NATIVIDAD DEL SEÑOR – Misa del día
DIOS HA REVELADO SU JUSTICIA
Desde sus comienzos, la historia de la humanidad –nos dice la Biblia– ha sido un sucederse de pecados. Ya en el capítulo sexto del libro del Génesis el autor sagrado, con un audaz antropomorfismo, afirma: “Al ver el Señor que en la tierra crecía la maldad del hombre y que toda su actitud era siempre perversa, se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra, y le pesó de corazón” (Gén 6,5-6).
En la plenitud de los tiempos, Dios ha intervenido para hacer justicia o, como dice el Salmo responsorial propuesto hoy por la liturgia, para revelar a los ojos de los pueblos su justicia.
Nosotros conocemos una sola justicia: la retributiva administrada por los jueces en los tribunales, donde se imponen castigos proporcionados a las culpas cometidas. No es ésta la justicia de Dios. “Yo soy Dios y no hombre” (Os 11,9). Al pecado no responde con recriminaciones y venganza, sino dando la mayor prueba de su amor: donando su Hijo al mundo. Una cierta teología del pasado ha aplicado desacertadamente a Dios nuestra justicia, presentándolo como un Dios justiciero. Nació así un cristianismo generador de miedo y no el que anuncia el Reino que es “justicia, paz y gozo” (Rom 14,17).
En Navidad Dios manifiesta la inmensidad de su amor incondicional. Ésta es su justicia. Todos los pueblos son invitados a contemplar maravillados, y a dejarse liberar del miedo, porque “en el amor no cabe el temor; antes bien, el amor desaloja el temor. Porque el temor se refiere al castigo, y quien teme no ha alcanzado un amor perfecto” (1 Jn 14,18).
“¡Cuán diferente es tu justicia, Señor, de la nuestra!”.
Primera Lectura: Isaías 52,7-10
¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: ¡Ya reina tu Dios! 8Escucha: Tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. 9Estallen en gritos de alegría, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén. 10El Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios.
En un día dramático del mes de julio del año 587 a.C. los soldados de Nabucodonosor abren una brecha en el muro de Jerusalén y entran en la ciudad, prendiendo fuego al templo, al palacio real, y a las casas, haciendo prisioneros y deportando a Babilonia la flor y nata del país. Dejan con vida en el país solo a algunos de entre los más pobres, como los vinicultores y los campesinos (2 Re 25,8-12).
Los primeros años en Babilonia son duros, penosos y tristes. Un eco melancólico de esta situación son las palabras del famoso canto del exiliado: “Junto a los canales de Babilonia nos sentábamos llorando con nostalgia de Sion” (Sal 137,1). A la amargura y humillación por la derrota, al dolor por la pérdida de las personas queridas y a la nostalgia por la propia tierra se añade una inquietante pregunta: ¿Por qué el Señor nos ha abandonado en manos de nuestros enemigos?
Los primeros responsables del desastre –concluyen unánimes– son los reyes obtusos e insensatos que nos han gobernado. No han escuchado a los profetas y así nos han conducido a la ruina. Pero también nosotros somos culpables: nos hemos dejado engañar y hemos cometido demasiadas iniquidades. ¿Quién nos liberará ahora de la esclavitud? ¿Permanecerá el Señor enojado con nosotros para siempre? ¿Ha repudiado para siempre a su esposa Israel?
La respuesta del Señor no se hace esperar: “¿Se repudia acaso a la mujer desposada en la juventud? –dice tu Dios”. “Por un instante te abandonaré, pero con gran cariño te recogeré…. Aunque se retiren los montes y vacilen las colinas, no te retiraré mi lealtad ni mi alianza de paz vacilará” (Is 54,6-10).
De hecho, un día el Señor “se acordó de su amor y de su fidelidad a la Casa de Israel” (Sal 98,3) y decidió liberar a su pueblo. Es en este punto de la historia donde se inserta nuestra lectura de hoy.
