Sexto Domingo en Tiempo Ordinario – Año B
CREÍAN HABER ENCERRADO A DIOS EN EL CAMPAMENTO
Introducción
Durante la travesía del desierto, Moisés había dado esta disposición al pueblo: “Porque el Señor, tu Dios, anda por el campamento… tu campamento debe estar santo, para que el Señor no vea nada vergonzoso y se aparte de ti” (Dt 23,15). Y a Moisés le había mandado: “Di a los israelitas que expulsen del campamento a los enfermos de lepra, a los contaminados con cadáveres, para que no se contamine el campamento en medio del cual habito” (Núm 5,1-3).
Los antiguos veían el mundo dividido en dos esferas contrapuestas: una ocupada por las fuerzas de la vida y la otra bajo las potencias de la muerte. Dios y las personas puras pertenecían a la primera; los paganos y todo lo que olía a pecado ocupaban la segunda. Los leprosos que llevaban en su cuerpo las señales repugnantes de la muerte, eran el símbolo por antonomasia de la impureza y del rechazo por parte del Señor.
Así pensaban los israelitas; sus guías espirituales habían catalogado a los hombres en puros e impuros, en justos y pecadores. ¿Pero acepta Dios esta discriminación? Y cuando, de hecho, ocurre, ¿de qué parte está Dios?
Los relatos evangélicos de los encuentros de Jesús con los leprosos van más allá de la crónica biográfica; constituyen un mensaje en acción de la elección de Dios: Él se acerca a los impuros y los acaricia porque ninguna criatura es impura, y mucho menos sus hijos e hijas. Jesús ha elegido a los marginados, a los rechazados por todos, volviéndose impuro Él mismo. Por eso ha sido expulsado del campamento y matado fuera de la ciudad santa, en un lugar inmundo.
Ahora sabemos de qué parte está Dios.
“Siento aversión al pecado, pero si rechazo al pecador, me alejo de Dios.”
Primera Lectura: Levítico 13,1-2.44-46
1El Señor dijo a Moisés y a Aarón: 2”Cuando alguno tenga una inflamación, una erupción o una mancha en la piel que parezca lepra, será llevado ante Aarón, el sacerdote, o cualquiera de sus hijos sacerdotes…. 44Se trata de un hombre con lepra: es impuro. El sacerdote lo declarará impuro por lepra en la cabeza. 45El que ha sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada, e irá gritando: «¡Impuro, impuro!» 46Mientras le dure la afección seguirá impuro. Vivirá apartado y tendrá su morada fuera del campamento.”
El que está afectado de lepra no entra en la ciudad ni se relaciona con otras personas porque, dicen, ‘si es leproso ha cometido ciertamente una falta contra el Sol’. Son palabras de Heródotocontando las costumbres de los pueblos del antiguo Medio Oriente en el siglo V a. C.
El pasaje del Levítico que nos viene propuesto hoy, se remonta al mismo período y muestra la misma mentalidad.
Todos los pueblos han considerado impuros a los leprosos y han sido mantenidos lejos de la comunidad por miedo a contaminarse. La repugnancia provocada por esta enfermedad ha sido siempre muy fuerte, tanto que, incluso hoy, en algunas tribus los leprosos no son enterrados juntos a los demás difuntos, sino en lugar aparte. Nadie los quiere cerca, ni vivos ni muertos.
El Antiguo Testamento considera la lepra como un castigo de Dios por el pecado. Los egipcios que cometieron abusos contra Israel fueron castigados, hombres y animales, con “úlceras y llagas” (Éx 9,9-11), y el mismo castigo caerá sobre Israel si son infieles: “viruela, tumores, tiña y sarna de las que no podrá sanar” (Dt 28,27).
Las úlceras sobre el cuerpo del leproso eran como la marca ignominiosa de su pecado y la señal de que debían ser evitados y marginados en nombre de Dios.
