TIEMPO DE CUARESMA – AÑO B
"Después del sábado, al amanecer del primer día de la semana..." (Mt 28,1). Así comienza el relato de las manifestaciones del Resucitado en el día de la Pascua. Por eso los cristianos eligieron celebrar su fiesta semanal, no en sábado como los judíos, sino al día siguiente que los romanos llamaban "el día del sol". Pronto se cambió por el día del Señor. Se reunían "para partir el pan"(Hechos 20,6-12) y para ofrecer a los hermanos necesitados lo que podían ahorrar durante la semana (1 Cor 16,2; 2 Cor 8,9).
La Iglesia primitiva no celebraba el día de Navidad ni las fiestas en honor a la Virgen, ni ninguna otra. Sólo existía la celebración semanal de la Resurrección del Señor. Esto se mantuvo durante las primeras décadas de la Iglesia. Los cristianos sentían la necesidad de celebrar el acontecimiento central de su fe de una manera especial. Así nació la primera de las fiestas, la Pascua, considerada el domingo de los domingos, la fiesta de las fiestas. Era como la reina de todas las fiestas, de todos los domingos, de todos los días del año.
A principios del siglo II, era celebrada por todas las comunidades cristianas. La celebración culminaba con la asamblea nocturna de oración que concluía con la celebración eucarística, y los cristianos daban gran importancia a la asistencia a esta fiesta. Un famoso escritor cristiano de la época, Tertuliano, hablando de las dificultades que encontraría una chica cristiana si se casara con un chico pagano, dice: "¿Le permitirá su marido salir la noche de la Vigilia Pascual?"
¿Cómo empezó la Cuaresma?
Cosechar los frutos espirituales de la Pascua dependía de lo bien que los cristianos prepararan esta fiesta. Introdujeron la costumbre de observar dos días de oración, reflexión y ayuno para expresar su dolor por la muerte de Cristo. Prolongaron gradualmente el período de preparación: en el siglo III se convirtió en una semana, luego en tres semanas hasta que en el siglo IV se extendió a cuarenta días: Así comenzó la Cuaresma. El Concilio de Nicea (325 d.C.) habla de los cuarenta días como una institución conocida por todos y extendida por todas partes.
La fiesta de la Pascua no sólo debía prepararse, sino que se sentía la necesidad real de prolongar su alegría y su riqueza espiritual. Las siete semanas, los 50 días hasta Pentecostés fueron así instituidos y deben ser celebrados con gran alegría porque –como dice Ireneo– ‘son como un solo día de fiesta y son tan importantes como un domingo’. Durante Pentecostés se rezaba de pie. Se prohibía el ayuno y se realizaban bautismos. Querían que el día de Pascua durara... cincuenta días.
¿Por qué cuarenta días?
Debemos ser cautelosos al interpretar el significado del número cuarenta en la Biblia. Muchas veces tiene un significado simbólico. Cuarenta representa un período de tiempo simbólico, corto o largo. Por ejemplo, es difícil creer que Elías fuera capaz de caminar durante cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb, después de comer una torta y beber una jarra de agua (1 Re 19,6-8); que Moisés pasara 40 días y 40 noches en el monte Sinaí sin comer pan ni beber agua (Éx 34,28) y que Jesús fuera capaz de hacer lo mismo (Mt 4,2).
El número 40 tiene varios significados. Se refiere a la vida de toda una generación, o de toda una vida. También tenía otro significado que nos interesa de manera particular. Representaba un período de preparación (sin especificar su duración) para un gran acontecimiento. Por ejemplo, el diluvio duró cuarenta días y cuarenta noches... y preparó a una nueva humanidad; el pueblo de Israel pasó cuarenta años en el desierto preparándose para entrar en la Tierra Prometida; los habitantes de Nínive hicieron penitencia durante cuarenta días antes de recibir el perdón de Dios; Elías caminó durante cuarenta días y cuarenta noches para llegar a la montaña de Dios; Moisés y Jesús ayunaron durante cuarenta días y cuarenta noches para preparar sus misiones. ¿Cuántos días crees que fueron necesarios para preparar la mayor fiesta de todas las fiestas cristianas? Cuarenta, por supuesto.