Aparece en Babilonia un profeta enviado por Dios para dirigir palabras de consolación a su pueblo. Está convencido de la fidelidad del Señor y habla como si el exilio hubiera ya terminado. El futuro es ya una realidad para él. Contempla la caravana de los exiliados dirigirse hacia Jerusalén, precedidos por un mensajero que corre como si tuviera alas en los pies porque quiere ser el primero en dar la alegre noticia de la llegada de los deportados.
El profeta se imagina estar contemplando la escena desde la cumbre del monte que domina Jerusalén y exclama: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: «¡Ya reina tu Dios!»” (v.7).
Después, el “sueño” continúa. He aquí que la ciudad se desborda de alegría. ¿Qué sucede? El profeta ajusta la mirada y ve a los centinelas que, desde lo alto de las murallas, escrutan el horizonte. De pronto, corren a anunciar a todos la alegre noticia: en la columna de personas que está llegando reconocen a los exiliados que regresan de Babilonia.
A este punto la escena se reviste de grandiosidad: a la cabeza de la caravana que se acerca triunfal, los centinelas descubren al Señor. Es Él quien reconduce su pueblo de regreso a Jerusalén (v. 8). En realidad, no había abandonado nunca a su pueblo. En la visión, el profeta Ezequiel había visto la gloria del Señor alejarse de la ciudad santa destruida y seguir a su pueblo camino del exilio (Ez 10,18-19; 11,22-23). Ahora regresan juntos.
La esclavitud ha terminado; los sufrimientos y las humillaciones han llegado a su fin; los dirigentes y los reyes malvados, al igual que los malos pastores que habían explotado y oprimido al pueblo, han desaparecido para siempre. Se inicia una nueva era, un reino en el que el Señor se pondrá decididamente a la cabeza de su pueblo.
La lectura concluye con una invitación que el profeta dirige a las ruinas de Jerusalén: “Estallen en gritos de alegría” (v. 9). Los muros destruidos se reconstruirán y todos los pueblos de la tierra contemplarán estupefactos la obra increíble que el Dios de Israel ha sabido realizar (v. 10).
Este es el “sueño” del profeta narrado en la lectura. ¿Qué ocurrió en realidad?
Hacia el año 520 a.C. un grupo de exiliados salió de Babilonia. Pero, ¡qué desilusión! A su llegada no hubo explosión de alegría; su regreso no tuvo nada de triunfal; la acogida fue muy fría; surgieron desavenencias entre los residentes y los recién llegados. ¿Se había equivocado el profeta? ¿Fue todo un engaño?
Pronto, sin embargo, el pueblo empezó a comprender: el regreso de Babilonia era solo una imagen de otra liberación que el Señor tenía preparada. Israel hubiera preferido ver la profecía realizada literal e inmediatamente. La había entendido en sentido material. Había pensado que Dios habría puesto su propia fuerza a disposición de los sueños de gloria del pueblo. No había entendido bien. Era otro el “regreso” sorprendente que Dios tenía en mente. Éste sí que provocaría una gloria universal e incontenible.
Segunda Lectura: Hebreos 1,1-6
En el pasado muchas veces y de muchas formas habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas. 2En esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien nombró heredero de todo, y por quien creó el universo. 3Él es reflejo de su gloria, la imagen misma de lo que Dios es, y mantiene el universo con su Palabra poderosa. Él es el que purificó al mundo de sus pecados, y tomó asiento en el cielo a la derecha del trono de Dios. 4Así llegó a ser tan superior a los ángeles, y cuán incomparablemente mayor es el Nombre que ha heredado. 5¿Acaso dijo Dios alguna vez a un ángel: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”? Y en otro lugar: “Yo seré para él un padre, él será para mí un hijo”. 6Asimismo, cuando introduce en el mundo al primogénito, dice: “Que todos los ángeles de Dios lo adoren”.
