EPIFANÍA DEL SEÑOR
BRILLA LA ESTRELLA
LUZ PARA TODOS LOS PUEBLOS
Tierra de paso, objeto de discordias, encrucijada de pueblos, culturas, razas, lenguas, Palestina ha sido invadida y ocupada, a turno, por los faraones de Egipto y los príncipes de Mesopotamia.
El deseo de venganza contra estos opresores había sido cultivado por largo tiempo en Israel (cf. Sal 137,8-9). Sin embargo, la venganza y la represalia no entraban en los planes de Dios. Un profeta anónimo del siglo III a.C. revela, por el contrario, cuáles eran en realidad los sueños de Dios: “¡Un día los egipcios darán culto a Dios con los asirios. Aquel día Israel será mediador entre Egipto y Asiria; será una bendición en medio de la tierra porque el Señor Todopoderoso los bendice diciendo: «¡Bendito mi pueblo, Egipto, y la obra de mis manos, Asiria, y mi herencia, Israel!»” (Is 19,23-25).
Una profecía sorprendente, inaudita, increíble: Israel está destinado a ser el mediador de la salvación para sus dos enemigos históricos, los asirios y los egipcios.
Un siglo antes, otro profeta había anunciado: “El Señor conducirá a todos los extranjeros a su monte santo y los colmará de la alegría de su casa” (cf. Is 56,6-7).
El sueño de Dios se realizó cuando surgió en Jacob, como el Señor había prometido (cf. Nm24,17), la estrella, Cristo el Señor. Su luz disipa las tinieblas creadas por odios ancestrales y convoca a todas las gentes a formar una única familia. Es este el mensaje de esperanza de la Epifanía, la fiesta de la luz.
“Su luz hará florecer la justicia y abundar la paz, hasta que se apague la luna”.
Primera Lectura: Isaías 60,1-6
¡Levántate, brilla, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! 2Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos; pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerásobre ti; 3y acudirán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora. 4Echa una mirada a tu alrededor y observa: todos ésos se han reunido, vienen a ti; tus hijos llegan de lejos, a tus hijas las traen en brazos. 5Entonces lo verás, radiante de alegría; tu corazón se asombrará, se ensanchará, cuando vuelquen sobre ti los tesoros del mar y te traigan las riquezas de los pueblos. 6Te inundará una multitud de camellos, de dromedarios de Madián y de Efá. Vienen todos de Saba, trayendo incienso y oro y proclamando las alabanzas del Señor.
Para comprender esta página, una de las más poéticas de toda la Biblia, son necesarios dos preámbulos, uno histórico y el otro geográfico. Comencemos con el primero. Comentando la primera lectura del día de Navidad habíamos mencionado los acontecimientos dramáticos que en el año 587 a.C. habían llevado a la destrucción de Jerusalén. La ciudad humillada, reducida a un montón de escombros, aparece a los ojos del profeta como una viuda sentada en la tierra, sola, abatida, desolada, sin marido y privada de los hijos que le han sido arrebatados y deportados a tierra extranjera.
Pasan los años y la esperanza de un regreso de los exiliados de Babilonia aparece siempre más lejana. “La señora de las naciones” (Lam 1,1), “la admiración de toda la tierra” (Is 62,7), aquella que en momentos de esplendor había sido comparada con una joven fascinante cortejada por todos, ahora se ha convertido en una esclava vieja y desconsolada.
Y ahora el preámbulo geográfico: Jerusalén está situada sobre un monte a cuyos lados se extienden dos valles citados aun en los evangelios, la Gehena y el Cedrón. Por la mañana, cuando despunta el sol, la ciudad aparece envuelta en luz reluciente, mientras que los valles continúan en las tinieblas de la noche. En la lengua hebrea Cedrón significa “oscuro”.
Este es contexto histórico-geográfico desde el que habla el profeta; he aquí lo que él percibe. El alba, con su primer rayo de sol, despunta del monte de los Olivos e ilumina la ciudad. De pronto –el profeta parece estar soñando– Jerusalén, la viuda abatida, se vuelve radiante y encantadora como la joven fascinante de otro tiempo; un manto de luz la ciñe como un vestido de mil colores. El vidente se acerca e invita a la ciudad a desprenderse de los símbolos de luto, a levantarse, a enjugarse las lágrimas porque su esposo, el Señor, que la había abandonado a causa de su infidelidad, está regresando para recibirla de nuevo (vv. 1.4).
