MARÍA SANTÍSIMA MADRE DE DIOS – 1 Enero
BENDIGAN; NO MALDIGAN: ES EL CAMINO DE LA PAZ
Los cristianos han siempre asociado la tradicional fiesta del Año Nuevo con diferentes temas o fiestas religiosas. Antes del Concilio, se celebraba la circuncisión de Jesús, que tuvo lugar, según nos refiere Lucas, ocho días después de su nacimiento (Lc 2,21). Este día ha sido también dedicado a María Madre de Dios y, a partir del 1968, el primer día del año se ha convertido, por voluntad del papa Pablo VI, en el “Día mundial de la Paz”.
Las lecturas reflejan esta variedad de temas: las bendiciones para un buen comienzo del año (Primera lectura); María, modelo de toda madre y de todo discípulo (Evangelio); la paz (Primera lectura y Evangelio); la filiación divina (Segunda lectura); el estupor frente al amor de Dios (Evangelio) y el nombre con el que Dios quiere ser identificado e invocado (Primera lectura y Evangelio).
Bendecir y bendiciones son términos que aparecen frecuentemente en la Biblia; se encuentran en casi todas sus páginas (552 veces en el Antiguo Testamento, 65 en el Nuevo Testamento). Desde el principio Dios bendice a sus criaturas, los seres vivientes, para que sean fecundos y se multipliquen (Gén 1,22); asimismo bendice al hombre y a la mujer para que dominen y cuiden de toda la Creación (Gén 1,28). Dios también bendice el último día, el sábado, signo del descanso y de la alegría sin fin (Gén 2,3).
Necesitamos ser bendecidos por Dios y por los hermanos. La maldición separa y significa rechazo; la bendición, por el contrario, acerca, refuerza la solidaridad, infunde confianza y esperanza. “El Señor te bendiga y te proteja”: son las primeras palabras que oímos en la liturgia de este día con el fin de que permanezcan impresas en el corazón y se las repitamos a amigos y enemigos a lo largo de todo el año.
“Enséñanos, Señor, a bendecir a quien nos insulta, a soportar a quien nos persigue,
y a confortar a quien nos calumnia”.
Primera Lectura: Números 6,22-27
El Señor habló a Moisés: “Di a Aarón y a sus hijos: Así bendecirán a los israelitas:
24«El Señor te bendiga y te guarde, 25el Señor te muestre su rostro radiante y tenga piedad de ti,26el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz»”. 27Así invocarán mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré”.
Sigue muy floreciente aún hoy el mercado de las bendiciones y de las maldiciones, de las magias y sortilegios, de los hechizos y el mal de ojo. Lo era mucho más en los tiempos antiguos cuando se pensaba que la palabra realizaba lo que decía, sobre todo si iba acompañada de gestos y pronunciada por quien estaba dotado de poderes sobrehumanos y misteriosos.
Siempre eficaz era considerada naturalmente la palabra de Dios: “Por la palabra de Dios se hizo el cielo… porque Él lo dijo y existió; Él lo mando y surgió” (Sal 33,6.9). Se temían sus maldiciones y se invocaban sus bendiciones. Él bendecía a su pueblo cuando lo colmaba de bienes, cuando concedía prosperidad y salud, triunfos y victorias, lluvias y fecundidad a campos y a animales (Dt 28,1-8). Por el contrario, las desventuras, enfermedades, carestías y derrotas eran signos de su maldición (Dt 28,15.19). Existían también mediadores de las bendiciones divinas: el padre de familia (“La bendición del padre afianza las raíces” (Eclo 3,9), el rey (Gén 14,18ss), los sacerdotes.
Nuestra lectura presenta el texto de la más famosa de las bendiciones, aquella enseñada por el Señor mismo a Moisés. Debía ser recitada por los hijos de Aarón para “invocar el nombre del Señor sobre los israelitas” al término de la liturgia cotidiana del templo. El sacerdote salía a la puerta del santuario y extendiendo las manos sobre la muchedumbre que lo esperaba, pronunciaba esta fórmula sagrada.
Por tres veces se invoca en ella el nombre del Señor (JHWH), nombre inefable que solo a los sacerdotes les estaba permitido pronunciar y solo para bendecir, nunca para maldecir.
Después de cada una de las tres invocaciones del nombre santo, se añadían dos peticiones:
Son seis imágenes que completan la petición de gracias y favores.