No se habla solo con la lengua. Un rostro sombrío, una sonrisa, una simple mirada, una caricia, un apretón de manos, a menudo comunican mejor que las palabras lo que se tiene en la mente y en el corazón. Un regalo va cargado de mensajes, aunque no esté acompañado de ninguna nota escrita. También el silencio puede ser “palabra”. En el famoso relato del encuentro de Elías con Dios en el monte Oreb, después de haber afirmado que Dios no estaba en el viento impetuoso ni en el terremoto ni en el fuego, el texto sagrado continúa: “Después del fuego se oyó una brisa tenue” (1 Re 19,12). Era Dios que se manifestaba… en el silencio.
Dios interviene en el mundo solo a través de su Palabra. La lectura aclara que se ha dirigido a los hombres de diversas maneras.
En los tiempos antiguos habló a través de la Creación. Es natural que la Creación hable de Dios pues ha tenido su origen en su Palabra. En todos los fenómenos de la naturaleza, en el Sol que despunta, en la lluvia que riega los campos, en la rotación armoniosa y regular de los astros, es posible escuchar el mensaje de Dios.
Quien no acierta a discernir esta voz, por distraído o por haber sido atrapado por el embrujo de las criaturas, es llamado “necio” en la Biblia. No es tachado de malvado o de culpable; es simplemente un “necio” y un infeliz porque, en su estrechez de mente, deja escapar el sentido de todo lo que existe y acontece. El autor del Libro de la Sabiduría observa: “Eran naturalmente faltos de inteligencia todos los hombres que ignoraban a Dios y fueron incapaces de conocer al que es, partiendo de las cosas buenas que están a la vista; no reconocieron al artífice en sus obras…. Si fascinados por la hermosura (de las criaturas) creyeron que eran dioses, sepan cuánto los aventaja su Dueño pues las creó el autor de la belleza” (Sab 13,1.3).
Este modo de hablar por medio de la Creación, sin embargo, es el menos perfecto. El pueblo de Israel ha tenido el privilegio de oír la voz del Señor de manera más nítida que los paganos: la ha escuchado a través de los profetas (v. 1). El Señor manifestaba a estos hombres y mujeres santos su pensamiento para que ellos lo comunicaran al pueblo. “No hará tal cosa el Señor sin revelar su plan a sus siervos los profetas” (Am 3,7).
En los últimos siglos antes de Cristo, a causa de la infidelidad del hombre, el cielo se cerró.
Dios dejó de enviar a sus profetas, y el pueblo sufrió la dolorosa experiencia del silencio de Dios. El profeta Amos lo había predicho: “Los hombres irán errantes de este a oeste, vagando de norte a sur, buscando la palabra del Señor, y no la encontrarán” (Am 8,12).
¿Hasta cuándo no dirigirá Dios la palabra a su pueblo? ¿Permanecerá airado para siempre? (Sal 79,5). El piadoso israelita suplicaba: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” (Is 63,20).
Cuando llegó la plenitud de los tiempos, mientras nosotros continuábamos siendo sus enemigos (Rom 5,6), Dios rasgó los cielos y envió al mundo a su mismo Hijo: su imagen perfecta, su “Palabra”, su “Verbo” (vv. 2-3).
Jesús es la revelación más elevada, clara y elocuente del Padre. Viéndolo a Él se ve al Padre (Jn 14,9). Es el fulgor que irradia el Padre, como afirma San Pablo: “El mismo Dios que mandó a la luz brillar en las tinieblas es el que hizo brillar su luz en nuestros corazones, para que en nosotros se irradie la gloria de Dios como brilla en el rostro de Cristo” (2 Cor 4,6).
La última parte de la lectura (vv. 4-6) insiste en la incomparable superioridad de la revelación obtenida a través de Jesús. Los hebreos sostenían que Dios había hablado incluso sirviéndose de los ángeles. El autor de la carta rebate: Jesús es inmensamente superior a los ángeles. Como prueba cita tres textos de las Escrituras y concluye: “¡Qué lo adoren todos los ángeles de Dios!”
