Vigésimoquinto Domingo en Tiempo Ordinario – Año A
«DIOS PREMIA SEGÚN LOS MÉRITOS»
REZA EL EPITAFIO SOBRE LA TUMBA DEL AMOR
Introducción
Los términos eucaristía y carisma son muy conocidos. Derivan del griego charis, que significa “benevolencia”, “don gratuito”, “regalo que produce gozo, que nos hace felices”.
Es grande la satisfacción que experimentamos cuando se nos entrega un diploma académico después de tanta fatiga y noches de insomnio, pero inmensa es la alegría que produce en nosotros una simple flor que la persona amada nos ofrece en el momento en el que nos declara su amor.
El regalo produce una emoción única porque es señal de que alguien piensa en nosotros, nos añora, pronuncia con ternura nuestro nombre.
La introducción de criterios de justicia retributiva, de contabilidad, de premios y castigos, de halagos y amenazas, de registros de méritos y transgresiones en la relación con el Señor es una deformación diabólica de la fe. Los rabinos habían catalogado a los hombres en cuatro categorías: justos, si observaban toda la Ley; impíos, si prevalecían en ellos las infracciones; mediocres, si méritos y culpas estaban equilibrados; arrepentidos, si pedían perdón de sus pecados. Con el principio «Recompensa se recibe solo por las buenas obras»decretaban el fin del vínculo de Amor entre Dios y los hombres.
No tenían en cuenta que el diálogo entre Dios y el hombre se instaura solamente donde existen el encuentro libre, el don gratuito, el amor recíproco sin condiciones. Quien ama no pretende nada, no espera otra cosa que ver a la persona amada sonriente y feliz.
En la línea de los profetas, los mejores entre los rabinos decían al Señor: “En esto se manifiesta tu Salvación: tú tienes misericordia de aquellos que no han atesorado obras buenas”. “Aquello que tú nos has dado es gracia, puesto que en nuestras manos no habíaobras buenas”. Jesús ha hecho propia esta justicia de Dios.
“Te bendigo, Señor, porque me acoges y me amas, así como soy."
Primera Lectura: Isaías 55,6-9
6Busquen al Señor mientras se deje encontrar; llámenlo mientras esté cerca; 7que el malvado abandone su camino y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y él tendrá piedad; a nuestro Dios, que es rico en perdón. 8Mis planes no son sus planes; sus caminos no son mis caminos–oráculo del Señor–. 9Como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos están por encima de los suyos y mis planes de sus planes.
Desde hacía cincuenta años, los israelitas se encontraban en Babilonia. Lejos de su tierra sufrían y lloraban (cf. Sal 137). Los ancianos tienen aún impresa en los ojos la escena dramática de la ciudad santa en llamas y los soldados de Nabucodonosor que la invaden sedientos de sangre y violencia. Con lágrimas en los ojos, lo han contado a sus hijos nacidos en el exilio transmitiéndoles la esperanza y la espera de la venganza del Señor.
Ellos habían aprendido en la catequesis que Dios es justo: que premia a los buenos y castiga a los malvados. Por eso están seguros de que él retribuirá a los enemigos de su pueblo el mismo daño que ellos recibieron. Israel debe solamente esperar y un día verá que su Dios no deja inmunes a los malvados.
En este contexto histórico y cultural, surge el profeta pronunciando un oráculo desconcertante: Dios no piensa así. Es necesario cambiar este modo malvado de pensar porque es una blasfemia atribuir a Dios semejantes proyectos.
"El malvado –es decir el israelita que espera las represalias de Dios– abandone su camino y el criminal sus planes" (v.7).
Antes incluso de abandonar las miserias morales, la conversión requerida por el profeta es la corrección de la imagen de Dios, concebido de un modo demasiado racional, demasiado "a medida del hombre". El Señor desplaza todas las ingenuas proyecciones que el hombre hace de Él: “Mis planes no son sus planes, sus caminos no son mis caminos. Como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos están por encima de los suyos y mis planes de sus planes" (vv. 8-9).