El rostro radiante es signo de amistad y de benevolencia, inspira confianza, abre el corazón a la gozosa esperanza. Con lenguaje encantadoramente humano, el israelita fervoroso pide frecuentemente al Señor “serenar su rostro”, “no esconder su rostro” (Sal 27,9), no mostrarse airado. “Vuélvete a nosotros –suplica el salmista–; ilumina tu rostro y nos salvaremos” (Sal 80,4); “brille sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor” (Sal 4,7).
No solamente Dios bendice al hombre, sino que también el hombre es llamado a bendecir a Dios. En los salmos aparece insistentemente la invitación: “bendigan al Señor todos los siervos del Señor. Levanten las manos hacia el santuario y bendigan al Señor” (Sal 134,1-2); “bendigan su nombre, pregonen día tras día su victoria” (Sal 96,2-3). El israelita fervoroso comenzaba todas sus oraciones con la fórmula: “Bendito eres, Señor…”.
La bendición que el hombre dirige al Señor es la respuesta a los beneficios recibidos. Son señal de haber reconocido que todo bien viene de Él, que todo es don gratuito de Dios.
La Biblia habla continuamente de las bendiciones de Dios, y también –muy raramente– de sus maldiciones. Emplea un lenguaje humano para describir las consecuencias desastrosas provocadas, no por Dios, sino por el pecado. Quien se aleja del camino de la vida atrae sobre sí las peores desventuras. Lo había ya comprendido el sabio Ben Sirá: “al que hace el mal se le volverá contra él” (Eclo 27,27). De Dios viene solo la bendición.
¿Qué respuesta ha dado el Señor a las súplicas de su pueblo? Israel, en realidad, esperaba del Señor una bendición, una paz, un Shalom bastante “material”.
En la plenitud de los tiempos, Dios ha enviado su Paz, su Hijo: “Él es nuestra paz” (Ef 2,14). La sorpresa ha sido tan grande que ha hecho exclamar a Pablo: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por medio de Cristo, nos bendijo con toda clase de bendiciones espirituales del cielo” (Ef 1,3). Y también Zacarías pronunció su agradecida bendición: “Bendito el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo” (Lc 1,68).
“Dios ha resucitado a su siervo y lo envió… para bendecirlos” (Hch 3,25-26). En Él todas las maldiciones se han transformado en bendiciones (Gal 3,8-14). Si, en Cristo, Dios ha revelado su rostro bendiciendo, el hombre también ha de bendecir siempre, aun a los enemigos: “bendigan y no maldigan” (Rom 12,14). “No devuelvan mal por mal ni injuria por injuria sino por el contrario bendigan, ya que ustedes mismos han sido llamados a heredar la bendición” (1P 3,9).
Segunda Lectura: Gálatas 4,4-7
Cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, 5para que rescatase a los que estaban sometidos a la ley y nosotros recibiéramos la condición de hijos.
6Y como son hijos, Dios infundió en sus corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: Abba, es decir, «Padre». 7De modo que no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres heredero por voluntad de Dios.
En este pasaje de la Carta a los Gálatas, Pablo les recuerda la verdad central del Evangelio: después de que Dios ha enviado su Hijo “nacido de mujer”, es decir, en todo semejante a nosotros menos en el pecado, podemos llamar a Dios: “¡Abba, Padre!” (v. 6). ¡Esta es la Buena Noticia!
También los paganos llamaban a Dios “Padre de todos los hombres”. Sin embargo, ¿qué tiene de específico para los cristianos la expresión “Padre”? ¿Por qué Pablo afirma conmovido que ahora el cristiano no es más esclavo, sino hijo que puede gritar Abba? ¿Es el Padre Nuestro una oración que todos los hombres pueden recitar? A esta última pregunta todos probablemente responderemos que sí, y hay un texto evangélico que justifica esta respuesta: “amen a sus enemigos, oren por sus perseguidores. Así serán hijos de su Padre del cielo, que hace salir su Sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45). La benevolencia de Dios no hace ninguna distinción entre los hombres; todos son sus hijos. Es cierto: Dios es Padre de todos los hombres.
Pero cuando un pagano y un cristiano invocan a Dios Padre no entienden la misma cosa. El pagano lo invoca como Padre porque es consciente de haber recibido de sus manos el don de la existencia. El cristiano, sin embargo, se siente hijo de Dios a otro nivel; sabe que, además de la existencia, ha recibido el Espíritu del Padre, su misma vida divina. Esta era la razón por la que, en los primeros siglos del cristianismo, la oración del Padre Nuestro no se “entregaba” inmediatamente a los que comenzaban su preparación para el bautismo sino apenas unos días antes de la recepción del sacramento, es decir, solo cuando los catecúmenos estaban ya en condiciones de comprender plenamente el significado.