Evangelio: Juan 1,1-18
Al principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. 2Ella existía al principio junto a Dios. 3Todo existió por medio de ella, y sin ella nada existió de cuanto existe. 4En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres; 5la luz brilló en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron. 6Apareció un hombre enviado por Dios, llamado Juan, 7que vino como testigo, para dar testimonio de la luz, de modo que todos creyeran por medio de él. 8Él no era la luz sino un testigo de la luz. 9La luz verdadera que ilumina a todo hombre estaba viniendo al mundo. 10En el mundo estaba, el mundo existió por ella, y el mundo no la reconoció 11Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. 12Pero a los que la recibieron, a los que creen en ella, los hizo capaces de ser hijos de Dios: 13ellos no han nacido de la sangre ni del deseo de la carne, ni del deseo del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. 14La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y verdad. 15Juan grita dando testimonio de él: “Éste es aquél del que yo decía: «El que viene detrás de mí, es más importante que yo, porque existía antes que yo». 16De su plenitud hemos recibido todos: gracia tras gracia. 17Porque la ley se promulgó por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad se realizaron por Jesús el Mesías. 18Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba al lado del Padre. Él nos lo dio a conocer.
Todos los autores cuidan con particular esmero la primera página de sus libros porque son como la carta de presentación de toda la obra. Esta tiene que ser no solo agradable y atrayente, sino que además debe anticipar los temas esenciales que se tratarán a continuación. Es una manera de atraer la curiosidad y suscitar el interés del lector.
Para introducir su evangelio, Juan compone un himno tan sublime y elevado que en verdad lo hace merecedor del título de “águila” entre los evangelistas. Como en la “obertura” de una sinfonía, es posible captar en este prólogo los motivos que serán después retomados y desarrollados en los capítulos sucesivos: Jesús enviado del Padre, fuente de vida, luz del mundo, lleno de gracia y de verdad, Unigénito en el que se revela la gloria del Padre.
En la primera estrofa (vv. 1-5) Juan parece alzar el vuelo utilizando una imagen familiar a la literatura sapiencial y rabínica: la “Sabiduría de Dios” representada por una mujer encantadora y fascinante. He aquí cómo la “Sabiduría” se presenta a sí misma en el Libro de los Proverbios: “El Señor me creó como la primera de sus tareas, antes de sus obras...No había océanos cuando fui engendrada…Todavía no estaban encajados los montes, antes de las montañas fui engendrada… Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo… Cuando imponía su límite al mar… cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a Él” (Prov 8,22-29).
Se trata de una personificación que aparece también en el Libro del Eclesiástico donde se afirma que la Sabiduría se ha como encarnado en la Torá, en la Ley, y ha plantado su tienda en Israel (Eclo 24, 3-8.22).
Juan conoce bien estos textos y –quizás con un punto de polémica frente al judaísmo– los retoma y los aplica a Jesús. Es Jesús la Sabiduría de Dios que planta su tienda entre nosotros; es Él, y no la ley de Moisés, quien revela a los hombres el rostro de Dios y su voluntad. Él es el Verbo, la Palabra última y definitiva de Dios. Es aquella Palabra mediante la cual Dios, al principio, creó el mundo.
No solamente esto. A diferencia de la Sabiduría personificada (Eclo 24,9), la palabra de Dios –que en Jesús de Nazaret se ha hecho carne– no ha sido creada, sino que “estaba” junto a Dios, existía desde toda la eternidad y era Dios. Para Israel, la Sabiduría “es un árbol de vida para los que echan mano de ella” (Prov 3, 18). Juan clarifica: La sabiduría de Dios se ha manifestado plenamente en la persona histórica de Jesús. Es Él, no más la Ley, la fuente de la Vida.