En la lectura se exponen las disposiciones vigentes en Israel respecto a estos enfermos. Estaba reservado a los sacerdotes el decidir quién era leproso y, en caso positivo, tomar las disposiciones para alejarlo de la comunidad (vv. 1-2). Quien mostraba síntomas sospechosos, no podía pisar más el pueblo; era obligado a vivir en las cuevas de los bosques, vestir harapos, no lavarse ni peinarse, para poder ser reconocido incluso desde lejos. Por si acaso se encontraba con alguien, debía gritar: “¡Impuro, impuro!” (vv. 45-46).
Estas disposiciones pueden aparecer como medidas higiénicas para evitar el contagio, pero la marginación se debía, sobre todo, a un motivo teológico: se creía que los leprosos eran maldecidos por Dios.
Segunda Lectura: 1 Corintios 10,31–11,1
31Ya sea que coman o beban o hagan lo que sea, háganlo todo para gloria de Dios. 32No sean motivo de escándalo ni para judíos ni para griegos ni para la Iglesia de Dios. 33Como yo, que intento agradar a todos, no buscando mi ventaja, sino la de todos, para que se salve…1.11Sigan mi ejemplo como yo sigo el de Cristo.
En el lado occidental del ágora de Corinto había en tiempos de Pablo seis templos y muchos otros situados en otros puntos de la ciudad –entre ellos, los celebérrimos dedicados a Apolo y Octavia. En cada uno de estos templos se inmolaban numerosos animales cuya carne, –que no podía ser consumida por quienes ofrecían los sacrificios– era llevada al mercado para venderse. Carne impura, por tanto, procedente de santuarios en que eran venerados los dioses.
Alguna persona piadosa expone a Pablo sus escrúpulos: ¿es lícito a un cristiano comprar carne en las tiendas situadas cerca de los templos?
Nuestro pasaje de hoy es la conclusión de un largo discurso del apóstol en respuesta a este problema. Algunos corintios ya habían encontrado la respuesta justa: si los ídolos no existen, no hay razón para renunciar a comer los restos de los sacrificios ofrecidos en su honor. Pablo está de acuerdo con esta opinión; sin embargo, los invita a mirar el problema desde otro punto de vista.
El cristiano no puede hacer todo aquello a lo que tiene derecho, porque el amor al hermano exige, a veces, renunciar a los propios derechos. En concreto: si un cierto comportamiento hace daño al hermano, hay que evitarlo, aunque sea del todo legítimo. Si comer carne inmolada a los dioses turba la conciencia de los más débiles, es mejor abstenerse hasta que el hermano se convenza de que es legítimo.
Es más, la comunidad no solamente debe evitar los escándalos, sino convertirse en misionera y, en cuanto tal, reflejar el comportamiento de Jesús (cf. 2 Cor 4,10) quien, siempre y solamente, ha pensado en los demás. Pablo escribirá a los romanos: “Que cada uno trate de agradar al prójimo para el bien y la edificación común. Porque tampoco Cristo buscó su propia satisfacción” (Rom 15,2-3).
El Apóstol había hecho ciertamente el esfuerzo de agradar en todo a todos; por eso podía legítimamente presentarse como modelo a imitar. De hecho, en el último versículo de la lectura,exhorta a los corintios: “Sigan mi ejemplo como yo sigo el de Cristo”.
Evangelio: Marcos 1,40-45
40Se le acerca un leproso y arrodillándose le suplica: “Si quieres, puedes sanarme.” 41Él se compadeció, extendió la mano, lo tocó y le dijo: “Lo quiero, queda sano.” 42Al instante se le fue la lepra y quedó sano. 43Después lo despidió advirtiéndole enérgicamente: 44”Cuidado con decírselo a nadie. Ve a presentarte al sacerdote y, para que le conste, lleva la ofrenda de tu sanación establecida por Moisés.” 45Pero él salió y se puso a proclamar y divulgar el hecho, de modo que Jesús no podía presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba afuera, en lugares despoblados. Y de todas partes acudían a Él.
