NATIVIDAD DEL SEÑOR – Misa de medianoche
LUZ PARA QUIEN YACE EN LAS TINIEBLAS
“Las tinieblas cubrían el abismo… cuando Dios dijo: «¡Que exista la Luz!»” (Gén 1,2-3).
Luz es la primera palabra que Dios pronuncia en la Biblia, palabra que señala el inicio de la Creación (Gén 1,3). Desde que “Dios vio que la luz era buena” (Gén 1,4) el hombre no ha dejado de desearla, de buscarla, al mismo tiempo que teme y huye de la oscuridad. Las tinieblas hablan de muerte y, por tanto, huimos de ellas.
Quien nace viene de la luz, quien muere se encamina hacia la tierra de las tinieblas (Job 10,21). “Dios –afirma Job– revela lo más hondo de las tinieblas y saca a la luz las sombras” (Job 12,22). En la mentalidad bíblica, las tinieblas no son sino la antesala de la luz; están destinadas a convertirse en luz.
Dios es luz e impregna de luz a todas sus criaturas: el rocío se convierte, en la imaginación poética de Isaías, en rocío de luz (Is 26,19); también las nubes, aunque oscuras y amenazantes, están grávidas de luz que brilla cuando se enciende el relámpago (Job 37,15).
Celebramos la liturgia de Navidad durante la noche para reproducir simbólicamente la oscuridad vencida por la palabra del Creador, la oscuridad de nuestra condición humana iluminada por la venida del Salvador.
“La luz de un Niño brilla sobre los que habitan en la tierra tenebrosa”.
Primera Lectura: Isaías 9,1-6
El pueblo que caminaba a oscuras vio una luz intensa; los que habitaban un país de sombras se inundaron de luz. 2Has acrecentado la alegría, has aumentado el gozo: gozan en tu presencia,como se goza en la cosecha, como se alegran los que se reparten el botín. 3Porque la vara del opresor, el yugo de sus cargas, su bastón de mando los trituraste como el día de Madián.4Porque la bota que pisa con estrépito y la capa empapada en sangre serán combustible, pasto del fuego. 5Porque un niño nos ha nacido, nos han traído un hijo: lleva el cetro del principado y se llama Consejero maravilloso, Guerrero divino, Jefe perpetuo, Príncipe de la paz. 6Su glorioso principado y la paz no tendrán fin en el trono de David y en su reino; se mantendrá y consolidarácon la justicia y el derecho desde ahora y por siempre. El celo del Señor Todopoderoso lo realizará.
La lectura comienza –¿cómo podría ser de otra manera?– con la imagen de la luz: “El pueblo que caminaba a oscuras vio una luz intensa, los que habitaban en un país de sombras se inundaron de luz”.
Estas palabras han sido pronunciadas por el profeta en un momento dramático de la historia de Israel. Los asirios acababan de someter a hierro y fuego a Galilea y Samaría sembrando por doquier sangre y terror. El país estaba envuelto en tinieblas y en la oscuridad de la muerte (v. 1) cuando he aquí que Isaías interviene, en nombre del Señor, para anunciar la paz e infundir esperanza: está por despuntar –dice– un día de alegría y júbilo.
Para describir la inmensa alegría suscitada por la aparición de esta luz, el profeta introduce dos comparaciones sacadas de la cultura y la experiencia reciente de su pueblo. La primera proviene de la vida de los campesinos; la otra, de la guerra apenas concluida: la gente se alegrará como hacen los campesinos al final de la cosecha y de la vendimia, cuando los graneros rebosan y las tinajas rebalsan de vino nuevo; el pueblo será feliz, dice la segunda comparación, como lo son los soldados cuando se reparten el botín (v. 2)
¿Cuál es el motivo de tanta fiesta? Ha terminado la guerra –es verdad– pero podría estallar otra. El momentáneo alejarse de la opresión asiria no basta para justificar la explosión de alegría. En un apasionante crescendo se exponen tres razones.
“Un niño nos ha nacido, nos han traído un hijo”. El verbo pasivo –según el lenguaje bíblico–indica que es Dios quien lo ofrece, que es enviado desde el cielo.
¡Profecía misteriosa! No es fácil establecer de qué niño está hablando Isaías. Él piensa ciertamente en un descendiente de la dinastía davídica, quizás el hijo de Acaz, Ezequías. Pero –lo hemos dicho ya la semana pasada– Ezequías solamente fue un hombre bueno… nada de extraordinario.