La venida de esta Palabra al mundo divide la historia en dos partes: antes y después de Cristo, tinieblas sin Él, luz donde está Él. Es una Palabra que, al igual que espada, penetra hasta lo más íntimo de todo hombre y separa en él lo que es “hijo de la luz” de lo que es “hijo de las tinieblas”. Las tinieblas intentarán destruir esta luz, pero no lo conseguirán. Ni siquiera la respuesta negativa del hombre podrá sofocarla. Y, al fin, la luz triunfará en el corazón de cada uno de nosotros.
La segunda estrofa (vv. 6-8) tiene la función de ser un primer intervalo narrativo que introduce la figura del Bautista. De él no se dice que “estaba junto a Dios”. Juan es un simple hombre escogido por Dios para una misión. Tenía que ser el testigo de la luz. Su función es tan importante que viene mencionada hasta tres veces. Él no era la luz, pero supo reconocer la luz verdadera y señalarla a todos.
La tercera estrofa (vv. 9-13) desarrolla el tema de Cristo-luz y la respuesta de los hombres cuando apareció en el mundo.
El himno se abre con un grito de alegría: “Venía al mundo la luz verdadera”. Jesús es la luz auténtica, lo contrario de las lucecillas ilusorias, los fuegos fatuos, espejismos, destellos engañosos proyectados por la sabiduría humana.
Este grito entusiasta viene seguido, sin embargo, de un lamento inmediato: “el mundo no la reconoció”. Es el rechazo, la oposición, es un cerrar la puerta a la luz. Los hombres prefieren la oscuridad por estar apegados a sus obras malvadas (Jn 3,19).
Ni siquiera los israelitas –“su gente”– la acogen. Y sin embargo deberían haber reconocido en Jesús la manifestación última, la encarnación de la “sabiduría de Dios”, de aquella sabiduría que “entre todos los pueblos había buscado dónde descansar y un sitio dónde habitar”, y justamente en Israel había encontrado su morada. El Creador del universo le había dado esta orden: “planta tu tienda en Jacob y toma a Israel como heredad” (Eclo 24,7-8).
Sorprende el rechazo a la luz y a la vida por parte de los hombres, incluso el de los más preparados y mejor dispuestos. También Jesús se admiraba un día de la incredulidad de sus mismos conciudadanos (Mc 6,6). Esto significa que la luz que viene de lo alto no se impone, no usa la violencia. Nos deja libres, pero nos pone frente a una decisión ineludible: es necesario escoger entre “bendición y maldición” (Dt 1,27), entre “vida y muerte” (Dt 30,15).
La estrofa concluye con la visión gozosa de aquellos que han creído en la luz. Creer no significa dar el propio consentimiento intelectual a un conjunto de verdades sino acoger a una persona, a la sabiduría de Dios que se identifica con Jesús.
A los que confían en Él se les concede “un derecho” inaudito: llegar a convertirse en hijos de Dios. Es el renacer de lo alto del que hablará Jesús a Nicodemo (Jn 3,3). Es un renacer que no tiene nada que ver con el nacimiento natural, ligado a la sexualidad y al querer del hombre. El renacer de Dios es de otro orden, es obra del Espíritu.
La cuarta estrofa (v. 14): “Y el Verbo se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros”. He aquí el punto culminante de todo el prólogo que oiremos de rodillas en la proclamación del evangelio de hoy. Los cristianos de las primeras comunidades están aún grávidos de una admiración gozosa y maravillada frente al misterio de Dios que, por Amor, se despoja de su gloria, se rebaja a sí mismo y fija su morada entre nosotros.
“Carne” en el lenguaje bíblico significa el hombre en su dimensión de debilidad, fragilidad, caducidad. Se percibe aquí la dramática contraposición entre “carne” y “Palabra de Dios”, tan eficaz y realísticamente expresada en el texto de Isaías: “Toda carne es hierba…y su belleza como flor campestre. Se seca la hierba, se marchita la flor, pero la palabra de nuestro Dios se cumple siempre” (Is 40,6-8).