Sanar a un leproso equivalía, en tiempos de Jesús, a resucitar a un muerto. Los sacerdotes solamente podían “declarar puro” a un leproso, no ‘hacerlo puro’, es decir, no podían sanarlo porque la sanación de la lepra estaba reservada a Dios (cf. 2 Re 5,7).
Basándose en algunos oráculos de Isaías (cf. Is 35,5s; 61,1) los rabinos habían hecho una lista de las señales de la presencia del reino de Dios. Jesús la conocía. De hecho, la cita a los enviados del Bautista: “Vayan a comentar a Juan lo que ustedes ven y oyen: los ciegos recobran la vista, los cojos caminan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres reciben la buena noticia” (Mt 11,5). La sanación de un leproso era, por tanto, mucho más que un gesto prodigioso, era la prueba de que el Mesías había venido al mundo.
La primera parte del evangelio de hoy, refiere el hecho (vv. 40-42). Un leproso, contraviniendo las disposiciones de la Ley, se acerca a Jesús, y le suplica de rodillas “quedar limpio”. No le pide la curación, sino la purificación, es decir, la posibilidad de regresar a la comunidad. Más que la enfermedad en sí, lo que verdaderamente lo angustiaba era sentirse excluido de la sociedad civil y religiosa.
Frente a esta petición Jesús se conmueve, extiende la mano, lo toca y lo sana. Cada detalle del relato tiene un significado y un mensaje importante.
Está ante todo el contacto físico con el leproso. Jesús deja que se le acerque y lo toca. No se trata solamente de un gesto benévolo y tierno con una persona necesitada, sino de un cambio total del concepto de Dios. Jesús, el Señor, no aparece como los fariseos lo imaginaban: santo, alejado del impuro. El Señor no solamente no rechaza a los leprosos, sino que los acaricia porque en todo hombre, aun en aquel que ha caído en el abismo más profundo de la culpa, Él ve un hijo a quien amar sin condiciones.
Al comienzo de su vida pública, en el momento del bautismo, Jesús ha demostrado encontrarse perfectamente cómodo junto a las personas impuras. Después, a lo largo de su ministerio, no se ha alejado nunca de los publicanos, de los pecadores, de los que habían tomado caminos equivocados e infelices; nunca ha tenido miedo de ser contaminado por ellos; por el contrario, ha ido Él mismo a comunicar a estas personas su fuerza de vida. La luz es siempre más fuerte en la oscuridad: si se abren las ventanas de una habitación iluminada, no es la oscuridad la que entra sino es la luz que sale.
¿Por qué Jesús asume un comportamiento tan provocativo frente a la Ley que prohibía el acercamiento a los leprosos? ¿Qué es lo que lo impulsa a violar la norma que prescribe la marginación? Nos lo dice el evangelista: Jesús sintió compasión. Mateo y Lucas, quienes también narran el mismo episodio, omiten el detalle. Solo Marcos pone de relieve que, frente a la condición degradante del leproso, se compadeció profundamente (v. 41). Es este sentimiento profundamente humano el que lo lleva a ignorar toda norma o tradición que no favorezca el bien de la persona. El mensaje es claro: frente a quien pide auxilio, el discípulo, como el Maestro, escucha siempre el corazón.
La segunda parte del pasaje (vv. 43-45) presenta algunas dificultades de interpretación. ¿Por qué Jesús amonesta severamente al leproso? ¿Por qué lo despacha de un modo aparentemente brusco? ¿Por qué le prohíbe, primero, divulgar la noticia y después le manda que se presente al sacerdote para que constate su curación? Las dos órdenes parecen contradictorias. ¿En qué sentido puede el leproso sanado ser un testimonio para el sacerdote (v. 44)? El leproso no obedece; comienza a divulgar la noticia y no se nos dice si fue o no fue a presentarse al sacerdote. ¿Por qué Jesús se aleja y escoge retirarse a lugares desiertos? Era mucha la gente que lo buscaba y hubiera sido por tanto más lógico que la gente lo encontrara en lugares más accesibles.