La lectura de hoy está ligada al tema de la fiesta de la Paz. Quien ha recibido el Espíritu y llama a Dios Abba, no puede sino sentirse hermano de todos los hombres y convertirse en constructor de paz.
EVANGELIO: Lucas 2,16-21
Fueron rápidamente y encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre. 17Al verlo, les contaron lo que les habían dicho del niño. 18Y todos los que lo oyeron se asombraban de lo que contaban los pastores. 19Pero María conservaba y meditaba todo en su corazón. 20Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto; tal como se lo habían anunciado. 21Al octavo día, al tiempo de circuncidarlo, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de que fuera concebido.
El evangelio de hoy es la continuación del pasaje leído en la noche de Navidad. Junto a la cuna de Jesús, aparecen de nuevo los pastores (vv. 16-17). Siguiendo el anuncio recibido del cielo se dirigen a Belén y encuentran a José, a María y al Niño recostado en el pesebre.
Lo extraordinario es justamente eso: que no encuentran nada de extraordinario. Ven solamente un niño con su padre y su madre. Sin embargo, en aquel ser débil, necesitado de ayuda y protección, reconocen al Salvador. No tienen necesidad de signos extraordinarios, no suceden milagros ni prodigios. Los pastores representan a todos los pobres, los excluidos, quienes, casi instintivamente, reconocen en el niño de Belén al Mesías del cielo.
En las representaciones navideñas, los pastores aparecen en general de rodillas delante de Jesús. Sin embargo, el texto del evangelio no dice que se hayan postrado en adoración, como han hecho los reyes magos (Mt 2,11).
Se han quedado simplemente a observar –estupefactos y extasiados– la obra maravillosa que Dios había realizado en su favor; después, ellos mismos han anunciado a otros su alegría y “todos los que lo oyeron se asombraban de lo que contaban los pastores” (v. 18).
En los primeros capítulos de su evangelio, Lucas hace notar frecuentemente el asombro y la alegría incontenible de las personas que se sienten envueltas en el proyecto de Dios. Isabel, al descubrir su embarazo, repite a todos: “Así me ha tratado el Señor cuando dispuso que terminara mi humillación pública” (Lc 1,25); Simeón y la profetisa Ana bendicen a Dios porque les ha concedido ver la Salvación preparada para todas las gentes (Lc 2,30.38); también María y José se quedan maravillados, estupefactos (Lc 2,33.48).
Todos ellos tienen los ojos y el corazón del niño que sigue con la mirada, embelesado, cada gesto del padre, y sonríe porque en todo lo que el padre hace, descubre un signo de su amor. “El reino de Dios pertenece a los que son como ellos –dirá un día Jesús– y el que no recibe el reino de Dios como un niño no entrará en él” (Mc 10,14-15).
La primera preocupación de los pastores no es de tipo ético: no se preguntan qué deben hacer, qué cambios morales deben realizar en sus vidas no siempre ejemplares, qué pecados tienen que evitar…. Se detienen simplemente a gozar lo que Dios ha hecho. Después, solo después de sentirse amados por Dios, podrán escuchar los consejos, las propuestas de vida nueva que el Padre les ofrecerá. Solo así se encontrarán en la condición justa para poner su confianza en Dios.
En la segunda parte del evangelio (v.19) se señala la reacción de María al relato de los pastores: “María conservaba y meditaba todo en su corazón” (literalmente: ponía juntos estos acontecimientos).
Lucas no pretende decir que María “retenía en la mente” todo lo que sucedía sin olvidar ningún detalle. Y tampoco quiere presentar a María –como alguien ha sostenido– como su fuente de información sobre la infancia de Jesús. El alcance teológico de la afirmación de Lucas va mucho más allá. Afirma que María ponía juntos todos los acontecimientos, los comparaba entre sí y sabía descifrar su sentido; descubría el hilo conductor; contemplaba la realización del proyecto de Dios. María (de trece o catorce años de edad) no era una joven superficial; no se exaltaba cuando las cosas iban bien ni se abatía frente a las dificultades. Meditaba y observaba con ojo atento todo lo que sucedía para no dejarse condicionar por las ideas ni las convicciones de la tradición de su pueblo. Se preparaba así para ser receptiva y acoger las sorpresas de Dios.