¿Qué hacer durante la Cuaresma?
La Cuaresma, desde sus primeros orígenes, siempre se ha considerado un tiempo para renovar la vida. Había que hacer tres cosas principales: rezar, luchar contra el mal y ayunar.
La oración –que no debe identificarse ni reducirse a una monótona repetición de fórmulas o a una petición de gracias y favores– nos pone en sintonía con los pensamientos y planes de Dios. Lo primero es convertirse y creer en el Evangelio. La oración de Jesús era constante (Lc 18,1), aunque los evangelistas sólo la constatan en los momentos más importantes de su vida. Toda su vida fue vivida a la luz de la voluntad del Padre. "Mi alimento –dijo– es hacer la voluntad del que me ha enviado y realizar su obra" (Jn 4,34). La cumbre de la oración es la consecución de la perfecta comunión con las intenciones de Dios. Este era el estado habitual de Jesús, que podía decir: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30).
No podemos mantener la mirada siempre fija en el Padre. Nos distraemos, nos seduce, nos halaga la vanidad; "nuestras iniquidades nos llevan como el viento" (Is 64,5) con mucha facilidad. También nos fascinan las cosas bellas y buenas de este mundo (el trabajo, el éxito, la familia, la escuela, el deporte). Por desgracia, las amamos hasta el punto de idolatrarlas y convertirnos en sus esclavos. Acabamos perdiendo la verdadera perspectiva de nuestras acciones y nos olvidamos del Señor.
Llega entonces un tiempo de gracia y liberación: los cuarenta días de Cuaresma. Nos exigen detenernos, reflexionar, recordar e imprimir en el corazón los pensamientos de Dios. La lectura y la meditación del Evangelio nos ayudan a recuperar el sentido de la vida, a encontrar el punto de referencia de nuestras acciones y a redescubrir los verdaderos valores.
La lucha contra el mal. El evangelista Marcos dice que, después de su bautismo, Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto y permaneció allí durante cuarenta días, tentado por Satanás (Mc 1,12-13).
De nuevo, el número cuarenta. La vida de Jesús está marcada por este número que también recuerda el tiempo que pasó Israel en el desierto. Allí el pueblo sucumbió a la tentación y abandonó a Dios. Jesús repite la experiencia: durante sus "cuarenta días", es decir, durante toda su vida, se enfrenta a las fuerzas del mal y vence. Sólo saldrá del ‘desierto’ tras su victoria sobre la última tentación, la más dramática, la de sentirse abandonado por el Padre en la cruz (Mc 15,34).
El mal ha sido plenamente derrotado por Jesús, "Satanás cayó del cielo como un rayo" (Lc 10,18), pero en nosotros, el diablo continúa su lucha. Juan dice que "el mundo entero está en poder del maligno" (1 Jn 5,19) y nosotros percibimos cada día lo fuerte que es su poder. El ‘Satanás’ que nos aleja de Dios y de la vida son las pasiones desordenadas, el orgullo, el egoísmo, la codicia de los bienes de este mundo, los celos, la envidia de los éxitos de los demás, el deseo de dominar y de imponerse, los sentimientos de resentimiento.
Contra todos estos ‘espíritus malignos’ estamos llamados a luchar durante los ‘cuarenta días’ de nuestra vida, pero especialmente en este tiempo de Cuaresma. Allí donde llega la palabra de Cristo, allí es derrotado Satanás. Todos los demonios se someten a su nombre (Lc 10,17).
Por último, el ayuno. Para seguir al Maestro, el cristiano debe olvidarse de sí mismo, del propio beneficio y pensar sólo en el bien del hermano. Esta actitud generosa y desinteresada requiere una considerable capacidad de renuncia y desprendimiento. No es posible alcanzarla sin someterse a una severa ascesis.
El objetivo más inmediato del ayuno es sacudirse de la pereza y la indolencia, lo que conduce al autocontrol que establece la fuerza para superar la tendencia a rehuir el trabajo duro y el sacrificio.