También el hombre sale ganando de esta revelación. Si abandona el ídolo vengativo que se ha creado, progresivamente asimila los pensamientos y los sentimientos del verdadero Dios y experimenta un creciente y saludable rechazo hacia la propia mezquindad y ruindad.
Segunda lectura: Filipenses 1,20c-27a
20Estoy completamente seguro de que ahora, como siempre, viva o muera, Cristo será engrandecido en mi persona. 21Porque para mí la vida es Cristo y morir una ganancia. 22Pero si mi vida corporal va a producir fruto, no sé qué escoger. 23Las dos cosas tiran de mí: mi deseo es morir para estar con Cristo, y eso es mucho mejor; 24pero para ustedes es más necesario que siga viviendo. 25Ahora bien, estoy convencido de que me quedaré y seguiré con ustedes para que progresen y se alegren en la fe; 26y así, mi vuelta y mi presencia entre ustedes les será un nuevo motivo de satisfacción en Cristo Jesús. 27a Una cosa importa: que su conducta sea digna de la Buena Noticia de Cristo.
Concluida el domingo pasado la carta a los romanos, tendremos por 4 domingos como segunda lectura una parte de la carta a los filipenses.
Pablo había llegado a Filipo, ciudad de Macedonia, el 49 d.C. junto a Timoteo, Sila y quizás también Lucas. La ciudad –un notable centro económico-cultural– era famosa sobre todo por la batalla en la que, en la llanura adyacente, el ejército de Octaviano y Antonio habían derrotado al de Bruto y Casio. En Filipo los apóstoles habían permanecido solamente pocos días, logrando sin embargo dar comienzo a una comunidad –la primera de Europa– reunida en torno a Lidia, convertida y bautizada junto a su familia después de que el Señor le hubiera abierto el corazón para acoger las palabras de Pablo (cf. Hch 16,11-15).
Entre el Apóstol y las comunidades por él fundadas se registraron frecuentes malentendidos y enfrentamientos; con los filipenses, sin embargo, las relaciones de Pablo fueron siempre idílicas, basadas en una sólida amistad y en una recíproca y genuina simpatíahasta el punto de que solo de ellos aceptó Pablo ayudas y regalos. “Ninguna Iglesia –reconoce con alegría– se asoció a mis cuentas de gastos y entradas fuera de ustedes. Estando yo en Tesalónica, dos veces me enviaron medios para ayudarme en mis necesidades" (Fil 4,15-16),
Escribió la carta en Éfeso, en un momento difícil; se encontraba de hecho en prisión a causa del Evangelio.
Las comunicaciones entre las dos ciudades eran bastante fáciles y rápidas; los contactos frecuentes, y las noticias corrían fácilmente. Por un comerciante, por un viandante o por un cristiano expresamente, los filipenses se habían enterado de las desventuras de Pablo y habían decidido manifestarle su amistad y solicitud con un gesto de solidaridad concreta: habían recogido varios regalos y encargado a Epafrodito llevárselos a Pablo.
Después de haber recibido el testimonio de cariño, el apóstol escribe la carta a la comunidad de los filipenses.
En ella deja reflejar las emociones más íntimas, más dulces, más tiernas de su corazón. Es conmovedor el pasaje en el que recuerda la llegada de Epafrodito: "este nuestro hermano, colaborador y camarada mío al que ustedes mismos enviaron para que atendiese a mis necesidades" (Fil 2,25) y las palabras con las que le recomienda a los filipenses: "En nombre del Señor recíbanlo con toda alegría, y estimen mucho a gente como él: ya que estuvo a punto de morir por servir a Cristo y expuso la vida para prestarme los servicios que ustedes no podían personalmente hacer" (Fil 2,29-30).
Durante muchos años Pablo ha trabajado por la causa del Evangelio, ha soportado sufrimientos y superado contrariedades. En Éfeso, en la cárcel, comienza a sentir la fatiga y el peso de los años y siempre con más frecuencia piensa en el encuentro con aquel Jesús al que ha dedicado su vida. Desea morir para estar siempre con Cristo, pero querría también continuar trabajando por la causa del Evangelio y confirmar en la fe a las comunidades fundadas por él.