Una cierta devoción mariana la ha alejado demasiado de nuestro mundo y de nuestra condición humana; de nuestras angustias; de nuestras dudas e incertezas, de nuestras dificultades a la hora de creer. La han envuelto en un halo de privilegios que, según los casos, la han hecho admirable o envidiable, pero no amada.
Lucas nos ofrece la óptica justa, y así la presenta como la hermana que ha realizado un camino de fe no diverso del nuestro. María no entiende todo al principio: se admira de lo que dice Simeón del niño (Lc 2,33) como se quedaban admirados los apóstoles y todo el pueblo ante las obras de Dios (Lc 9,43-45). No comprenderá las palabras de su hijo: “debo estar en los asuntos de mi Padre” (Lc 2,49-50); al igual que los Doce—“ellos no entendieron nada; el asunto les resultaba oscuro y no comprendían lo que decía” (Lc 18,34). María no entiende, pero observa, escucha, medita, reflexiona y, después de la Pascua, (¡no antes!), entenderá todo, percibirá claramente el sentido de todo lo acontecido.
Lucas la presentara de nuevo, por última vez, al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, en el lugar que le corresponde, es decir, en medio de la Comunidad de los creyentes: “Todos ellos, con algunas mujeres, la madre de Jesús y sus parientes, permanecían íntimamente unidos en la oración” (Hch 1,14). Ella es “la bienaventurada” porque ha creído (Lc 1,45).
El evangelio de hoy termina con el recuerdo de la circuncisión. Con este rito Jesús entra oficialmente a formar parte del pueblo de Israel. Pero no es esta la razón principal por la que Lucas recuerda el acontecimiento. Es otro el detalle que le interesa: se trata del nombre que se le da al niño, un nombre que no eligieron sus padres, sino que había sido indicado directamente del cielo.
Entre los pueblos del antiguo Oriente, el nombre no era solamente un medio para identificar a las personas y distinguirlas de los animales, o para indicar los objetos. Era mucho más. Expresaba la naturaleza misma de las cosas; formaba un todo con quien lo llevaba. Abigail dice de su marido: “él es como dice su nombre: se llama Necio (literalmente 'Nabal') y la necedad va con él” (1 Sm 25,25). Ser llamado con el nombre de otro quería decir hacerlo presente, tener su misma autoridad, reclamar su protección (Dt 28,10).
Teniendo presente este contexto cultural, es fácil entender la importancia que Lucas atribuye al nombre dado al niño. Se llama Jesús que significa “El Señor salva”. Mateo explica: Fue llamado así porque Él salvará al pueblo de sus pecados (cf. Mt 1,21).
En el comentario a la Primera lectura decíamos que el nombre de Dios –JHWH– no podía ser pronunciado. Pero sin nombre se permanece en el anonimato. Quien no conoce nuestro nombre solo puede establecer una relación superficial con nosotros.
Si Dios quería entrar en diálogo con el hombre, tenía que decirle cómo quería ser llamado, indicar su nombre, revelar su identidad. Y lo ha hecho, porque, escogiendo el nombre de su Hijo, Jesús, Dios ha dicho quién es Él.
He aquí su identidad: Aquel que salva. Aquel que no hace otra cosa sino salvar. En los evangelios, este nombre se repite hasta 566 veces, casi para recordarnos que toda imagen de Dios incompatible con este nombre debe ser cancelada.
Ahora comprendemos la razón por la que en el Antiguo Testamento Dios no permitía que su nombre fuera pronunciado: porque solo en Jesús nos diría quién es.
Es interesante notar quiénes son en el evangelio de Lucas aquellos que llaman a Jesús por su nombre. No son los santos, los justos, los perfectos, sino los marginados, aquellos que se encuentran a merced de las fuerzas del mal. Son los endemoniados (Lc 4,34) los leprosos: “Jesús, maestro, ten piedad de nosotros!” (Lc 17,13); el ciego: “Jesús, hijo de David, ten piedad de mí” (Lc 18,38) y el criminal que muere en la cruz junto a Él: “Jesús, cuando llegues a tu reino acuérdate de mí” (Lc 23,42).
Lo confesará Pedro ante los jefes religiosos de su pueblo: “En realidad, ningún otro nombre bajo el cielo ha sido dado a los hombres por el que puedan ser salvados”.