Sin embargo, existe el peligro de reducir esta práctica a un ritual formal, una práctica religiosa para sentirse seguro y digno ante Dios. Los profetas tuvieron palabras muy duras contra ese falso ayuno. He aquí el memorable texto de Isaías: "¿Para qué ayunar, si no haces caso? ¿Mortificarnos, si tú no te fijas? Miren: el día de ayuno buscan su propio interés y maltratan a sus servidores; miren: ayunan entre peleas y disputas, dando puñetazos sin piedad. No ayunen como ahora, haciendo oír en el cielo sus voces. ¿Es ése el ayuno que el Señor desea, el día en que el hombre se mortifica? Doblar la cabeza como un junco, acostarse sobre estera y ceniza, ¿a eso lo llaman ayuno, día agradable al Señor? El ayuno que yo quiero es éste: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; compartir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no despreocuparte de tu hermano” (Is 58,3-7). Según Zacarías, el ayuno que agrada a Dios es: "Hacer justicia y fidelidad, ejercer la compasión y la misericordia cada uno con su prójimo. No defraudar a la viuda, al huérfano, al peregrino, al pobre, no planear el mal contra el propio hermano" (Zac7,5.10).
El verdadero ayuno siempre conduce a actos de amor al hermano. La comida que sobra no debe guardarse en la despensa y almacenarse para el día siguiente; debe distribuirse inmediatamente a los hambrientos.
Un libro muy leído por los cristianos del siglo II –el Pastor de Hermas– explica el vínculo entre el ayuno y la caridad: ‘Así es como se practica el ayuno: durante el día de ayuno sólo comerás pan y agua; luego calcularás cuánto habrías gastado en tu comida durante ese día y ofrecerás el dinero a una viuda, a un huérfano o a un pobre; así te privas de algo para que tu sacrificio ayude a alguien a saciarse. Él rogará por ti al Señor. Si ayunas de este modo, tu sacrificio será aceptable para Dios’.
Y León Magno –Papa del 440-461– recomienda a los fieles de Roma en una homilía ‘Les hemos prescrito el ayuno, recordando no sólo la necesidad de la abstinencia, sino también las obras de misericordia. De este modo, lo que ahorren en gastos ordinarios se convierte en alimento para los pobres".
La Cuaresma y los catecúmenos
En el siglo IV, la Iglesia comenzó a organizar una preparación muy cuidadosa para el bautismo. Los catecúmenos eran sometidos a un largo período de formación. Durante dos o tres años asistían fielmente a la catequesis y se comprometían a llevar una buena vida para demostrar que su deseo de convertirse en cristianos era sincero. Cada comunidad celebraba los bautismos una vez al año en la Vigilia Pascual. Tertuliano menciona la santa vigilia, que se pasaba en oración y escuchando la Palabra de Dios. Se concluía por la mañana con la celebración eucarística en la que los recién bautizados participaban por primera vez.
Como la celebración del bautismo era la parte central de la Vigilia Pascual, la Cuaresma adquiría una importancia particular para los catecúmenos. Para ellos, era el último paso antes de recibir este sacramento. Durante estos cuarenta días, recibían catequesis todos los días. Les enseñaba el obispo y no cualquier catequista. Durante este tiempo también participaban en muchas ceremonias y tenían algunas reuniones en las que se les hacían pruebas. Se comprobaba si habían asimilado las verdades fundamentales de la fe y se evaluaba si su vida era coherente con lo que profesaban. La reunión más importante tenía lugar el miércoles de la cuarta semana. Se llamaba el gran examen. Ese día –se decía– se abrían los oídos de los catecúmenos porque se les enseñaba el Credo y el Padre Nuestro que constituyen la síntesis de toda la doctrina cristiana.
Sólo si tenemos en cuenta estos hechos, podemos entender la razón de la elección de las lecturas a lo largo de este tiempo litúrgico.