No regresa solamente el esposo; también le son restituidos los hijos llevados al exilio. Solamente tiene que levantar los ojos para verlos (v. 4). Regresan de lejos; las hijas vienen del brazo de aquellos que las habían raptado.
La visión continúa. Ahora el profeta invita a Jerusalén a dirigir la mirada hacia Occidente: en el horizonte, entre las olas del Mediterráneo, aparecen naves mercantes de Fenicia, de Grecia, de Tarsis, el mítico país donde el Sol da por terminada su jornada diaria. Vienen cargadas de regalos para ella, la bendita (v. 5). Del Oriente se acerca una caravana de camellos y dromedarios. Traen los productos exóticos del desierto de Arabia y de los fabulosos reinos de Sabá: especias, perfumes, oro y todo lo más precioso que existe.
¿Cuál es el sentido de esta escena grandiosa y por qué se propone para la fiesta de la Epifanía?El profeta tenía en mente un sueño: el regreso de los deportados a Babilonia y la reunificación de todos los dispersos de Israel. Un sueño difícil de realizarse porque los israelitas se habían instalado cómodamente en las tierras del exilio y no tenían ninguna intención de correr nuevos e imprevistos riesgos regresando a casa.
Solo unos pocos convencidos tomaron el camino de regreso. La mayoría se quedó para siempre en Babilonia. Los que volvieron, pronto cayeron en el desencanto y la desilusión: se encontraron con una Jerusalén todavía en ruinas. No se encendió ninguna luz. Del mar y del desierto habían llegado muchas gentes, sí, pero solamente para saquear…
No obstante el comprensible desconcierto y confusión, el pueblo de Israel no pensó en ningún momento que el Señor lo hubiera abandonado o que hubiera faltado a su palabra. Aun en los momentos más difíciles, la profecía continuó: “Vendrán las riquezas de todos los pueblos” (Ag 2,7); “Los reyes de Tarsis y las islas le pagarán tributo; los reyes de Sabá y Arabia le pagarán impuestos”(Sal 72,10).
Aquel día llegó y la sorpresa causada por la intervención de Dios fue tan grande que el mismo profeta, de haber seguido con vida, hubiera quedado sorprendido y estupefacto. La luz que ha surgido de Jerusalén y que ha inundado el mundo es la luz de la Pascua. Desde aquel día, todos los pueblos han iniciado su peregrinación hacia “el monte del Señor”, hacia aquella comunidad elegida, la Iglesia, que ha sido colocada sobre el monte (cf. Mt 5,14) como señal para todos los hombres del comienzo de la paz sobre la tierra.
Epifanía significa “aparición del Señor”. En Oriente, donde se originó la fiesta, había sido instituida para recordar, no la visita de los magos, sino el nacimiento de Jesús, la Navidad, la aparición de la Luz. En Occidente –donde la Navidad se celebra el 25 de diciembre– fue aceptada en el siglo IV y se convirtió en la “manifestación de la luz del Señor” a los paganos y en la llamada universal de todos los pueblos a la salvación de Cristo.
Segunda Lectura: Efesios 3,2-6
Hermanos, supongo que están informados de la gracia de Dios que me ha sido dispensada para provecho de ustedes. 3Fue por medio de una revelación cómo se me dio a conocer el misterio, tal como acabo de explicárselo brevemente. 4Lean mi carta y comprenderán cómo entiendo el misterio de Cristo. 5Este misterio no se dio a conocer a los hombres en las generaciones pasadas; sin embargo, ahora se ha revelado a sus santos apóstoles y profetas inspirados. 6Y consiste en esto: que por medio de la Buena Noticia los paganos comparten la herencia y las promesas de Cristo Jesús, y son miembros del mismo cuerpo.
La palabra misterio aparece solamente dos veces en los evangelios, en la famosa frase de Jesús a los apóstoles: “A ustedes se les ha concedido conocer el misterio del Reino de los Cielos”(Mc 4,11; Mt 13,11). Sin embargo, es usada frecuentemente en las cartas de Pablo y en el Apocalipsis.