En realidad, no ha existido en la historia de Israel ningún rey que cumpliera plenamente esta profecía; al contrario; ni siquiera existió uno que vagamente se asemejara a este rey esperado. A esto se debe añadir que, en el año 598 a.C., Nabucodonosor hizo prisionero y deportó a Babilonia a Joaquín –el último descendiente de David– y puso fin a la dinastía que había reinado en Jerusalén por cuatrocientos años.
¿Se engañó Isaías? No, nunca tuvo, el pueblo de Israel, la menor duda de que este rey estaba por venir. Estuvo siempre convencido de que Dios no sería desmentido, y supo esperar con paciencia. Aun en los momentos más difíciles y dramáticos de su historia, nunca perdió la esperanza ni dudó de la fidelidad de Dios.
Un día el viejo Simeón –símbolo de todos aquellos que permanecieron fieles a Dios en el pueblo– bendecirá a Dios y tomará en sus brazos al niño enviado del cielo para iluminar a los pueblos (Lc 2,25-28).
Dios ha mantenido su promesa, pero no ha satisfecho las expectativas, los deseos mezquinos, los sueños ingenuos de los hombres. Ha sorprendido a todos: ha enviado un niño frágil, débil, humilde, indefenso, necesitado de ayuda. Y, sin embargo, es por Él y en Él ha comenzado a correr la paz en el mundo como un río en crecida (Is 66,12).
Segunda Lectura: Tito 2,11-14
Esta doctrina es digna de fe: “Si morimos con Él, viviremos con Él; 12si perseveramos, reinaremos con Él; si renegamos de Él, renegará de nosotros; 13si le somos infieles, Él se mantiene fiel,porque no puede negarse a sí mismo”. 14Recuérdales esto, y encárgales delante de Dios que dejen de discutir por cuestiones de palabras; esas discusiones no sirven para nada; sólo perjudican a los que las escuchan.
“¡La gracia de Dios…se ha manifestado!”, afirma el autor de la Carta a Tito. Es un grito incontenible de alegría por lo que Dios ya ha realizado enviando su Hijo al mundo. Gracia es un término bíblico que indica la ternura, el amor, la bondad de Dios. Esta benevolencia de Dios se ha hecho visible, se ha manifestado en Jesús para anunciar la Salvación para todos los hombres (v.11).
Si en esta noche santa el Hijo de Dios hubiera venido al mundo para anunciar un mensaje de Salvación solo para los buenos, para aquellos que observan fielmente los mandamientos, no habría motivo para tanta alegría, no nos veríamos inundados por una luz nueva. Todo se habría reducido a oír una vez más lo que ha sido repetido durante siglos: quien respeta la Ley de Moisés y sus preceptos es amado por Dios; los otros son despreciados y rechazados.
La alegría se convierte en incontenible cuando, por fin, nos damos cuenta de que el Hijo de Dios habla de Salvación… para todos. Hemos oído bien: la Salvación es para todos, porque es gracia, es don gratuito que no depende de nuestra fidelidad sino de la suya.
La lectura continúa mostrando las consecuencias morales de la manifestación de la benevolencia de Dios (vv. 12-14). Por mucho tiempo se pensó que el miedo a Dios era la mejor medida disuasoria para impedir el mal e impulsar a los hombres al bien. Esta realidad ha sido una pésima medida pedagógica. Este miedo no ha producido nada de bueno y ha sido la causa de patologías y abandonos de la fe. Solo contemplando el amor de Dios, aprendemos a “renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos y a vivir en esta vida con templanza, justicia y piedad” (v. 12).
La gracia infunde también esperanza. “Nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” se manifestará ciertamente (v. 13), la renovación de la vida de todos tendrá lugar, aun cuando la adhesión a su propuesta de Amor pueda retardarse.
Evangelio: Lucas 2,1-14
Por entonces se promulgó un decreto del emperador Augusto que ordenaba a todo el mundo inscribirse en un censo. 2Éste fue el primer censo realizado siendo Quirino gobernador de Siria. 3Acudían todos a inscribirse, cada uno en su ciudad. 4José subió de Nazaret, ciudad de Galilea, a la Ciudad de David en Judea, llamada Belén –pues pertenecía a la Casa y familia de David–, 5a inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada. 6Estando ellos allí, le llegó la hora del parto 7y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no habían encontrado sitio en la posada. 8Había unos pastores en la zona que cuidaban por turnos los rebaños a la intemperie. 9Un ángel del Señor se les presentó. La gloria del Señor los cercó de resplandor y ellos sintieron un gran temor. 10El ángel les dijo: “No teman. Miren, les doy una Buena Noticia, una gran alegría para todo el pueblo: 11Hoy les ha nacido en la Ciudad de David el Salvador, el Mesías y Señor. 12Esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. 13Al ángel, en ese momento, se le juntó otra gran cantidad de ángeles, que alababan a Dios diciendo: 14“¡Gloria a Dios en lo alto y en la tierra paz a los hombres amados por él!”.