Frente a esta alternativa reconoce que sería mejor morir, pero las iglesias tienen todavía necesidad de él y, con un gesto de generoso abandono a la voluntad de Dios, Pablo decide continuar posponiendo el encuentro con el Señor para continuar sirviendo a sus hermanos y hermanas.
La famosa afirmación: "para mí la vida es Cristo y morir una ganancia" (v. 21) es la síntesis de sus sentimientos y de su fe profunda; por esto la han puesto como epitafio en su tumba en Roma.
Evangelio: Mateo 20,1-16
1El reino de los cielos se parece a un hacendado que salió de mañana a contratar trabajadores para su viña. 2Cerró trato con ellos en un denario al día y los envió a su viña. 3Volvió a salir a media mañana, vio en la plaza a otros que no tenían trabajo 4y les dijo: “Vayan también ustedes a mi viña y les pagaré lo debido.” 5Ellos se fueron. Volvió a salir a mediodía y a media tarde e hizo lo mismo. 6Al caer de la tarde salió, encontró otros que no tenían trabajo y les dijo:” ¿Qué hacen aquí ociosos todo el día sin trabajar?” 7Le contestan: “Nadie nos ha contratado.” Y él les dijo: “Vayan también ustedes a mi viña.” 8Al anochecer, el dueño de la viña dijo al capataz: “Reúne a los trabajadores y págales su jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros.” 9Pasaron los del atardecer y recibieron su jornal. 10Cuando llegaron los primeros, esperaban recibir más; pero también ellos recibieron la misma paga. 11Al recibirlo, se quejaron contra el hacendado: 12”Estos últimos han trabajado una hora y les has pagado igual que a nosotros, que hemos soportado la fatiga y el calor del día.” 13Él contestó a uno de ellos: “Amigo, no estoy siendo injusto; ¿no habíamos cerrado trato en un denario? 14Entonces toma lo tuyo y vete. Que yo quiero dar al último lo mismo que a ti. 15¿O no puedo yo disponer de mis bienes como me parezca? ¿Por qué tomas a mal que yo sea generoso?” 16Así los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos.
Hay algo de injusto e irritante en el comportamiento del dueño de quien se habla en la parábola: se comporta generosamente sin tener en cuenta los méritos. Nadie le prohibía hacer beneficencia con su dinero, pero premiar a aquellos que habían aparecido a las cinco de la tarde y que hasta aquel momento habían estado ociosos y, quizás, no habían hecho otra cosa que vagabundear, está fuera de cualquier lógica. Quien merecía una recompensa, si acaso habían trabajado más, eran naturalmente los obreros de la primera hora. Nosotros estipulamos contratos conforme a ciertos principios y estos no son respetados en la parábola. Es justamente en la manera provocadora de actuar del patrón donde hay que encontrar la enseñanza principal del relato. Descubrámoslo.
Es tiempo de la vendimia y cuando la uva está madura hay que recogerla y pisarlateniendo en cuenta el momento y la luna justa. Para los propietarios de grandes viñedos son días de tensión; tienen necesidad de trabajadores y los jornaleros que carecen de un trabajo fijo y lo saben. Por eso se aprovechan de la urgencia de los viñadores para sacar un contrato favorable. Los más voluntariosos se paran muy de mañana en puntos estratégicos y esperan que pase alguno a contratarlos. Es aquí donde comienza nuestra parábola.
Antes de salir el Sol llega ya jadeante un propietario. Está en pie desde hace dos horas;ha programado el trabajo de la jornada, ha preparado las tinajas, los cestos y las botas; ha cosido el pan y dispuesto las aceitunas para distribuirlas a los jornaleros en mitad de la jornada; tiene el rostro tenso; su mirada y sus gestos casi nerviosos dejan traslucir toda su preocupación y su prisa. Pocas palabras para concertar la paga y el primer grupo, el de los madrugadores, empieza a trabajar en la viña.