En Israel, la palabra “misterio” aludía al proyecto de Dios sobre el mundo, proyecto secreto, inaccesible, por tener su origen en el cielo. Los hombres –se decía– no podían comprenderlo porque los caminos y los pensamientos del Señor están tan lejos de los nuestros como lo está el cielo de la tierra (cf. Is 55,9).
¿Llegaremos alguna vez a comprender qué hay en la mente de Dios; hacia dónde nos conduce; cuál es el sentido y el objetivo de la Creación?
En tiempos de Jesús se pensaba que Dios daba a conocer a algunos hombres sus proyectos arcanos mediante sueños, visiones o arrebatándolos al cielo.
En la lectura de hoy, Pablo afirma, por el contrario, que el modo de llegar al conocimiento del “misterio” es ahora distinto. Encargados de revelar los pensamientos y los planes del Señor no son los visionarios, sino los predicadores, los apóstoles, los profetas de las Comunidades cristianas. Estos reciben de Dios el don de penetrar en la comprensión de su misterio.
Llegan a comprenderlo porque están atentos a lo que el Señor realiza en medio de su pueblo: contemplan sus obras y así reciben la revelación de lo que Dios tiene en su mente desde toda la eternidad. Pablo se incluye a sí mismo entre las personas elegidas que han descubierto el proyecto de Dios y han sido involucradas en su realización.
En la segunda parte de la lectura (vv. 5-6) el Apóstol clarifica finalmente en qué consiste el misterio: es la Salvación de todos.
La herencia de las promesas hechas a Abrahán y a su descendencia no es privilegio exclusivo de Israel: es para todos los pueblos.
Entre las antiguas generaciones ni siquiera las personas más atentas fueron capaces de barruntar este proyecto de Dios. Estaban convencidas de que, frente a él, las naciones todas son como si no existieran; para él no cuentan absolutamente nada (Is 40,17). Ahora, sin embargo, Dios revela en Cristo Jesús que también los paganos son “coherederos”, “copartícipes” de las promesas y forman con los miembros del pueblo elegido “un único cuerpo” (v. 6).
Este misterio de Dios ha sido ya expresado por Pablo en el capítulo precedente con palabras conmovedoras que vale la pena fijar en nuestra memoria: “Recuerden –dice a los Efesios– que entonces vivían lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel, ajenos a la alianza y sus promesas, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Pero, gracias a Cristo Jesús, los que en un tiempo estaban lejos, ahora están cerca por la sangre de Cristo. Porque Cristo es nuestra paz, el que de dos pueblos hizo uno solo, derribando con su cuerpo el muro divisorio, la hostilidad. Anulando la ley con sus preceptos y cláusulas, Él reunió los dos pueblos en su persona, creando de los dos una nueva humanidad, restableciendo la paz. Los reconcilió con Dios en un solo cuerpo por medio de la cruz, dando muerte en su persona a la hostilidad. Vino y anunció la paz a ustedes, los que estaban lejos y la paz a aquellos que estaban cerca” (Ef 2,12-17).
Este párrafo de la Carta a los Efesios queda reflejado perfectamente en el tema de esta fiesta que celebra la aparición de la luz de Cristo a los paganos.
Evangelio: Mateo 2,1-12
Jesús nació en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes. Sucedió que unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén 2preguntando: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Vimos aparecer su estrella y venimos a adorarlo”. 3Al oírlo, el rey Herodes comenzó a temblar, y lo mismo que él toda Jerusalén. 4Entonces, reuniendo a todos los sumos sacerdotes y letrados del pueblo, les preguntó en qué lugar debía nacer el Mesías. 5Le contestaron: “En Belén de Judea, como está escrito por el profeta: 6««Tú, Belén, en territorio de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de Judá, pues de ti saldrá un jefe, el pastor de mi pueblo, Israel»”. 7Entonces Herodes, llamando en secreto a los magos, les preguntó el tiempo exacto en que había aparecido la estrella; 8después los envió a Belén con el encargo: “Averigüen con precisión lo referente al niño y cuando lo encuentren avísenme, para que yo también vaya a adorarlo”. 9Y habiendo escuchado el encargo del rey, se fueron. De pronto, la estrella que se les apareció en Oriente avanzó delante de ellos hasta detenerse sobre el lugar donde estaba el niño.10Al ver la estrella se llenaron de una inmensa alegría. 11Entraron en la casa, vieron al niño con su madre, María, y postrándose le adoraron; abrieron sus tesoros y le ofrecieron como regalos oro, incienso y mirra. 12Después, advertidos por un sueño de que no volvieran a casa de Herodes, regresaron a su tierra por otro camino.