Es casi inevitable que escuchemos este relato evangélico condicionados por el clima navideñoque nos rodea: árboles iluminados, sonidos de villancicos, belenes... Y es probable que nos embargue la emoción, lo cual no está mal. Este relato, sin embargo, no ha sido escrito para conmover; ni siquiera para ofrecernos una crónica informativa sobre el nacimiento de Jesús. Si fuera así, tendríamos derecho a lamentar lo parco que ha sido Lucas al darnos tan pocos detalles sobre acontecimiento tan importante.
Este relato del nacimiento de Jesús ha sido compuesto, probablemente, cuando el resto del evangelio estaba ya escrito y fue colocado al principio como un estupendo preludio teológico al resto de la obra, expresando lo que los cristianos de las primeras generaciones, guiados por el Espíritu, han comprendido del Señor Jesús, muerto y resucitado.
El relato comienza con una ambientación histórica y geográfica bien precisa.
En aquel tiempo, Roma estaba regida por César Augusto, el príncipe celebrado en todo el imperio por su “audacia, mansedumbre, piedad y justicia”. Es él quien, después de los interminables horrores de la guerra civil, ha finalmente establecido la paz en todo el imperio. Es la época de oro de la historia de Roma contada por Virgilio. En una famosa inscripción fechada el año 9 a.C., hallada en Priene, Asia Menor, se dispone que el año comience el 23 de septiembre, día del nacimiento de Augusto porque “todos podrán considerar este acontecimiento como el origen de sus vidas, como el tiempo a partir del cual no se puede ya llorar por el propio nacimiento. La divina Providencia, dándonos a Augusto, nos ha enviado a nosotros y a los que vendrán después de nosotros al salvador llamado a poner fin a las guerras y reordenar el mundo. El día del nacimiento del dios (Augusto) ha sido para el mundo el inicio de 'acontecimientos gozosos' (literalmente “evangelios”) que se harán realidad gracias a Él”.
El “censo de toda la tierra” que, desde el punto de vista histórico, presenta tantas dificultades, asume en la intención de Lucas un significado indudablemente teológico. Le sirve para declarar solemnemente que el Hijo de Dios se ha insertado en la historia universal, que se ha convertido en ciudadano del mundo.
A continuación indica el lugar en que Jesús ha nacido: Belén, una ciudad (en realidad un pueblo de pastores) de los montes de Judea. Lucas acentúa que “José era de la casa y de la familia de David” y que “subió a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén” (v. 4). La referencia a este lugar es importante porque es en Belén donde el pueblo espera al Mesías (Jn 7,40-43). Ya lo había anunciado el profeta Miqueas: “Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti sacaré al que ha de ser el jefe de Israel” (Miq 5,1).
Con esta anotación histórica y geográfica, Lucas quiere afirmar que el nacimiento de Jesús no es un mito que ha de relegarse al mundo de las fábulas –como tantas otras que circulaban en su tiempo– sino que es un acontecimiento real y concreto.
“Mientras se encontraban en aquel lugar” María dio a luz a su hijo “primogénito” …
María se comporta como todas las madres. Lucas menciona sus gestos premurosos y atentos: faja al niño y lo coloca en el pesebre. No sucede nada de milagroso. El nacimiento de Jesús es idéntico al de cualquier otra persona. Desde su primera aparición en este mundo, Jesús comparte en todo nuestra condición humana.
“No habían encontrado sitio en la posada” … Si se tiene presente cuán sagrada es para Oriente la hospitalidad, es inverosímil que María y José se hayan visto obligados a encontrar refugio en una gruta por haber sido rechazados por las familias del lugar.
El término usado en el texto original no se refiere a la posada o al caravasar (antigua edificación que se levantaba a la vera de los principales caminos para que los viajeros de las caravanas que hacían largos viajes de comercio, peregrinaje o militares pudieran pasar la noche, descansar y reponerse junto a sus animales). Designa más bien una habitación (probablemente la única) de la casa en la que José y María habían sido acogidos. No era conveniente que el parto tuviera lugar en una estancia que no ofrecía un mínimo de privacidad (es este el sentido de la expresión: “no había lugar para ellos”). Como debía acaecer a las parturientas pobres de toda Palestina, también María fue llevada al rincón más interno y recóndito de la habitación, lugar que habitualmente se destinaba también a los animales.
Aunque el texto evangélico no habla del asno y del buey (imaginados por la piedad popular a propósito de un texto de Isaías: “conoce el buey a su amo y el asno el pesebre de su dueño” (Is 1,3), es posible que ambos animales estuvieran allí.