Comencemos a comprender el sentido de la prohibición de divulgar la noticia de la curación.
Desde hacía siglos el pueblo de Israel esperaba al Mesías. Los profetas –lo hemos indicado– habían referido los signos de su presencia y, entre éstos, estaba la purificación de los leprosos. Jesús no ha querido que circulara la noticia de que Él había realizado uno de estos signos, porque toda la gente habría concluido que Él era el Mesías esperado.
Esta identificación hubiera sido bienvenida, a condición de que todos hubieran sabido de qué mesías se trataba: no un vencedor, sino un derrotado; no un dominador sino un siervo de todos. El pueblo, sin embargo, estaba convencido de que el mesías sería un rey glorioso como Salomón, un hábil y afortunado guerrero como David, un hombre de Dios que realizaría prodigios sensacionales, como hacer descender fuego del cielo como Elías. Jesús consideraba tentaciones diabólicas estas imágenes del mesías; por eso no ha consentido de que se hablase de Él como el “mesías de Dios” antes de los acontecimientos de la Pascua, antes de haber mostrado por cuáles caminos el Señor nos conduce hacia la Vida. Hasta que llegara ese momento, todo debía mantenerse en secreto para evitar que el Proyecto del Padre fuera malentendido.
Si el hecho debía permanecer en secreto, ¿por qué manda al leproso a que se presente a los sacerdotes como prueba y testimonio para ellos?
El leproso era considerado como un hombre muerto. La lepra era: “la hija primogénita de la muerte” (Job 18,13). En el Antiguo Testamente solo dos grandes profetas habían sido capaces de sanarla: Moisés, que había sanado a su hermana Miriam (cf. Nm 12), y Eliseo, que había curado al general de Siria, Naamán (2 Re 5). Para evitar malentendidos, Jesús no quiere que la noticia se divulgue entre el pueblo; los líderes religiosos, por el contrario, deben saber que un gran profeta ha surgido en Israel, que Dios ha visitado a su pueblo y que el reino de Dios ha comenzado. El leproso debe dar testimonio ante ellos de que ha comenzado la liberación.
También el hecho de que el leproso haya comenzado por propia iniciativa a divulgar la noticia tiene un significado. Marcos escribe este relato después de la muerte y Resurrección de Jesús: el velo sobre la identidad del “Mesías de Dios” ya había caído y, por tanto, había llegado el momento de anunciar a todos que Jesús era el Mesías. ¿A quién se encomienda esta tarea?
He aquí la respuesta del evangelista: a aquellos que han experimentado en la propia vida la Salvación obtenida por el encuentro con el Señor. En el evangelio de Marcos, solo dos personas se lanzan a esta misión: el leproso del que estamos hablando y el hombre poseído por los “demonios, que terminaron, primero, en los cerdos y después en el mar (cf. Mc 5,19-20).
El mensaje queda claro ahora: solo quien ha saboreado la alegría de una vida nueva, solo quienes estaban marginados y han experimentado la liberación, son capaces de explicar a los demás las maravillas que la palabra de Cristo puede realizar.
El último detalle: El hecho de que Jesús ya no pudiera presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba afuera, en lugares desérticos, y de que la gente venía a Él de todas partes (v. 45), es presentado por el evangelista para poner de relieve un intercambio de residencia: antes, era el leproso el que no podía entrar en los pueblos; ahora es Jesús quien ha elegido vivir en las condiciones de un leproso. Es así como ha mostrado querer compartir la suerte de todos aquellos que los hombres consideran “leprosos”.
El pasaje concluye con esta observación: la gente acudía a Jesús de todas partes (v. 43). Todos se acercaban a Él con confianza porque había elegido a los leprosos, a los últimos, a aquellos que eran rechazados. Son estas personas las que, todavía hoy, instintivamente tendrían que acercarse a la comunidad cristiana, seguros de ser acogidas con dulzura y caricias.