesas de Dios se cumplirán.
Las capacidades del brote de la raíz de Jesé serán extraordinarias. Estará lleno del Espíritu del Señor: poseerá en plenitud aquella fuerza divina que se cernía sobre las aguas en la aurora del mundo (Gén 1,2), que animó a héroes como Sansón e inspiró a los profetas, comenzando por Moisés (Nm 11).
Cuatro veces se alude a este “espíritu” y el número 4 indica la universalidad. Es como si este “viento impetuoso” proveniente de los cuatro puntos cardinales confluyera con toda su energía en este “Hijo de Jesé”.
Son seis los dones ofrecidos por el “espíritu del Señor” y el profeta los enumera en tres pares:
- Sabiduría e inteligencia: Son los dones que caracterizaron a Salomón, el rey sabio “como ninguno lo fue antes ni lo será después” (1 Re 3,12).
- Consejo y fortaleza: Integran la capacidad de gobernar con prudencia y valor militar, cualidades de las que David estaba colmado.
- Conocimiento y temor del Señor: Se refieren a la docilidad y obediencia a Dios, virtudes de las que los patriarcas eran modelos.
Poseyendo en plenitud el espíritu del Señor, el esperado descendiente de David será un rey que llevará a cumplimiento la misión que Dios le confió: restaurará la justicia, tomará la defensa de los débiles y oprimidos; con la fuerza de su Palabra, reducirá a la impotencia a los violentos y hará desaparecer a los impíos. La justicia y la fidelidad lo acompañarán por todas partes, y serán como los ornamentos de su vestido.
¿De qué rey nos habla Isaías? Ningún descendiente de David había poseído nunca todas estas cualidades ni había realizado estos sueños. La promesa se ha cumplido en Jesús, que ha surgido como brote de la familia de David.
Aun cuando después del nacimiento de Jesús –lo constatamos cada día– los fuertes continúan oprimiendo a los débiles, los derechos humanos son ignorados y pisoteados, las discordias, los odios y la violencia están todavía presentes, sin embargo, la rama de la familia de David ha aparecido, se está desarrollando, se ha convertido en un pueblo –la Iglesia– encargado de hacer presente en el mundo la sociedad nueva anunciada por Isaías.
Segunda Lectura: Romanos 15,4-9
4Lo que entonces se escribió fue para nuestra instrucción; para que, por la paciencia y el consuelo de la Escritura, tengamos esperanza. 5El Dios de la paciencia y el consuelo les conceda tener los unos para con los otros los sentimientos de Cristo Jesús, 6de modo que, con un solo corazón y una sola voz, glorifiquen a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. 7Por tanto, acójanse unos a otros, como Cristo los acogió para gloria de Dios. 8Quiero decir que Cristo se hizo servidor de los circuncisos para confirmar la fidelidad de Dios, cumpliendo las promesas de los patriarcas; 9mientras que los paganos glorifican a Dios por su misericordia, como está escrito: “Te confesaré ante los paganos y cantaré en tu honor”.
Pablo estaba preocupado por las tensiones que existían dentro de la comunidad de Roma entre dos grupos de cristianos. El grupo menos numeroso estaba constituido por aquellos que el Apóstol llama débiles, gente ligada a las tradiciones religiosas de los antiguos. Llevaban una vida austera, se privaban hasta de placeres lícitos, observaban numerosas prescripciones como la circuncisión y la abstinencia de comida impura. El otro grupo, llamado de los fuertes, sostenía que las observancias impuestas por la antigua Ley habían perdido su valor; bastaba creer en Cristo.
Los débiles juzgaban a los fuertes y los consideraban frívolos, superficiales. A su vez, estos despreciaban a los débiles, los trataban como obtusos mentales, retrógrados y nostálgicos.
Pablo –que se coloca entre los fuertes– recomienda a todos practicar la caridad y el respeto recíproco. Como argumento decisivo cita el ejemplo de Cristo: Jesús nunca ha tenido en cuenta el propio interés egoísta sino que se ha olvidado de sí mismo y se ha puesto totalmente al servicio de los demás.
Sus discípulos no pueden comportarse de otra manera; no pueden buscar el propio interés sino que deben pensar solamente en el bien de los hermanos, dispuestos incluso a poner límites a la propia libertad si esto lo pide el amor hacia los otros.