Desde los primeros tiempos de la Iglesia, los magos han suscitado un vivo interés entre los fieles. Han sido uno de los temas favoritos de los artistas paleocristianos: aparecen en sarcófagos y frescos de catacumbas con mucha más frecuencia que la escena misma de la Natividad.
Los cristianos no quedaron satisfechos con las escasas noticias aportadas por los evangelios. Faltaban demasiados detalles: ¿De dónde venían? ¿Cuántos eran? ¿Cómo se llamaban? ¿Qué medio de transporte usaron? ¿A qué se dedicaron después de regresar a sus países? ¿Dónde fueron sepultados?
Muchas leyendas nacieron para responder a estas preguntas. Se ha dicho que eran reyes, que eran tres, que provenían uno de África, otro de Asia y el otro de Europa y que eran uno negro, otro amarillo y el otro blanco respectivamente. Guiados por la estrella, se habrían encontrado en un mismo lugar y de allí habrían recorrido juntos el último tramo de camino hasta Belén. Se llamaban: Gaspar (joven imberbe y de color), Melchor (anciano de pelo cano y barba blanca) y Baltazar (hombre maduro y de tupida barba). Eran claramente los símbolos de las tres edades de la vida. Para el viaje se sirvieron de camellos y dromedarios. Después de regresar a casa, cuando ya habían llegado a la venerable edad de 120 años, un día volvieron a ver la estrella, se pusieron en camino y se reencontraron de nuevo en una ciudad de la Anatolia (centro de Turquía) para celebrar la misa de Navidad. Aquel mismo día murieron llenos de gozo. Sus restos mortales fueron llevados, primero a Constantinopla, después a Milán hasta el año 1162 cuando fueron transferidos a la Catedral de Colonia en Alemania.
Se trata de leyendas agradables y conmovedoras, pero hay que distinguirlas netamente del relato evangélico para no comprometer el mensaje que el texto sagrado quiere comunicarnos.
Comencemos pues aclarando algunos detalles que tradicionalmente asociamos a los personajes de los reyes magos y que, en realidad, nada tienen que ver con lo que nos narra Mateo.
En primer lugar, se dice que eran tres, y que eran “magos”, no reyes. Debían pertenecer a la categoría de adivinos, de astrólogos, personas muy conocidas y apreciadas en la antigüedad por su sabiduría, por su capacidad de interpretar los sueños, de prever el futuro y descubrir la voluntad de Dios a través de los acontecimientos normales o extraordinarios de la vida.
No hay que maravillarse de que Mateo haya introducido a los magos en su relato y que los haya escogido como símbolo de todos los paganos que, antes que los mismos judíos, abrieron los ojos a la luz de Cristo.
Respecto a la estrella, una opinión muy difundida atribuía la aparición de cada nueva estrella al nacimiento de un gran personaje – estrella grande para los ricos, pequeña para los pobres, menguante y poco nítida para los débiles. La aparición de un cometa se pensaba que era el signo de la llegada de un nuevo emperador. ¿Han visto los magos, de verdad, un cometa? Muchos astrónomos dedicaron tiempo y energía a verificar si hace dos mil años, en torno al nacimiento de Jesús, surcó los cielos algún astro particularmente luminoso. Y verificaron que, en el año 12-11 a.C., pasó por la Tierra el cometa Halley. Unos años después, en el 7 a.C., se alineó por tres veces la conjunción de Júpiter (la estrella de la realeza) con Saturno (la estrella de los judíos, según Tácito).
Aunque admirables por su empeño, esta búsqueda del cometa de Belén recuerda a la expedición al monte Ararat (Turquía) en busca del arca de Noé. Leyendo el texto de Mateo, los astrónomos deberían fácilmente caer en la cuenta de que el evangelista no alude a ningún fenómeno astronómico: los magos “ven” la estrella que los precede mientras se dirigen de Jerusalén a Belén, es decir, de norte a sur. ¡Verdaderamente único e interesante! Todos los cuerpos celestes, por el contrario, se mueven de este a oeste.