Lucas nos ofrece estos detalles para mostrar que Dios –como suele hacer– invierte los valores y criterios de este mundo. El “Dios” que el pueblo espera, y que aún hoy día muchos siguen esperando, es fuerte y terrible, capaz de sembrar el pánico y de hacerse respetar. Pero éste no es Dios, es un ídolo, es la proyección de nuestros sueños mezquinos de grandeza y poder. El Dios que se manifiesta en Jesús es exactamente lo opuesto: débil, indefenso, tembloroso, se confía a las manos de una mujer. No estamos ante una revelación secundaria, a la espera de ver a Jesús revestido de esplendor y fuerza (como en el monte de la Transfiguración). En Jesús recién nacido acostado en el pesebre está presente en toda su plenitud el verdadero y eterno Dios, “escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1 Cor 1,23).
En la segunda parte del evangelio (vv. 8-14) la escena cambia completamente. No estamos más en la intimidad de una casa sino al aire libre, en el campo, y los personajes son otros: pastores y ángeles. “Había unos pastores en la zona que cuidaban por turno los rebaños a la intemperie”. Si se tratara solo de una información que el evangelista añade, podríamos inferir que Jesús no nació en el invierno de su hemisferio porque el ganado se guardaba a la intemperie de marzo a octubre. Pero a nosotros no nos interesa mucho saber en qué mes nació Jesús. Más importante es identificar quiénes fueron los primeros en reconocer en el niño fajado y colocado en un pesebre al Salvador, al Mesías, al esperado hijo de David. Son los pastores.
¿Por qué justamente ellos? No porque estuvieran espiritualmente mejor dispuestos. Todo lo contrario. Los pastores no eran en general gente simple, buena, inocente, honesta, estimada por todos, como nos dice la tradición navideña. Estaban catalogados entre las personas más impuras y, de hecho, existían buenas razones para ello. Conducían una vida no muy diversa a la de las bestias; no podían entrar en el Templo para rezar; no eran admitidos para testimoniar en un tribunal por no ser gente de fiar; tenían fama de falsos, deshonestos, ladrones, violentos. Los rabinos afirmaban que los pastores, los publicanos y aquellos que cobraban los impuestos, muy difícilmente se salvarían por haber hecho tanto daño al pueblo. Habían robado tanto que ni siquiera podían recordar a quiénes habían estafado. Por lo tanto, no pudiendo restituirlo, estaban destinados a la perdición.
Es a estos a quienes se dirige el mensaje celeste. “Miren, les doy una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy les ha nacido en la ciudad de David el Salvador, el Mesías y Señor” (vv. 10-11). Se adivina en las palabras del ángel el eco de la inscripción de Priene. No era Augusto –parece insinuar Lucas– el salvador que debía inundar el mundo de alegría e instaurar la paz. No ha sido su nacimiento sino el de Jesús el que ha marcado “el comienzo de los eventos gozosos recibidos gracias a Él”.
Desde su primera aparición en el mundo, Jesús se ha colocado entre los últimos. Son ellos, no los “justos”, los que necesitaban y necesitan de Dios una palabra de amor, de liberación y de esperanza.
Ya adulto, Jesús continuará viviendo junto a estas personas: hablará su lenguaje simple, usará las comparaciones, las parábolas, las imágenes tomadas de su mundo; participará en sus alegrías y sufrimientos; estará siempre de su parte contra todo aquel que intente marginarlos.
La señal dada a los pastores para reconocer al Salvador es sorprendente y paradójica. No se les dice que encontraran a un niño envuelto en luz, con cara de ángel, con una aureola sobre la cabeza y rodeado de huestes celestiales. Nada de esto: La señal es… un niño normal, con la sola característica de ser un pobre entre los pobres.
Los dos grupos de personas que encontraremos a lo largo de la vida pública de Jesús quedan ya bien definidos al momento de su nacimiento: por una parte, los pobres, los ignorantes, la gente despreciada que lo reconoce inmediatamente y lo acoge con alegría. Por otra, los sabios, los ricos, los poderosos, aquellos que viven aislados en sus palacios, lejos del pueblo y de sus problemas, convencidos de poseer ya todo lo que necesitan para ser felices. Estos no tienen necesidad de ningún salvador; por el contrario, un Mesías que no corresponda a sus expectativas, que cuestione sus proyectos, es un personaje incómodo al que hay que eliminar lo más pronto posible.
Las mujeres de Belén han asistido a María durante el parto u, observando a aquel niño, no se han dado ciertamente cuenta de que la historia del mundo se dividiría en dos partes: antes y después de su nacimiento.