Los catecúmenos son como niños a punto de nacer. La madre (la comunidad cristiana) les dedica toda su atención, preparando el alimento de la Palabra de Dios especialmente para ellos, para sus gustos y necesidades. Evidentemente, es una comida muy abundante y sabrosa. Los demás niños también son invitados a probarla para fortalecerse espiritualmente. Se les ofrece la oportunidad de reflexionar sobre las verdades centrales de la fe y sobre los compromisos (a veces un poco olvidados) que asumieron el día de su bautismo.
Cada año, el primer domingo de Cuaresma se dedica siempre al tema de las tentaciones de Jesús. Su objetivo es mostrar a los catecúmenos, y a los bautizados, las tácticas utilizadas por el enemigo y cómo resistirlas.
El segundo domingo presenta la Transfiguración. Los cristianos son conscientes de que seguir a Jesús significa dar la vida. El grano de trigo muere, pero siempre resurge en forma de una nueva vida que se multiplica por cien. El destino último del hombre no es la muerte, sino la resurrección, y así lo demuestra el signo de la Transfiguración.
A partir del tercer domingo, los temas varían según el ciclo litúrgico. En el año B –en el que nos encontramos– se toman algunos pasajes muy significativos del Evangelio de Juan. Su objetivo es introducirnos en el misterio de la Nueva Alianza. El primero de estos pasajes (Jn 2,13-25: Jesús expulsa a los mercaderes del templo) aclara el papel de Cristo en la alianza: Él es la nueva ley, y cualquiera que desee reproducir en sí mismo la imagen del verdadero adorador de Dios debe dirigir su mirada a Jesús.
Las lecturas del cuarto domingo se refieren al mismo tema: la cruz en la que fue resucitado Jesús indica, incluso visiblemente, el abrazo, la alianza entre el cielo y la tierra. Es el signo del amor indefectible entre Dios y la humanidad. Quien abraza el mensaje que esta cruz envía al mundo obtiene la salvación.
El quinto domingo concluye la reflexión sobre la alianza. En la primera lectura, Jeremías anticipa la lectura de este domingo de la enseñanza del Evangelio sobre el grano de trigo que cae en la tierra, al proclamar que Dios ‘plantará su Ley, escribiéndola en sus corazones’. Y, a partir de ahí, se pretende que produzca frutos abundantes.
El Domingo de Ramos –ahora llamado Domingo de Pasión– se lee el relato de la Pasión según Marcos.
La Cuaresma: Un tiempo de reconciliación
En la Iglesia primitiva, si los cristianos cometían pecados muy graves, eran excomulgados. Luego, si se arrepentían y querían reconciliarse con Dios y con la Iglesia, no eran readmitidos inmediatamente en la comunidad. Primero debían hacer penitencia pública, porque su pecado había sido público y conocido por todos. Dicha penitencia no podía hacerse en cuestión de días, sino que se realizaba durante un periodo prolongado de tiempo según la gravedad de las ofensas.
Tras reconocer el propio pecado ante el obispo, y después de que éste impusiera las manos al penitente vestido de saco (un vestido tosco y áspero, un tejido de pelo de cabra), se le cubría la cabeza con ceniza. A continuación, practicaba rigurosos ayunos, se vestía de forma desaliñada y aparecía sucio. Hacía postraciones, rezaba y se encomendaba a los amigos de Dios, es decir, a los mártires y confesores de la fe. Finalmente, apelaba a la intercesión de todos los fieles. Se retiraba del lugar de culto de la comunidad, pero a veces tenía que quedarse en la puerta de la iglesia, y otras veces se le permitía entrar, pero permanecía postrado, o de pie, y no podía recibir la Sagrada Comunión.
Al final del período penitencial, el pecador era reconciliado con un rito solemne. El Jueves Santo, en la Misa presidida por el obispo, los excomulgados, con el hábito penitencial y la cabeza cubierta de ceniza, se presentaban ante la comunidad. Declaraban su arrepentimiento y su voluntad de reforma. El obispo iba a su encuentro y los abrazaba uno por uno. Así, la Cuaresma se convirtió también en el tiempo de preparación para la reconciliación.
Este uso de la penitencia pública fue desapareciendo, pero el significado de la Cuaresma, como tiempo en el que todos los cristianos son invitados a recibir el sacramento de la reconciliación, permaneció.