Evangelio: Mateo 3,1-12
1En aquel tiempo se presentó Juan el Bautista en el desierto de Judea, 2proclamando: “Arrepiéntanse, que está cerca el reino de los cielos.” 3Éste es a quien había anunciado el profeta Isaías, diciendo: “Una voz grita en el desierto: Preparen el camino al Señor, enderecen sus senderos.” 4Juan llevaba un manto hecho de pelo de camello, con un cinturón de cuero en la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. 5Acudían a él de Jerusalén, de toda Judea y de la región del Jordán, 6y se hacían bautizar por él en el río Jordán, confesando sus pecados. 7Al ver que muchos fariseos y saduceos acudían a que los bautizara, les dijo: “¡Raza de víboras! ¿Quién les ha enseñado a escapar de la condena que llega? 8Muestren frutos de sincero arrepentimiento 9y no piensen que basta con decir: 'Nuestro padre es Abrahán'. Pues yo les digo que de estas piedras puede sacar Dios hijos para Abrahán. 10El hacha ya está apoyada en la raíz del árbol: árbol que no produzca frutos buenos será cortado y arrojado al fuego.
11Yo los bautizo con agua en señal de arrepentimiento; pero detrás de mí viene uno con más autoridad que yo, y yo no soy digno de quitarle sus sandalias. Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego. 12Ya empuña la horquilla para limpiar su cosecha: reunirá el trigo en el granero, y quemará la paja en un fuego que no se apaga.”
En tiempos de Jesús se pensaba que Elías no había muerto sino que había sido llevado al cielo para reaparecer un día. De hecho, el profeta Malaquías había anunciado: “He aquí que Yo envío a mi mensajero a preparar el camino delante de mí…. Yo les enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible” (Mal 3,1.23).
Cuando, después de la Pascua, los primeros cristianos reconocieron “el día del Señor” –el día en que Jesús se entregó y manifestó su gloria para nuestra salvación– comprendieron que Elías, el enviado del que hablaron los profetas, era Juan, el Bautista, a quien Dios encomendara preparar a su pueblo para la venida del Mesías.
Y se acordaron también de las palabras del Maestro: “¿Qué salieron a contemplar en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? ¿Qué salieron a ver? ¿Un hombre elegantemente vestido? Entonces, ¿que salieron a ver? ¿Un profeta? Les digo que sí, y más que profeta. A este se refiere lo que está escrito: 'Mira, yo envío por delante a mi mensajero para que te prepare el camino' ” (Lc 7,25-27). “Hasta Juan, todos los profetas y la ley eran profecía. Y, si ustedes están dispuestos a aceptarlo, él es Elías, el que debía venir” (Mt 11,13-14; 17,13).
¿Quién era Juan? Un personaje más bien enigmático. Flavio Josefo—el famoso historiador de aquel tiempo—lo presenta así: “Era un hombre bueno que exhortaba a los hebreos a vivir una vida recta, a tratarse recíprocamente con justicia y a someterse con devoción a Dios, y los invitaba a hacerse bautizar. En verdad, Juan era de la idea de que esta purificación para el perdón de los pecados solo purificaba el cuerpo siempre que el alma estuviera purificada gracias a una conducta recta” (Antigüedades judaicas 18.5.2 —116-119).
En el evangelio de hoy, Mateo lo describe como un hombre austero (v. 4). Su alimento era la simple comida de los habitantes del desierto; su vestido era tosco. Llevaba el cinto de cuero que distinguía a Elías (2 Re 1,8) y el manto de pelo, la divisa de los profetas (Zac 13,4).
Toda la persona del Bautista era denuncia y condena de la sociedad opulenta que –entonces como ahora– apuntaba a lo efímero, a lo frívolo y a los falsos valores del lujo y la ostentación.
Su mensaje lo resume el evangelista en una simple frase: “Conviértanse, porque el Reino de Dios está cerca” (v. 2).
La esperanza en un futuro mejor era uno de los temas centrales del mensaje de los profetas. A diferencia de otros pueblos, que colocaban la edad de oro en el pasado, Israel colocaba el “Reino de Dios” en el futuro. Esperaba un mundo en el que el Señor haría triunfar la armonía y abundar la paz; un mundo donde las relaciones interpersonales se basarían en el amor, en la reconciliación con la naturaleza, de los hombres entre sí y de los hombres con Dios.
Los predicadores apocalípticos habían descrito la historia de la humanidad como una sucesión de reinos de bestias. “Bestias surgidas del mar” habían sido los grandes imperios de Babilonia, Media, Persia, Grecia (Dan 7). Eran tiempos difíciles, pero no había que perder el ánimo: el mundo antiguo tocaba a su fin y el alba de un mundo nuevo estaba a punto de aparecer...
Los sufrimientos presentes no podían ser interpretados como signos de muerte sino como el sufrimiento de un parto difícil: anunciaban el nacimiento de una nueva era.