Cuando Juan dice que la “Palabra” se hace carne no afirma simplemente que toma un cuerpo mortal o que se reviste de músculos, sino que se hace uno como nosotros, en todo semejante a nosotros (incluidos los sentimientos, las pasiones, las emociones, los condicionamientos culturales, el cansancio, la fátiga, la ignorancia –sí, también la ignorancia– al igual que las tentaciones, los conflictos interiores…). En todo semejante a nosotros menos en el pecado.
“Y nosotros veremos su gloria”. El hombre bíblico era consciente de que el ojo humano era incapaz de ver a Dios.
De Dios, solo se puede contemplar la “gloria”, es decir, la huella de su presencia, sus obras, sus gestos de poder a favor de su pueblo: “Mostraré mi gloria derrotando al Faraón con su ejército, sus carros, y jinetes” (Éx 14,17).
En esta frase del prólogo se percibe el eco de las expresiones llenas de intensa emoción de la primera carta de Juan: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo que les anunciamos: la Palabra de vida. La vida se manifestó: la vimos, damos testimonio y les anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Lo que vimos y oímos se lo anunciamos también a ustedes…. Les escribimos esto para que su alegría sea completa” (1 Jn 1,1-4).
Juan habla en plural porque quiere referirse a la experiencia de los cristianos de su comunidad quienes, con ojos de fe, han sido capaces de descubrir, a pesar del velo de la “carne” de Jesús humillado y crucificado, el rostro de Dios.
El Señor ha manifestado muchas veces su gloria con signos y prodigios, pero nunca se había revelado de una manera tan clara y tan abierta como en su “Unigénito, lleno de gracia y verdad”. “Gracia y verdad” es una expresión bíblica que significa “amor fiel”. La encontramos en el Antiguo Testamento cuando el Señor se presenta a Moisés como “el Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, rico en bondad y lealtad” (Éx 34,6). En Jesús está presente la plenitud del amor fiel de Dios. Él es la demostración irrefutable de que nada podrá jamás obstaculizar la benevolencia de Dios.
La quinta estrofa (v. 15) es el segundo interludio. Reaparece el Bautista y esta vez habla en presente: “da testimonio” a favor de Jesús. “Grita” a los hombres de todos los tiempos que Él es único.
La sexta estrofa (vv. 16-28) es un canto de júbilo que prorrumpe en la comunidad agradecida a Dios por el don recibido. Don incomparable. También la ley de Moisés era don de Dios, pero no era definitiva. Las disposiciones externas que contenía no podían comunicar “la gracia y la verdad”, es decir la fuerza que permite al hombre corresponder al amor fiel de Dios. La “gracia y la verdad” han sido dadas por medio de Jesús. Aparece aquí su nombre por primera vez.
A Dios nadie lo ha visto. Es una afirmación que Juan recuerda con frecuencia (5,37; 6,46; 1 Jn 4,12.20) y que encontramos también en el Antiguo Testamento: “Mi rostro tu no lo puedes ver porque nadie puede verlo y quedar con vida” (Ex 33,20).
Las manifestaciones, las apariciones, las visiones de Dios narradas en el Antiguo Testamento no eran visiones materiales; era un modo humano de describir la revelación del pensamiento, de la voluntad y de los proyectos del Señor.
Ahora, sin embargo, viendo a Jesús, es posible ver real y concretamente a Dios. Para conocer al Padre no es necesario recurrir a razonamientos filosóficos o perderse en sutiles disquisiciones. Basta contemplar a Cristo, observar lo que hace, lo que dice, lo que enseña, cómo se comporta, cómo ama, a quién prefiere, a quién frecuenta, con quién come, a quién escoge, a quién reprende, a quién defiende. Basta contemplarlo en el momento más alto de su “gloria”, cuando es alzado en la cruz. En esta suprema manifestación llena de Amor, el Padre lo ha dicho todo.