La urgencia del dueño para concluir lo más pronto posible el trabajo es verdaderamente grande; de hecho, sale cuatro veces más en busca de obreros: a media mañana, a mediodía, a las tres de la tarde y, cuando llama al último grupo, son ya las cinco de la tarde; falta solamente una hora para el fin de la jornada laboral. Hasta aquí nada de extraño; todo entra en la normalidad y la lógica.
Comencemos a identificar a los personajes: el dueño representa a Dios o Cristo; losobreros son los discípulos que, en momentos diferentes de su vida, responden a la llamada; la viña es la Comunidad cristiana donde el trabajo no falta y debe ser llevado a cabo con extrema urgencia. La prisa es la misma que encontramos en las disposiciones dadas por Jesús a sus enviados: "por el camino no saluden a nadie" (Lc 10,4) porque no hay tiempo que perder. La jornada es la imagen de la vida de cada uno y la tarde es el momento del justo juicio de Dios.
Hemos llegado justamente al punto crucial de la parábola. La Ley dispone: "No explotarás al jornalero, pobre y necesitado, ya sea hermano tuyo o emigrante que vive en tu tierra, en tu ciudad; cada jornada le darás su jornal, antes de que el Sol se ponga, porque pasa necesidad y está pendiente del salario" (Dt 25,14-15) Y de hecho, el dueño les ordena que los obreros se pongan en fila y que todos reciban un denario…comenzando por los últimos.
¡He aquí lo incorrecto!
Si secretamente, sin que nadie lo viera, por compasión, hubiera redondeado la paga de quien había trabajado solamente una hora, no habría nada que decir; pero provocar la rabia y el disgusto de aquellos, después de 12 horas de trabajo con la cara quemada por el Sol y desfigurada por el cansancio, parece ciertamente cruel. Los obreros de la primera hora, que apenas se mantienen de pie por el cansancio, son obligados a presenciar una escena irritante: incrédulos, tienen que observar a los colegas que, con la cara dura y relajada de los ociosos, reciben un salario inmerecido.
Es en este comportamiento sorprendente y desconcertante del patrón donde hay que encontrar el mensaje de la parábola.
Con los trabadores de la primera hora, él había acordado un denario; con los otros lo que sería justo; con los últimos no había pactado nada.
La incomprensión ha nacido de la poca claridad sobre lo que el patrón entendía por justo. Los obreros recibieron conforme a su criterio de juicio y estaban convencidos de que él habría tenido en cuenta los méritos. El patrón, sin embargo, sigue una justicia suya y distribuye sus bienes de manera completamente libre y gratuita. No ha hecho daño a nadie, ha decidido solamente no tomar los méritos en consideración; ha dado a todos según sus necesidades y, naturalmente, los primeros en beneficiarse han sido los últimos, los más pobres (v. 16). Esta es la sorpresa de Dios; esta es su manera extraña de entender la justicia.
La parábola es la denuncia más clara y provocadora que se pueda imaginar de la religión de los méritos, inculcada por los guías espirituales de Israel… y sostenida por muchos cristianos aun hoy día. El pueblo, catequizado por la casta sacerdotal, se había olvidado del Dios bueno predicado por los profetas –Padre, Esposo, Amigo fiel– substituyéndolo por un Señor legislador y juez. Por eso, la relación con Él no podía ser otra que la de un siervo con su patrón. Los rabinos enseñaban: “Quien cumple un precepto adquiere un abogado; quien comete una transgresión, adquiere un acusador. Todos los juicios de Dios se realizan sobre la base del «quid pro quo» –es decir, del “recibir por lo que se da”– y completaban sus catequesis con la referencia a los libros guardados en el cielo en los que se anotaba escrupulosamente los méritos y deméritos.
De acuerdo con esta lógica, Dios no podía dar nada gratuito; para obtener su bendición había que ganársela. A la objeción: “La Biblia afirma que Abrahán fue llamado por Dios cuando todavía era pagano, no era todavía un justo; por tanto, su vocación fue un don gratuito de Dios”, los rabinos respondían: “Aunque no se afirme explícitamente, Abrahán ciertamente había hecho buenas obras, ganándose así la vocación”.