Siendo esta la esperanza del pueblo, es fácil intuir que la predicación del Bautista suscitara un enorme entusiasmo. Todos corrían a hacerse bautizar para ser los primeros en entrar en este “Reino de Dios”. El bautismo con agua no era, sin embargo, suficiente. El Jordán no era una piscina de la que se salía milagrosamente purificado de los pecados. Para disponerse a entrar en el “Reino” era necesario “convertirse”, es decir invertir el camino, cambiar de ruta, modificar completamente el modo de pensar y de obrar. No bastaba corregir algún que otro comportamiento moral; era necesario ponerse en camino hacia un nuevo éxodo.
“Iban hacia Él desde Jerusalén…”. He aquí al pueblo de Israel, ya establecido en la tierra prometida, que abandonaba la propia condición de presunta libertad y regresaba al Jordán. Se creía libre, pero en realidad continuaba siendo esclavo: de las propias convicciones religiosas, de la propia obstinación, de la falsa imagen de Dios que se había fabricado.
“Confesaban sus pecados”, tomaban conciencia de vivir todavía en el exilio, de estar privados de libertad.
Todos los años, en el segundo domingo de Adviento, la Liturgia propone a los cristianos la predicación del Bautista porque, de la misma manera que entonces preparó el pueblo de Israel para la venida del Mesías, así hoy nos enseña a acoger al Señor que está viniendo.
Hoy, como entonces, el paso más difícil a dar es comprender que es necesario “salir” de la “tierra” en la que nos hemos instalado, “salir” de las falsas seguridades religiosas y teológicas que hemos construido, y acoger la novedad de la Palabra de Dios.
No todos han respondido con solicitud a la invitación del Bautista; no todos están dispuestos a un radical cambio interior. Los fariseos y saduceos, a pesar de su curiosidad por la predicación del Bautista, se resistían a cuestionarse; no se fiaban; preferían mantener sus certezas (vv. 7-10), pensaban estar a buenas con Dios por el hecho de ser hijos de Abrahán. Esta falsa seguridad será denunciada después por un famoso dicho rabínico: “Como la vid se apoya en leños secos, así los israelitas se apoyan en los méritos de sus padres”.
La recriminación con que el Bautista acoge a fariseos y saduceos es severa: “¡Raza de víboras!” Los compara a serpientes que inyectan su veneno de muerte en quien inadvertidamente se acerca a ellas. Después pasa a la amenaza, al anuncio de catástrofes a punto de caer sobre ellos: corren el riesgo de ser cortados como un árbol que no da fruto y de ser quemados como paja. Sobre ellos se cierne la ira de Dios.
Estamos frente a imágenes dramáticas que parecen desmentir el sueño de Isaías de la primera lectura. El tono es amenazador y no sorprende en la boca del Bautista; así se expresaban los predicadores de aquel tiempo y es este el lenguaje que aparece a menudo en la Biblia.
El Precursor lo emplea para poner en guardia a quienes rechazan la invitación a la conversión privándose del encuentro de amor con Cristo que viene para introducirlos en su gozo y en su paz.
En el contexto del conjunto el Evangelio, las palabras del Precursor asumen un significado que va más allá de su sentido inmediato. Sucedió lo mismo a Caifás al anunciar sin darse cuenta una profecía (Jn 11,45-51).
Cuando hablaba de la ira divina, Juan no tenía las ideas claras de cómo se manifestaría esta ira. La ira de Dios es una imagen que aparece a menudo en el Antiguo Testamento y que no debe entenderse como una explosión de enojo de la persona ofendida. Es expresión, más bien, del amor de Dios: arremete contra el mal y no contra quien lo hace; no quiere destruir al hombre sino rescatarlo del pecado.
El hacha que corta los árboles de raíz tiene la misma función atribuida por Jesús a las tijeras que podan la vid y la liberan de ramas inútiles que la privan de la preciosa savia y la sofocan (Jn 15,2). Los árboles caídos y arrojados al fuego no son los hombres —a quienes Dios ama siempre como hijos e hijas— sino las raíces del mal, que están presentes en cada persona y en cada estructura y que deben ser destruidas para que no puedan ya más germinar (Mt 13,19).
Los cortes son siempre dolorosos, pero aquellos realizados por Dios son providenciales: crean las condiciones para que surjan nuevas ramas, capaces de producir frutos abundantes.
Al final la horquilla u horca con la que el Señor realiza su juicio es una imagen viva: describe el modo que Dios usa para evaluar las obras del hombre.
En los tribunales humanos los jueces toman en consideración solo los errores y pronuncian la sentencia teniendo en cuenta el mal cometido. De las buenas obras no se preocupan. En el juicio de Dios sucede exactamente lo contrario. Él, con la horquilla de su Palabra, somete a todo hombre al soplo impetuoso de su Espíritu, que avienta la paja y deja caer al suelo solamente los preciosos granos: las obras de amor que, pocas o muchas, todos los humanos realizan.