La estrella de la que habla Mateo hay que buscarla no en el cielo sino en la Biblia. El evangelista escribe para lectores que conocen bien el Antiguo Testamento y que, por siglos, esperaban ver aparecer la estrella de la que habla una misteriosa profecía contenida en el libro de los Números.
Los capítulos 22–24 de dicho libro, narran la curiosa historia de Balaán y de su asno parlante. Balaán era un adivino, un mago del Oriente como aquellos de quienes habla el evangelio de hoy. Un día profetizó sin pretenderlo: “Lo veo, pero no es un acontecimiento que sucederá ahora; lo siento, pero no está aquí; lo contemplo, pero no de cerca: una estrella se levanta de la estirpe de Jacob, se eleva un reino nacido en Israel…Un descendiente de Jacob dominará a sus enemigos” (cf. Núm 24,17.19).
Así hablaba, 1200 años antes del nacimiento de Jesús, Balaán, “el hombre de ojos penetrantes que traspasa el misterio” (Núm 24,3). Desde entontes todos los israelitas comenzaron a esperar con ansia el despuntar de aquella estrella que no era sino el mismo Mesías.
Presentando a los magos de Oriente que ven y siguen a la estrella, el evangelista quiere decir a sus lectores que de la estirpe de Jacob ha aparecido, por fin, el liberador, Jesús. Él es la estrella.
¿Tendremos que quitar la estrella de nuestros pesebres navideños? ¡No! Sigamos contemplando esa estrella, pero digamos a nuestros hijos que no se trata de un astro del cielo sino de Jesús, “Luz que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9). Él es la estrella radiante de la mañana (Ap 22,16). ¿Qué es lo que verifica Mateo cuando escribe en los años 80 después de Cristo? Constata que los paganos han entrado en masa en la Iglesia, han reconocido y adorado la estrella, mientras que los judíos que, desde tantos siglos la esperaban, la rechazaron.
El relato de los magos es pues una “parábola” de lo que estaba sucediendo en las comunidades cristianas de finales del siglo I. Los paganos que habían buscado con honestidad y constancia la verdad, han recibido de Dios la luz para encontrarla.
A Mateo le urge poner de relieve otro detalle: los magos (símbolo de los pueblos paganos) no habrían llegado nunca a Cristo si los judíos, con sus Escrituras, no les hubieran indicado el camino. Israel, aunque no siguió la estrella, ha llevado, no obstante, a cumplimiento su misión: ser mediador de la Salvación de todos los pueblos.
Ahora tratemos de conectar el evangelio de hoy con la primera lectura. El profeta decía que cuando brillara en Jerusalén la luz del Señor, todos los pueblos se pondrían en camino hacia aquella ciudad santa llevando sus dones. Con el relato de los magos, Mateo da por realizada la profecía: guiados por la luz del Mesías, los pueblos paganos (representados por los magos) se dirigen hacia Jerusalén para llevar oro, incienso y mirra. La piedad popular ha aplicado a cada uno de estos dones un significado simbólico: el oro simboliza el reconocimiento de Jesús como Rey; el incienso, la adoración frente a su divinidad; la mirra, su humanidad –esta resina perfumada será mencionada en la Pasión (Mc 15,23; Jn 19,39).
La leyenda de la “cabalgata” tampoco ha surgido de la nada. La primera lectura de hoy nos habla de “una multitud de camellos y dromedarios” que viene de Oriente (cf. Is 60,6). A diferencia de los pastores, que se quedaron a contemplar y gozar de la Salvación que el Señor les ha revelado en el niño, los magos se postraron en adoración (v. 11). El gesto recuerda el ceremonial de la corte real: la postración ante el rey y el beso de los pies, o también el besar el suelo ante la imagen de la divinidad. Los paganos han reconocido, por tanto, al niño de Belén como a su rey y su Dios y le han ofrecido sus dones.
Ellos se han convertido así en el símbolo de los hombres de todo el mundo que se dejan guiar por la luz de Cristo. Son la imagen de la Iglesia compuesta por gentes de toda raza, tribu, lengua y nación. Pertenecer a la Iglesia no significa renunciar a la propia identidad ni someterse a una injusta y falsa uniformidad.
Toda persona y todo pueblo mantienen las propias características culturales. Con ellas se enriquece la Iglesia universal. Nadie es tan rico como para no tener necesidad de nada ni tampoco tan pobre para no tener nada que ofrecer.