Con esta parábola, Jesús destruye para siempre ese modo farisaico de relacionarse con Dios. El Amor de Dios no se compra, no se conquista, no puede ser valorado por las buenas obras, sino que se recibe gratuitamente y en proporción a la necesidad que tenemos de él.Son los hambrientos a quienes el Señor colma de bienes, mientras despacha a los ricos con las manos vacías (cf. Lc 1,53). Dios no se cansa nunca de salir al encuentro del hombre aunque éste haya faltado a todas las citas y no paga según los méritos; Dios no debe nada a nadie (cf. Lc 18,9-14). Frente a Dios todos son niños: alzan los ojos al Padre y esperan de Él todos los bienes.
La religión de los méritos nace de la convicción de que entrar en la viña del Señor, es decir el reino de Dios, equivale a cargar con un gran y fatigoso peso: el de observar mandamientos y preceptos que no siempre aparecen justificados. Entonces, uno se pregunta:¿cómo es posible que quien cumple escrupulosamente la ley de Dios obtenga el mismo beneficio que quien no la cumple? ¿Por qué quien ha respondido a la llamada de Dios a última hora, salvándose por los pelos, tiene que participar en la “herencia del cielo” como los siervos que han permanecido fieles durante toda la vida?
Muchos “justos” experimentan una inconfesable envidia de aquellos que, convirtiéndose en el último momento, han tenido la suerte de “trabajar menos” y “gozar más de la vida”. En esto consiste su error: en pensar que la fidelidad a la palabra de Dios merezca un premio. Un ejemplo podrá clarificar el equívoco presente en este modo de pensar. Uno comienza a estudiar música desde pequeño y le dedica muchas horas al día; otro decide dedicarse a la música a los setenta años. Después de haber perdido otros intereses, se sienta al piano y lo hace con escaso entusiasmo. ¿Qué “premio” esperan los dos? No otro que este: la alegría de gozar de la música. El gozo, sin embargo, será diverso: Quien ha comenzado antes ha tenido más tiempo para saborear el placer de oír y ejecutar pasajes musicales, su alegría es más intensa y más profunda.
¡Bienaventurados los siervos que llegaron a primera hora a la “viña del Señor”! Han trabajado duro, sí, pero han gozado desde la mañana de su Presencia. Los jornaleros de la primera hora representan a aquellos que han trascurrido todos los días de su vida en la intimidad de la escucha de su Palabra. Los otros, los que llegaron a la cita al atardecer, los que estaban ausentes cuando el Señor iba repetidas veces a buscarlos, perdieron las muchas oportunidades que se les ofrecieron. Quien pospone la entrada en el reino de Dios, no hace enojar a Dios, que ciertamente no castiga a nadie por esto. Él lo siente, sí, pero porque quiere acoger al hombre lo más pronto posible en su Amor y hacerlo feliz. Las indecisiones, los alejamientos, las perplejidades, las dudas en abandonarse en Él, son momentos de felicidad perdidos. Todo momento que la esposa trascurre lejos del esposo, son instantes de felicidad perdidos.
Con esta parábola el evangelista, que se dirigía a cristianos contaminados por la mentalidad farisaica, intentaba también poner en guardia a los discípulos del peligro de la competitividad al interior de la comunidad. Nadie debe creerse superior a los demás, nadie debe considerarse un veterano porque se han convertido primero, porque practica el Evangelio de un modo más fiel. Nadie es dueño de la “viña”; todos son obreros, todos son hermanos.
No termina aquí la parábola. Después de las palabras del dueño de la viña, ¿cómo han reaccionado los que protestaron? ¿Han aceptado? ¿Han continuado manifestando su desacuerdo? ¿Han respondido con insultos? ¿Han tirado el dinero recibido a la cara del dueño? ¿Han jurado no volver más a trabajar para él? La reacción que vemos en los obreros de la parábola refleja nuestra reacción ante la bondad y generosidad de Dios. En su viña se trabaja gratuitamente; no se afana uno para conseguir un puesto mejor en el cielo; no se hace el bien al hermano para atesorar méritos. Sería el peor de los egoísmos: servirse del pobre y del necesitado para acumular méritos frente a Dios.